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Colores primarios por blendpekoe

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Me senté en el parque mirando los árboles, a renegar solo, a pensar y dedicarme a la autocompasión. Estaba allí porque mi mal humor me obligaba a apartarme de mi familia para dejar de oír sus acusaciones. Cuanto más escuchara más me molestaría con ellos. Pero mi hermano no estuvo de acuerdo con mi soledad y apareció para sentarse cerca de mí, evitando que pudiera calmarme. Seguí mirando los árboles con gran seriedad, como si no tuviera nadie al lado.

—Dani —llamó.

Lo miré indicándole, tan solo con eso, que no hablara.

—No te enojes por una tontería —habló con simpatía ignorando mi pedido.

—No es una tontería.

Suspiró dejando atrás la amabilidad.

—Vas a tener que hacer de cuenta que sí es una tontería.

Yo estaba enojado, ofendido, indignado, todo a la vez. Aunque entendía lo que mi hermano intentaba decirme, no quería escuchar nada en ese momento, así que me levanté en silencio deseando poder ignorar la furiosa vocecita en mi cabeza. Afortunadamente, Gabriel decidió callarse y dejarme ir en paz. En un acto de rencor, rodeé la casa de mis padres para no cruzar palabras con ellos tampoco. Sabía que después de unos días me resignaría y me calmaría, luego, después de un par de semanas, volvería a sentarme a almorzar con mi familia como si nada hubiera ocurrido, con todos a mi alrededor evitando tocar el tema. Pero hasta entonces me apartaría antes de decir algo hiriente, motivo por el cual había estado sentado solo en el jardín. Quería prevenirme a mí mismo de actuar infantil a causa del malestar que me ocasionaban. Con esa idea presente terminé forcejeando el portón para poder sacar mi auto y no tener que entrar a pedir que me abrieran, ya que no hablarles era mi improvisado plan. El portón eléctrico comenzó a abrirse, luego siguió abriéndose sin mi ayuda con su ruido característico hasta que llegó al final de su recorrido y se detuvo.

—No hacía falta que vinieras a desahogarte con esa puerta. —Escuché la voz de mi padre.

Estaba parado detrás de mí y al darme vuelta vi el control que manejaba el portón en su mano; solo me sumó más enojo no haberlo abierto por mi medios, a la fuerza. Lo ignoré y fui a mi auto donde él interrumpió mi paso.

—Dani, no quiero que te enojes con nosotros.

—¿Entonces qué hago? —pregunté con ruego en la voz.

No tenía intención de mostrarme vulnerable pero así salieron mis palabras. Miré a mi padre esperando su respuesta, suplicando que no me defraudara.

—Tener paciencia —aconsejó poco convencido de sus propias palabras.

Por algún motivo esperé una justificación de su parte, si es que no iba a decir algo que me animara, pero su respuesta me desconcertó y no me generó ningún tipo de alivio. Insistí en mi regreso al auto con él siguiéndome de cerca.

—Creo que no nos estamos entendiendo, así que mejor me voy.

Pero me detuve al abrir la puerta de mi auto, tratando de pensar con claridad, era mi última oportunidad de decir lo que sentía antes de irme para no regresar por tiempo indeterminado. Me volví hacia él todavía sin saber qué hacer con mi frustración.

—Yo no esperaba esto —me quejé—. Me siento decepcionado porque lo que estoy viviendo es difícil y muchas veces no sé qué hacer. Todos los días pienso en cómo salir adelante con Santiago... tengo la sensación de que en cualquier momento se va a cansar. —Varios pensamientos que me acechaban en esos días se cruzaron por mi mente.

Mi padre me observaba preocupado y un poco sorprendido por mis palabras. No era común que me expresara frente a él, si debía hablar con alguien lo hacía con mi madre. Tomé aire para seguir.

—Es muy importante para mí. Si no quieren aceptarlo no me importa, pero agradecería que dejaran de repetir que estoy cometiendo un error cada vez que me ven.

Mi padre mantuvo su silencio sin intenciones de retractarse de ninguna de las palabras que me habían dicho ese día, o en ocasiones anteriores. Me subí al auto después de eso.

Ese día había llegado a mi límite.

Puse el auto en marcha bajo la vista de mi padre, que ya nada hacía para detenerme, y me fui.

***

Manejé con poco apuro aunque estaba llegando tarde a mi próximo compromiso. Necesitaba relajar mi cara para que no se notara que algo había pasado con mi familia, así evitaría darle una nueva preocupación a Santiago. Pero cada vez me costaba más actuar como si nada me tuviera angustiado. Ese día iba a ser difícil disimular sabiendo que debía reunirme con él y su hija.

