Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Transparencia por GoodGirl

[Reviews - 2]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

¡Hola a todos los valientes que entraron a leerme! ¿Cómo están? Por mi parte, estoy algo nerviosa. Es lógico, porque después de tener este fanfic guardado por más de tres años, decidí que era el momento oportuno para publicarlo :D

~Antes de pasar al fanfic, unas advertencias:

Esta historia contiene lenguaje argentino. Van a encontrar algún que otro insulto argento, o verbos conjugados como “tenés” en lugar de tienes, entre otros. Por eso, si no te caen los argentinos por equis motivo, te recomiendo que no lo leas, de onda te digo :)

También, insinuación de lemon que no llega a nada(?

Y bueno, a los grosos que quieren seguir leyendo, simplemente gracias, eh :’D Por eso, para quienes desconozcan los términos argentos que van a aparecer, en las notas finales voy a poner un glosario o algo así, para que se entienda mejor. (Qué buena que soy, ¿lo notaron? Ah)

 

Espero que les guste un montón, <tres.

Notas del capitulo:

La verdad, ni sé para qué sirven estas notas e_e

Pero bueno, las voy a utilizar para aclarar que, para quienes no saben qué es un preceptor, es un auxiliar docente encargado de controlar la asistencia y también la conducta de los alumnos, ya que tienen contacto directo con ellos, todos los días.

También, si quieren, lean la historia escuchando esta canción (http://www.youtube.com/watch?v=VQL92f56bPc). Se llama igual que el fanfic; y sí, no es casualidad, porque en su momento me inspiró para escribir esta historia :D

Listo. Ya terminó mi cháchara, así que disfruten de la lectura, gente.

 

Nos vemos en las notas finales~

 

 

Transparencia

 

 

X

 

 

—¡Listo! Ya terminamos con el trabajo de Música. ¿Ustedes qué hacen ahora? ¿Se van a la escuela?

 

—Y sí. No queda de otra. Fabricio y yo no podemos faltar… Es más por la asistencia que por otra cosa. ¿Vos vas a ir?

 

—No. Mis viejos* me dijeron que falte para que ayude, aunque sea, un día en la casa. Es que… supuestamente ellos, me rasco las bolas a dos manos.

 

—Bueno, che. No importa. Nos vemos el lunes, Beto.

 

—Chau. Cuídense chicos; y más con su "amigo". Sí, ya saben a quién me refiero, ¿no?

 

—Sí, y ni me lo menciones. Pero bueno, nosotros vamos a ver cómo nos las arreglamos para zafar* de él.

 

 

X

 

 

El camino que nos llevaba directamente hacia la escuela fue totalmente silencioso. Tanto mi amigo como yo nos sentíamos nerviosos para hablar de algún tema de particular, porque en sí, la situación lo ameritaba.

 

Mi nombre es Benjamín y tengo dieciséis años; próximamente cumpliría diecisiete años el catorce de noviembre. Curso el cuarto año de secundaria.

 

Aquel día nosotros esperábamos tener nuestra jornada escolar de lo más normal, con las actividades y regaños que se pueden esperar dentro de una escuela. Pero el trabajo que teníamos pendiente en la asignatura de Música, simplemente, nos sacó de contexto y tuvimos que hacer un pequeño cambio con nuestro horario.

 

Sí, "pequeño" cambio para nosotros; pero no había dudas que, probablemente, la cuestión pasaría a mayores con los directivos de la escuela, y más con cierta persona que, en este momento, no quisiera recordar…

 

—Benja… —me llamó de pronto mi amigo, Fabricio—, no estoy muy seguro con esto que vamos a hacer. Si Martín se enoja con nosotros por llegar a la escuela a esta hora, yo…

 

—Le decimos lo del trabajo y listo. No creo que haga tanto quilombo.

 

—¿Estás seguro?

 

—¿Seguro...? Creo que no mucho —decidí contestarle honestamente, ya que no estaba con la confianza plena de garantizar algo—. Pero si él hace problemas, bueno… ahí tiene en la planilla el número telefónico de nuestros papás, y que se las arregle con ellos —agregué por las dudas. Fabricio era muy capaz de dar marcha atrás y dejarme en banda. Lo conocía, y por eso traté de persuadirlo lo mejor que pude.

 

—Está bien entonces —me contestó, no muy inducido a lo que le dije—. Si vos lo decís...

No le dije nada más y preferí quedarme callado. Lo único que hice fue sonreírle y seguir caminando en silencio como única respuesta.

 

Ambos nos encontrábamos perturbados y toda la culpa rondaba alrededor de una sola persona: Martín, nuestro preceptor.

 

Inquieto, decidí preguntarle a mi amigo qué hora tenía en su celular. Él lo sacó y al rato me dijo que eran las tres de la tarde. Ni más, ni menos.

Ninguna conversación más surgió después de la contestación que me dio, ya que los dos estábamos concientes del horario de ingreso a la escuela; pero, como dije, tal vez con un llamado a nuestros padres logren conformarse y así quizás no molesten tanto.

 

Yo, aunque revoleara los ojos con enfado, no podía negar el hecho de que mi escuela era una institución reconocida por su buen nivel educativo y, también, por el trato respetuoso que existía entre los alumnos, los docentes y las autoridades escolares.

Una de las principales cosas que se exigen —tanto a los alumnos nuevos y antiguos— es la puntualidad con respecto a los horarios; caso contrario, las llegadas tardes deben ser notificadas o algo así. Mucho no sé de esto, sinceramente, ya que nunca llegué tarde.

Siempre traté de ser lo más puntual posible.

 

Otra cosa característica de  mi escuela es el excesivo cuidado y vigilancia de los directivos hacia nosotros. Para muchos, es lo normal, pero a mí ya me atosigaron con tanta vigilancia absurda que, en sí, no viene al caso, ya que somos alumnos secundarios, y no niños de jardín. Que existían conflictos, sí, no lo niego; pero tampoco son tantos para dar inicio una revolución adentro de la escuela. Sí, aunque parezca absurdo pensarlo así, tan alejado de la realidad no estoy.

 

Ninguno puede salvarse. Todos son unos pesados con el tema de la vigilancia. Sin embargo, Martín, nuestro preceptor, es la persona que más hincapié hace en esas cuestiones de seguridad.

