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Todo en orden por EllaLevine

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Notas del fanfic:

¡Buenas!

Antes de nada quiero decir que este relato no contiene sexo explícito. De hecho, he puesto la etiqueta de romántica por poner alguna y no dejarlo huérfano, pero tampoco hay una relación explícita en él. Ahora bien, todos los que han leído la historia coinciden en que es bastante gay, así que me vale para dejárosla por aquí.

También advierto que el relato no está editado. Pensaba arreglarlo antes de publicarlo, pero al final he preferido dejarlo como está a modo de escarnio personal. Las razones vienen a continuación:

Este relato tiene una pequeña y desastrosa historia. Fue concebido mal, con muchas prisas y sin revisiones de ningún tipo para un concurso organizado por mi universidad. Como era de esperar, se ha quedado a las puertas de la gloria y ni siquiera se ha llevado un triste áccesit.

No obstante, al menos puedo decir que ha sido una buena práctica de escritura (guau, ¿estoy sonando mucho más madura de lo que soy realmente o es sólo mi imaginación?).

En fin. En mi cabeza la historia era mucho más seria e interesante, pero se ve que soy incapaz de escribir algo así a derechas, porque hacia la mitad se tuerce irremediablemente hasta el final, que es de órdago.

Tengo intención de editarlo y corregirlo, así que tal vez en unos días vuelva a subirlo, con un final más digno y sin erratas.

En fin, ya cierro el pico. Espero que el relato no os haga levantar mucho la ceja. No os lo toméis muy en serio y disfrutadlo.

Un abrazo!

 

Qué curioso es el funcionamiento de la memoria.

Tal observación era lo único que zumbaba dentro de mi cráneo. En ese momento permanecía atontado, tieso en aquel asiento inclemente con mi espalda y escuchando sólo a medias la sentida letanía que seguía vertiéndose de forma sistemática dentro del ataúd.

La ceremonia discurría envuelta en un eterno discurso que nos salpicaba con los momentos más elogiosos de la vida del doctor, quien yacía disfrazado de un blanco cadavérico imposible de paliar. El aspecto ominoso de los muertos. A mí el ambiente recargado de dignidad me amenazaba constantemente con hundir mi cuerpo y asfixiarme en aquel asiento mugriento. En otra ocasión, eso habría bastado para que una náusea sacudiera cada terminación nerviosa de mi organismo, pero aquella vez la culpa entumecía mis sentidos.

Mi maldito cerebro, siempre atento y aterradoramente funcional, había decidido negarse a actuar con coherencia. Estaba allí porque el doctor había sido la piedra angular de mi existencia los últimos cinco años, el único capaz de volver a hacerme sentir como un ser humano, y, a pesar de ello, ni siquiera era capaz de honrar su memoria con otra cosa que no fueran escenas insignificantes, que se me escurrían entre los dedos sin llegar a formar un recuerdo.

Su despacho impoluto. Lápices recién afilados, dispuestos en perfecta simetría sobre su escritorio, como perros complacientes. Siempre me dejaba envolver mi silla en una funda de plástico nueva, para no tener que entrar en contacto con el cuero sobre el que otros podrían haberse sentado antes...

Y así, sin parar. Sin concretar en sus verdaderos logros conmigo.

Ajena a mi lucha interna, una de las presentes culminó su elegía con un sonido estrangulado. Probablemente había sido un discurso bonito, pero la verdad es que no estaba seguro de haber llegado a oírlo. Por su parte, ella se cubrió la cara con un pañuelo de papel antes de regresar a trompicones a su asiento. Yo no pude reprimir un jadeo al ver que, olvidado sobre el estrado, el pañuelo, esa bomba biológica, parecía retarme.

Sin poder dejar de mirarlo, sentí la urticaria automática trepándome por el brazo.

 Un sudor frío y pegajoso comenzó a reblandecerme el cuello de la camisa al caer en la cuenta de que era mi turno de palabra. Con decenas de pares de ojos escrutándome, me incorporé tal y como haría alguien recién salido de un coma y recé por que mis rodillas temblorosas no decidieran traicionarme también en el último momento. De todos los presentes, tal vez yo mismo fuera quien más le debía unas palabras al doctor, pero conforme me aproximaba a su féretro caí en la cuenta de que era incapaz de dejar de enumerar, una y otra vez, la lista de enfermedades que podría transmitirme ese pañuelo arrugado si entraba en contacto con mi piel.

