Antes de que zarpemos
La briza nocturna del invierno en turno no dejaba descansar a sus mejillas. Esa noche se le antojaba como una de las más heladas que él y sus mofletes rosados habían tenido el infortunio de padecer. Sentía el aire presuroso cortarle como pequeñas navajas la piel y aun así no tenía más intenciones que permanecer fuera de ese reducido balcón que, sin mentir, sólo había visitado tres veces a lo largo de su estadía en aquel departamento.
Llevó su cigarro mentolado hasta sus labios quienes lo sostuvieron sin ningún problema. Sentía sus manos temblar y a su corazón adquirir un ritmo acelerado con cada golpe, con cada maldición que escuchaba vociferar a aquella voz ronca y ardiente en rabia que sólo podía pertenecer a Akira. Nadie más tenía razón para estar tan enfadado con él y no tenía intención de juzgar las frases hirientes que le dedicaba sin reparo, después de todo, si los papeles se invirtieran él ni siquiera estaría dudando en tomar la decisión de marcharse, tal como hacía Akira, quien ya tenía todo lo indispensable para pasar un par de noches fuera del departamento y aún así seguía lanzando objetos y llenando maletas con porquerías inútiles.
Tenía intención se girarse y suplicar disculpas, de admitir la responsabilidad, de dar explicaciones incluso hasta del mínimo detalle que su memoria lograra rescatar, porque a decir verdad, no recordaba ni una cuarta parte de esa noche. Y al final, con gusto y alivio recibir una reprimenda bien merecida y un resentimiento que probablemente le costaría trabajo remendar. No importaba nada si a cambio conseguía que Akira no se marchara, que no lo dejara solo en esa noche helada ni en ninguna otra. No obstante, aunque estuviera determinado a olvidar su orgullo, ése que no le permitía pedir perdón aunque hubiera cometido el mayor error de su vida, la irremediable culpa instalada en su estómago no le daba el permiso si quiera de mirar a la cara al hombre que le había acompañado en cada paso que daba desde cuatro años atrás y que, en una noche de excesos, había cometido la estupidez de defraudarlo y serle infiel.
¿Cómo podría mirarle a los ojos después de eso?
Dejó que su cigarrillo se deslizara de entre sus dedos hasta caer sobre la acera encharcada que le abofeteaba con su propio reflejo sólo un piso más abajo. Ya ni siquiera sentía su corazón latir, dedujo entonces que el frío y la anticipada soledad le habían matado. Y ahí, saboreando la resignación mientras escuchaba que el amor de su vida le espetaba la basura que le consideraba, perdió su vista en los faroles que apenas iluminaban la calle. Jamás se había percatado que la mayoría de ellos se hallaban de mero adorno.
Tampoco se había percatado del daño tan profundo que le había causado al hombre de pequeña nariz hasta que le tuvo frente a él con el rostro contraído en un gesto de ira. No fue hasta ese momento en el que Akira le tenía sujeto de las solapas con tanta fuerza que sus nudillos se tornaban blanquecinos, no fue hasta ese instante en el que por fin pudo contemplar a esos pequeños ojos rasgados reflejando las heridas de su alma mientras contenían las lágrimas, que logró comprender que su error no se repararía con unas simples disculpas. Disculpas que aunque quería gritar con fuerza, no lograban salir de su boca.
Notó la ansiedad emerger por cada poro de quien, una vez saliera por la puerta dejaría de ser su pareja, esperando por algún gesto de arrepentimiento de su parte, alguna señal que le sirviera como motivo para quedarse. Takanori entendió al ver el rostro ajeno bañado en decepción que sus emociones se habían marchado junto al último latido de su corazón congelado. Esperaba que Akira le conocieran tan bien como para saber que su aparente indiferencia era producto de su irremediable miedo a perder el control y sufrir un episodio en el que terminaría colapsando por los nervios. Al sentir sus talones logrando apoyarse nuevamente en el suelo y la tensión desaparecer del cuello de su abrigo, entendió que Akira se había dado por vencido.
Ya no hubo más gritos, no hubo más retratos rotos ni más reclamos; sólo quedó el vacío y un silencio doloroso después del último azotar de la puerta. Sus rodillas flaquearon y su pecho punzó angustiado. Pronto el olor cítrico que siempre le recordaba a su amado bajista también se iría y entonces, entonces ya no quedaría más nada de él, sólo el recuerdo. Al sentir tan palpable y real su pérdida por fin sus lágrimas lograron rodar sin reparo por sus mejillas; un alivio descomunal le sacudió al saberse vivo a pesar de todo.
Abrazó sus rodillas y dejó que sus emociones dieran paso al llanto. Dejó que sus lamentos se mesclaran con el viento intentando que éste se llevara sus penas. Repitió una y otra vez el nombre de quien había lastimado pero que aunque nadie se lo creyera, era la persona más importante en su vida y le amaba como a nadie. Aún entre su dolor, no quiso que la imagen iracunda de Akira fuera el último recuerdo que tuviera de su relación, y aunque contemplar su espalda mientras se perdía en la oscuridad de la calle no era un panorama mucho mejor, se permitió buscarle con la mirada nublada por lágrimas entre los barrotes del barandal del pequeño balcón.
Se sintió desnudo ante la penetrante mirada que Akira le dedicaba desde la acera. Los trozos de su alma cayeron al suelo mientras se deshacía en una disculpa que por más que repetía, no lograba escuchar. Sus lágrimas cayeron desesperadas mientras rezaba a Dios que Reita pudiera leer el perdón en sus labios, no obstante, la seriedad en su rostro le advirtió que probablemente, aunque entendiera, aquello no cambiaría absolutamente nada.
—Feliz cumpleaños. —Le escuchó decir y enseguida sus manos lograron atrapar el presente que le había sido lanzado. Contempló su nueva billetera de cuero adornada con un pequeño moño dorado y la sonrisa que casi se escapa de sus labios fue remplazada por el rojo de su nariz y el escozor en sus ojos cuando vislumbró la silueta de Akira alejándose de su hogar. Al parecer esa noche helada había sido testigo del final absurdo de su relación.
Se reprendió en cuanto dedujo la pésima y última imagen que Akira se había llevado de él. Con su cabello empapado de sereno y despeinado, su nariz y sus mejillas rojas mientras que seguramente el delineado de sus ojos yacía esparcido por ningún lado. Así no quería que terminaran las cosas, al menos no dejando plasmada su patética imagen en la memoria de su bajista. Y mientras abría la billetera intentando por todos los medios que sus lágrimas no cayeran en ella, al encontrarse con una tarjeta con el nombre de un hotel y el número 209 grabados en ella, entendió que esa imagen deplorable de su persona era justo lo que Akira necesitaba presenciar para saber cuán arrepentido estaba y cuánto le dolía su partida. Así, verle destrozado y completamente abandonado era el motivo que Akira necesitaba para quedarse.
Takanori de pronto ya no sentía la noche tan fría e incluso, logró escuchar los esporádicos latidos de su corazón.