Entiendo que mi preceptor esté bajo las órdenes de la Directora, y que por ese motivo sea tan estricto, pero no es necesario que se tome el papel tan en serio. Es demasiado agobiante a veces, y lo peor es que, con las actitudes que tiene, no coopera demasiado que digamos. Resumiendo, es una persona poco —no, absolutamente nada— tratable.

 

Todos los días encuentra un motivo para andar con cara de orto*. El tipo se enoja fácil, eso llegué a comprenderlo después de un tiempo, cuando me resultaba imposible despegar mi visión de él. En parte me sirvió, porque así justifiqué su accionar; el porqué no puede dirigirse bien hacia nosotros.

 

Quizás, aceptó el trabajo de preceptor porque es una alternativa rápida que trae ganancias en poco tiempo. Sí, debió haber sido eso, ya que otra explicación lógica no encuentro y Martín, sinceramente, no tiene vocación para tratar con adolescentes, o con "pendejos de mierda", como a veces, entre dientes, suele llamarnos.

 

Prefiero quejarme de él. Es más fácil; y de esta manera tolero un poco más todo lo que me está pasando. Me siento un estúpido. Reconozco que soy patético y que, encima de todo, caí demasiado bajo cuando entendí lo que Martín significaba para mí. Resulta que ahora, además de atraerme en lo físico, también me atrae en lo sentimental.

 

Me gusta.

 

La verdad es que nunca estuvo entre mis planes enamorarme de un hombre. Y que, encima de todo, ese hombre fuera el insoportable de mi preceptor.

Decir que me siento mal por toda esta situación no alcanza. Soy consciente de la decepción que sentirán mis papás cuando se enteren de que su único hijo varón es homosexual. También, existe la posibilidad de que mis sentimientos nunca sean correspondidos, y eso me angustia como no se imaginan.

 

Y, aunque quisiera evitar sentirme así, no puedo negar lo que sucede dentro de mí cada vez que recuerdo el día que apareció en la puerta del aula. Suena desagradable pensar que, desde el momento que lo miré, quedé como un idiota hipnotizado comiendo de su mano.

 

Apareció un día de mayo. Un día que suponía ser normal y ordinario como cualquier otro. Qué ingenuo fui, de verdad. Todavía me recuerdo a mí mismo, tranquilo, esperando a que mi compañero de banco llegara, cuando de pronto pude oír la puerta abrirse.

 

Me habría dado igual todo en el caso que hubiera entrado mi compañero. Pero, tengo que admitir que me asombré bastante cuando noté que había entrado una persona que jamás en mi vida había visto.

 

Lo observé e, inevitablemente, quedé embobado con su figura. Mierda. Decir que me había dejado con la boca abierta es poco, ya que un poco más y babeaba.

 

Era un hombre joven, bastante parecido, de estatura alta, piel acanelada, ojos pardos, atrayentes y cautivadores, y cabello color castaño. Traía puesta una camisa acuadrilles gris con los tres primeros botones desabrochados y un pantalón de jean negro.

 

Me llamó la atención su forma de vestirse. Era un conjunto bastante informal para una escuela donde se veía a gente usando trajes o guardapolvos por doquier. Por eso, estoy seguro que no fui yo el único sorprendido en la clase.  

 

Yo, cayendo en la rotunda obviedad, no noté que estaba mirándolo sin discreción alguna, admirando desde su cuerpo hasta su rostro. Me detuve ahí por completo, sin despegar mis ojos de los suyos.

 

—Buenos días —habló con voz ronca—. Mi nombre es Martín y desde hoy voy a ser su preceptor —no dijo nada más y solo se limitó a tomar asistencia. Se escuchó un murmullo general que a él no le inmutó para nada. Una actitud bastante reacia, debo decir.

 

De vez en cuando observaba mi mesa, buscando en vano distraerme un poco. Y es que por mucho que lo intentara, mis ojos volvían a situarse en su rostro.

 

—Reinoso —escuché que alguien había mencionado mi apellido, así que, de manera distraída, pregunté:

 

—Sí, ¿qué pasa?

 

—¿Cómo que qué pasa? Estoy tomando asistencia —en ese momento, pude sentir el peso de su mirada sobre mí, burlesca e irónica, mientras escuchaba de fondo las risas de mis compañeros. No tenía excusas para contestarle a Martín, así que me quedé callado sintiendo el calor en mis mejillas a causa de la inevitable vergüenza que sentí.

 

Inútilmente traté de esconder mi rostro tras varios mechones de cabello. Cuando situaciones así me suceden, no me gusta que me hablen; sin embargo, los tontos de mis compañeros no pudieron comprenderlo, porque de inmediato comenzaron a molestarme, y yo les tuve que mentir para aclarar lo que había pasado. Les dije que mi distracción había sido ocasionada por las pocas horas de descanso. Y sí, no les iba a decir que me había quedado en estado de trance por causa del nuevo preceptor

 

Por suerte, la excusa funcionó, ya que no volvieron a cuestionarme nada más, y yo no pude hacer más que respirar aliviado. Aunque a veces podía sentir la mirada curiosa de Martín sobre mí, mientras terminaba de tomar asistencia. Mi instinto no dudó en culpar a la paranoia, porque podía ser posible que la misma estuviera jugando conmigo, y haciéndome creer que el preceptor realmente me observaba. Por ese motivo, traté de ignorar lo que sucedía a mi alrededor, y sólo esperé a que se fuera.

 

Así fue como, desde ese día, hice el intento de esquivarlo, sea de la manera que fuera. Había tomado la decisión de evitarlo porque, probablemente, mi torpeza alcanzaría los niveles máximos estando frente a él, y yo no quería que se evidenciara tanto mi estupidez. 

 

Aunque mi plan fracasó rotundamente. Durante los recreos, Martín se aparecía ante mí, imponente, con los brazos cruzados y su rostro enseriado, sólo para hablarme, y de cualquier cosa. Me tensaba el hecho de tenerlo cerca de mí, pero aprendí a controlarme, si es que no quería pasar vergüenzas, y así fue como comencé a tolerar  de a poco su presencia.

