Su cuerpo era tan ligero, que lo podía alzar sin mayor dificultad.
Sus ojos eran tan profundos, que podía mirarlos todo el tiempo.
Sus labios eran tan bellos, que podía besarlos sin detenerme a respirar ni por un minuto.
Su nariz era tan respingada, que podía apretarla de vez en cuando sólo para molestarlo.
Sus mejillas eran tan pequeñas, que podía estirarlas para poder imaginármelo con un rostro que no solo se basara en pómulos.
Su sonrisa era tan bella y sincera, que podía empeñármelas para hacerlo reír día y noche solo para que esta no se desvaneciera.
Su voz era tan dulce y madura, que podía hacerle preguntas infinitas sólo para oírlo todo el tiempo.
En sí, LuHan era el ser más precioso y perfecto que hubiese pisado la Tierra.
Nos conocimos un tres de junio del 2005, ambos cursábamos nuestro primer año en periodismo. Él era mayor que yo por unos cuantos años, aun así, gracias a la genética y la Madre Tierra, él seguía pareciendo un niño y yo a su lado, parecía alguien de más edad.
No es que compartiésemos los mismos gustos, pero yo hice lo posible para poder convencerlo de que los opuestos se atraían.
Entre los recesos de una clase y otra, me sentaba a su lado bajo un gran sauce. En ese transcurso, se notaba cuan diferentes éramos.
Él bebía un litro de agua, yo un pequeño Bubble Tea.
Él escuchaba a Jay Chou, yo a Justin Timberlake.
Él estudiaba hasta el cansancio, yo jugaba con mi DS.
Él saludaba a todo el mundo, yo los ignoraba.
LuHan se preocupaba por todos, yo sólo me preocupaba de él.
El veinticuatro de diciembre del 2005, nos besamos por primera vez bajo el sauce, que por la fecha, vestía de luces con colores navideños.
Él tenía un abrigo y guantes puestos, yo solo llevaba un delgado sweater.
Él tenía los ojos llenos de lágrimas, yo luchaba por no dejarlas escapar.
Él llevaba consigo un pequeño obsequio, yo en ese momento tenía sólo para regalarle todo el amor del mundo.
LuHan estaba feliz, yo también.
El veinticinco de diciembre del 2005 cumplimos un día de ser novios oficialmente.
No fue hasta el tres de junio del 2009 a cuatro años exactos de habernos conocido, que nos juramos amor eterno.
Él vestía de blanco, yo de negro.
Él estaba al borde de las lágrimas, yo esta vez las dejé caer.
Él se había vuelto mi marido, yo su esposo.
LuHan tenía un vientre abultado, yo había sido parte de ello.
El diez de enero del 2010, nació nuestra pequeña Oh SoRa.
Ella llegó al mundo pesando tres kilos doscientos gramos, LuHan llegó al hospital pesando sesenta y ocho kilogramos.
Ella tenía mis facciones, él permanecía con las suyas.
Ella tenía apellido coreano, él mantenía el suyo.
SoRa dio su primer respiro a las siete y cuarto de la mañana, LuHan dio el último a la misma hora.
No fue fácil criar a SoRa sin LuHan. Tuve que aprender a hacer cosas que jamás en la vida pensé que haría. Fui parte de sus primeros pasos, de su primera palabra.
Era increíble cuanto había cambiado su rostro en casi cinco años. Ahora se parecía más a él. Tenía sus almendrados ojos, su respingada nariz y sus rosados labios.
Como si Sora fuese LuHan.
Desde que mi bebé cumplió los tres años, empezamos a tener una nueva costumbre.
Los tres de junio nos paramos fuera la universidad en qué LuHan y yo estudiamos.
Noche buena la pasamos bajo el sauce.
El cumpleaños de Sora los pasamos frente a la lápida de LuHan. Algo tétrico, pero no es algo que le desagrade a ella.
Y todo eso lo hacemos con la esperanza de que vuelva por lo menos una vez más.