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Canción de sol por Zachriel

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La vida de los sacerdotes ahora la juzgaba tan aburrida como enigmática cuando la observaba de lejos.

Sus mañanas eran completamente dedicadas a Changó, a limpiar, a rezar, a bailar, a ofrendar… a todo por él y para él. En cualquier otro momento renegaría de la existencia del ser supremo; sin embargo, día a día lo hacía si no con alegría sí consciente que por sus propias palabras había sido apartada de su familia y amigos. Le habían prohibido salir del palacio hasta que comprendiera su deber con dios. Tampoco tenía permitido recibir visitas.

Se preguntó qué sería de Tian, si alguien ya habría pedido su mano, si no estaba equivocada su cumpleaños había sido hacía un mes. Por supuesto, no le envió ningún presente. Conocía desde ya la repulsión que habría de sentir por Kahella, por no cumplir con su deber de mujer.

Qilane… qué habría sucedido con ella.  Kahella imaginó que, después de ser capturada, Lane corrió a avisar a su familia, mas poco podían hacer sino esperar por que pronto pudiera pasear por las calles como cualquier otro sacerdote.

Continuó encendiendo las velas que se consumirían aquella noche. Bostezó instintivamente.

—Servir a vuestro Dios no debería causaros sueño.

Volteó y encontró a puertas del templo a Akeyht. Sonrió.

—Es solo que no he dormido bien —se justificó—. Llevo meses encerrada y todavía me resulta difícil adaptarme y seguir las costumbres.

Akeyht avanzó hasta colocarse a un costado de ella.

—Haber sido besada por Changó no debió ser una dádiva para vos. —Tomó la vela madre con la que se encendían las llamas—.  Idos a descansar, terminaré yo por vos. 

Asintió obediente, hacer caso a las peticiones de Akeyht no le había sido oneroso como con otros muchos maestros sacerdotes.

Tener que aprender latín, griego y quién sabía cuántas lenguas más desde un principio fue un lastre; sus maestros se empeñaban en hacerla sentir menos y por ello mismo ella se ceñía al papel de sacerdotisa obtusa. Y seguiría como tal, hasta que no le concedieran al menos el beneficio de la duda. Cuando se quejó por ser ilustrada en las lenguas antiguas, los maestros le explicaron que Changó se manifestaba de diversas maneras, en la música, en los rayos, en la danza… y que debía conocer bien todo ello para poder brindar su servicio de la mejor manera. Idiotas. No había clase en que no fuese comparada con sus, ¿cómo los llamaban? Ah, sí: «semejantes». En realidad la palabra por sí misma no era un insulto, la ofensa se encontraba en el tono con el que lo decían. «¿Por qué no puedes ser igual de buena en el bordado que tu semejante Tomary? ¿Sabías que tu semejante Akeyht ha sido el mejor aprendiz de teología que este templo ha resguardado? Tú, por el contrario, debes ser la vergüenza.» Las comparaciones no le importaban, aunque sí la incordiaban porque los maestros afectaban desconocer su reciente incorporación a la élite de los sacerdotes. Insulsos.

Su intención era dirigirse a sus aposentos, en serio que así era, mas sin planearlo hizo una parada antes de llegar a ellos. ¿El motivo? Escuchó una pequeña risilla, una risa que careció de maldad y sonó genuina. Durante su estancia se percató que en el Palacio de las Almas pocos sacerdotes sonreían y, de esas pocas sonrisas, muchas eran falsas carcajadas que lastimaban los oídos. Volvió a escuchar la risa sosegada. En contra de sus necesidades buscó al emisor. No tuvo que caminar ni indagar mucho.

Lo encontró sentado en la biblioteca, un lugar que no era personal y al que todos podían acudir a placer, mas al mismo tiempo, el lugar lucía propio de él. Como si de una habitación se tratara su persona no desentonaba allí. El chico con el fuego en los ojos estaba sentado con un libro entre las manos, sus piernas estaban cruzadas y los hombros lucían relajados. Volvió a reír y Kahella sonrió en reflejo.

Al verlo de perfil conoció nuevos detalles que hasta el momento había pasado por alto. Sus orejas eran pequeñas, la punta de su nariz era apenas un botón que sobresalía en la rectitud del puente, los labios delgados tenían una mínima curvatura antes que el perfil condujera al mentón y sus mejillas dibujaban líneas cuando sus labios tenían a bien de sonreír. Cada singularidad terminó por verla hermosa en su persona, así como sus manías, cada cierto tiempo el chico tronaba sus nudillos, y después tallaba con suavidad su sien izquierda.