Sin  embargo, no todo es color de rosas. Los tratos que tenía Martín hacia mí eran mucho mejores que los que podía tener con mis compañeros, y eso molestaba, ya que marcaba diferencias muy profundas dentro del salón. Yo me defendía como podía. ¿Qué? No era mi culpa que tuviera cierta preferencia por mí. Pero, en cierto punto, me encantaba que, entre tantas personas, me hubiera elegido a mí.

 

No obstante, un día de agosto, las cosas cambiaron radicalmente. Fue un incidente, de verdad, porque en mi vida deseé que eso sucediera.

 

Martín, justamente Martín, tuvo que verme en ese pasillo besándome con Natacha.

 

Natacha es una de mis compañeras de salón. Una chica bastante bonita, que a pesar de su belleza, se había ganado la fama de ser una "cualquiera". Se  había metido con tantos chicos, que ya no me molestaba en contarlos. Por ese motivo me enojé. ¡Había quedado como un pelotudo más del montón, y eso que ni siquiera sentía algo por ella!

 

No sé qué la pudo haber motivado a hacer eso, en serio, porque me considero un pibe algo ordinario y sin gracia. Pero aun así me besó. Carajo, yo sólo quería ir al baño cuando me agarró del brazo y me estampó contra la pared. Quise quejarme, pero mis intentos se desvanecieron cuando sus labios besaron los míos.

Me sentí bastante confundido, además de asqueado. También sorprendido, porque no pude reaccionar en el momento y sacármela de encima como era debido. Sólo la aparté de mis labios cuando pude oír —desde el final del pasillo— la voz fría y autoritaria de mi preceptor, llamándonos.

 

Me estremecí por completo. Caí en cuenta que, desde donde estaba, Martín lo había visto todo, ya que nada obstruía su visión de la escena más bochornosa del año.

 

Natacha se alejó de mí con un movimiento brusco —acción que agradecí bastante— y, antes de irse, susurró unas disculpas bastante hipócritas que ni me molesté en creer. Después, ella pasó al lado de Martín, sosteniendo en su rostro una sonrisa soberbia que ocasionó que él estrujara entre sus dedos la camisa color azul que tenía puesta.

 

Cuando Natacha se retiró, tanto el silencio como la incomodidad fueron partícipes de nuestras miradas.           

 

Martín me observó de una manera rarísima. Como si todo aquello le hubiera disgustado en sobremanera. Era obvio que compartía su pesar, porque yo también me sentía así, e inclusive muchísimo peor, ya que comprendí que mi querida compañera me había usado con el único fin de llegar a Martín. ¡Ah! Le hubiera partido la cara de no ser ella una chica.

 

Ensimismado, no me di cuenta cuando la campana del recreo sonó, dando por finalizado mi receso.

 

Si por mí hubiera sido, me habría marchado sin siquiera tomarlo en cuenta. Sin embargo, su voz me detuvo al instante. No me tomó del brazo ni nada por el estilo, solamente bastó que hablara para que mis pies se sujetaran al suelo, de tal forma que me resultó imposible seguir con mi camino.

 

—Reinoso —me llamó Martín. Yo me di la vuelta apenas, sin tener la suficiente valentía de sostenerle la mirada.   

 

—¿Sí…? —le contesté apenas. Sentí mi voz y mi cuerpo entero desfallecer con ese simple monosílabo, y más cuando pasó a mi lado y susurró cerca de mi oído unas palabras que me desconcertaron totalmente.

 

Mierda. Otra vez pensando en lo mismo. Vaya que me habían afectado las palabras de Martín, y mucho, porque siempre terminaban ocupando parte de mis pensamientos y, también, de mis dudas.

 

Eso era porque me descolocaba rememorar sus palabras e intentar buscarle —inútilmente— un significado aparente. «—Evitá hacer esas cosas delante de mí, ¿estamos? No quiero que lo que pasó ahora vuelva a repetirse otra vez. Simplemente… no lo hagas—».

 

Tal vez se puso en su papel de preceptor autoritario, y le molestó que me besara con Natacha porque infringía alguna de las pautas establecidas en el acuerdo de convivencia escolar. Podía tomar lo sucedido como un simple llamado de atención, ¿por qué no? Traté de convencerme a mí mismo que mis supuestos eran verídicos, y que, por consecuente, sostener una ilusión sería totalmente ridículo y bastante bajo de mi parte.

 

Después de aquel fatídico incidente, los días siguientes fueron desastrosos, y siguen siéndolo hasta hoy. Todo se fue al riachuelo. Desde entonces, Martín cambió conmigo, y para peor, porque emplea su tiempo en fastidiarme haciendo cosas —por demás está decir— irritantes. Me enojo y sólo para quedar ante todos como el boludo más grande de todos, ya que me ridiculiza delante de todos mis compañeros cuantas veces puede.

 

Me enferma que sea así. Simplemente no lo entiendo. ¿Por qué cambió? Que yo sepa, no hice nada malo, a excepción de besarme con esa pendeja, pero no fue mi intención hacerlo.

 

Entonces, ¿por qué…?

 

—¡Benja! —me llamó Fabricio, mandándome varios codazos en el brazo. —¡Aterrizá, boludo! ¡Hace no sé cuánto tiempo que te estoy llamando y vos ni ahí!

 

—¿Posta*? —cuestioné sorprendido. Él asintió con la cabeza.

 

—Disculpá. Ando un poco distraído, pero nada más —traté de remediar mi error con una pequeña y suave sonrisa. Mi amigo la vio y sonrió conmigo, comprendiendo que no había estado en mí ignorarlo.

Bueno. Recordé que hace rato Fabricio me llamaba por algún motivo, por lo que le pregunté que era lo que quería, sin darle mucha vuelta al asunto. 

 

—No, nada. Que ya llegamos al cole —mencionó. Por favor, yo ni cuenta me había dado de ese detalle—. Y que también tu "amigo", sí, el que te rompe las bolas todos los días, te está esperando en la entrada —y, a pesar del momento, no pude evitar soltar una carcajada leve. Me cayó en gracia su comentario. Fabricio siempre aprovechaba alguna que otra situación para burlarse de las "tan buenas relaciones" que había entre el preceptor y yo… Maldita sea.

 

A pesar de los esfuerzos que hice por no mirar hacia la entrada de la escuela, terminé cediendo ante mi curiosidad, que deseaba con todas sus fuerzas poder encontrarlo ahí.