Tantos años de recuperación y cuando a mi terapeuta se lo lleva el cáncer, vuelvo a caerme a pedazos.

Con la ansiedad devorando mis entrañas, alcancé el pequeño estrado y, junto a él, el rostro pétreo del doctor. Sin expresión, podría haberse hecho pasar por un muñeco de cera bien logrado... Que se descomponía lentamente y de manera imperceptible ante mis ojos.

Tal vez con demasiada brusquedad, me aparté del féretro. Me sentía enfermo, lo bastante como para que el sudor perlara mi frente y la respiración se me atascara en el pecho. Sin atreverme a tocar la madera pulida del estrado, dejé caer la mirada sobre todos aquellos rostros, todas caras expectantes de amigos y familiares.

¿Qué esperaban que dijera? Lo único que me unía al doctor era mi neurosis y mi incapacidad de mejorar con otro terapeuta. No tenía ningún otro motivo más sentimental que no hiciera de mí un bastardo egoísta, así que sólo podía agradecerle sus años de tratamiento y maldecirlo por no volver a estar jamás en su despacho.

Ya no habría más simetría perfecta para mí en su consulta. No más meses de paciente terapia, con más retrocesos que avances. Sin el doctor, acababa de renacer en este mundo gobernado por el caos, desnudo, solo y sin posibilidad alguna de avanzar, con unos guantes eternamente atascados en las manos e incapaz sacudirme la repugnancia y el terror que me inspiraba todo lo que me rodeaba.

Me hubiera gustado poder decir aquello. Aunque no resultaba lo más apropiado, estoy seguro de que eso sería justo lo que el doctor podría haber esperado de mí.  En lugar de eso, no obstante, me quedé paralizado en el sitio, mis hombros formando una perfecta línea recta de tensión e incapaz de hablar, de pensar, de moverme. Un violento temblor me recorrió el espinazo al ser consciente de que el silencio era desgarrador, dirigido hacia mí con la intensidad de la lámpara fluorescente de una sala de operaciones.

Todos esos ojos mirándome, como si pudieran desgarrarme la ropa, pelar todas las capas de piel, músculo y huesos, y desenvolver todas mis vergonzosas carencias.

Estaba empezando a sentir cómo el mundo se inclinaba peligrosamente hacia el suelo cuando una mano firme contuvo mi caída. La precisión con la que sus falanges se hundieron en mi hombro tuvo, por un instante, el mismo efecto tranquilizador que me provocaba el patrón de esos lápices alineados en el despacho del doctor.

—Bueno, creo que es más que evidente que algunos necesitamos un descanso. Por favor, no interrumpan la ceremonia por nosotros. Saldremos a tomar el aire y estaremos aquí en un segundo.

A mí me llegó, como amortiguado, un murmullo de aprobación, y la mano entonces bajó y se posó en mi antebrazo para empujarme mejor hacia la salida. Yo me encontraba demasiado cansado para ser realmente consciente de que estaba tocándome, con lo que tendría que deshacerme de mi traje lo antes posible. Mi mente acababa de bloquearse y amenazaba con apagarse por completo.

El camino hasta el exterior transcurrió en un borrón para mí. Sólo recuerdo la nieve crujiendo bajo mis zapatos y el intenso rumor del tráfico reverberando en mis huesos. Al menos la brisa helada colándose en mi camiseta y poniéndome la piel de gallina sirvió para hacer que el mundo volviera a brillar a través de mis párpados cerrados.

—¿Mejor? —la voz resbaló dentro de mi cráneo, átona y masculina. Yo acerté a asentir—. Genial. Siendo francos, el ambiente ahí dentro estaba volviéndose demasiado intenso. Un poco más, y habría matado a algún animal pequeño de la impresión.

