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Canción de sol por Zachriel

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—¿Kahella? ¿Kahella, estás bien? —Tian se encontraba detrás de la puerta.

Suspiró y normalizó su voz antes de responder.

—Estoy bien, es que todavía tengo morada la mejilla, no quiero salir así —mintió.

Durante el resto de la celebración se encerró a cal y canto en su habitación, apenas comía y se duchaba constantemente en un intento de olvidar lo que había sucedido. Alegó una caída, y con ella justificó su reclusión.  

—Kahella, dice madre que vayamos por especias al mercado.

—Me da vergüenza. —Eso no era mentira, la cuestión era la razón por la que se sentía de tal forma.

—Estoy segura que a nadie le importará, pensarán que mi padre te pegó y eso es normal.

Resopló asqueada. ¿En qué mundo aquello podía ser normal? ¿En qué mundo podía ser considerado normal el golpear a otro ser humano?

«En el mío.»

Quiso gritarle y decirle que no era normal, que su burbuja rosa era absurda y estúpida, que sus ojos estaban ciegos si creía merecer golpes por conductas que eran consideradas indecentes. Resolló, era vano discutirlo.

—En serio, Tian, no quiero ir.

—Es normal  que los padres golpeen a sus hijas —repitió.

La ira creció en su pecho, porque una cara morada no era la verdadera razón de su confinamiento, sino el hecho de sentirse obscena. El miedo a que alguien notase que ya no era la misma. Deseó gritarle, deseó reprocharle que todo era su culpa, que si no hubiese sido tan tonta para quedar encerrada entre dos sacerdotes ella no habría tenido que salvarla, ellos no la habrían hecho sentir menos y no hubiese tomado un camino que la alejase de todos.

—La próxima vez iré yo —prometió.

Aquello pareció convencer a su prima, segundos después escuchó como se marchaba.

Buscó entre sus pertenencias algún espejo que la ayudara a verse, espejo que no encontró pues ella, tiempo atrás, se encargó de romper todos y cada uno.

La tregua pactada con Tian no duró mucho, al día siguiente tuvo que salir de su habitación.

—Debes ir por fruta.

No objetó, ya no podía hacerlo. Cogió un chal con caperuza, cubrió su rostro y salió por lo que Tian había señalado. Su prima cuestionó su vestimenta, afuera no hacía frío para tener que abrigarse, mas ella no respondió y corrió de la casa.

Encontró a Lane en la plaza, y se acomodó a su lado. No hablaron, no era necesario. Ambas se sabían cercanas y eso era suficiente. Era seguro que Qilane seguía pensado que ella aún estaba dolida por las palabras de los sacerdotes; agradeció por ello, no había necesidad imperiosa de desvelarle la verdad y relatarle cómo había pasado todo.

Pensarlo dolía, revivirlo mataba.   

Kahella evitó el contacto visual con cualquiera, temía que si miraban sus ojos descubrirían la punzante realidad, porque, para ella, los ojos revelaban las omisiones de los labios... Y sus labios callaban mucho, mas ninguna verdad era tan aguda como lo ocurrido en la Noche del Primer Sol, ninguno de sus secretos era tan pesado. No quería que la señalaran y la acusaran como pecadora, como indigna de pisar la tierra de Changó. Así que cuando preguntó por los precios lo hacía al momento en que inspeccionaba el producto.

Tampoco consintió que nadie se acercara demasiado, estar a junto a Lane facilitó esa tarea. Pues cada roce lo sentía en la piel arder, inclusive cuando su chal cubría cada centímetro. Podía percibir con hastío la respiración de todas las personas, y escucharlo causaba una contracción en su estómago que la instaba a doblarse en dos y acurrucarse. No lo hizo, por supuesto que no podía.  

Un silencio profundo y pesado la alertó; no obstante, para cuando quiso huir ya era demasiado tarde. 

Lane la tomó del brazo. Giró sobre sus talones y buscó a los sacerdotes, cuando los ubicó se encorvó sin esperar un segundo más. Debía agacharse y acató lo establecido.

—¿Cómo sabemos que está aquí? —La voz de una sacerdotisa mayor resonó en todo el lugar.  

—No lo sabemos, pero es en un contexto como este en donde la encontraremos. —Era una voz nueva, un sacerdote al que o bien nunca había visto o nunca escuchó.

«¿La encontraremos?»

¿A quién buscaban? Sus manos comenzaron a sudar. Dudar del don de los sacerdotes en ese instante resultaba absurdo.

¿Si se maldecía a sí misma Changó removería lo ocurrido? Rio en su interior, y se asombró de lo arduo que fue hacerlo.

—Es ahora. —La misma segunda voz.