 

Lotería. Tal y como había dicho Fabricio, el tipo se encontraba esperándonos —¿esperándonos? Oh, no— en la entrada del colegio, con la mirada fija, que parecía enfocarse en nosotros dos, pero yo sabía que centraba sus ojos en mí y… y todavía no sé por qué me siento tan perseguido.

 

Parece que no entiendo nada. Ahí tenía que estar el portero, y no él. ¿Y entonces? ¿Qué se suponía que estaba haciendo en la entrada? Qué suerte la mía, sinceramente.

 

Mi amigo tragó una importante cantidad de saliva. Sí, él también se sentía presa de los nervios, tal como yo, aunque traté de no demostrarlo demasiado frente a Fabricio.

 

Abrimos con lentitud la puerta —que, por cierto, estaba bastante pesada— para ingresar a la escuela. Arriba de los escalones, se encontraba Martín, taciturno, descansando una de sus manos en los barandales que rodeaban la escalera.

 

En su rostro se acentuó una seriedad que nunca antes había visto. Y, con esa expresión, nos observó subir los empinados escalones.

 

—Buenas tardes —espeté respetuoso. Sumergí mi orgullo en quizás qué lugar dentro de mí, y lo único que obtuve de Martín fue su silencio. Sí, el maleducado me esquivó el saludo como los mejores. Desgraciado, ¿por qué esa manía de sacarme de mis casillas ni bien me ve?

 

—Reinoso y Lemos —Martín, parco en palabras, nos dio la espalda, y comenzó a caminar—. Vengan para acá —nos abstuvimos a protestar. Lo único que pudimos hacer, entonces, fue seguirlo en un silencio, que a mí, me incomodaba.

 

Mi preceptor caminaba tranquilo. Sus ojos, empecinados con mirar hacia adelante, y sus manos, escondidas despreocupadamente en los bolsillos de su pantalón, me demostraban lo impávido que se sentía ante la situación. A veces ladeaba su cabeza hacia el lado derecho; y era un hecho curioso, porque yo estaba siguiéndolo de ese lado. Aunque, mejor no darle importancia a ciertas cosas, ¿no?

 

Nos llevó a la sala de preceptoría. Casualidad o causalidad, no lo sé, pero el lugar se encontraba vacío cuando llegamos. No había absolutamente nadie, ni por asomo de duda. Ni siquiera estaba esa mujer que había ingresado como suplente de la anterior preceptora.

 

Solamente pude notar que había una gran pila de cuadernos color rojo y unas cuantas planillas de asistencias; al igual que algunas cajitas pequeñas de tizas blancas y de colores, y un borrador de pizarrón. Todas esas cosas estaban esparcidas en una gran mesa de matices verdes apagados.

 

Martín se encaminó hacia la mesa, y mientras corría —sin cuidado alguno— unos cuantos cuadernos de comunicaciones, decidió sentarse en el borde de la misma. Seductor, cruzó sus piernas apenas, y se reacomodó a la ligera su pelo color castaño, apartándolo hacia un costado. Una sonrisa soberbia apareció en su rostro cuando sus ojos se cruzaron con los míos.

 

Porque yo no podía dejar de mirarlo, ensimismado. ¡Mierda! Ese tipo —otra vez, sí, otra vez— se había salido con la suya. Su encanto innato seguía cautivándome, quizás mucho más de lo que me hubiera imaginado. Lo que había hecho, sinceramente, me había gustado bastante, tenía que admitir.

 

No pude sostenerle por mucho tiempo la mirada. Sabía que hacer eso era signo de sumisión, y de la más asquerosa, pero no pude evitarlo. El también estaba mirándome, sin pudor, y sin señales de querer quitarse esa sonrisa estúpida de encima.

Aunque después apartó sus ojos de mí. Interiormente, di un suspiro. Aunque de poco sirvió que me aliviara, ya que era obvio que después Martín empezaría a darnos flor de reto.

 

Noté que había respirado hondamente. Sí, ya se venía la reprimenda…

 

—Ustedes saben el horario de ingreso, ¿no? —asentimos levemente susurrando un pequeño "sí". — ¿Y qué hacen a esta hora, entonces?

 

—Tuvimos que hacer un trabajo —le contestó Fabricio.

 

—Existe el fin de semana, chicos —expresó con prepotencia. Arqueó una de sus cejas, como si su respuesta hubiera sido lo más obvio del mundo. Sí, como si nosotros nunca lo hubiéramos pensado… Me encolerizó totalmente que este tipo nos haya tomado por imbéciles.

 

—Eso ya lo sabemos —interferí de pronto en la conversación—, pero ninguno de los chicos podía juntarse el fin de semana, y el trabajo era para ser entregado el lunes.

 

—Está bien —expresó con total simpleza. Yo no pude evitar observarlo con asombro. Había sido demasiado fácil convencerlo… Definitivamente, algo planeaba.  —¿Y dónde están sus tutores?

 

¡Lo sabía! ¡Sabía que algo se tenía entre manos para cagarnos la vida!

 

—¿Tutores? —cuestioné sorprendido.

 

—Sin un adulto responsable no pueden ingresar —sin perder la compostura, terminó por cruzarse de brazos y ampliar aun más su sonrisa.

 

—Yo tengo una nota firmada por mis papás —se apresuró en decir Fabricio. Yo me quedé mirándolo, desconcertado. Creo que mi rostro terminó de desencajarse por completo cuando el muy… estúpido, sacó su cuaderno de comunicaciones para mostrarle la nota a Martín.

 

¿Qué se suponía que tenía que hacer? Yo no tenía ninguna nota firmada por mis viejos; y tampoco podía molestarlos en horas de trabajo para que vinieran a la escuela. Estaba hasta las manos, y el muy forro* de Fabricio no me había avisado nada.

 

—Vaya al aula, Lemos —le dijo a Fabricio una vez que leyó la nota. Mi amigo se fue con pasos apresurados y me dejó ahí, solo, como un reverendo boludo.

 

Martín miró por encima a Fabricio marcharse. Cuando escuchó el sonido de la puerta cerrándose, sus ojos se concentraron en mí, otra vez. Suspiró, antes de comenzar a hablarme. 

