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“Sábado” por Crimson

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Notas del fanfic:

Llevo nueve meses sin escribir ni publicar nada, así que creo estar un poco oxidada.

— Este es mi primer Aoiki, así que siento un poco de emoción. 

 

Notas del capitulo:

No quedé del todo conforme. Lo textual no es lo mío, aún así, espero que lo disfruten.

Nos vemos en las notas finales.


Una noche de alcohol y drogas en la casa de un amigo, cerca de Shinjuku.
Sin el menor remordimiento, exhorté a mi mejor amigo de ese entonces a que me acompañase, valiéndome de súplicas inmaduras y poco creativas.

Bebimos como si se tratase del elixir de la vida eterna en vez de amarga cerveza enlatada. Las brillantes luces estrambóticas turbaban mi visión, mientras los sudorosos cuerpos de los desconocidos frotándose contra el mío al ritmo de la música, despertaban el vigoroso lívido que, pensé, ya  había sosegado durante mi atolondrada pubertad.
Sonidos distorsionados escapaban como un armonioso caos de las enormes bocinas del estéreo; la pestilencia a tabaco y sudor se mesclaba en el aire, contaminando el ambiente ya viciado con el aroma a alcohol barato.
Bailaba con toda la maestría que mi cuerpo, entorpecido por la bebida, me permitía. Sonreí complacido al sentir una depravada mirada familiar caer sobre mí; un menudo muchacho de rubios cabellos me observaba desde el bar. Con descaro sacudí mi cuerpo al ritmo de la vibrante música electrónica, y una sonrisa tonta se dibujó en el rostro de mi futuro amante.

Poco a poco la música se tornó oscura, sonidos metálicos dominaron el ambiente ensombrecido por discretas luces carmesí. Con sigilo, e ignorando por completo a la masa ardiente que conformaban las demás personas que bailaban a mi alrededor, el pequeño pelirrubio caminó hasta quedar frente a mí.

Enfrentados cara a cara. Una mirada pícara y una mano traviesa jugueteando sobre mi cintura, cerraron el mudo compromiso pasajero. 
Con descaro, abandonamos la pequeña fiesta y partimos en la búsqueda de alguna discoteca dispuesta a acogernos en nuestra libidinosa travesía.

El alcohol escocía al bajar por nuestras gargantas. Los guardias nos observaban con recelo, alertados por las excesivas y fuertes carcajadas provocadas por uno de los tantos ácido que Takanori, como decía llamarse mi pequeño rubio, traía consigo. Bailamos, y reímos hasta que el sol, tímido, amenazaba con despertar.
Movidos por un solo y mutuo pensamiento, dejamos, a paso tambaleante, el caluroso antro. Carcajeándonos aún por la extraña canción americana que escupían los altavoces.

Para nuestra suerte, estábamos a mitad semana y el subterráneo ya había abierto sus puertas a los madrugadores trabajadores, y jóvenes fiesteros en busca del hogar, por lo que decidimos encaminarnos a mi casa.

Caminamos a paso errático las escasas cuadras que nos separaban de la estación Shinjuku; besuqueándonos como los jóvenes alcoholizados que éramos. Al llegar al anden, sentí la voz gruesa y extrañamente débil de mi acompañante susurrando a mi oído. Mas, lejos de algún erótico preludio de lo que me esperaba al llega a casa, solo recibí un lamento por las nauseas que sacudían el menudo cuerpo de mi rubio. Yo solo le tranquilicé instándolo a respirar hondo, y rogándole que olvidase su malestar al tiempo que el tren arribara en el andén.

Abordamos con rapidez; nos sentamos en el piso del primer vagón, ambos con las piernas cruzadas y los brazos escurriendo, flácidos como si no perteneciesen a nuestra anatomía; pues así nos mantenía la enfermiza cantidad de alcohol en nuestra sangre, como vulgares seres desarmados, imposibilitados de andar con rectitud, o controlar aquella extremidades temporalmente ajenas.  Takanori apoyó su cabeza entre sus rodillas y, para mi tranquilidad, se quedó dormido. Supliqué a todas las deidades conocidas que a su despertar todo malestar se hubiese disipado, y su lívido se hubiese restaurado.
Con el constante sonido que emitía el vagón al avanzar sobre las vías, y el murmullo de un par de pasajeros sentados en el otro extremo del vagón, cerré mis ojos y, muy a pesar, mi cuerpo cedió ante el cansancio de una noche en vela.

Fui remecido casi con amabilidad. Una dama tiraba suavemente de mi brazo desnudo por la camiseta de magas cortas, al tiempo que me ofrecía un paquete de toallitas húmedas.

— Joven, ya casi llega al final del recorrido, debería bajarse — Habló suavemente la modesta fémina; dejándome aún más extrañado.

Nuevamente me fueron ofrecidas las toallitas húmedas, y mi turbación se hizo más evidente. 
No lo comprendí hasta que mis ojos oscilaron hacia a mi acompañante, quien se mantenía en la misma posición en la que había dormido, pero por sus piernas escurría una cantidad considerable de vómito, manchando el costoso pantalón de algodón pima que, al principio de nuestra desventura, relucía de llamativo color granate. Le levanté con una fuerza sobrehumana, manada de los últimos rastros de cordura que quedaban por mi embriaguez, y descendimos del vagón apenas éste hizo arribo en la estación.
Las personas nos observaban conmocionados; dos jóvenes abrazados, tambaleantes en un titánico esfuerzo por mantenerse erguidos, y limpiar los fluidos que inevitablemente había cubierto a ambos casi por completo.