Era claro que el chico no era perfecto, que tendría defectos y más, pero para Kahella cada uno de ellos encumbraba lo bueno en él, pues la cicatriz, que en ese instante descubría tenía en el cuello, solo acentuaba la longitud del mismo.     

Lo observó por unos minutos y entendió que el verlo a hurtadillas no era lo mejor. Derrotada, optó por ir a descansar. Se sintió culpable, porque lo admitiera o no, eso era espionaje, era invadir su privacidad y a cualquiera enfadaría con justa razón. Lo último que deseaba era que el sacerdote se molestara con ella.

Cambió sus ropas para dormir, y se sumió en un llanto silencioso del que desconocía la causa. Pensó en su tía, pensó en Tian, en Lane, en Akeyht y en el chico con el fuego en los ojos. No entendió si lloraba por algo o alguien en especial, o si se debía a todo, a que poco a poco la ausencia y el deber contribuyeron al peso que aplastaba sus hombros. Un peso que la consumía y del que sabía cargaría hasta su muerte. Era una sacerdotisa, y esa bendición reveló en poco tiempo su verdadera cara: era una pesada carga, equiparable a una maldición. Sin embargo, las lágrimas liberaban, gota a gota, su tensión y frustración. Cada una le supo cargada.

Pronto sucumbió al dulce placer del sueño.

Despertó en una habitación embargada por ominosa oscuridad, sintió su corazón palpitar con vehemencia por el terror que le sembraba estar en un lugar así. Y avanzó, sin saber a dónde iba, porque cualquier lugar era mejor que esa oscuridad asfixiante.

Caminó errante hasta que escuchó agua corriente, sonido que siguió ante la esperanza de encontrar luz.

La oscuridad no siempre es mala, la negrura que venda los ojos muchas veces protege. Kahella no lo entendía, y su mente la conducía a la luz cegadora que vislumbró al final del túnel. Adentro, donde la lobreguez reinaba, estaba húmedo, y la noche para ella siempre era  aterradora, llena de secretos y abismos sin fondo… después de todo, ¿para qué más serviría un color tan denso si no para ocultar los horrores?

Un paso después del otro, un pie delante del otro. Uno, dos, uno, dos. Pronto llegaría a la luz. La luz bendita, la luz que representaba todo lo bueno y maravilloso del mundo, la luz que rebelaba secretos…

Cuando el cuerpo de Kahella fue bañado por la blancura que la recibía al salir del túnel, gritó con desesperación, sus manos lucían rojas y su vestido, otrora plateado, era de un carmín pesado y que goteaba.

Estaba vestida con sangre.

—¡Kahella! —Akeyht la sacudía con fuerza con la pretensión de despertarla.

—Estoy bien —respondió y sobó sus hombros, era seguro que nacerían moretones con la forma de las manos de su maestro.

—¿Y bien? —Tomary la miraba inquisitiva con una de sus delgadas cejas alzada—. ¿Qué futuro tan aciago habéis visto como para obsequiar semejantes gritos?

¿Futuro? ¿Lo que había visto era el futuro? ¿Cómo interpretar una caverna y un vestido hecho con sangre?

—Ninguno —mintió—, lamento haberlos despertado. —Reparó en su desliz—. Perdón. Lamento haberos despertado, pero ha sido una pesadilla fruto de mi imaginación.

—¿Estáis segura, Kahella? —terció Akeyht.

—Sí.

—¿Lo ves, Ak? Kahella es un fraude, han pasado meses y ni siquiera ha podido prever qué servirán en el desayuno las criadas.

—Tomary, ella aún es nueva. Tenedle paciencia.

—Como sea. —Tomary salió de sus aposentos agitando la mano como si el aire dentro de ellos fuese tóxico.

—Os espero en el desayuno —se despidió Akeyht y unos instantes después tres criadas entraron a prepararla.

Tuvo un escalofrío, pues por alguna razón sintió que ese sueño sellaba su destino.

En el comedor se encontró con su maestro y comió junto a él.

Mientras su paladar disfrutaba de las especias y bebidas, sus ojos traicioneros la hicieron buscarlo. Oteó lo mejor que pudo y un par de veces se elevó unos centímetros por sobre su asiento causando que Akeyht la regañase por llevar «prisa». Al final lo encontró desayunando en un rincón, el chico estaba rodeado de gente y al mismo tiempo parecía tan solitario. Sonreía y contestaba cada que se dirigían a él. Nunca iniciaba él una conversación, sin embargo.

