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Unfinished Letters por gaemi

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Probablemente aquello funcionaría. Lo ayudaría. Había tantas cosas por decir. No es que se las hubiera callado por cobardía, es que con Sherlock nunca había espacio para momentos románticos, rodeados de asesinatos, paseando entre morgues y escenas del crimen. Sin embargo, lo disfrutaban juntos. Un momento de calidad seguirá siendo eso estén donde estén. De seguir vivo, seguro continuarían con lo mismo y John continuaría guardándose para él todo lo que estaba a punto de escribir.

 

Sin embargo, estaba seguro de que Sherlock ya lo sabía. Él leía tan fácil a todo el mundo, pero quedaba desconcertado cuando descubría que era importante para alguien. No era culpa que en su palacio mental no hubiera una habitación para los sentimientos. Era más probable que estuvieran encerrados en un calabozo en lo profundo de un pasadizo de escape. O alguna cosa rara y descabellada que se le ocurriera a Sherlock. Esas eran su especialidad cuando no estaba deduciendo las respuestas acerca de un caso que la policía ni en tres milenios hubiera logrado resolver. Eran tan incompetentes y estaban tan celoso de aquella rizada cabecita loca.

 

Ahora ya no tenían ninguna competencia intelectual, pero tampoco tenían manera de resolver los crímenes por su cuenta. Sherlock había muerto. Se había lanzado del techo del hospital sin ofrecer explicación alguna y dejándole a John únicamente una extraña llamada repitiéndose en su cabeza cada noche durante las semanas posteriores al incidente. Aun en ocasiones se cruzaba por su mente y lo hacía perder los estribos. Llevaba más de un año sin estar tan triste y vacío.

 

La guerra lo había forjado, lo había vuelto duro, pero no menos sentimental. Y ahora se desquebrajaba lentamente, y sus restos hechos polvo se los llevaba el viento, de manera que le era imposible recuperarlos.

 

Maldito Sherlock. Siempre fue un cretino con John, y ahora que se había ido, no le había dejado más que ruinas en el corazón. Quererlo había sido apuntarse con una pistola en sien y permitir que un niño jugara con el gatillo.

 

Para recuperarse de la perdida, la terapeuta de John le había indicado escribirle una carta con todo aquello que le hubiera gustado decirle a Sherlock antes de que muriera. Ya que ira incapaz de darle voz a sus palabras –no lo haría frente a la psicóloga, no lo haría enfrente de nadie más que de Sherlock; o en este caso, de su tumba– quizá el papel le entregaría la libertad que necesitaba.

 

Pero, ¿cómo comenzar una carta para Sherlock? Ese era el enigma. Quizá para él, leerla sería como ver televisión. Discutía con la carta, no por su contenido, al menos no al principio, sino con su gramática y su ortografía. Tras la primera rabieta, la releería en busca del mensaje, y entonces, una vez finalizada, tardaría un par de minutos en carburar que John le había confesado que lo amaba.

 

¿Cómo se podía ser un genio en prácticamente todo, pero no entender una papa acerca de los sentimientos?

 

Es cierto que son algo misterioso, pero también maravilloso, y son el motor del ser humano. Hacemos lo que hacemos por las personas que amamos. Un ser humano no puede vivir en soledad, colapsaría. Esa es la naturaleza humana, ¿qué demonios sabía de eso Sherlock? A veces John dudaba que fuese humano.

 

Que fuese real.

 

Que no fuera un hermoso y descabellado producto de su imaginación.

 

Ahora que ya no estaba, era difícil tener la certeza de que el increíble detective Sherlock Holmes había sido su mejor amigo.

 

No poder distinguir la realidad de la fantasía… ¿eran esos síntomas de locura? Oh, muchas gracias, Sherlock. Te habías llevado a la tumba la cordura de Watson. Maldito bastardo.

 

Para el cretino insoportable que alguna vez compartía un piso conmigo en el 221 B de Baker Street.” Así comenzó la primera carta. No estaba mal, ahora podría continuar insultando al finado con todas las variantes posibles que poseía la lengua inglesa. Sí, eso sonaba bien.

 

Pero no.

 

John arrugó la hoja de papel y la lanzó al bote de basura. Vamos, Sherlock estaba muerto, había que guardarle un poco de respeto. Aunque él en vida no lo hubiera tenido por alguien.

 

Estimado señor Holmes.

 

Escribo esta carta para solicitar sus servicios. Me he enamorado de mi mejor amigo. A estas altura ya debe de estar diciendo “aburrido”, pero espere. Mi mejor amigo es usted. Ah, y por cierto, su cuerpo se encuentra enterrado tres metros bajo tierra. Qué romance más encantador, ¿no lo cree así?”

 

Watson se detuvo de su labor al notar humedad en el papel: lágrimas. Las retiró bruscamente con el dorso de la mano. Le pidió a su corazón no flaquear todavía, necesitaba firmeza y seguridad para hablar con un muerto tan prepotente.