Movida por la curiosidad alzó la mirada con discreción, y lo descubrió a él. El chico con el fuego en los ojos estaba a un costado de la sacerdotisa senil, su mirada inspeccionaba a la multitud, como si buscara alguna señal. Recibió un codazo por parte de Qilane, era una advertencia para que mantuviese el perfil bajo.

Kahella se alivió de estar oculta entre la muchedumbre.

¿Habrían visto los sacerdotes que su dios descendió?

—Allá hay una persona con chal café. —La voz femenina señalo en una dirección distinta a la suya.

Observó cómo un par de guardias se abrían paso entre la gente hasta llegar al hombre que cubría su rostro, lo arrastraron hasta pies de los sacerdotes y lo arrojaron.

El chico con el fuego en los ojos se acuclilló y le destapó el rostro, un atisbo de sonrisa se asomó entre sus labios, pero desapareció en menos de un segundo que Kahella no estuvo segura de haberlo visto.

Si había existido, no se trató de una sonrisa que buscara humillar, sino de la clase que pretendía confortar.

Los guardias arrastraron a tres personas más que tenían chales cafés, ella fue la cuarta. Resistirse no fue una opción, avanzó sin alzar la vista, aunque de reojo buscara la manera de salir corriendo antes que fuese inspeccionada. No hubo salida alguna.

Tres veces atrapada, tres veces condenada. La primera: la vida que se le otorgó; la segunda: el abuso de Changó; y la tercera: su confinamiento a la espera del nacimiento. 

Cada segundo, cada vez que él daba una negativa a la persona que examinaba, su pulso se aceleraba por el miedo, cada paso significaba uno más para que se diese el aviso de que era probable que un sacerdote naciera. Poco a poco se aproximaba a su tercera condena.

Una vez que lo tuvo cerca sus sentidos se atrofiaron y, sus manos temblaron cuando dejó su rostro al descubierto, mas no fue nada comparado con el seísmo de sus rodillas cuando él la tomó del mentón para obligarla a encararlo. Encontrarse con el fuego sosegado de su mirada la desarmó de tal forma que sintió su alma desnuda al dorado de esos ojos.

—Es ella —avisó.

No supo qué se rompió en su interior, porque siempre había algo que se resquebrajaba al verlo. En esa ocasión; sin embargo, fue consciente de cómo algo se destrozaba dentro de ella. No dilucidó si fue el hecho de que su voz la acusara o si fue la indiferencia con la que la trató, como si nunca en su vida la hubiese visto. Entendía que los encuentros fugaces en la Noche del Primer Sol podían importarle nada al sacerdote, y aun así conservó una ínfima esperanza que fuese causante de un leve gesto, un pequeño parpadeo o algo. Lo que dejó en ella su indiferencia fue nada; el vacío lo esperaba y, asintió a lo que conllevaba, sería recipiente de emociones umbrosas.   

La mujer senil la cogió del mentón sin amabilidad e hizo girar su rostro. Kahella siempre tenía que alzar la mirada, casi todos los aldeanos eran más altos que ella.

—Llevárosla —ordenó y los guardias cumplieron.

—¡No! —gritó e intentó escapar.

Miró a Lane en busca de ayuda, a sabiendas que no la encontraría no se sorprendió al ver a su amiga paralizada, pero sí lo hizo cuando esta retrocedió una vez que sus miradas se encontraron.

Continuó pataleando, y no dejó de hacerlo hasta que, arrastrada al interior del Palacio de las Almas, fue arrojada a una suntuosa habitación.

¡Hasta sus mazmorras eran cómodas!

Aporreó la puerta pidiendo salir, y sus palabras cayeron en oídos sordos, nadie acudió a cuando menos explicarle lo que pasaba. Intuía que tenía que ver con lo que había vivido en la fiesta del Primer Sol. ¿Intuía? No, sabía.  

Sus piernas cedieron ante su peso y se dejó caer, recargó la espalda en la puerta, y cerró los ojos pensando en que nada le sucedería. En que quizá la mataban y entonces eso no sería tan malo. Si lo sopesaba, era mejor una muerte dolorosa, y probablemente lenta, que la agonía de nueve meses a expensas del humor de los sacerdotes.

Entre el forcejeo y su arrebato su cuerpo resultó cansado y terminó por sumergirse en el sueño.

Despertó cuando su cabeza se golpeó contra algo frío y duro: el piso. Abrió los ojos con parsimonia, había alguien que la miraba desde arriba, no lograba verlo con claridad pues la luz del día que se colaba por los ventanales la cegaba.

—Entre las labores de las sacerdotisas no se halla el cerciorarse de la temperatura del suelo.

Reconoció la voz y se incorporó de inmediato, una vez hecho encontró frente a ella al chico con el fuego en los ojos. Al igual desde que lo ubicó, no tuvo la osadía de mirarlo como un semejante, a pesar de tenerlo a menos de veinte centímetros. Fijó los ojos en el tallado minucioso de la puerta. Eran soles, lanzas y… ¿mujeres en poses sugestivas?

