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El heredero por karin_san

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Notas del fanfic:

Lo escribí para el foro de SS para un duelo de drabbles, notaran que muchos títulos se vinculan con libros. Ayer la releía y me dio mucho satisfacción, creo que es uno de los escritos que más he cuidado y pulido, es de los que sobreviviría a una masacre en que quisiera borrar todos mis escritos jajajaja

De paso acabo de ver que en el gaiden de Shion aparece Manigoldo así que estoy como más loca que nunca con ellos dos xD

Notas del capitulo:

Los personajes de SS pertenecen a Kurumada y Teshirogi. 

Los escribí con todo el ferviente amor que ellos dos me provocan, explicar porque los quiero no tiene mucho sentido, se debe a lo que me hacen pensar y lo que me hacen pensar es lo que basicamente traté de plasmar. Ojala puedan ver lo encantadores que son ellos juntos!

 

El extranjero

 

Lo primero que recuerdo de su llegada son las huellas de lodo que dejó en el piso que acabábamos de limpiar junto a Tokusa y Yuzuriha. Lo segundo, su mano sobre mi hombro cuando se inclinó a mi lado. Luego, su voz áspera. O su mirada, de pronto fija en mí.

 

—Así que eres tú.

 

Soltó el misterio y chasqueó la lengua. Esbozó por primera vez la sonrisa enigmática que mucho tiempo después aprendería a descifrar en todos sus matices, pero en ese momento, Manigoldo solo era un extraño, un forastero que había entrado a mi hogar tras los pasos de mi maestro y que observaba curioso el interior de la torre.

 

— ¿Y bien, viejo?

 

Recuerdo la boca abierta de Tokusa al oírlo. La mirada atónita de Yuzuriha. Mi expresión, seguramente, conjugó ambos gestos. Ese chico desalineado y con la ropa cubierta de lodo parecía no tener noción ni del límite ni del respeto. Preocupado dirigí mi vista a mi maestro quién imperturbable leía la nota que el adolescente le había entregado firmada por el mismísimo patriarca.

 

—No. Mi respuesta es no.

 

Para nuestra sorpresa, fue lo único que respondió al tiempo que arrojaba el trozo de pergamino al fuego que crepitaba en la chimenea. Los azules de Manigoldo temblaron de rabia pero Hakurei, indiferente, se limitó a subir los escalones que conducían a sus aposentos solicitándonos con voz grave: “alimenten al mocoso y asegúrense de que se vaya”.

 

 

—Viejo, idiota— masculló molesto el forastero— no le será tan fácil deshacerse de mí.

 

—Al maestro no le gusta que le digan viejo— interrumpió sus cavilaciones Tokusa con su voz tiernamente infantil.

 

—Pues que se acostumbre porque de aquí no me muevo hasta que cambie de opinión.

 

Tercamente, el extranjero se cruzó de brazos fijando su mirada en uno y en otro y en mí.

 

—Sí. Definitivamente eres tú.

 

Repitió el enigma.

 

—Disculpa ¿Pero quién crees que soy yo?

 

Cansado del misterio, enfrenté su mirada socarrona, sin embargo, Manigoldo en lugar de responderme caminó los pasos que nos distanciaban. Denotó la diferencia de altura arqueando una ceja y diciendo: “eres alto para tu edad”. Quise responder que no era eso lo que pregunté pero su repentino gestó se devoró mis intenciones. De pronto se inclinó en dirección a mí rostro y cubrió con su mano mi oído. Sentí mi corazón acelerarse cuando acercó su boca para develarme el secreto.

 

—El prodigio de Jamir. Su heredero. — Dijo antes de separarse colocando su índice sobre sus propios labios.

 

Fundando el primero de nuestros secretos.

 

Tan enigmático como el anterior.

Estrella distante

Era como agua transparente, como neblina, como humo. Fácil de traspasar. Gaseoso. Así lo trató mi maestro por semanas: como aire. No lo miró. No le habló. Hizo oído sordo a las preguntas, amenazas e insultos de Manigoldo, quien no dejaba de insistir en su punto: “estoy listo”. Pero mi maestro no cedió. Lo ignoró mientras cortaba leña, mientras nos entrenaba a Tokusa, a Yuzuriha y a mí, mientras reparaba armaduras. Al contrario de él, nosotros tres no tardamos en acostumbrarnos a su insistente presencia. Éramos incapaces de cumplir con la petición de nuestro maestro de asegurarnos de que abandone Jamir. Éramos solo unos niños y, por momentos, él era más niño que todos nosotros; todo era juego, risa, descubrimiento cerca de él. Sin embargo, su propósito seguía latente. No se iría sin la aprobación de mi maestro aunque seguía sin encontrar grietas por donde penetrar su coraza para que sus palabras fueran atendidas. Finalmente, luego de cuatro meses, Manigoldo se cansó.

 

Estaba irritado. Vencido. Ausente.

 

Ya no reía.