 

—¿Y usted Reinoso?

 

—No tengo nota —expuse, bastante avergonzado—. Pero puede llamar a mis papás si…

 

—No me sirve llamarlos —me interrumpió—. Es el justificativo escrito o la presencia de los tutores.

 

—¡Pero yo no tenía idea! —Le recriminé con molestia. —¡Nunca nadie me dijo nada! —y eso era cierto. Ninguno —de los que se hacen llamar mis amigos— me avisó que una cosa así sucedería en el caso tal de no tener una nota de mis papás. Tal vez a Beto no lo culpe tanto, porque él iba a faltar a la escuela; pero Fabricio se fue a la mierda con lo que hizo.

 

—¿Y así es como hace llamar a Lemos su amigo? Debería replantearse mejor sus amistades —él se rió y yo rodé mis ojos, fastidiado. Bueno, quizás el estúpido soy yo, porque no es la primera vez que Fabricio me caga. Pero, joder, es mi problema. ¿Por qué se empeña en hacerme sentir tan mal?

Martín se levantó de la mesa, y caminó hacia mí.

 

—Bueno, en vista de que usted no tiene nada que justifique su llegada tarde, puede quedarse si quiere… pero tendrá ausente el día de hoy.

 

—¡¿Qué?! —exclamé enfurecido. —¿Entonces, vine acá para nada? ¿Es eso lo que quiere decir?

 

—Interprételo como mejor le parezca, Reinoso —ni bien terminó de hablar, se encaminó hacia la salida.

 

Literalmente, me quedé con las palabras en la boca. Me equivoqué cuando creí que su accionar formaba parte de una broma un tanto pesada, pero en absoluto trascendental. Qué mal había pensado, porque Martín sí planeaba dejarme hablando solo.

 

Me había sacado bastante esa actitud de porquería. Me limité a seguirlo —ya que, si me atrevo a golpearlo, me expulsan de la escuela— y, con la intención de que no escapara, impedí su salida cerrando tras de mí la puerta.

 

—¡Eh! ¿Pero, qué le pasa, Reinoso? —Cuestionó con fingida sorpresa. —¿No quiere que me vaya? Creo que está bastante grande para que lo anden cuidando.

 

Mi rostro enrojeció por completo. Mierda. Quedarme colorado nunca me sentó bien, ni siquiera se ve bonito en mí. Pero Martín, mofándose de la situación, esbozó una sonrisa. Pareciera contentarse con mis reacciones, que, por cierto, él mismo se encargaba de provocar. 

 

—¡Por favor! —Exclamé nervioso. —¡No es eso!

 

—¿Y entonces qué es? —raramente, la tosquedad de su voz se suavizó por completo cuando pronunció esas cuatro palabras.

Yo, que estaba un tanto atónito, decidí que lo más conveniente sería decir algo, cualquier cosa, antes de que la incomodidad me avergonzara de nuevo.

Las pocas palabras que pude hilar en mi mente fueron las primeras que expresé.

 

—Bueno —comencé—, el tema es que me parece una falta de respeto que me deje hablando solo —y se lo dije, con la voz hecha añicos. Porque, si bien se lo recriminé en la cara, mi voz no fue lo suficientemente fuerte para que sonara como tal.

 

—Tengo que hacer cosas —alzó sus hombros, restándole importancia al tema.

 

—¡Eso puede esperar! —mi timbre de voz se elevó apenas. Carajo, cómo me exaspera, él y su maldita tranquilidad. Las dos cosas juntas—. Ahora dígame —dije algo más tranquilo—, ¿qué se supone que tengo que hacer ahora? Es decir, ¿voy a tener que quedarme acá sin hacer nada?

 

Martín se acercó silenciosamente hacia mí. Instintivamente, yo retrocedí unos cuantos pasos hacia atrás, pero mis intentos de huída no prosperaron, porque cuando mi espalda pudo encontrarse con la pared, él se aproximó peligrosamente a mi oído. Me susurró:

 

—Podés hacer muchas cosas acá dentro, Reinoso.

 

Su respiración cálida cosquilleaba en mi cuello. Su juego vil provocó que me estremeciera por completo. Pero, como dije, Martín tenía un encanto natural, que me invitaba a seguirle la corriente sin protestar.

 

—¿Qué cosas? —cuestioné tontamente.

 

Ahí fue cuando mi preceptor volvió su mirada a mí. Noté que las facciones de su rostro denotaban inexpresividad, pero en sus ojos se reflejaba un brillo hermoso, sin igual, que no podía mentirme. Me sobresalté cuando una de sus manos tomó mi barbilla y la elevó apenas hacia arriba.

 

—No lo sé —espetó. Burlón, se sonrió de lado y le dirigió una fugaz mirada a mis labios. —¿Qué cosas proponés vos? —y sus palabras, grandes provocadoras, me condujeron al desastre. Pensé en quedarme callado, pero, de todas formas, no lo hice.

 

—Yo… —titubeé. No sabía que mierda decir, y sin embargo, no conseguía apartar mi visión de la suya— yo creo que me tengo que ir —retiré la mano que tenía atrapada mi barbilla, e intenté abrir inútilmente la puerta. Sí, porque Martín no dejó que lo hiciera, ya que tomó mi brazo con fuerza y no permitió que me alejara de él.

 

—Vos no te vas a ningún lado —expresó con seriedad—. Si yo me quedé por vos, vos también te vas a quedar por mí, ¿estamos? —mientras se iba acercando a mí nuevamente, yo mordía con nerviosismo mi labio inferior. Nunca imaginé que esto llegara a tales extremos. Si bien le pedí que se quedara, no fue con ninguna otra intención más que decirle lo irrespetuoso que era. Y ahora, él quería que yo me quedara, y sin siquiera saber qué es lo que quiere. Genial.

 

—¿Y por qué querés que me quede? —susurré cuando tuve su rostro cerca del mío. Me di cuenta que lo había tuteado. Una estupidez a la que Martín ni bola le había dado. Se concentró más en mis palabras, y no en que si lo había o no tratado de "usted".

 

—Porque extraño hablarte —manifestó sin pudor alguno—. Y estoy seguro que vos también extrañás hablar conmigo.