—Siendo una sacerdotisa oscura no es propio que bajéis la mirada ante sacerdotes blancos.

¿Cómo una qué? Levantó el rostro más que nada por la sorpresa.

—¿Cómo qué?

—Pronto vendrán a interrogarte. —El chico con el fuego en los ojos se hizo a un lado y permitió que varias mujeres entraran cargando baldes—. Asearos primero.

Sus protestas fueron silenciadas cuando una de las mujeres jaló de ella y en sus narices la puerta fue azotada. Comenzaron a desnudarla y aunque no se los facilitó ellas ganaron la batalla.

La dejaron perfumada, limpia y ataviada de un vestido plateado, su cuello también estuvo adornado con una gargantilla de oro blanco. El vestido pesaba y el oro le picaba la piel.  

A los pocos minutos, un par de sacerdotes, uno blanco y otro oscuro, irrumpieron en la habitación, la miraron de arriba abajo y por sus gestos Kahella entendió que no cumplía con sus expectativas. La mujer la tomó del mentón e hizo ladear su rostro sin amabilidad.

 —Sois de las pocas sacerdotisas concebidas durante las Noches del Sol. No sois notable —dijo—, pero sí la única en no ser precisamente bella o buena en la danza. No hay nada en vos destacable para comprender por qué Dios os eligió.

 ¿Sacerdotisa, dijo? ¿Era una sacerdotisa? Casi rompió a llorar del alivio.

—¿Sacerdotisa? —inquirió en un hilo de voz.

La mujer cogió un espejo que estaba en la pared y lo puso frente a ella. Kahella desvió la mirada por instinto, huía de su reflejo.

—¡Miraos! —exigió la mujer y su voz delataba impaciencia—. ¡Miraos!

Le llevó su tiempo, mas cuando lo hizo, cuando se enfrentó a lo que rehuía, la persona que la miró fue una de ojos dorados. Bastó un segundo, solo uno para volver a sentirse inferior, sin importar su nuevo rango.

—Dejadla, Tomary—intervino el segundo sacerdote, el de la piel oscura—.  Fue la voluntad de Changó.

—Tendrás que explicarle sus deberes, yo me voy.

El sacerdote suspiró y se acercó, la tomó del codo y con voz sosegada la exhortó a dar un paseo por el Palacio de las Almas. Kahella rechistó en voz baja, pero no se resistió.

Prestó atención los primeros veinte minutos, mas al pasar ese tiempo su mente se desconectó y centró su atención a lo que sus ojos veían. Todos los sacerdotes que se atravesaron en su camino se desenvolvían con una naturalidad que jamás había visto, ellos no parecían tener prisa por llegar, en sus ojos no se apreciaban líneas de preocupación que delataran una vida de privaciones, tampoco caminaban con la mirada clavada en el suelo. Salvo por la marcada división entre el color y el sexo, ellos parecían felices.

—¡Callaos! —gritó un sacerdote de piel oscura y en el acto le dio un bofetón a una sacerdotisa del mismo color.

La chica llevó su mano al rostro y luego desafió con la mirada al hombre. Se levantó, pues el golpe la había hecho caer, y le plantó cara. Kahella la observó fascinada.

—¿Qué me calle? Sois un infeliz, bastardo.

La sacerdotisa recibió una lluvia de golpes y nadie intervino. Kahella quiso hacerlo, pero su cobardía era mayor al sentimiento de injusticia. Además, tampoco conocía el motivo del altercado, aunque a sus ojos nada justificaba una agresión, no pretendía hacerse de enemigos en su primer día.

—Venid para acá. —Su guía volvió a cogerla del codo y la arrastró por otros rumbos.

No supo cuántas veces zigzagueó en aquel palacio, cuántas vueltas o cuántas escaleras subió y bajó; sus pies suplicaban un descanso, mas sus labios jamás emitieron ninguna protesta.

—¿Habéis entendido bien? —preguntó el sacerdote una vez en sus aposentos.

Con la mente confundida asintió.

—Bien.

Cerró la pesada puerta, y solo entonces cayó en cuenta que desconocía el nombre de su guía, la abrió de inmediato esperando que aún no hubiera desaparecido.

—Tu nombre —pidió.

El sacerdote volteó confundido.

—No sé tu nombre —explicó—, por favor, dímelo.

—Akeyht.

Sonrió.

—Soy Kahella —correspondió a la formalidad.

—Lo sé —dijo antes de continuar con su camino.

Kahella volvió a su habitación y se recostó en la cama con dos recuerdos de aquella tarde: vivía en el mismo lugar que el chico con el fuego en la mirada  y, más importante, las mujeres podían defenderse y no morir en el intento. Bueno, a menos que los golpes fuesen tan graves que la muerte llegase a ser inevitable.

 


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