El resto del camino transcurrió con él reprochándome los cuestionamientos de su aburrida vida de niño rico, solo porque se le daba en gana.


Cuando, por fin, logramos superar aquella prueba que habían representado las escaleras que conducían a la superficie,  basto sino un sólo paso fuera de la estación para que de la boca de Takanori soltara una cascada de vomito de repulsivo tono parduzco. La gente nos miró de manera reprobatoria, completamente asqueada; condenándonos al peor de los oprobios por nuestra conducta irreverente.

Un edoroso charco de vino barato, cerveza y reminiscencias de la cena de Takanori se expandía a nuestros pies. Mentalmente pedí disculpas a todos los testigos, y retomé la marcha con Takanori lánguido bajo mis brazos.

 

Como todo universitario de clase media, intentaba escatimar lo más posible en gastos, por lo que no me sorprendió la mirada incrédula que mi pasajera pareja me dirigió al ver la pequeña y lúgubre habitación que constituía mi hogar.
Apenas nos hayamos en la privacidad de mi habitación, asqueados dejamos caer nuestras ropas al suelo empolvado. El cuerpo de Takanori se erguía como la más valiosa estatua de mármol entre la decadente ambientación de mi cuarto. Solo bastó aquello para avivar la llama que habíamos apaciguado toda la noche.
Como animales hambrientos nos lanzamos contra en otro, degustando aquella piel que por una noche nos pertenecía.  Olvidando la fragilidad que los años le habían otorgado a mi cama, la abordamos casi de forma violenta. Nuestros labios se negaban a una inminente separación, en lo que nuestros cuerpos cedían al más bajo de los instintos.  Y, como la peor de las maldiciones, el alcohol reclamó nuestra lucidez casi al mismo tiempo.

 

El sol entraba con fuerza debido a la ausencia de persianas en mis ventanas, haciéndome pronunciar los primeros improperios del día. La pestilencia a alcohol, tabaco y vómito se sentía en  el ambiente; ya acostumbrado a ver la misma imagen cada fin de semana, solo cubrí mejor mi cuerpo desnudo y abracé a mi pelirubio, quién dormía a mi lado sin idea alguna de algo que no fuesen sus propios sueños.

 

Cerca del medio día se hizo presente el molesto tono de mi móvil. Aún desnudo, recorrí toda la habitación en busca de mis pantalones, dónde se hallaba en infernal aparato.  Kouyou, mi amigo, llamaba seguramente para reclarme por abandonarle a mitad de la noche.
Con una sonrisa decorando mi rostro rechacé la llamada.

 

El reloj de pared marca la llegada del medio día, y obviando cualquier malestar por la resaca que golpea mi cabeza,  me visto a la mayor velocidad que mi torpeza me permite.
Mi chico duerme aún entre mis  sábanas gastadas. Sin pudor alguno dejo un ultimo y acalorado beso sobre sus labios resecos, y escapo de mi propio hogar
Takanori despertaría en solo unos momentos; desorientado y sin recordar mucho debido a su afán por abusar de las sustancias ilícitas, se vestiría  con lentitud y arreglaría su maquillaje en el espejo del baño, para luego dejar el pequeño y sucio  departamento, llamar un taxi y desaparecer de mi vida.

 

Él y yo somos muy diferentes, demasiado; pero ni siquiera aquello pudo evitar que mi mente le piense apenas la noche cae.
Takanori nunca me recuerda, pero yo gozo cada minuto a su lado. Para él no es extraño despertar en una cama distinta cada fin de semana, y para mí no es problema si siempre es mi cama aquella que le acoge.

Nuevamente Takanori ha salido de mi vida, hasta el próximo fin de semana.

 

Casi contando los minutos para verle salir, fumo el último de mis cigarrillos a unos metros de mi edificio.
Apresurado, con el móvil en mano y, para mi sorpresa, vistiendo una de mis camisetas, Takanori salió a las calles. Una sonrisa pícara se pintó en sus labios al ver de reojo hacia mi dirección. Con su elegancia tan caracteristica dejó un cigarrillo entre sus labios color durazno, el mismo que fue encendido casi con aprensión.

Me debatí si acercarme o no; dudé.


Por fin el valor había llegado a mí, cuando una radiante motocicleta rojo intenso subió a la acera. Takanori abordó, sujetándose de la cintura de aquel castaño de porte indiferente, y ambos partieron calle abajo.

Sin más, y cargando con mi derrota a la espalda, subí por las escaleras los cinco pisos que me separaban de mi apartamento. Ya acostumbrado a la amargura de verle partir desde mi tan preciado anonimato, caí rendido sobre mi cama, aquella donde una pequeña nota aguardaba entre las sábanas.

 

«Te veo el sábado, Yuu»

 

Parpadeo un par de veces, y una sonrisa vuelve a estirar mis labios.

 

—Te estaré esperando, Takanori.

 

 

 

Notas finales:

Uff... No recordaba que el proceso para publicar fuese tan complicado.

Mis disculpas por lo sonso del relato, pero lo escribí en mi teléfono, y el aparatillo es una mierda traidora.

Muchas gracias por leer. Crimson está volviendo luego de sus vacaciones de nueve meses, corran la voz.

 

Au revoir.


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