~Aquellos hermosos ojos negros~
“Cariño ven, no seas tímido. Él es Shin Soo Hyun, cuidará de nosotros a partir de ahora…”
Aquella fue la primera vez que lo vio, no pasaba los seis años y lucía hermosamente pequeño, tan niño. Con el cabello negro alborotado cubriéndole las orejas y parte de los ojos que en ese momento se presentaron rojizos, llorosos por el largo viaje realizado en bus y lo más probable, la falta de sueño. Ojos, que más tarde elevaría al máximo nivel de aprecio, como la luz en aquel camino errado que había escogido.
Aquellos perfectos ojos negros similares a la noche, a la oscuridad… tan parecidos al dolor.
Aquellos hermosos ojos.
El niño lloraba ocultándose tras su madre, por miedo a lo desconocido ha de ser. Tratando de lograr lo imposible, no ser visto por aquel hombre extraño, y sin atreverse a ir más allá del consuelo de su madre ocultaba con sus manos aquel pequeño y pálido rostro.
Una luz, eso era lo único que pedía.
Y esa sonrisa resplandeciente de vida en aquel niño, esa sonrisa anhelada lo era todo. Tan perfecta como la del hijo que nunca pudo tener. Como la de una familia que le fue arrebatada. Como una estrella alcanzando la gloria.
Y llegó a sentir a aquel niño como suyo, como el producto del amor que jamás podría sostener entre sus brazos. Comenzó a amarlo como si en las venas del pequeño corriese la sangre propia de un Shin, tal como aquel a quien se le prohibió nacer. A amarlo como suyo, como su carne. Su piel…
Y fue feliz con esa idea. Feliz con el dolor de la muerte esfumándose. Con las sonrisas, con los abrazos del niño y el compás del corazón propio acelerado… con la palabra “padre” saliendo de los pequeños labios.
No comprendía entonces el cambio tan repentino y radical en aquellos ojos ¿cómo ese niño creció tan rápido? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué cambió? ¿Por qué?
Soohyun intentó estúpidamente convencerse que esos ojos fríos y maliciosos no eran los de su hijo, esa mirada de odio y rencor no eran de su niño. No eran los sublimes ojos negros de Ki Seop… Caminó junto a su esposa a la cocina tomándola de la cintura en el transcurso, consolándola. Era tarde, las tres de la madrugada para ser exactos, ninguno había conciliado el sueño y la velada, nuevamente, era organizada por Ki Seop quien había salido a tomar con sus ‘amigos’ o más bien ‘golfos’ como el último solía llamarlos y peor aún, se había dignado a pasar más de quince horas incomunicado.
Preocupado tomó una de las sillas del comedor y ofreciéndoselo a su esposa, bostezó cansado. Tan hermosa ella, preciosa como una Amarilis viviendo en carne propia lo que su hijo le hacía pasar. ¿Quién se creía para hacerla llorar? Una flor no debía ser marchita de dolor.
Una flor, no puede herir otra flor.