 

Definitivamente, hoy me encontraba más vergonzoso que de costumbre. Mientras mi rostro se enrojecía de a poco, Martín no dudó en sonreír con su tan reconocida prepotencia —que tantas ganas de matarlo me daban—, porque él sabía que tenía razón.

 

Era totalmente cierto que añoraba las charlas que solíamos tener antes de aquel incidente. Aunque, quizás, no tanto como creía, porque… Martín dejó su orgullo de lado para decirme eso, y yo ni siquiera pensé en la posibilidad de sincerarme con él.

 

Mierda. No sé por qué, pero con estas cosas, el que siempre termina quedando como un forro, soy yo. Y eso hace que me sienta terrible.

 

—Quiero comenzar desde cero con vos —podía sentir su respiración confundiéndose con la mía. Me miraba fijamente, embelesado, así como yo suelo mirarlo a veces a él. Entonces, me animé a pesar en que, después de todo, yo podía tener algo de encanto oculto, aunque no lo notara… Serán o no los nervios, pero la estupidez tiene un límite, y creo que ya lo sobrepasé pensando en mi supuesto "encanto".

 

—Me gustás —me confesó con simpleza. Mis ojos sólo pudieron abrirse con asombro.

 

Tenía que despertarme. Lo juro, porque no podía ser verdad que algo así sucediera. Es decir, Martín se me estaba declarando, y al parecer iba en serio. Yo quería creerle, en verdad, pero me resultaba imposible considerarlo real. No quería crear una ilusión que después terminara destrozada.

 

—Martín, no juegues conmigo —mi labio temblaba ligeramente—. Hace mucho tiempo venís tratándome mal y… —no pude continuar. La mirada —dolida— de mi preceptor, y mi voz cayéndose a pedazos me lo impidieron. No entendía por qué terminaba complicando las cosas, pudiéndolas resolver de una manera tan sencilla.

 

—Hablemos claro, Benjamín, ¿querés? Si te estoy diciendo estas cosas, es porque son ciertas. No te mentiría con algo así —a pesar de todo, Martín seguía firme en su postura. Un hombre seguro de sí mismo merece todos mis respetos, por eso… creo yo que no me costaría nada confiar en sus palabras, aunque sea hacer un mínimo intento.

 

—Estos últimos meses no fueron los mejores —prosiguió—. Y justificación, no tengo. Lo más razonable sería que me odiaras por todo lo que te hice pasar, pero… sé que no es así, porque —hizo una pequeña pausa— yo a vos te gusto, ¿no?

 

—¿Siempre sos así de seguro vos? —cuestioné, la verdad, muy sorprendido. El día que se le escapara decir un "creo", definitivamente sería el fin del mundo. Y lo peor era que equivocado no estaba. Sin embargo y, a pesar de tener la indiscutida razón, Martín no mostró ninguna de sus repugnantes sonrisas a las que me tenía acostumbrado. Optó por quedarse callado, en la espera de mi respuesta. Suspiré, resignado—. Sí, es verdad… —dudé un momento en decirle lo que él —tan campantemente— me había dicho. Qué va, ¡a la mierda todo!, total, no tenía nada que perder. Aunque… cómo costaba pronunciar esas dos míseras palabras. No, si él las pudo decir, ¿por qué yo no? Es ridículo—. Me… Me gustás.

 

Nunca esperé sentirme tan increíble después de habérselo dicho. Fueron palabras tan simples que, sin dudas, me sacaron un gran peso de encima. Me sentí extrañamente alegre, porque pude ser sincero y correspondido a la vez.

 

Ya no valía la pena pensar en todo lo que había pasado. Por supuesto que no. Dejé que Martín se aproximara lo suficiente a mí, mientras me susurraba —rozando suavemente mis labios— que yo lo volvía loco, y que solamente me dejara llevar.

 

Reaccioné cuando sus manos —que tan frías estaban— tomaron por sorpresa mi rostro enrojecido, y entonces fue cuando sus labios impactaron tímidamente contra los míos. Había iniciado como un beso soñado. Era un vaivén tierno y despacio. Ninguno de los dos luchaba por tener control sobre el otro, y ese pequeño detalle, había convertido al momento en algo sumamente hermoso.

 

Sin embargo, el contacto se profundizó, ya que me di cuenta —sorprendido— que Martín había comenzado a estimular la superficie de mis labios con delicadas mordidas, que provocaron, por inercia, que abriera mi boca. Pronto, sentí su lengua introducirse en mi cavidad bucal, e inquirente, la rozó contra la mía, sin detenerse. Mierda, Martín estaba dejándome sin aliento. Sabía que no me estaba besando como un demente desesperado, y que estaba siendo bastante sutil conmigo, pero parecía no detenerse, a pesar de sentir su respiración un tanto agitada.

 

Martín, como si me hubiera leído la mente, se separó de mí  y tomó una bocanada de aire. Por mi parte, hice lo mismo, ambos tratando de recuperar la compostura. Noté con curiosidad que estaba tanteando algo atrás mío, y ladeé mi cabeza, buscando con la mirada qué podría ser aquello.

 

La intención de Martín era encontrar el seguro de la puerta, probablemente para cerrarla y así evitar un posible trago amargo. Me sentí cohibido, a tal punto de querer reclamárselo, pero no pude —o no me dio la gana— hacerlo, porque ni bien concluyó la acción de trabarla, Martín me empujó contra la mesa y, sin pensarlo dos veces, me volvió a besar, pero esta vez con voracidad. Instintivamente, decidí apoyarme en la mesa hasta que pude sentarme en ella, y de inmediato escuché el sonido de algunos cuadernos cayéndose al piso.

 

No presté importancia al hecho anterior, porque me preocupé en rodear la cintura de Martín con mis piernas, con el objetivo de acercarlo mucho más a mí. Enrojecí por completo cuando sentí su bulto rozar reiteradamente mi entrepierna, y más aun cuando soltó un gruñido de placer, dándome a entender que esa acción mía le había agradado bastante. ¡No! ¡No había sido mi intención provocarlo! Juro que no. Sin embargo, el mismo Martín se encargó de estimular nuestras intimidades repitiendo con mayor ligereza el movimiento pasado.