Sus ojos tampoco parecían ver lo que lo rodeaban, lucían apagados y brillantes de manera que Kahella no entendía cómo podía ser posible, cómo era que aquel chico englobaba en su interior mundos tan contradictorios.

A partir de entonces ella jugó a observarlo de extranjis. Durante las noches, fiel y puntual como un reloj, visitaba la biblioteca y lo veía leer y sumergirse en mundos en los que le hubiera encantado acompañarlo; siempre marchaba antes que él se levantase para ir a dormir, no pretendía ser descubierta. Unos minutos bastaban para alegrarle la noche. Durante las comidas era más difícil reparar en él, se confundía con la muchedumbre o bien no asistía. En los pasillos llegó a encontrarlo solo una vez, y Kahella se puso tan nerviosa que corrió para alejarse de él y deshacerse de la sensación de picazón en su piel, de los mareos que le causaba tenerlo vis a vis. Por supuesto, el volcán solo ardía en Kahella, el chico con el fuego en los ojos tenía escarcha cubriendo su rostro.  

Kahella no sabía por qué se sentía tan atraída a él, y menos por qué intuía que de alguna manera su vida se había entrelazado a la de él. No se conocían, no se hablaban y ella ni siquiera había averiguado su nombre. Tal vez su presentimiento se viera reducido a un amor platónico y una cicatriz en ella.

Retornó a su habitación con el corazón tumefacto de felicidad. Estando en cama, por primera vez se dispuso a escribir todo lo que ese sacerdote causaba en ella; desde la manera en que sus manos sudaban al verle, hasta la parte que se resquebrajaba en su interior por la misma razón. El bochorno, el miedo, la indecisión, todo, no se reservó nada.

No podía prever si algún día él llegaría a leerla, no importaba en realidad porque, esos sentimientos, era muy probable que jamás fuesen correspondidos. No podía decantarse entre si eso estaba bien o no para ella. Disfrutaba de ello mientras experimentase el burbujeo en el pecho al verlo, mas aquel sentimiento conllevaba sin falta la ausencia y el vacío injustificado que se instalaba allí donde antes yaciera la sensación de calidez, solo unos segundos después.  

«Y yo como idiota.»

Su rutina continuó sin verse interrumpida, pocas personas le prestaban atención a ella.

—¿A dónde os dirigís, Kahella?

La voz de Tomary la atajó justo antes de entrar a la biblioteca.

Ladeó la cabeza intentando ganar tiempo.

—Quiero practicar mi latín —respondió con naturalidad.

En el Palacio de las Almas había mejorado muchos aspectos de sí misma, bailaba mejor, dominaba mejor su curiosidad, tenía muchos más conocimientos, se adiestró en el manejo del arco y, por encima de todo eso: mentía mejor. 

—La biblioteca cerró hace una hora.

—¿En serio? Creía que cerraba tres horas después de que el sol se pusiera.

—Pues no, vamos, Kahella, os acompañaré hasta vuestros aposentos.

—Gracias. —Sonrió y caminó con Tomary a su izquierda.

Esa noche aguardó una hora para volver a salir. Pero fue demasiado tarde, ya no estaba él en la biblioteca. Regresó a su habitación desganada.

Por las noches, si prestaba suficiente atención, podía escuchar los gemidos de las sacerdotisas; se cuestionaba si sería por gusto o por obligación, porque si bien antes sabía que debían yacer por órdenes, en el Palacio de las Almas había atestiguado cómo las mujeres podían desafiar a los sacerdotes.

Por ventura hasta el momento no se había visto en la necesidad de plantar cara y negar una orden de esa índole, supuso que en esos casos ser poco agraciada era una enorme ventaja.

—Elevad más el arco  —indicó Akeyht y con suavidad encumbró su brazo.

—Pero veo con claridad el blanco en esta posición —se quejó.

—Sí, mas no es solo cuestión de apreciar el blanco, también debéis calcular la trayectoria de la saeta, y tomar en cuenta el viento que hace. Y eso que todavía no aprendéis a tirar montada en una bestia.

Soltó la flecha y, en efecto, dio en el blanco.

Celebró con una sonrisilla. Y Akeyht la felicitó como si hubiese ganado una competencia.