 

No hay cosa de la cual usted desconozca la respuesta. Lo sé, no puede negármelo. Así que por favor, por lo que más quiera, le ruego con el corazón en un puño, que me diga cómo dejar de amarlo.

 

Usted definitivamente no merece mis sentimientos. Siempre me trató como quería. Muchas veces me sentí humillado y rebajado, y son incontables las veces en que le quise partir la cara. Sin embargo, ¿quién sería capaz de ennegrecer la belleza de rostro tan hermoso? La señorita Adler tenía razón: aquello pómulos eran capaz de atravesar la carne.

 

No era difícil perderse en sus ojos, del color del mar después de una tormenta. Dios… yo podría seguir hablando de la hermosura de su anatomía, pero resultaría excesivamente romántico y usted sería incapaz de terminar de leer esta carta porque o su mente colapsaría o tendría que ir corriendo a vomitar. O tal vez ambas.

 

El punto es que usted ha sido el ser humano más noble y maravilloso que he conocido. Si, a pesar de todo. Aun cuando usted tenía la inteligencia para derribar el sistema mundial, se dedicaba a resolver asesinatos porque era divertido, ¡estaba evidentemente loco! E inexplicablemente, aquello me atrapó.

 

Fuiste como un niño, Sherlock. Yo te adoraba, necesitaba protegerte. Pude haber dado mi vida por ti. Hubiese dado mi vida por ti, de haber sido posible. Hubiera sido yo quien se lanzara del techo. Seria yo quien ahora esté muerto.

 

Me pregunto, ¿estarías tan destrozado como me encuentro en este instante?”

 

La carta no era tan mala. Sherlock la soportaría. El problema era que nunca la leería, y no importa que consistente o conmovedora pudiera llegar a ser, porque Sherlock jamás se enteraría de lo que John quería decirle.

 

Fue entonces cuando mando todo a la mierda

 

Otro trozo de papel terminó echo bola en la basura, y sin contener sus lágrimas esta vez, John comenzó otra carta.

 

Sherlock Holmes.

 

Quiero decirte que era un imbécil por haberte muerto y haberme dejado solo e este mundo tan podrido. Me hubiera gustado una explicación, y no solo aquel confuso adiós. Me hubieran gustado un beso y un abrazo de despedida. Lo que menos quise en el mundo era toparme con tu cuerpo sin vida en medio de un charco de sangre, rodeado por una multitud de desconocidos chismosos que se acercaron a presenciar el espectáculo.

 

Ojalá hubieras sido menos egoísta en tus últimos segundos de vida. Pudiste haberme dicho que me querías. Me quisiste, ¿no es así? No tanto como yo a ti, eso es seguro. Pero haber escuchado esas palabras salir de tu boca habría sido suficiente regalo. Tú nunca me regalaste nada. No, espera. Me regalaste dieciocho meses llenos de aventura y adrenalina. Dieciocho meses compartiendo hogar con la persona más extraña y adorable que he conocido jamás. Me regalaste risas, ataques al corazón y un montón de disgustos. Sherlock, me regalaste a mi mejor amigo en la vida.

 

Y me lo arrebataste todo.

 

Seguro te fuiste al infierno, ¿verdad? Te lo mereces. De haber sido así, seguro el diablo te echó a patadas después de unas horas. Ni hablar de Dios, de haber terminado tú en el cielo… Seguro se le pasó por la cabeza echarte las siete plagas. Y no los culpo, a ninguno de los dos.

 

Debes saber que eres insoportable, me sacas de quicio y hieres mi corazón. Sin embargo, de no haber sido por ti, tras la guerra nunca hubiera vuelto a vivir. Fuiste el aire en mis pulmones, la sangre recorriendo mis venas. Fuiste el motor de mi existencia. En una ocasión me llamaste transportador de luz, o alguna cosa descabellada, normal viniendo de ti. Dijiste que yo conducía tu luz.

 

Fue un placer ayudarte a brillar, loco de mente maravillosa.”

 

Era difícil descifrar si John Watson odiaba a muerte a Sherlock Holmes o estaba locamente enamorado de él al leer esa carta. Pero la persona a la que estaba dirigida seguramente comprendería el mensaje.

 

Aquellas cartas fue lo último que hizo antes de abandonar su hogar en Baker Street. No se preocupó en terminar ninguna, y le dio igual si la señora Hudson las tiraba o las leía. De todos modos, ella ya sospechaba que él y Holmes tenían una relación, y aunque John lo negó desde un principio, la mujer no era ciega ni tonta. Astuta viejecilla. Ella sufrió por Sherlock tanto como él.

 

La cosa fue que a Sherlock nunca le gustó que la señora Hudson limpiara el polvo de su piso. Y solo había tres hojas de papel arrugadas en el cesto, que ella jamás retiró.

 

Ahí se encontraban el día en que, dos años después, Sherlock Holmes regresó al 221 B de Baker Street.


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