 

Nuestras respiraciones volvieron a agitarse. El sonido de nuestros labios incrementó a causa del constante choque de los mismos. No me di cuenta cuando dirigí mis manos hacia su cabeza, tampoco cuando mis dedos se mezclaron entre las hebras de su cabello, ni mucho menos cuando lo jaloneé lentamente hasta recostarlo sobre mí.

Martín, entonces, comenzó a besar mi cuello con ímpetu, mientras yo intentaba quitarle con desespero la camisa. Sí, nunca me hubiera imaginado realizando estas cosas, pero creo que en situaciones así, la calentura me gana. O nos gana.

 

Esto quedó demostrado cuando mi uniforme escolar resultó ser un verdadero problema, no sólo para mí, sino también para él, porque era claro que queríamos deshacernos de toda la ropa molesta. Entonces, como mi uniforme lo era, Martín comenzó a sacármelo con impaciencia. Mi suéter y mi corbata quedaron esparcidos —no sé en dónde— y después, creí que era el momento adecuado para ayudarlo a desabotonar mi camisa.

 

Martín decidió alejarse de mí una vez que mi camisa quedó abierta de par en par. Yo, anonadado, no comprendí porqué lo hizo hasta que noté su mirada recorriendo —sin ningún descaro— mi pecho desnudo. En su rostro se acentuó una sonrisa boba, de esas que pensé que solamente yo podía poner en situaciones así.

 

—Sos hermoso, Benja —me susurró. Parecía gustarle mi cuerpo de criajo desnutrido que, por cierto, no hacía nada por mejorar su estado físico. Y bueno, es la verdad. Martín —quien ahora estaba quitándose la camisa— parecía un modelo sacado de revistas. Mientras él tenía un cuerpo de infarto, yo era lo más parecido a un espantapájaros, pero de los feos… Estoy empezando a creer seriamente que tengo un tanto baja mi autoestima.

 

Otro día me ocuparía de pensar en mis problemas de autoestima. No tuve tiempo sentirme acomplejado, porque ni bien arrojó su camisa al suelo, Martín —prácticamente— se tiró encima de mí y, con notoria ansiedad, comenzó a besarme.

 

No pudimos evitar tocarnos con ansiedad. Mis manos recorrieron la amplitud de su espalda con inquietud. Las deslicé de arriba hacia abajo, sin detenerme, acción que le provocó ligeros estremecimientos. Decidido, Martín se separó de mí, y de inmediato descendió a besar mi cuello, aunque con más violencia que antes. Succionó con tanta fuerza mi piel que, sin dudas, el maldito me dejó algún que otro hematoma en esa parte.

 

Sin embargo, a él pareció no interesarle. Siguió dejándome chupones y todo, hasta que bajó —con impaciencia— a morder y lamer mis pezones, precisamente el derecho, en tanto, ocupaba su mano en apretar mi pezón izquierdo. La forma en la que Martín me tocaba, provocó que mi voz se tornara ronca entre los incesantes jadeos que salían de mi garganta, producto del placer que me producían sus caricias.

 

Si yo sentía que la situación apenas había comenzado a dominarnos, era porque no sabía lo que vendría después. Porque Martín, en un arrebato, deslizó una de sus manos hacia mi miembro, y empezó a tocarlo por encima de mis pantalones, buscando generar una reacción que, por desgracia, no tardó en aparecer. Avergonzado, noté que el bulto entre mis pantalones estaba comenzando a crecer. Mierda.

 

No faltó mucho para que intentara desabrochar la hebilla de mi cinturón.

 

Sinceramente, perdí la concepción del tiempo. Sólo estaba consciente de lo que iba a venir. Y nos hubiéramos dejado llevar hasta el final, de no ser que en el momento más excitante, alguien hizo el amague de querer abrir la puerta.

 

—Pero la concha de la lora, no puede ser… —furioso, Martín soltó una puteada.

 

Al comienzo, yo también me sentí molesto. Sin embargo, mi enojo disminuyó porque caí en cuenta que estuve a punto de coger* en la escuela, y encima de todo, con Martín. ¡Por favor! ¿En qué estaba pensando? No puedo creer que mi razón haya sido nublada por… bueno, mis instintos primitivos.  

 

Yo creo que a los dos nos bajó de una la calentura. Sí, porque después de mirarnos, descubrí que los dos estábamos nerviosos, por lo que vestirnos rápido era nuestra principal prioridad. Mientras Martín se levantó y trató de acomodarse la camisa, yo busqué con desespero mi suéter y mi corbata. Cuando encontré ambas prendas, no dudé en abotonar mi camisa rápidamente.

 

Desde adentro, podía escucharse el murmullo de dos voces femeninas. Si no me equivocaba, al otro lado de la puerta, se encontraba mi profesora de Economía y la preceptora nueva. Genial. En cuanto yo aludía al sarcasmo, las dos mujeres que se encontraban afuera, creían que la puerta se había trabado o algo así, y que por eso no podía abrirse. Inocentes de ellas. Sí, porque primero, comenzaron a golpear la puerta, y después —prácticamente— se le tiraron encima, en un intento vano de querer abrirla.  

 

—¿Hay alguien? —quien se animó a preguntar, fue la preceptora. Bien, pudo avivarse, y eso es animador, en cierta forma.

 

—¡Sí! —Expresó Martín, acercándose presuroso hacia la puerta—. Estamos Reinoso y yo.

 

—¿Benjamín? —Inquirió asustada mi profesora—. Pero, ¿y qué está haciendo él ahí? ¿No tendría que estar en clases?

 

—¿No es obvio? Nos quedamos encerrados —yo me quedé mirándolo. Sí, Martín le había mandado fruta a la vieja. No se molestó en contestar la pregunta —porque dijo cualquier cosa— y, encima de todo, se atrevió a mentir. Le susurré que estaba loco, mientras me llevaba el dedo índice a mi sien. Él, divertido, sólo pude sonreírme con complicidad.

 

—¿Y ahora cómo hacemos? —le escuché decir—. Avisarle de esto a la señora Directora sería preocuparla mucho y…—sinceramente, no entiendo el dramatismo de esta mujer. Totalmente absurdo e innecesario, porque tan solo era una miserable puerta que ni rota estaba. 