 

—Mi maestro no cambiará de opinión. Deberías irte. Él es terco y seguro el tuyo te extraña— le aconsejé en el tardío ocaso primaveral de mis tierras.

 

—No puedo.

 

Esperé en vano que agregara algo más. Tras dudarlo entrelacé una mano a la suya. Mis dedos eran largos y ligeros; los suyos ásperos y curtidos. Él ya tenía quince años y estaba listo para ser un santo, no podía esperar más.

 

—Debe haber otras pruebas que puedes hacer para que te den la armadura, si tienes el cosmos no hace falta que…

 

—Pero esta es la prueba que eligió mi maestro. La que cuenta.

 

Suspiré cansado. Las primeras estrellas comenzaban a delinearse en el cielo pero el ambiente era tan denso que se sentían demasiado frías y más distantes que nunca pese a lo cercanas que eran desde las cumbres de mi hogar. Iba a dejarlo solo con su tenaz decisión cuando sentí la presión en mi mano. Cuando comprendí lo que pasaba ya era tarde. Estaba muy lejos de mi cuerpo en un lugar sombrío, asfixiante.

 

—Yomotsu— murmuró arrastrándome con él de la mano que aún mantenía entrelazada a la suya— Ven.

 

Me aferré con fuerza. Desde entonces, tuve la certeza de que jamás me dejaría caer.

 

 

Convicción

 

Manigoldo fue quien me enseñó lo que era el infierno. Él transformó los relatos que poblaban mi imaginación en realidad y, como siempre, la realidad era más dura que la ficción. Vi dibujarse la crueldad del mundo ante mis ojos y oí los gritos desgarrados de los muertos. Lo seguí con torpeza por la tierra escarpada. Sentí miedo e impotencia ante la solidez de ese mundo de pesadilla. Solo sus brazos aquietaron mi desazón.

 

—Necesito la armadura de Cáncer para cambiar esto. Es más que terquedad. Es una decisión— me confesó.

 

— ¿Estás seguro de eso?

 

La voz de mi maestro nos tomó por sorpresa, nos distanció. Iba a intervenir para explicarle los motivos de nuestra presencia allí, para que no se enfadara, pero al ladear mi rostro vi a Manigoldo sonreír. De nuevo. Guardé silencio y también sonreí al tiempo que me hacía a un lado.

 

—Nunca he estado más seguro.

 

Afirmó poniéndose en posición de combate mientras mi maestro, con un gesto de gravedad apostado en su rostro, desenvainaba su espada.

 

—Entonces muéstrame el resplandor de tu convicción.

 

La contienda fue impresionante. Antes, nunca había creído que existiese alguien capaz de plantarle batalla a mi maestro. Manigoldo lo hacía… una y otra vez. No se rendía. Jamás había visto a alguien brillar así. Él era el fuego azul. El fuego lo hacía ponerse de pie. Ardía su cosmos. No importaba cuanta sangre saliera de su boca, sus rodillas, sus codos, su abdomen. Él solo la limpiaba con sus dedos cubiertos de polvo. Y volvía a sonreír. Como siempre. Hasta en lo más oscuro de la noche.

 

—Mi hermano te entrenó bien.

 

—El viejo es un genio.

 

Escupió sangre respirando agitadamente. Esperando el golpe final. Quizás la muerte. No moriría, lo supe antes incluso de que mi maestro esbozara una sonrisa, colocará su espada en su hombro y hablará.

 

—Sí. Estás listo. Serás un digno portador de la sagrada armadura de Cáncer. Irrespetuoso pero…

 

Me apresuré a sostenerlo cuando se desmayó, lamenté no oyera las últimas palabras de mi maestro pero quizás, algún día, se las diría. Por ahora, esa sería mi pequeña revancha después de todos esos meses padeciendo sus bromas a mis costillas.

 

 

Despedida

 

Sentí su cosmos vacilante ante la puerta. Apreté mis párpados y guardé un silencio imposible. El bombeo de mi corazón me delataba. Mordí mis labios y subí la frazada hasta mi entrecejo (o más bien entrepuntos). Poco después entró. La madera vieja de mi cuarto en la torre chirrió bajo sus pasos indecisos.

 

—Te he estado buscando.

 

Dijo. Callé. No me gustaban las despedidas. Debió percibir alguna señal de ello, quizás un ligero estremecimiento que no pude evitar y que impulsó la caricia que peinó mis cabellos. Las palabras que endulzaron mis tímpanos.

 

—Es una pena que estés dormido, rubio. No quería decirte adiós. Quería decirte hasta pronto, que no te tardes en patearle el culo a tu viejo para que te deje venir conmigo… con nosotros. Al santuario, a donde perteneces. ¿Sabes? Les diría a todos que eres mi pequeño hermano y que les rompo la cara si se meten contigo. Solo yo puedo golpearte.— Dibuje en la oscuridad de mi mirada la sonrisa extraña que debió haber esbozado. Suspiré.