Mientras hablaba, me ayudó a cruzar la calle.  Antes de que quisiera darme cuenta, ya había conseguido arrastrarme dentro de una cafetería atestada. Había gente por todas partes, el tintineo de platos y tazas resultaba ensordecedor. El calor y el bullicio hicieron redoblar los latidos de mi corazón y enviaron una señal roja de alarma a mi cerebro, pero como no me sentía todavía con fuerzas para zafarme, sólo me dejé arrastrar hasta una mesa vacía e intenté acurrucarme en el sitio y hacerme lo más pequeño posible.

Yo no conseguí recomponerme y escabullirme a tiempo. Mi salvador (o algo así) apareció de la nada con un vaso de agua y una taza de contenido desconocido. Dejó el vaso frente a mí y se acomodó en la silla opuesta a la mía. Tal vez pretendía que bebiera, pero por supuesto el vaso permaneció donde él lo había dejado, intacto, durante unos largos e incómodos segundos.

En esos momentos de contemplación, lo primero que me llamó la atención del tipo fue su corbata torcida. Después, las solapas torcidas de la camisa, los gemelos torcidos, las uñas torcidas... Su aspecto de melenudo desaliñado me hizo imaginar a alguien que se revuelca dentro del armario para vestirse cada mañana. El mero pensamiento me llevó a estrujarme los dedos por debajo de la mesa.

De pronto, esa misma mano que antes me había sujetado (tenía que tirar la ropa que llevaba puesta cuanto antes, de verdad) invadió mi campo de visión.

—Eugène —ante mi expresión perpleja, él meneó los dedos de uñas irregulares, un brillo de diversión insinuándose en sus iris oscuros—. A lo mejor me equivoco, pero ahora te toca a ti. Tu nombre, estrecharme la mano, esas cosas.

—Ah... Alain Delattre. No... no estrecho la mano. Si puedo evitarlo —balbucí, sintiéndome ridículo por momentos. Más todavía cuando el tal Eugène, aún con la mano en alto, ladeó la cabeza.

—No estrechas manos —repitió, tal vez para asegurarse de que no había oído mal.

—Es peligroso. Podrías estar enfermo.

Por primera vez en mi vida, aquello sonó mucho más como una idiotez que como el argumento perfectamente válido con el que siempre me había escudado para no tocar a otros. No sé por qué, pero eso hizo que una oleada de avergonzada indignación me calentara las mejillas.

Eugène había bajado la mano y me miraba con el ceño fruncido.

—Te aseguro que no estoy enfermo —aseveró, muy serio.

Yo no sabía qué me estaba abochornando más, si el hecho de que él se mostrara tan grave o el que a mí me enfurruñara que lo hiciera sin juzgarme. Lo único que tenía claro es que quería desvanecerme de allí, incinerar mi ropa y olvidarme de que aquel día había existido en la historia de la humanidad.

Con ésa intención, hice ademán de incorporarme, mascullando una disculpa (gracias por todo, eres muy amable, pero no tengo tiempo para charlar...). No obstante, nunca llegué a alejarme de la mesa, porque el rostro de Eugène pareció iluminarse repentinamente y se las apañó para captar toda mi atención de nuevo:

—Entiendo —exclamó, en un tono algo sorprendido—. Eres ese Delattre. Mi padre me habló una barbaridad de ti. Estaba seguro de que no ibas a aparecer por el funeral, pero ha quedado claro que me equivocaba.

Ahora me tocó a mí hacer de confundido.

—¿Cómo?

—Mi padre. El muerto. Tiene una clínica aquí, en Montreal, aunque supongo que eso ya lo sabrás.

Claro que lo sabía. De lo que no tenía la menor idea es de la existencia de este supuesto hijo de mi terapeuta. Mucho menos de uno al que habían hablado de mí. Y todavía menos de uno que parecía encontrarse en las antípodas del aura estéril y agradable que irradiaba todo lo que tenía que ver con su padre. Picado por la curiosidad, volví a tomar asiento bajo el gesto emocionado de Eugène.

—Te imaginaba más bajo, menos rubio y... ¿pulcro? ¿Se dice así? No estoy seguro —yo abrí la boca, dispuesto a hacer un comentario mordaz sobre su propio aspecto, pero él no me dio ni la oportunidad—. ¿Tienes TOD, verdad? Se supone que mi padre era un especialista en ese tema.

