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Anillos por Zabar

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Notas del fanfic:

¡Hola! Esto se me ocurrió en una noche de insomnio. Y, la verdad, tenía que publicarlo. Espero que les guste :)

Tengo un anillo en el dedo meñique, dos en el dedo anular, uno en el dedo índice, dos chiquitos y dorados en el dedo del medio, uno con una piedra redonda en el dedo pulgar, y todo eso sólo en la mano izquierda. En la derecha tengo dos finitos en el dedo pulgar, uno en el dedo del medio, uno con piedra en el anular, y uno muy bonito plateado y verde en el dedo meñique.
Me gustan mucho los anillos. Emiliano lo sabe. Por eso, mientras veo el anillo que saqué de su mesita de luz –no porque sea metiche, no; en realidad estaba buscando su cargador de celular porque no encontraba el mío– me pregunto en qué dedo me lo voy a poner. Es finito, dorado y pesa un poco en mi mano.
Mi primer anillo me lo regaló Martina, mi primera amiga y la primera en saber que era gay, cuando tenía trece años. Lo usé hasta que no me quedó en ningún dedo. Era fino, como un hilo dorado, con una manzanita roja. 
Mi segundo anillo... ah. Mi primer novio, Samuel. Alto, morocho, con boca grande experta en decir mentiras y en chupar en los lugares adecuados para volverme loco. Con quince años me entregué a un pibe de dieciocho que me prometió el cielo y me llenó de moretones. Entonces, apareció Emiliano. Ni siquiera me gustaba en esa época; yo tenía quince, él tenía veintidós y era el mejor amigo de mi hermano. Rubio, pálido y pecoso, con ojos verdosos que me esquivaban. Él fue quien vio los moretones en mi cuerpo cuando entró al baño y yo estaba saliendo de la ducha. Se asustó, me pidió explicaciones. ¿Mi viejo era violento conmigo? ¿Me golpeaban en el colegio? Negué, le dije que tenía un novio llamado Samuel, que era realmente bueno, lo sabía, pero a veces yo me portaba mal y... y me calló. Me dijo unas cuantas verdades sobre mi situación, que no tenía que dejarme maltratar, que si me pegaba no me quería, y cosas así. No lo escuché. Entonces, Samuel abusó de mí, y Emiliano me fue a buscar en su auto a la casa de Samuel cuando, desesperado, lo llamé en un descuido suyo. Después le cayó la policía. "Me lo busque, por pelotudo" me dije, pero Emiliano negó, me cuidó, me calmó. Él me regaló mi segundo anillo.
—¿Te gustan los anillos? —preguntó, mirando el de manzana, y el de Samuel. Me lo quería sacar, pero no salía. 
—Sí, me gustan —dije, cortante. Emiliano sonrió enigmaticamente y no dijo nada más mientras esperaba a que llegaran mi viejo y mi hermano al hospital.
Mi viejo me cagó a pedo. Todavía me acuerdo sus palabras, dolorosas y crueles. Que era un puto de mierda, que no me merecía vivir, que me merecía lo que me pasó por tragaleche, que era un desperdicio de ser humano. Lloré. Mi hermano me despreció. El único que apareció al día siguiente fue Emiliano.
—Tengo algo para vos —me dijo, con los ojos verdes brillantes. Tragué el gusto amargo de las lágrimas de toda la noche y pregunté un "¿Qué?" en voz ronca.
Sacó de su bolsillo un anillo. Finito, plateado, con una piedra redonda verde. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Qué?¿No te gusta? —preguntó, tal vez asustado. Yo me tragué la bronca, el odio, para hablar.
—¡Obvio que me gusta, estúpido! —la voz me salió ahogada, llorosa—. Pero no tenés por qué tratarme bien. Soy un puto de mierda. ¿No soy eso? ¿Un tragaleche, un enfermo? ¿Por qué me tratás bien?
Emiliano sonrió infinitamente triste.
—Porque yo también soy un puto de mierda.
Me dejó el anillo en la cama y se fue sin decir otra cosa.
Por meses intenté disculparme, pero no encontraba las palabras. Fui empeorando mi visión sobre mí mismo. Me corté el pelo, dejé los pantalones ajustados y las remeras de colores flúor. Empecé a jugar fútbol. Mi viejo estaba orgulloso de que haya ido cambiando, de que me haya convertido en un hombrecito. 