 

Luego, sobrevino la calidez. De pronto. Un abrazo por la espalda, un beso en mi cabeza, una última caricia.

 

—Hasta pronto— murmuré. Y creo que me escuchó porque detuvo sus pasos en el umbral. Detuvo mi respiración.

 

Se marchó.

Reencuentro

Lo contempló cubierto de polvo de estrellas. Hasta la nariz. También de sangre. Sus miradas se reconocieron solo un instante. Luego, sobrevino el desmayo. Manigoldo, se apresuró a sostenerlo, a vendar su herida, a peinar sus cabellos dorados. Shion entreabrió los párpados cuando sintió un pulgar remover el polvo posado en los puntos de su frente.

 

—Regresaste— susurró.— ¿Eso significa que seré un santo dorado, cierto?

 

Manigoldo asintió moviendo sus piernas con pereza. Mirándolo divertido. Redescubriéndolo. En la intensidad de sus pupilas, lo afilado de su rostro, la altura.

 

—Deberás demostrarle a mi maestro que estás listo. Sé que lo harás.

 

—¿Por qué soy su heredero?

 

Sonrió recordando el secreto que le contó poco antes de irse. Manigoldo lo rememoró…

 

Las sombras de la sala patriarcal que lo escondían, la voz grave de Lugonis de Piscis, el silencio de su maestro.

 

—No siente respeto por nadie, no atiende en las clases teóricas, asusta a los aprendices con historias de fantasmas. Perturba a mi pupilo con bromas y palabras groseras… ¿Comprende mi punto, su excelencia?

 

—Puedo entenderlo. Vienes en representación de todos aquellos que creen me equivoqué al tomar ese niño como pupilo.

 

—Posee cosmos, pero… no sabe nada de la vida, de la importancia de nuestro deber en nombre de Atena. Cuando se le pregunta acerca de su voluntad, sostiene que él pelea por usted y porque le gusta patear…

 

Carraspeó incapaz de terminar su enunciado.

 

—Patear culos— pronunció con solemnidad el patriarca caminando por la estancia. Sirviéndose agua ante una mesa. Topándose con la mirada de su pupilo escondido allí tras haber robado algo, seguramente los lentes de Dégel nuevamente no le costó suponer.— Confío en que Manigoldo será un excelente santo dorado y honrará la armadura de Cáncer. Me recuerda a mi hermano, la misma rebeldía.

 

—Pero señor, usted debería preparar un heredero. Alguien que pueda guiar las tropas si usted no está…

 

—Sísifo, Aspros… incluso el pequeño Dégel tienen condiciones notables para el liderazgo. Además, he recibido una carta de mi hermano hablando de su nuevo pupilo. Un prodigio que, según él, le recuerda mucho a mí… Ciertamente, no veo condiciones de líder en Manigoldo, él es un guerrero de vanguardia. Él es impaciente, él va a la guerra y es temerario en combate. Él es de los que hace milagros…

 

El sol de ocaso sobre sus párpados le hizo a Shion cerrar los ojos. No la boca.

 

—¿Y no te molesto que tu maestro diga eso?

 

—No. Me sentí orgulloso de saber que me entendía. Yo no sobreviré la guerra, Shion, eso lo sé bien. Pero espero que tú sí. Porque cuando te vi también lo pensé. Eres su heredero. Me encargaré de pelear bien para abrirte paso y asegurarme de eso. Es una promesa.

 

—¿Por qué?

 

—Porque eres como un hermano y además te pareces a él. Quiero protegerte.

 

—Yo no quiero heredar nada. Yo quiero ser un santo fuerte. Qué ganemos. Ganaremos.

 

Manigoldo sonrió. Era una tonta ilusión, pero iba bien con ese atardecer.

 

 

Las flores del mal

 

Confiaba en la fuerza del lazo forjado entre las montañas. Pensaba que lo conocía todo de él. Los matices de su sonrisa, su voluntad inquebrantable, el fuego azul de su mirada. Que no podía dar más calor que el de sus abrazos cuando quería disculparse por una broma pesada ni más devoción que la que leía en su mirada cuando hablaba de su maestro. Pensaba que no había nada más en su mundo que el patriarca, el respeto a Hakurei, su afecto por Yuzuriha y Tokusa… su amistad hacia mí, llena de secretos compartidos.

 

Entonces, descubrí el poder de las flores. Su sortilegio. Apenas instalado en el santuario Albafica entró a mi vida pero no a la de Manigoldo. A la de Manigoldo había entrado mucho tiempo antes. Ellos también compartían secretos. Sus conversaciones lo dejaban en claro con la densidad de sus entrelíneas. Manigoldo lo dejaba en claro con el cambio de postura y el sucumbir de su mirada ante la presencia del más hermoso entre los doce.

 

—Me extrañaste, mi flor.

 

—Solo estuviste fuera un día— Albafica se limitó a suspirar y recorrerme con la mirada— ¿es él?

