Prólogo
Las revoluciones no se hacen por menudencias, pero nacen por menudencias.
Aristóteles
Akiteru ni bien lo visitó esa mañana, pareció haber encontrado el secreto de la vida eterna en la forma de su cara. Y si bien, Kei, había hecho lo posible, para no reparar en el consecutivo escrutinio de su hermano; cuando llegó a acabar su desayuno, dio por terminada su paciencia.
—¿Qué pasa contigo?
Su hermano, en ese momento pareció salir del mundo paralelo donde se instaló; o al menos eso le contó el pequeño saltito, que dio Akiteru en su propia silla. Kei, por su parte, no pudo evitar revolver los ojos, mientras recordaba esos tiempos donde vio a su hermano como un héroe invencible; hombre perfecto al que nadie osaría tocar… Tiempos que de momento, le daba vergüenza aceptar.
—Kei… deberías conseguirte un perro.
—Oh, no empieces de nuevo.
—En serio, deberías hacerlo. Esta casa es muy grande y tú vives solo…
—Ya te dije que no me gustan los perros. Representan mucho trabajo ya que siempre hay que cuidarlos, se mueven mucho, son babosos y dejan pelo en la ropa.
Akiteru a respuesta solo botó un suspiro, Kei desvió la mirada hacia la vajilla que debía lavar. Mientras se levantaba a hacer sus labores, contó el tiempo para que el primogénito de su familia, abriera la boca.
—¿No te molesta vivir solo?
—No.
—Pero esta casa es grande y tú eres uno.
—No me digas —acotó con sarcasmo, pero al notar la cara mortificada de su hermano decidió añadir—: Estoy bien, mira, me gusta estar así y me siento más en paz en una casa, que en un departamento. Además ya soy grande.
Pero… aun él se sentía preocupado por su hostil hermanito. Kei, no necesitaba que Akiteru le diga tal cosa en la cara, porque ya sabía de sobra que toda su familia estaba entrando en pánico porque él ya había sobrepasado los veinticinco y no tenía ni una novia para presentar a casa. Su hermano, que había aceptado la imposibilidad de ese hecho, este último estaba empecinado en darle una mascota. Tenía la ridícula idea de que una vida con compañía era más dulce. Kei, por el contrario, pensaba a la soledad un exquisito regalo, al lado de su revoltosa sobrina y Tanaka Saeko, la "adorable" esposa de su hermano.
—¿Entonces no? ¿Ningún tipo de perro? ¿Ni un chihuahua?
En su mente, por alguna razón nació la imagen de Hinata Shouyo, gritando por alguna cosa que no tenía sentido. Un escalofrío recorrió su espalda. Eran años que no veía a ese chico. Por un momento, hasta se preguntó qué pasó con él, y barajó la idea de preguntar a Yamaguchi al respecto; a cabo de nada, decidió botar esa idea a algún rincón del vacío.
—No, son…
Su voz se vio interrumpida en ese momento, por los sonidos provenientes de afuera. Kei, no era una persona realmente curiosa, y por ello —a diferencia de su hermano— no asomó la cabeza por la ventana. Este último, su vecina por cuestiones de salud se mudó de la ciudad, y como es a suponer alguien la había comprado. Ese alguien tenía pensado instalarse ese día. Solo esperaba que el nuevo miembro de su vecindario, no lo creyera un aspirante a amigo o buen samaritano. También deseaba que el escándalo creado, se dé solo en su traslado.
—¿No vas a ir a saludarlo? —preguntó Akiteru.
Kei a respuesta enarcó una ceja y con ello cerró el tema de ahí a para siempre. Su hermano botó un suspiro, pero…
—¿Kei, qué me dices de un gato?
—No.