Santiago aprovechaba pequeñas oportunidades que se presentaban para acercarme a Iris, mientras que yo las evitaba siempre que no fuera tan obvio. Pero él lo sabía y yo sabía que él sabía que no me sentía cómodo en esos encuentros. Por eso a veces cedía, en especial desde que él dejó de insistir.

En un principio estuve entusiasmado por conocer a Iris, solía ponerme nervioso porque quería agradarle y no sabía cómo hacerlo. Mi única experiencia con niños era con mis primos pero por ser mis primos no necesitaba caerles bien. Con Iris era diferente, su aceptación era primordial, o al menos así lo veía. Significaría un avance en mi relación con Santiago. Pero se convirtió en un miedo más, el más grande de todos, porque su rechazo y el enojo que provocaba mi presencia en ella eran fuertes. No negociaba con Santiago el llevarse bien conmigo y yo mismo fui testigo de su pregunta más insistente: cuándo dejaría de verme. Le pedía a su padre que se peleara conmigo, aunque no estaba seguro cuánto entendía de nuestra relación sí dejaba claro que creía que no verme solucionaría todos los problemas familiares. Eso me daba escalofríos. Y verla era llenarme de nervios y sentirme amenazado, me daba miedo que comenzara a decirle a Santiago cosas más duras de sobrellevar.

De mala gana fui a donde estaban ellos.

Llegué a una heladería frente al río y los encontré sentados bajo la sombra de un árbol. Dudé en acercarme. Iris parecía muy satisfecha con el helado que tomaba mientras que Santiago hacía todo lo posible para que su cabello no se ensuciara con el postre. Era como si hiciera malabares. Entonces él me vio y me hizo señas. A pesar de intentar no demostrar mi incomodidad, Santiago me hizo una pequeña expresión de ruego para que me acercara adivinando mi recelo. Traté de mantenerme a una buena distancia pero, en cuanto me senté, Iris se percató de mi presencia y se olvidó del helado que tenía en la mano. Parecía sorprendida y volteó a ver a su padre con una mirada acusadora.

—Le pedí a Dani que nos venga a buscar —trató de explicar.

Pero ella no respondió, siguió mirándolo como si él la hubiera traicionado mientras que Santiago intentaba hacer de cuenta que no notaba su enojo ni el motivo del mismo. Ella se rindió bajando la mirada y tiró su helado con brusquedad al suelo sin querer volver a levantar la cabeza.

Guardar silencio era lo único razonable que yo podía hacer. Miré a Santiago pero él evitaba mirarme a mí. Me sentí tan mal que resistí la urgencia de irme y seguí con el plan de llevarlos. Fue agobiante caminar detrás de ellos y peor fue estar juntos en el auto. Iris se negaba a responder y todos los intentos de su padre por animarla fracasaban. Seguía sin levantar la cabeza.

Después de un viaje silencioso paramos a dos manzanas de la casa de Iris. Se fueron y yo esperé en el auto. Recién cuando los perdí de vista sentí que volvía a respirar. Luego esperé mucho tiempo sin saber cuánto podría llegar a tardarse Santiago. Había posibilidades de que su hija decidiera terminar con la ley del hielo al no verme presente, como también podría generarse algún momento tenso con la madre, quien no quería que su hija tuviera contacto conmigo.

Después de mucho esperar, treinta minutos o más, Santiago regresó. No pude comenzar ningún tipo de conversación al verlo tan serio y pensativo, concentrado en una de esas cosas que guardaba para sí mismo.

—¿Vienes a casa? —llegué a preguntar.

Me miró como si en ese momento se hubiera dado cuenta que estaba a su lado, confundido por no haber escuchado lo que dije.

—¿Vienes a casa? —repetí.

—Sí.

Los domingos eran estresantes para mí. Santiago dejaba a Iris con su madre y luego quedaba triste y pensativo. Ante esa vista, me castigaba creando teorías, como que se replanteaba su decisión o cosas así, y temía que en cualquier momento lo dijera en voz alta. Pero nunca me insinuaba nada, recién cuando él volvía a la normalidad esos miedos me dejaban en paz.

Cuando llegamos, Santiago me abrazó.

—¿Estás bien?

Asintió.

—No estás nada bien —afirmé.