 

Manigoldo asintió. Me molestó su complicidad. Me adelanté para dejar en claro que estaba allí, que podía preguntarme a mí pero su gesto inmediato fue replegarse.

 

 

—No te acerques.

 

 

Mordí mis labios con ira. Lo odié. Mi primera impresión acerca de Albafica de Piscis fue que era un engreído y se sentía superior a mí que aún no poseía armadura. Deseé volver de inmediato a mi hogar. No me gustó el  santuario y su jerarquía inamovible, no quería conocer personas así de frías y distantes, mucho menos ser despreciado y dejado a un lado por una amigo a causa de una persona así. Odié a Manigoldo por ello. Se lo dejé en claro con la mirada que le dirigí antes de disiparme en el aire.

 

 

Confesión

 

Le tomó horas encontrarme. Pensé me reclamaría por no ir a entrenar. Por el contrario, me dedicó una sonrisa divertida que irritó mis puños y mis mejillas. Quise golpearlo. Fallé. Atrapó mis manos entre las suyas. Resopló antes de inclinarse ligeramente, denotando en mi altura que ya no era el niño que conoció en Jamir; que me aprontaba a ser su camarada.

 

—Estás enojado.

 

 

Sonrió nuevamente. Me enfurecí y deseé liberarme de sus manos que me apresaban con fuerza, pero eso solo lo hizo regocijar aún más con la situación.

 

 

—Ahora estás más enojado, pequeño aprendiz.

 

 

Me provocó. Como siempre. Mis ojos se pusieron vidriosos. Ardían.

 

 

— ¡Seré el santo de Aries! Ya lo verán. Les mostraré que puedo ser tan fuerte como ustedes.

 

 

—Ajá… así que fue eso, pequeño… aprendiz… gruñón… de Aries— fue enumerando los atributos al tiempo que acercaba sus labios. Me acariciaba con su aliento a menta. — Albafica no quiso ser grosero. Quedó preocupado con tu reacción. Deberías hablar con él.

 

 

—Pues no me pareció.

 

 

Manigoldo apoyó su frente en la mía. Deslizó sus manos en una caricia que desarmaba mi cuerpo, mi rabia. En voz baja me habló de rosas y espinas. De veneno y muerte. El secreto de Piscis se clavó en mí pecho como tristeza. La ternura de Manigoldo al nombrarlo como certeza.

 

 

—Te gusta. — Comprendí. 

 

 

—Sí.

 

 

No supe que sentir con su respuesta. Mi estómago sí: se contrajo. Mi garganta sí: se tensó.

 

 

—No te necesito.

 

 

Dije del mismo modo que pude decir “quédate” “hace frío” “¿Crees que llueva?” Manigoldo pareció entender el fondo hueco de mis palabras. De mi silencio. Tiró de la punta de mi chal y concretó el besó que tantas veces había insinuado.

 

 

Me mordió el corazón.

 

Inesperado

 

No podía dormir. El secreto de Albafica empozaba culpa en su pecho. El recuerdo del beso lo embargaba todo. Las horas, los lugares por los que caminaba, la brisa que despeinaba su cabello rubio. La sensación se había impregnado con fuerza a su boca. Era como un calor suave detenido para siempre sobre la delgada piel que contorneaba sus labios. Una humedad sutil. Un suspiro que no terminaba de quitarse de encima.

 

 

El primer beso. Breve pero perpetuo en su memoria.

 

 

— ¿En qué piensas?— la pregunta de Dhoko lo sacó de sus cavilaciones. Se sonrojó. Finalmente, ante su insistencia le develó su secreto.

 

Dhoko lo miró con cierta desilusión que en ese momento no había comprendido. Debió caer la noche con todas sus estrellas para que el oriental le hiciera leer en él. Leer sin aviso.

 

 

—Entrenemos.

 

 

Dijo invitándolo a abandonar la cabaña e ir al coliseo, sin embargo, las arenas estaban ocupadas por Manigoldo y Albafica que parecían platicar entretenidamente. Al menos Manigoldo lo hacía pensó Shion negándose a partir pese a la insistencia de Dhoko que suspiró y resignado se sentó a su lado en las gradas. Luego, todo se precipitó de un modo extrañó. Ambos hablaban sobre sus tierras y sus maestros aunque más bien Shion observaba con mal fingida indiferencia a Manigoldo conversar en el centro del Coliseo con el santo de Piscis.

 

 

—Shion, Shion— lo oyó decir su nombre pero embebido en la imagen que tenía lugar en la distancia no atinó a responder ni se percató del suspiro ni del ligero movimiento de su amigo. Fue tarde cuando reaccionó. Los labios de Dhoko ya lo habían tomado por sorpresa. Vencido. Empapado en ternura.

 

 

—Ahora ya no tienes que pensar en ese beso.

 

 

Le sonrió convencido de que había solucionado su problema. Indiferente a la mirada dura y espesa que Manigoldo, de reojo, les destinaba a los dos.