Por algún motivo, Eugène había hecho especial hincapié en ese se supone. También me sorprendía la absoluta indolencia con la que hablaba del doctor, aunque no le presté demasiada atención, ya que a lo mejor eso sólo formaba parte de su manera de hablar histriónica, como si siempre anduviera colgado de Prozac.

—TOC, es TOC. Trastorno obsesivo-compulsivo.

Irritado, tuve que contener el impulso de retorcerme los dedos al ver a Eugène mesándose la maraña oscura y desordenada que tenía por melena. Antes de volver a hablar, me dedicó una sonrisa torcida (qué novedad) y se encargó de apurar de un solo sorbo su bebida.

—Eso. Perdona, no estoy muy puesto en el tema —él dedicó unos segundos a relamerse de las comisuras el líquido de su bebida, con lo que yo me sentí tentado de arrojarle a la cara una servilleta—. Ah, es una pena lo que pasó antes. Estoy seguro de que mi padre se habría sentido muy orgulloso de ver cómo unos de sus pacientes demuestra una vez más su éxito.

Si hubiera estado más atento a sus palabras, habría detectado la amargura oculta en el tono de Eugène. Sin embargo, me había quedado atascado recordando el inmenso ridículo que venía de hacer. Acababa de insultar a la memoria del doctor siendo un completo desastre. O al menos, eso pensaba mientras un bulto de angustia amenazaba con cerrarme las vías respiratorias.

Ah, hiciera lo que hiciera, siempre sería una decepción para todos...

—No te preocupes. De todos modos, la ceremonia estaba siendo un coñazo... Oye, ¿te encuentras bien? No tienes buena cara.

No, no debía tenerla. Acababa de doblarme sobre mí mismo, con un puño cerrado sobre mi estómago y la otra mano cubriéndome la cara, pero por más que lo intentaba, no lograba controlar el doloroso ritmo de mi respiración.

—Y-yo... Lo siento... —jadeé, con un picor irresistible aguándome los ojos—. Creo que lo he arruinado todo hoy... Soy un fracaso. Ni siquiera podía acercarme al estúpido ataúd después de cinco (¡cinco!) años de terapia. Hoy no sólo he puesto en evidencia a tu padre... yo mismo he dejado claro al mundo que no merece la pena intentarlo conmigo.

Ya lo decía mi madre, constantemente: no tengo remedio. Me aterrorizan las cosas más estúpidas y comunes, como la entropía inherente del universo. En este mundo se dan de forma constante accidentes, enfermedades, desastres naturales y políticos grotescos, no hay forma de evitarlo, y sin embargo eso me enfermaba. Estaba rodeado de una podredumbre que no podía contener, y ni siquiera alguien como el doctor podía ayudarme.

Ahora todo en lo que creía, la mínima esperanza de curarme, había perdido de pronto el sentido.

—Oye —Eugène se había inclinado sobre la mesa, hacia mí, aunque yo sólo veía una versión vidriosa y húmeda de su imagen—, ¿puedo tocarte? No lo haré directamente, lo prometo. ¿Te vale si uso una servilleta? La he sacado del fondo del servilletero y sólo la he tocado por una cara.

Yo distinguí el cuadradito blanco que él sostenía delante de mis ojos y sacudí la cabeza bruscamente a modo de asentimiento. Era consciente de que estaba montando un espectáculo pero no había forma humana de parar las lágrimas de frustración.

Enseguida noté la presión en el hombro, el crujido del papel cerca de mi oído. Eugène habló con su voz sin matices, tranquila, e incluso el estruendo de voces pareció reducirse a un murmullo quedo:

—Creo que deberías saber una cosa sobre mi padre, Alain: fue un gilipollas perfeccionista y egocéntrico toda su vida. ¿Que no te habló de mí, dices? Me parece evidente, teniendo en cuenta que hace más de una década que no me dirige la palabra, por no tener sus mismos ideales. Sólo era un cerdo obsesionado con el éxito, ¿entiendes?

Yo no quería entender. El doctor había significado mucho en mi vida. De hecho, había llegado a mejorar, muy poco, pero lo suficiente...