 

—Tal vez pueda abrirse si empujamos todos de un mismo lado… —la idea de Martín había sido la única hasta ahora. Parecía razonable, sí, pero el tono de voz que utilizó me cayó como patada al hígado. Desagradado, me di cuenta que había vuelto a ser la misma persona petulante de siempre.

 

—Esa idea me convence —habló, esta vez, la preceptora.

 

Las dos mujeres se encontraban empujando fervorosamente de un lado. Y nosotros, mientras tanto, fingíamos estar haciendo lo mismo.

 

Ya nos habíamos vestido y, en lo que duró el pequeño monólogo de ellos, traté de dejar lo más ordenada posible la mesa. Una vez que terminé, caminé hasta quedar —prácticamente— al lado de Martín. Al instante, me sorprendí observando el rostro de mi preceptor.

 

La seriedad había vuelto a imponerse en sus facciones. Era extraño pensar que, hace apenas unos minutos atrás, él era una persona totalmente distinta. Había disfrutado de esa faceta suya, aunque qué lástima que haya durado tan poco tiempo. Inconscientemente, sonreí melancólico.

 

Pensé también en el encuentro en sí. El tiempo, sabio, sería un arma clave que, sin dudas, me diría lo que había significado todo esto. Podría quedarse en la nada o simplemente podría pasar a mayores. O una cosa, o la otra. Pero, ahondando más en el tema, era sumamente compleja la situación. En serio, porque si las cosas llegaran a tomar el segundo rumbo, se nos vendría encima un gran problema por parte de la escuela, mis compañeros, mis amigos, y mi familia si se enteraban. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?

 

—¿Qué te pasa? —susurró Martín en mi oído. Mierda, todavía no me acostumbraba a esas cosas, porque enseguida me sobresalté. Cayéndole en gracia mi reacción, mi preceptor no dudó en sonreírme.

 

—Nada —me apresuré en contestar.

 

—Ah, bueno —expresó con cierta molestia en su voz—. Che, ¿después podrías pasarme tu cuaderno de comunicaciones? Necesito copiarte una nota —ni bien terminó de hablar, destrabó el seguro de la puerta y fingió agitación ante el supuesto esfuerzo que implicó abrir la puerta. Y bueno, ya que estamos, yo también fingí falso cansancio.

 

Después de tener una charla inútil con la preceptora —en la que me advertía que no dijera nada sobre el tema de la puerta—, estaba dispuesto a irme a mi casa. Tendría una inasistencia, sí, pero ya mucho no me importaba.

 

Tomé mi mochila y me dirigí hacia la puerta.

 

—Reinoso —me detuve en seco cuando escuché su voz. Me di vuelta, y en cuestión de segundos, pude toparme con su rostro—. Todavía no me entregó su cuaderno —qué imbécil que soy. Lo había olvidado por completo. Y, ahora que lo pienso, no sé cómo todavía no me pagan por todas las gansadas que hago en el día.  

 

—Perdón —me disculpé, bastante avergonzado. Sin más, saqué mi cuaderno y, con mi característica torpeza, se lo entregué en las manos.  

 

—No importa —soltó un tanto distraído. Ensimismado, lo observé unos cuantos segundos, sin darme cuenta que él ya había terminado de escribir.

 

Dejó el cuaderno en la mesa, y siguió haciendo sus cosas como si nada. Sí, definitivamente, había vuelto a ser el mismo de siempre, porque me ignoró, a pesar de ser consciente de que yo aún seguía ahí.

 

Pero yo, ¿qué hacía esperando "algo" de Martín? Era innecesario estar aguardando por una señal que quizás nunca llegaría.

 

En el camino hacia mi casa, me sentí fatal. Por un lado, me insulté a mí mismo, porque había sido una ingenuidad de mi parte haberme involucrado —y fiado— de un hombre tan impredecible como Martín.

 

Y, por el otro, esa impredecibilidad suya, me provocaba un sentimiento de angustia, porque se me hacía imposible poder comprenderlo. Así de difícil era, que a regañadientes, me abstuve de llorar como un boludo en medio de la calle.

 

Pero mis pensamientos se detuvieron. Mi cuaderno aún permanecía en mis manos. Sí, y en todo este tiempo no se me ocurrió guardarlo en mi mochila. Bueno, era un distraído de primera cuando me lo proponía. Por eso, y haciendo alarde de mi descuido, comencé a hojear con desgano mi cuaderno, sin saber en verdad para qué lo hacía.

 

En eso estaba, cuando, escondida entre las hojas, hallé una nota de Martín. En un pedazo de papel que, al parecer, había arrancado en un apuro, reconocí al instante su tan horrenda caligrafía. Muchas veces, descifrar el jeroglífico que escribía, me daban ganas de arrancarme los ojos en el proceso; pero esta vez, entender su letra, no pudo resultar más satisfactorio.

 

«¿Querés salir mañana conmigo? Si te decidís, te voy a estar esperando en la plaza, como a las tres de la tarde.»

 

Mi corazón latía como loco. Y yo, para que decirles, más chocho* no podía estar. Martín era una caja de pandora. En verdad, valía la pena recibir porrazos como estos, si él, en tanto, seguía dándome sorpresas de este tipo.

 

Sin pensarlos dos veces, guardé mi cuaderno y, esbozando una sonrisa amplia en mi rostro contentado, salí corriendo a la par de un grito de felicidad.

 

—¡Vamos, loco! —exclamé fuera de mí mismo. Y bueno, no todos los días suceden cosas así, y yo soy solamente un idiota que le demuestra al mundo que se ha enamorado de otro idiota.

 

 

            Fin~

 

X

 

 

Notas finales:

Glosario~

Viejos: papás, de forma cariñosa/profesores, de forma despectiva(?

Zafar: escapar de algo o alguien.

Andar con cara de orto: estar con cara enojada.

Posta: es el equivalente a ¿En serio?/ ¿Es verdad?

Forro: quien hace algo malo que te perjudica(?

Coger: tener relaciones sexuales.

Chocho: estar feliz.

 

Bien, eso es todo. Perdón si faltó explicar alguna que otra palabra, en verdad. Cualquier cosa, me avisan.

Espero que les haya gustado. Disculpen mis dedazos, y bueno, nada, comenten che, que yo no muerdo(? PD: No me puteen.

¡Nos vemos, gente!

Los abraza, GoodGirl~


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).