 

Crimen y castigo

 

Lo seguía irritado por parajes secretos del santuario. Al despertar, cuando lo descubrí entre las sombras de mi habitación observándome con su mirada fría y espesa esperé con resignación que reclamará el beso que Dhoko me había robado. Esperé preocupado. No tardé en descubrir que su indiferencia al hecho dolía más que la reprimenda que no llegó. Qué anhelaba que llegue.

 

 

—Vamos a desayunar, te prometí llevarte por uvas cuando florecieran en el sur y ya es época.

 

 

—¿Y el entrenamiento?

 

 

Manigoldo movió los hombros restándole importancia antes de tirarme la ropa limpia que apilaba en un mueble para que me cambie.

 

—Deja de querer calentarme con tus pelotas al aire y apresúrate, alteza.

 

No sé si enrojecí de rabia por su broma o de vergüenza por el comentario, pero cuando logré recuperar mi color de piel habitual empecé a andar tras sus pasos irritado. Era molesto que no le importara que hubiese besado a Dhoko, era molesto solo ser blanco de bromas para él.  Sequé el sudor de mi frente y decidí dejar de pensar en que me besó y lo besé y me gustó.

 

—Ya llegamos.

 

Hice los pensamientos a un lado cuando noté que en vez de estar frente a racimos de uvas estábamos ante una estructura precaria del santuario que no tenía idea de que existiera.

 

—¿A dónde?

 

Como respuesta sonrió con un matiz distinto. No era sarcasmo ni alegría ni goce ni convicción. No tuve tiempo a seguir intentando descifrarla. Manigoldo sin cuidado sujetó mi rostro entre sus manos y acercó el suyo tanto que mi aire se volvió su aire. Un aire turbio y vaporoso.

 

—La sala donde el verdugo castiga a los niños malos— masculló chupando el lóbulo de mi oreja. Lamiendo mi mejilla, humedeciendo la comisura de mis labios.— Eras un niño, carajo… pero ahora…

 

—¿Ahora? ¿Ahora qué?

 

Vi duda en su mirada, vi una verdad ser retenida entre dientes. Resopló. Cerró los ojos. Lo besé. Me apartó. Me atrajo. Me besó. “Ya no soy un niño” suspiré. “No. Pero igual te cuidaré” prometió. Me cargó en sus brazos. Me encerró. Quede atónito al otro lado de las rejas. Lo vi sonreír. Burlón.

 

—Tengo cosas que hacer. Reflexiona sobre lo inadecuado de besar a tus compañeros de armas.

 

Esperé en vano su regreso. Intenté en vano salir de allí porque la prisión sellaba el cosmos. Reflexioné mucho. Tomé una decisión. La venganza sería terrible.

De amor y de sombras

Entrenaba en el coliseo con Manigoldo, aunque no le gustaba hacerlo con él debido a su desbordante ímpetu. Sin embargo, no podía negar que era más postura que otra cosa, siempre (al menos con él) Manigoldo mostraba cierta suavidad en su puño y cierta delicadeza al aplastarlo bajo su peso. Así fueron sus encuentros en Jamir, pero ahora, habían pasado muchos años desde aquellos y el Manigoldo del santuario, ciertamente, se había vuelto un misterio para él. Quizá por eso no le sorprendió la dureza del golpe.

 

—Vamos, mocoso ¿así nos protegerás?

 

Sus palabras lograron su propósito, lo airaron. Le mostró la ira del carnero; Manigoldo disfrutó la envestida, escupió sangre al levantarse y no demoró en tomar revancha. Una y otra vez. No sentía brazos, ni piernas cuando el italiano se sentó sobre su pelvis victorioso.

 

— ¿Te rindes?

 

—Sabes que jamás diré eso.

 

Manigoldo sonrió satisfecho con su respuesta. Iba a incorporarse y dejarlo en paz cuando notó la sangre que manaba de una herida en su cuello.

 

— ¿Duele?— indagó divertido limpiando con torpeza la sangre que se filtraba por la sucia túnica. Tiró del cuello de la prenda para ver qué tipo de golpe tenía pero Shion se negó. Manigoldo insistió. Frunció el ceño preocupado no por la herida reciente, sino por la antigua, la que acariciaba su cuello y se extraviaba en su hombro.

 

— ¿Quién te hizo esto?— articuló crujiendo los dientes. Seguro de que de niño no tenía esa marca, no cuando entrenaban juntos con el viejo. Era una herida demasiado profunda.

 

—Nadie. Fue entrenando— se apresuró a mentir removiéndose bajo su peso para levantarse.

 

“Nadie” era demasiado poderoso pensó Manigoldo irritado por el secreto. Nadie pagaría muy caro haberle hecho eso a su compañero de armas… su... Tomó aire y esperó el resguardo de la noche para insistir su duda. Shion lo evadió. Habló del clima, bostezó. Finalmente, comprendió que no se marcharía sin la verdad, Manigoldo jamás desistía.