—Dime, ¿fue mi padre el único terapeuta que te trató?

Meneé la cabeza. Al ver el poco progreso inicial con el doctor, había probado suerte con otros terapeutas, pero el resultado había sido terrible. Sólo podía confiar en él.

Eugène suspiró.

—Mi padre era un tío listo, Alain. Uno de sus muchos talentos era hacer creer a sus pacientes que no podrían curarse con otro doctor que no fuera él. De hecho, sí que era el mejor en su campo. Pero no le interesaban nada sus pacientes, y más de una vez se las ha apañado para conseguir retrasar los avances con clientes sin que fuera demasiado evidente. Era un genio manipulando las mentes de los demás.

A mí se me escapó un gemido. No era posible. No era posible. Y aun así, en el fondo, sabía que no había ningún otro motivo por el que mis sesiones con otros especialistas no hubieran funcionado, aparte de mi mente insistiendo neuróticamente en que todo iba a salir mal.

El peso sobre mi hombro desapareció. Yo había dejado de temblar de súbito para quedar derrengado en la silla. Ni siquiera sentía la imperiosa necesidad de correr a lavarme las manos o abandonarme a cualquiera de mis tics nerviosos. Como si hubieran aplastado y extraído todos mis órganos internos, dejando un cascarón tan perfecto como inútil.

En el extremo opuesto de la mesa, Eugène estudiaba mi gesto rodeando la taza vacía con las manos. A pesar de su aspecto desastrado, había una calma enorme en su postura ahora que no veía la necesidad de hablar a toda velocidad. La hora punta había pasado, la cafetería llevaba largo rato vacía, y todos esos sonidos que antes me agobiaban ahora se limitaban a un vago ronroneo.

—¿Y ahora qué?

Dejé escapar la pregunta aunque no iba dirigida a nadie en particular.  Mis palabras parecieron flotar con pereza hasta el techo, donde reventaron y volvieron a convertirse en nada. Entonces, Eugène golpeó la mesa, haciendo vibrar su taza y derramando parcialmente el contenido de mi vaso (para mi absoluto horror).

—El rey ha muerto. Viva el rey —soltó, las comisuras levantándose en una mueca resuelta—. No podemos hacer nada respecto a mi padre, nos guste o no. Busca un nuevo terapeuta. Inténtalo. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

Yo gruñí, sin querer darle la razón, aunque eso no pareció molestar a Eugène. Su optimismo era tan crispante como contagioso, y su sonrisa era ahora inmensa. Inmensa y torcida. Ocupaba tanto espacio en su cara que ni siquiera parecía sano.

—Y si alguna vez necesitas que alguien vuelva a tocarte el hombro con una servilleta de papel, siempre puedes pasar por mi tienda.

No sé por qué, pero tenía un mal presentimiento acerca de eso.

—¿Una tienda? ¿A qué te dedicas? —pregunté, cauteloso.

—Ah, reparo viejas máquinas de escribir. Tienes que venir a ver la tienda, es fantástica —repuso él, con un brillo en los ojos que me hizo pensar en un taller mugriento y tan caótico como su pelo.

Ah, no, no. ni en sueños.

--

Al final no resultó tan mala idea buscar un nuevo terapeuta para mi TOC. Tal vez un buen final para esta historia sería aquel en el que encuentro el psiquiatra perfecto, me curo y todo va bien. La verdad, no obstante, es que no creo que el TOC vaya a desaparecer nunca. Ni con el mejor doctor del mundo. Dentro de la neurosis, hay algo reconfortante en encontrar el orden donde sólo hay caos. No creo que pueda deshacerme de eso nunca.

Y hablando del caos... Muy a mi pesar, sí. Sí que pasé por la tienda de Eugène. Más de una vez, me temo. Y de dos, y de tres. En mi defensa alegaré que bajo ningún concepto pienso pisar ese taller infernal suyo, y que la tienda, de cara al público, es un lugar limpio y silencioso. Perfecto para escribir estas líneas.

Además, no quiero engañar a nadie. Hay una especie de misterioso patrón en el sempiterno desorden en torno a Eugène que me reconforta. 


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