Rojo.
La primera sudadera que había recibido era de ese color. Posteriormente se habían dado cuenta que un niñito rubio, de ojitos cristalinos y una sonrisa deslumbrante combinaba bastante bien con el color de la temperatura. Casi tanto como su hermano mayor, más tranquilo y cordial que él, combinaba con el azul, el verde, el gris…
Así que su primera sudadera había sido roja y desde ese momento, a los diez años, siempre tenía al menos una de ese color en el guardarropa. Jamás se había detenido a pensar si era normativo, si se lo estaban imponiendo, si era estereotipado. A él le gustaba, a su mamá le gustaba, a las niñas les gustaba, a los niños también. El rojo le quedaba bien.
Y aún así, pese a todo, a los catorce años decidió que no le gustaba más. Así que el blanco reemplazó al rojo y a nadie le importó, porque un niño rubio, con playera blanca y vaqueros, en la playa, era estúpidamente de comercial. Que los Summers tuvieran un particular don de belleza no tenía nada que ver. No.
Pero, por supuesto, el rojo es un color primario, algo así como un contrato, por lo que, a los pocos meses de cambiar las playeras rojas por las blancas, esas cosas aparecieron. Increíbles, vibrantes y aterradores anillos. Anillos que salían de su cuerpo y no más blanco puro; no más risas deslumbrantes; no más ojitos cristalinos.
Y después resulta que su primera sudadera era una puta alegoría.
De no poder sentir más ira; de casas en llamas, de hogares de acogida, de no encajar, de la muerte de un bastardo y de cinco años en prisión. De la muerte de alguien que podría haber sido su amigo y el odio, el miedo hacia sí mismo.
De todo en rojo incandescente, de rojo carmín.
Hasta que, de pronto, como el final de un disco de vinilo, la calma llegó con un pequeño zumbido, con una pequeña interferencia. Cambios vertiginosos cuando sus libres albedríos perdieron la aguja del tocador y chocaron, se mezclaron, saltaron en todas direcciones, desarmándolos y volviéndolos a armar de manera un poco defectuosa, pero funcional.
Pero no se podía hacer nada, y el color rojo surgía de su pecho una y otra vez, en oleadas que no llegaban a estallar, ronroneando y murmurando en su interior, pasivo, tranquilo, combinando de pronto como lo hacía antes, con un joven rubio, guapo, pero sin sonrisas enormes y sin ojos brillantes.
Así que se limitaron a ponerse juntos, trocito a trocito, acomodándose como mejor quedaban, el color anaranjado surgiendo de la adultez abriéndose paso; el azul poderoso de un error; el sublime incoloro de aquel que parecía haberlo perdido todo y el rojo de él, que estaba aterrado pero del futuro, ya no de él mismo.
Por ello, cuando la sudadera roja apareció sobre su cama, en la fecha de un no cumpleaños, se la puso sin dudar. La sonrisa de los pocos que quedaban al verlo entrar a la cocina con su regalo lo terminó de convencer:
Después de todo, el rojo era su color, lo traía en los genes.