 

—Fue poco después de que dejaste de entrenar con nosotros y tiempo antes de que regresaras a buscarme para traerme al santuario a tomar mi puesto.

 

— ¿Quién fue?— repitió el mayor tirando de la punta de su chal. Haciéndolo girar sobre el eje de su cabeza y luego deslizándolo. Shion suspiró mientras la prenda tocaba el suelo; ladeó el rostro y cerró los ojos mientras sentía la respiración de Manigoldo sobre su hombro. Luego, sus dedos ásperos que se posaron en el origen de la serpenteante cicatriz. Sus dedos que bajaron por su huella descorriendo, a la vez, la tela blanca de su túnica.

 

—Pero está bien. Mi maestro alejó al espectro. Me salvó. Me bendijo con su sangre.

 

Confesó con voz pausada. Sentía frío. El aire golpeaba su espalda desnuda. Sentía calor. Los labios de Manigoldo besaban su hombro. Se estremeció. Contuvo el aliento y el gemido. Apretó más los párpados cuando la tela cayó por completo en la profundidad del silencio de Aries.

 

Luz de luna y labios besaron su desnudez.

 

Purificaron su pecado.

Vendetta

Algo en mi venganza salió mal. En algún punto dejé de acercarme a Albafica para fastidiar a Manigoldo y empecé a olvidar por qué, día tras día, inventaba una excusa para inmiscuirme en su jardín de rosas. La calma de Piscis aquietaba las dudas que mi cuerpo, presa de la adolescencia, gestaba. Todo lo que con Manigoldo eran giros. Atracción y repulsión. Se volvía insignificante a escasos metros de Piscis. No había cuerpo, había misticismo. Platonismo. Un ansia primordial. Deseo de agua dulce y caricia de pétalo entre dientes y aire otoñal.

 

—Mantén tu distancia.

 

Soltó de pronto, cuando en un descuido, aturdido por mis pensamientos mis dedos rozaron sus dedos.

 

—Lo siento.

 

—Estás muy pensativo. Y callado. Extrañamente callado.

 

—Quisiera besarte al menos una vez.—Solté sin más. Esclavo de un impulso que me llevó a cubrir mi boca con mis manos apenas las palabras brotaron.

 

—Es tarde y va a llover. Vete.

 

Lo había estropeado todo. Sin querer. Yo no lo iba a besar, solo quería que lo supiera. Que lo sintiera ¿o no? Estaba confundido. Ni siquiera sabía dónde me habían llamado mis pasos tras dejar el jardín que separaba el pueblo del santuario. La primera línea de defensa. Entonces, llegó la lluvia anunciada. Y el golpe. Rodé por el suelo. Conocía ese cosmos.

 

—¿Manigoldo?

 

—Si tienes algún problema conmigo te metes conmigo. Albafica no tiene nada que ver. Fuiste demasiado pendejo para meterte con él.

 

—No hice nada.

 

—Le mientes.

 

—No miento.

 

—¿Te gusta?

 

—Sí.

 

Las maldiciones tardaron en llegar, pendieron en sus labios mojados largos minutos. Pero cuando salieron no midieron caudal ni herida. Arrasaron. Debió amainar la lluvia para que la furia signifique en palabras.

 

—¿Acaso eres imbécil? Te dije que no puede… que seas su amigo, no que intentes…

 

—¿Por qué solo tú tienes derecho?

 

—Porque es peligroso.

 

—Pues no veo que tú te alejes despavorido.

 

Manigoldo arqueó sus cejas. No sonreía. Todo él era confusión. Enigma.

 

—Es distinto…

 

—¿Por qué sino no podrías jugar conmigo?

 

—No juego contigo— respondió ofendido. Que se sintiera ofendido me irritaba, era como una broma pesada.

 

—Me besas y… y ya. Nada.

 

Escupí sin mediación de la conciencia. Me liberé del nudo. Y él también, porque de pronto, mudó el gesto. No había rabia sino resignación.

 

—Es distinto porque para mí tu eres más peligroso que el. A ti te puedo coger

 

La lluvia se detuvo. O quizás se había detenido antes pero en el calor de la discusión no lo había notado. No llovía cuando abrazo mi cintura ni cuando me besó. Al menos eso lo recuerdo bien.

 

Borrachera

 

“Hay que celebrar” fue la premisa de Aldebarán para llevarlos a la taberna del pueblo. Dhoko y él, recientemente nombrados santo dorados, eran la excusa y por ello no podían faltar: eran los agasajados. Suspiró. Llevaba días evadiendo a Manigoldo, o quizás no, quizás él llevaba días evadiéndolo. Eso le fastidiaba. De pronto, al verlo allí, divertido con  Escorpio y Tauro la sed le caló hondo. Bebió sin saber beber. Bebió mucho.

 

—Detente— susurró Manigoldo para no llamar la atención, pero él ya había ingerido alcohol suficiente para contrariarlo.

 

—No eres mi maestro ni mi hermano ni nadie.