Cumplí dieciséis, cumplí diecisiete, y si había vuelto a cruzar palabras con Emiliano alguna que otra vez había sido mucho. Pero llevaba su anillo. Cada vez que lo veía, él me miraba las manos. Y sonreía, sonreía como sólo sabe hacer alguien triste.
Mi cuarto anillo me lo regaló Federico. Federico era mi compañero en fútbol, y veía que después de cada entrenamiento me ponía mis anillos, el de Martina y el de Emiliano. Un día, sobre mi bolso, apareció un anillo grande, plateado, que me calzaba en el dedo mayor con maestría. Pregunté si era de alguien antes de ponérmelo; nadie me dijo nada. 
Pero Federico, Federico me buscó cuando me iba para casa. Me robó un beso –¡Mi primer beso con otro hombre en dos años!– y me dijo que un chico lindo como yo merecía regalos lindos como esos. 
Ese fue el último día que Federico fue a fútbol, después le perdí el rastro. 
Mi quinto anillo me lo regaló mi madrastra cuando cumplí los dieciocho. Le hacía gracia que yo fuera gay, me trataba como una mascotita nueva de la cual ya se iba a aburrir. Lo bueno es que por ella mi viejo había dejado de gritarme, insultarme y demás cosas. Ya era la mascotita rosa de su mujer.
Por esas fechas empecé a ver a Emiliano. No teníamos una relación: yo empecé a ir a boliches gays en Capital, y él me encontró de madrugada que volvía y me trajo a casa en el auto. Hablamos de todo y de nada y me dijo que, la próxima vez que quisiera salir, lo llamara.
Y eso hice. Lo llamé, él me llevó, se entretuvo con hombres más o menos de su edad –ya veinticinco– mientras me dejaba a mí a los pendejitos. Dejé lis miedos atrás. Pero Emiliano me hizo notar una cosa: no me respetaba.
Si algún chico quería acostarse conmigo, lo dejaba. No me importaba quién o cómo era, si se interesaba en mí, yo estaba inmensamente agradecido. Emiliano me pidió que me tuviera algo de amor propio. 
¿Amor propio? Desconocía la palabra. Me sentía herido, sucio. ¿Qué importaba con cuántos me acostara? Y a veces, ni siquiera acostado. En los baños, en los rincones más oscuros del boliche. Emiliano se enojó mucho una vez.
—¡Pero a vos no te importa nada! —me había gritando mientras íbamos desde Capital al conurbano en su auto. Estaba enojado, muy enojado. Las manos le temblaban—. ¡No tenés cabeza! Mirá que meterte con un patovica... vos querés que te vuelva a pasar lo de Samuel. Eso querés.
Las lágrimas me picaban en los ojos.
—¡No, no quiero! —grité— ¡Vos no entendés nada! Yo estoy sucio. No pueden hacerme algo peor de lo que ya me hicieron.
Emiliano pegó el frenazo. Nos quedamos ahí, en medio de una calle desierta, los dos con los ojos ardiendo. Me agarró de la cara para que lo mirara, y sus ojos ardían con el fuego de la rabia.
—No estás sucio —me dijo, con una voz insoportablemente dulce—. No, estás herido. Eso pasa.
Las lágrimas me cayeron por la cara. Emiliano la limpió con sus dedos.
—Emiliano, no. No entendés. Yo estoy sucio. Tengo una mancha muy grande. ¿Quién me va a querer, así, arruinado? Si no me meto con ellos cuando recién me conocen, puede que no se quieran volver a meter conmigo. ¿Quién me querría a mí?
—Yo —dijo, con la voz angustiada—. Yo te quiero, a vos. ¿No te das cuenta, Lautaro? Te quiero. Te quiero.
—No me podés querer —dije, alarmado. Emiliano me llevó la mano a su pecho, sobre su corazón. Su latido era rápido y consistente.
—Te quiero. Lautaro. Te quiero desde que te vi por primera vez. Vos tenías trece, el pelo largo y una carita triste. Te fuiste entristeciendo más y más, y te fuiste alejando. ¿No te acordás cuando jugábamos a la batalla naval, o las cartas? Y vos te reías un poco, y yo me sentía el rey del mundo. No te imaginás lo feliz que me hacías. Entonces empezaste a decaer, a alejarte... te había perdido sin siquiera tenerte. Pero ahora puedo quererte... ahora lo sabés. Dejame quererte, Lau. Dejame. 
