Contra todo
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Una mujer de cabellos negros se detuvo en la puerta para calzarse los zapatos de tacón negro. Entonces sus ojos azules se toparon con los de su hijo, que la despedía en la puerta.
—Me reuniré con tu padre en el restaurante, no llegaremos hasta mañana —dijo la mujer con voz suave mientras el azabache se acercaba para recibir un beso en la frente, la mujer no perdía esa costumbre a pesar de que él ya era mayor—. La cena está sobre la mesa de la cocina. Si Aomine-kun está durmiendo, despiértalo para que coma. Nos vemos mañana, cariño.
Su madre cerró la puerta y Kasamatsu soltó un suspiro.
—¿Mamá ya se fue? —Preguntó Aomine parado en el marco de la puerta, rascándose parte de abdomen con pereza mientras bostezaba.
—Sí —contestó Kasamatsu girándose al fin, caminando hacia Aomine, rumbo a la cocina. Escuchó los pasos del moreno seguirlo hasta que se detuvo en la encimera para destapar los potes y calentar la comida—. No llegarán hasta mañana.
Entonces Kasamatsu sintió esos largos brazos rodearlo por la cintura, seguido de su mentón apoyado en el hombro. Su aroma le llegó hasta la nariz y la calidez de su cuerpo le traspasó la ropa.
—Aomine, debemos comer —dijo Kasamatsu con la voz ronca, pero sin hacer ademán para que lo soltara.
—Podemos comer después, ahora te quiero a ti —le rebatió el moreno, comenzando a besarle el cuello con parsimonia, deslizando los labios por su piel, enviando miles de descargas eléctricas por el cuerpo del azabache.
Terminó cediendo, como siempre. Aomine era su debilidad hecha hombre y no podía ser de otra forma, fue como si todo condujera hacia el moreno reclamando todo de él. Siempre había sido así, cuando su madre se casó con el padre de Aomine, este solo tenía catorce años, un mal carácter, la pereza arraigada a su cuerpo y el desinterés por todo tan propio de su edad.
Kasamatsu era unos centímetros más bajo, pero su carácter había ayudado a que el chico lo respetara como el mayor, eran hermanastros, familia. Si bien Aomine nunca fue osco con él, tampoco llamaba su interés, hasta que Kasamatsu comenzó a acercarse. Descubrieron que a ambos les gustaba el básquetbol y practicaban juntos muy seguido en las canchas de su villa. De a poco se fueron haciendo amigos, conversando con fluidez y entrando en confianza. Aomine siempre acudía a él.
Cuando cumplió los diecisiete años todo cambió. El moreno lo evitaba en todo momento, estaba más irritable y aquel cambio afectó a Kasamatsu, que siempre estaba al pendiente, queriendo ser un buen hermano mayor. Pero el azabache no era bueno con las sutilezas y un día lo acorraló en su cuarto para hablar. Fue cuando Aomine le dijo que estaba enamorado de él, parecía frustrado, asustado de ese sentimiento.
Kasamatsu aún no podía encontrar una explicación a ello, solo había actuado con lógica, la lógica de sus sentimientos. Sabía que el sentimiento de Aomine era verdadero y él se haría cargo de él. Dio unos pasos y le acarició el rostro con suavidad, buscando calmar al chico, como lo hacía cuando era más joven.
Le había seguido un beso y condiciones en lo que cambiaría de su relación. Al poco tiempo Kasamatsu supo que no era que se estuviera haciendo responsable, sino que era un sentimiento correspondido, así que habían consolidado aquello declarándose una pareja. Por supuesto todo a escondidas de sus padres, que aunque notaban lo cercana de su relación, jamás dijeron nada.
Ahora Aomine estaba sobre su cuerpo, moviéndose con tal fuerza que la cama chocaba a un ritmo constante contra la pared.
—A-Aomine, estás un poco ansioso hoy —dijo Kasamatsu con la voz jadeante, aferrándose a los brazos del moreno, buscando que se calmara un poco.
—Es sólo… quiero aprovechar el tiempo que tenemos —contestó el moreno defendiéndose, dejando sus caderas pegadas a las de Kasamatsu al detenerse.
El azabache lo miró unos instantes, los ojos azules de Aomine parecían tristes, con un tinte de desesperación que le hundió el alma. Entonces lo supo, Kasamatsu ingresaría a la universidad el año siguiente y lo más probable es que tendría que mudarse, por eso Aomine estaba comportándose así.
Kasamatsu puso una mano en la nuca de Aomine para atraerlo hacia su boca, juntando sus labios en un toque profundo, cargado de sentimientos. El azabache abrió la boca y metió la lengua de una sola vez, buscando provocar a Aomine para que dejara de pensar tanto. Lo sintió ponerse más duro en su interior mientras el gruñido moría contra su boca.
—Vamos, concéntrate —habló Kasamatsu con voz suave, para luego pasar la lengua sobre su boca, desde el mentón hasta la nariz.
—Mierda, Yukio —se quejó Aomine y el mayor supo que había conseguido lo que quería, ya que solo en la intimidad y en la cúspide de la excitación lo llamaba por su nombre.
Aomine comenzó a moverse, arqueando solo la cintura con embestidas certeras que Kasamatsu sintió por todo su cuerpo. El moreno le estaba dando de lleno en su punto dulce y se correría en cualquier momento, ante la atenta mirada del otro.
Boca abierta y brazos firmes sobre el colchón, a cada lado de Kasamatsu, Aomine lo miraba con deseo, hundido en el placer.
Entonces se corrió, a voz en grito y sin vergüenza, apretando los dientes cuando los latigazos de placer lo abrumaron, relajándose cuando Aomine salió de él. Mientras el moreno se quitaba el condón, Kasamatsu le hacía espacio a su lado en la cama.
—Aomine —lo llamó cuando el chico se recostó. Lo diría serio, porque no quería malas interpretaciones, él siempre era claro—. No voy a mudarme, la universidad queda de camino al trabajo de papá y él va a llevarme; y aunque lo hiciera, no podría olvidarte, olvidar lo que siento por ti.
Aomine tragó con fuerza, con un nudo de emoción alrededor de la garganta. Kasamatsu no era bueno con las palabras, pero ahí estaba, haciéndole una promesa, declarándole su amor.
—Te amo, Kasamatsu —dijo Aomine, juntando sus labios en un beso suave—. Ya verás que pronto voy a alcanzarte.
El mayor sonrió amplio, feliz, pero pensando que Aomine no necesitaba alcanzarlo en nada. También estaba enamorado y ni las etapas de la vida, ni nadie podría con ello.
—Te estaré esperando entonces.
Fue todo lo que Kasamatsu dijo, porque no eran necesarias las explicaciones. Ellos se querían y ni la vida misma podría contra ello.