 

—¿Pasa algo?— intervino Tauro acercándose.

 

—Qué es un mocoso y no quiero cargar a nadie. Así que deja de embriagarlo, vaca.

 

—No necesito que nadie me cargue. Bebo lo que quiero.

 

—No hace falta que cargues a nadie. Son jóvenes. Al menos una vez pueden ser irresponsables. ¿Y de cuándo acá te interesan los que otros hacen o no?— soltó irritado Aldebarán.

—No me importa.

 

Gruñó. Se tragó sus razones. Se alejó. Durante el resto de la velada la situación no cambió mucho. Todos estaban entretenidos y dispuestos a amanecer en el local, quizás con alguna joven. Quizás con algún camarada. No fue una opción para él cuando Shion se incorporó tambaleante, desatando una risa general con su pedido de silencio porque le dolía la cabeza y quería vomitar. En otras circunstancias, el habría reído más que ninguno, pero ahora, solo pudo cargarlo.

 

—Se acabó la fiesta para ti, mocoso. Vienes conmigo.

 

Shion no tenía suficiente conciencia para entenderlo, menos aún para oponerse. El viento frío que revolvió su cabello fue el que consiguió despabilarlo lo suficiente para reconocerlo y exigir que lo baje.

 

—El santuario tiembla.— Dijo aferrándose a su brazo.

 

—Solo estás ebrio.

 

—Quiero hacer pis— declaró deteniéndose.

 

—Aún falta para llegar. Aguanta.

 

—Pero me hago.

 

—Pues búscate un árbol.

 

A falta de árbol encontró una pared rocosa, sólida y ancha. Renegó. Maldijo. Manigoldo solo pudo acercarse a ver que le sucedía.

 

—No sale— dijo con un mohín en el rostro mientras luchaba con su pantalón.

 

—No puedes ni mear bien, eh, quien te manda a emborracharte.

 

El italiano se acercó, rodeó su espalda, abrió su bragueta.

 

—¿Y ahora?

 

—¿Y ahora qué?

 

Pasando saliva al comprender, internó sus manos entre sus piernas. Extrajo su miembro. Lo oyó gemir.

 

—Ahora lo sostienes y meas.

 

—Manigoldo.— Jadeó reteniendo sus manos sobre su sexo. Crispando sus nervios.

 

—Qué.

 

—Ya no soy un niño. Soy un santo dorado.

 

—Lo sé.

 

—Podemos coger.

 

Manigoldo rió estrepitosamente. Shion lo miró con gesto grave y deslizó una caricia sobre sus manos que, en la confusión, aún se enredaban al miembro ajeno: húmedo y caliente.

 

—Pensé te interesaba Albafica.

 

Aries apretó los párpados. Esperó se diluya el mareo. Comenzó a masturbarse con lentitud en la intimidad que les ofrecía la noche, halando sus manos en el gesto.

 

—Pero con Albafica no se puede…

 

Suspiró en algún momento. En el suspenso que medió entre el gemido y el orgasmo.

 

Intensidad

 

Retrocedió con las manos ungidas en semen y la respiración entrecortada. Había incredulidad en la mirada azul que contemplaba el espeso líquido perlado. Shion, sin embargo, no percibió el hueco de la ausencia hasta varios minutos después, cuando el aire que salía a cuentagotas de entre sus labios y el zumbar intenso de su pecho, encontraron su punto de inflexión. Entonces, percibió la ligereza de su cuerpo y la humedad entre sus piernas y la distancia. Lentamente, se subió el pantalón. El aire frío y el orgasmo habían removido la niebla que embotaba sus sentidos. Todo era certeza. Su piel, el olor que emanaba su cuerpo, la sequedad de su boca no dejaban espacio a la duda.

 

—…                                                                 

 

Se giró para romper el silencio y encontrar algún jirón de la presencia de su amante. No pudo hablar.

 

—Mierda.

 

Masculló el italiano al toparse con el color café, agrietado, en su mirada. Refregó el semen sobre la tela de su pantalón y removió una película de sudor instalada en su frente. No se podía mover y el tono carmesí de los labios adolescentes no ayudaba. Río sintiéndose idiota.

 

—Vete de una puta vez.

 

A veces la tensión se rompe con cuchillo. A veces con palabras. A veces el hilo solo se sigue tensando. Shion la rompió con un gesto. Con cinco pasos seguros, un beso demandante, una caricia en su entrepierna abultada. De pronto lo había sabido todo de él. De su deseo y de su fidelidad a una promesa. De sus ansias por el hombre que empezaba a ser y de la ternura hacia el niño que fue. De lo irritante que debía ser para alguien como el experimentar esa contradicción.

 

—Está bien.

 

Murmuró bajándole sus pantalones. Tomando su sexo entre los dientes. Chupando. Halando. Lamiendo. Marcando punto final con el pasado. Deshaciendo la promesa. La distancia. Fortificando un reino con sus suspiros y la presión cada vez más insistente de sus dedos ásperos en su nuca. Al menos, durante ese instante sus pensamientos y sus deseos le pertenecían. No había nadie más en la esfera de su mundo. Y ese hecho le complacía.