Tenía los ojos llenos de lágrimas y dejé sus labios caer sobre los míos. Y, por primera vez en meses, me sentí querido. No deseado, lujuriosamente deseado, sino querido. Amado.
Dejé de acostarme con extraños y empecé a acostarme con Emiliano. Pero eso no era coger, él me hacía el amor. Me besaba de pies a cabeza y rezaba mi nombre mientras su respiración me ponía la piel de gallina. Me enseñó a quererme, aceptarme, apreciarme.
A los veintiséis él se recibió de psicólogo, y me pidió que fuera a vivir con él. Acepté sin dudarlo. Me fui de la casa de mi viejo sin mirar atrás.
Y todos los meses Emiliano me compraba un anillo nuevo. Uno con piedras, otro dorado, otro plateado, otro en forma de serpiente que muerde su propia cola, otro en forma de delfín plateado que te abraza el dedo. Por eso, que ahora, cuatro años después, tenga un anillo para mí en su cajón no es ninguna sorpresa.
Sólo tengo que decidir en qué dedo lo voy a usar.
Aunque parece que Emiliano tomó esa decisión por mí.
—Lau —Emiliano sale del baño en bóxer, con la barba pulcramente recortada y el pelo rubio ensortijado húmedo, con gotitas que caen sobre los hombros pecosos. Tiene buenos hombros. Tiene buena espalda, buenos brazos, buenos abdominales. Y después estoy yo, flacucho y alto, con el pelo negro largo y liso. 
Ve el anillo en mis manos y su rostro se descompone.
—Mi Emi —digo. Es un apodo que él odia—. ¿Qué tal el baño?
Hace una mueca.
—Bien —se acerca hacia mí y me saca el anillo de los dedos—. ¿No vas a preguntar?
—¿Preguntar?
Sí, ¿por qué debería preguntar? Vos siempre me regalás anillos, Emiliano.
—Sí —me besa los nudillos con suavidad, su sonrisa vuelve a ser triste—. ¿Por qué no decís nada?
—¿Qué te digo, Emi?¿Gracias? —me río. Mi novio parece herido.
—Si no querés está bien —dice—. Yo pensé que, como es legal, y llevamos mucho tiempo juntos...
—¿Legal? —parpadeo, miro al pequeño anillo, una aureola de oro en los dedos de Emiliano—. ¿De qué me estás hablando?
Algo parece relucir en los ojos de Emiliano. Lo conozco muy bien. Eso es esperanza. Así, en bóxer como está, me lleva hasta la ventana. El sol de la mañana le hace doradas las hebras, y hace sus ojos del color de las aceitunas.
—Lautaro —dice, me toma las manos y frunce el ceño. Entonces se dedica a, uno por uno, sacarme todos los anillos. Me siento desnudo sin ellos, pero esto parece ser algo importante—. Lautaro —repite, y traga saliva—. ¿Te querés casar conmigo?
Legal. Su tristeza por mi "rechazo". Legal. El anillo. Legal. Su esperanza.
Tomo aire, sintiendo como si mis rodillas se hubieran convertido en gelatina. Sonrío, y tengo miedo de que, de tan ancha, la sonrisa no me entre en la cara.
—Sí —digo, con toda mi alma—. ¡Obvio que quiero, Emi! ¡Te amo!
Emiliano suelta una risa aliviada y coloca el anillo dorado con cuidado en mi dedo. Tiene que hacerlo con mucho cuidado, porque tiene mis demás anillos en las manos, y si se le caen y pierden no me importa que vaya a casarme con él, yo lo mato. 
Después, uno por uno, vuelve todos los anillos a sus dedos. Recuerda en qué dedo iba cada uno. Me enternece. Es uno de los detalles que me enamoró de él. 
Después besa mis anillos, uno por uno. Llevo puestos los más importantes; el decimoséptimo, cuando cumplimos un año de novios;  el veinteavo, cuando fuimos de viaje a Tandil; el veinteavo sexto, cuando cumplimos un año de convivencia. Y así.
Todos mis anillos tienen historia, pero cuando nuestros hijos (anillos cincuenta y nueve y ochenta y ocho) pregunten por el significado de este en especial, que llevo en el dedo anular de la mano izquierda, una cinta de oro sola y simple, les voy a decir que es el momento en que su papá y yo decidimos pasar juntos el resto de nuestras vidas.

Notas finales:

Muy bien, espero que les haya gustado. Si quieren dejar un comentario, son libres de hacerlo, los acepto todos por igual.

¡Gracias por leer y buen domingo!


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