Lo llevé conmigo al cuarto para que me acompañara a dormir una siesta. Yo tenía que hacerlo para luego poder ir a trabajar y él necesitaba descansar de su cabeza. Ambos tardamos en conciliar el sueño. Quería hacerle muchas preguntas, saber qué estaba pasando con él, pero me detenía la impresión de que terminaría atormentándolo si lo hacía. Estaba bajo mucha presión como para agregarle más.

Cuando me fui a trabajar, Santiago seguía durmiendo.

Al llegar a mi trabajo intenté dormir un poco más, no era necesario esconderse para hacer algo así. En la sala de rayos X, sentado en una silla, apoyándome sobre una camilla, dormía. Así evitaría que mi mente repasara todos los sucesos del día. No quería pensar en la tristeza de Santiago porque, por más que pensara, no encontraba la manera de ayudarlo. Tenía esa sensación de que cualquier cosa que hiciera empeoraría todo.

Esa noche fue una de esas noche que nada ocurría. Dormí sin interrupción hasta que desperté solo, incómodo por la posición. Di vueltas por la guardia donde casi no había personal, algunos miraban la televisión en la sala de espera, otros jugaban con su celular. La noche estaba avanzada y las conversaciones se habían acabado. Salí al jardín del hospital para sentarme en el medio de la oscuridad a mirar las estrellas, algo que hacía imitando a Santiago sin darme cuenta. En seguida comencé a pensar en él y deseé poder estar durmiendo a su lado. A pesar de todas las dificultades y miedos, quería estar junto a él y hacerle saber que podía contar conmigo pasara lo que pasara.

En el fondo, entendía el rechazo de mis padres hacia Santiago. Su familia, su exesposa, la familia de ella y su hija, no soportaban lo que ocurría, y Santiago elegía entre ellos y yo. Y hasta mi propia familia veía eso como algo malo, de lo que también me hacían responsable. Me veían como a un cómplice de la destrucción de esa otra familia. Mi madre me miraba y repetía que mis decisiones eran para problemas.

Cuando salí del trabajo recién amanecía, lo que me molestaba mucho. Me costaba conciliar el sueño al sentir que era de día. Esa luz hizo que fuera fácil ver a Santiago apoyado en mi auto, con su ambo y mochila al hombro, listo para ir a su trabajo, y demasiado serio para mi gusto.

Me acerqué con la misma incertidumbre de siempre, tratando de no pensar en lo peor. Cuando me vio no intentó disimular su seriedad ni me saludó, se quedó mirando el suelo mientras me apoyaba en el auto a su lado. Tampoco lo saludé, lo miré angustiado queriendo tomar su mano pero no lo hice.

—Lo de ayer salió muy mal —confesó sin mirarme.

Ninguno dijo nada por un rato. No podía decirle que no importaba, que no se preocupara o que dejara de insistir con hacer que su hija me aceptara, porque para él significaba todo.

—¿En qué estás pensando? —me animé a preguntar.

—En que no sé cómo hacer para que Iris no se comporte así.

—No la presiones —aconsejé—. Es muy comprensible. Si no me odiara no sería normal.

Traté de sonar gracioso para aliviar la tensión y logré que Santiago me mirara; tenía una expresión llena de culpa. Me enloquecía no saber qué pensaba en ese momento, quería pedirle que me hablara y confesara que tan seguro estaba de lo que hacía, si quería rendirse o no. Preguntarle cuál era nuestra situación.

—Si te hace sentir mejor, mi familia no te quiere, dicen que eres el peor error que pude haber cometido. —Era la primera vez que él oía eso—. Tu familia no me quiere, mi familia no te quiere. Estamos a mano.

Por mucho tiempo logré evadir el tema, lo que no era difícil con él tan concentrado en sus propios problemas, y la novedad lo sorprendió. Claro que el nivel de enojo de nuestras familias no era el mismo, su caso era mucho más grave que el mío.

Nos quedamos otro rato en silencio.

—Tal vez tienen razón —dijo de repente—, que soy un error.

Volteó a verme.

—No soy un buen partido.

Me observaba como si ese fuera un pensamiento recurrente en él, buscando la confirmación del mismo. Vi su propia desesperación y reconocí su angustia, la misma que yo padecía. Temía que yo fuera quien se cansara de todo. Me dolió ver que había más cosas que lo preocupaban de lo que solía imaginar. Tomé su mano entrelazando nuestros dedos y lo besé.

—Eso lo decido yo —respondí.

Y volví a besarlo.

Enseguida sonrió, un poco avergonzado para no perder la costumbre.

Notas finales:

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