 

—¿De quién aprendiste eso?

 

Dijo a su oído mientras con su pulgar limpiaba sus labios. Con su índice acariciaba su mejilla. El orgasmo los había encontrado de pie, el amanecer sobre el mullido verde del suelo, entre caricias sin propósito.

—De Asmita y mi maestro— respondió soñoliento. Acurrucándose entre sus brazos. Cerrando los ojos para sentir las caricias que aun sobre la ropa, le rozaban el corazón.

 

Otoño

 

El otoño va bien con él. Su mirada como almendras, las hojas secas. Sentados en un claro, el tiempo pasa despacio, en hojas que penden, se hamacan, caen, se enredan en su pelo. Las observo con pereza y luego las retiro en un mínimo de movimientos. Su pelo huele a almendras que alimentan un repentino impulso vital. Beso su hombro desnudo. Lo escucho reír distraído de su tarea con la tiara de Cáncer. Bajo por la desnudez de su espalda y él sujeta sus piernas y se inclina para que continúe el gesto. Amontonó todo clase de besos en la delicadeza de agua de su piel. En su color luna.

 

—Te estás dejando crecer el cabello— comento con la pesadez de la siesta en mi voz.

 

—Sí, he pensado que el cabello largo de Albafica y Asmita es muy hermoso. Me gustaría llevarlo así. ¿Qué te parece?

 

—Mmmmm

 

No estaba muy seguro de cómo tenía que parecerme o qué diferencia había. La belleza sobrenatural, de nieve y cascada y nueces de Shion nada la cambiaría. Ante la incertidumbre, me limité a salir a mi manera del embrollo.

 

—Pues yo te doy igual, con ese…

 

Un beso repentino evitó la grosería y me robó el aire. Shion acarició mi perfil un momento. La duda de que veía en mí, como siempre, me asaltó. La sacudí mordiéndole sus labios. Y viéndolo girarse divertido y concentrarse en su tarea con mi armadura otra vez.

 

—¿Y bien, doctor?

 

—Tu armadura está en perfectas condiciones, se sanó sola en la caja de las heridas sufridas en la misión. No hacía falta que yo las examinara.

 

—Pues era buena excusa para sacarte de tu templo.— Sonrió jactancioso.

 

—Así que era una excusa… ¡me extrañabas!

 

—¿Eh? Nunca dije eso.

 

—Viniste a rogarme que vea tu armadura porque te morías de ganas de verme.

 

—¡Jamás!

 

—Pobrecito, apuesto que pasaste todos estos días solito pensando en mí y en volver rápido para decirme que me quieres y no puedes vivir sin mí.

 

 

—Tienes una imaginación muy vívida.

 

 

Respondí tirándolo al suelo. Besando sus puntos. Bebiendo el otoño en su piel.

 

 

El heredero

Apresuró sus pasos. Tenía un mal presentimiento. La estrella había tomado la dirección de la sala patriarcal. Dhoko al menos estaba más aliviado sabiendo que Pegaso estaba siendo escoltado por Manigoldo. Su nombre se espesó en su lengua. La última vez que lo vio, antes de partir en busca de Pegaso y Yuzuriha, lo había mirado con la intensidad del fuego azul. La guerra había comenzado y las palabras de su maestro y el patriarca y el mismo Manigoldo respecto a su forma de ser no cesaban de martillar sobre su conciencia.

 

“Irrespetuoso pero temerario. Solo la muerte evitaría que te levantes para seguir peleando”

 

“Mi maestro dijo entonces que era un guerrero de vanguardia. Él me conoce”

 

Pero no, no eran solo la palabra de los otros. Él lo conocía. No había misterios entre ellos. Sí una promesa. No entendía porque esa madeja de pensamientos lo asaltó cuando llegó a Cáncer. Quizás por la estrella. Si algo le ocurría a su maestro, Manigoldo… una brisa. Un tintineo dorado. Una sonrisa.

 

—Hola, Shion ¿Vas al salón del patriarca?

 

—Manigoldo, escuché que estabas protegiendo a Pegaso… ¿qué te pasó?— sus pasos vacilaron al ver la sangre. Su voz también.

 

—¡Jeh! De parte de mi maestro para tu maestro ¿podrías entregárselo por mí?

 

—Vos…— cerró los párpados. Sintió el dolor. —No volveremos a vernos. — Murmuró.

 

Fijó la mirada en la armadura solitaria. Se arrodilló. Acarició con dedos temblorosos la coraza. Estaba caliente. Aún guardaba el fuego azul e intenso de su dueño. Leyó su voluntad. Miró el casco que le había legado para entregar. Secó sus lágrimas.

 

—Es una promesa.

Notas finales:

Ojala les haya gustado, estoy abierta a cualquier comentario o sugerencia. Gracias por leer!!!!


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