—No cabe duda, si un día llegasen a invadirnos tus flechas nos salvarían.

—¿Invadirnos?

—La Comunidad de Changó tiene enemigos, los hijos de Oggún —esclareció con voz solemne.

—No entiendo.

—Es porque aún desconocéis la historia. —Akeyht le bridó su brazo y ella lo aceptó—. Nuestros Dioses han sido enemigos desde el principio de los tiempos. Por fortuna, los hijos de Oggún desconocen nuestro paradero, así como nosotros el suyo. Ellos son seres llenos de rencor, nacidos del odio y el incesto. —Las palabras vilipendiaban a los hijos de Oggún.

—¿Ah, sí? ¿Y qué somos nosotros? —preguntó desafiante.

—Kahella, nosotros provenimos del fuego, somos hijos del fuego y el rayo. Nacimos del amor.

Guardó silencio y permitió que Akeyht la condujera por derroteros que nunca había recorrido.

—Oggún es un dios vacío que no alberga ningún sentimiento en su interior, prueba de ello son los ojos de sus vástagos: grises como el acero frio y presto a matar. Los hijos de Oggún han estado buscándonos, y hasta hacía unos años ninguno había tenido éxito.

El sacerdote la condujo hasta cámaras subterráneas, no hizo falta ninguna explicación para comprender que la estaba guiando a los calabozos.

—Como sacerdotes es nuestro deber mantener los ojos abiertos ante cualquier anomalía. Y por ello pudimos encontrar a la mujer Roja. Una guerrera del clan enemigo. Fue Soramk quién la vislumbró en los principios de la Comunidad.

—¿Soramk?

—No creo que lo conozcáis, es un sacerdote callado y sumido por completo en su mundo. Fue el mismo que os vio.

Akeyht no sabía el enorme favor que le acababa de hacer; el chico con el fuego en la mirada ahora tenía un nombre: Soramk.

El contento que experimentó solo podía equipararse al que una vez que, siendo niñas, Tian y ella habían salido por la noche a observar las estrellas con la esperanza de pedir deseos por cada figura que encontraran en las constelaciones. El fresco de la noche en su piel la hizo tiritar, mas la emoción de hacer algo prohibido y guardarlo en lo recóndito de su mente la mantenía expectante. Algo así se sentía en ese momento, algo así solo que mil veces intensificado.   

El sacerdote que la acompañaba se separó de ella para abrir un par de rejas, tomar una antorcha e indicarle que entrase. Obedeció.

Durante unos segundos estuvo atenta a cualquier movimiento, pero cuando Akeyht intuyó que nada pasaría si no hablaba, tomó voz.  

—Mostraos, Shyezai —ordenó el sacerdote oscuro.

Volvieron a pasar inquietantes momentos en los que se preguntó cómo sería la mujer que vería. ¿Tendría cuernos resaltando en el cabello rojo? O quizá las pupilas en sus ojos grises serían como las de un gato. ¡Tal vez inclusive tuviese los dedos palmeados!

Nada de eso, cuando la vio, una punzada de decepción pasó por ella.

Una mujer de cabello rojo brillante fue bañada por la luz del fuego, sus ojos grises la observaron con atención y, Kahella en ellos no descubrió maldad alguna.

Estuvo a punto de abogar por la mujer, que exceptuando la tonalidad de su mirar era tan igual a ella como cualquiera, pero decantó por callar. Desconocía las causas de su confinamiento.

—¿Qué te parezco, sacerdotisa? —cuestionó con la voz desafiante al tiempo en que se prensaba de los barrotes—. ¿Te asusta del color de mis ojos?

Akeyht azuzó el fuego para hacerla retroceder.

Los brazos de la mujer tenían innumerables cortes, y aunque su piel brillara por los bálsamos que los guardias le untaran, su aspecto se asemejaba al de un animal herido y famélico.

—¿Por qué no le dais un mejor trato? Este lugar es para un animal, ella es una persona. Demostrad que sois hijo de Changó, hijo del fuego y el amor, y dad cobijo a la impía.

—Kahella, en vuestro corazón todavía hay bondad. Pero eso es porque vuestros ojos aún no ven la maldad en la sangre de los hijos de Oggún. Ella es una hija guerrera. Cuando la encontramos costaron tres vidas de nuestro clan para someterla.

 »Es verdad que somos hijos del amor, pero no ostentamos de una ingenuidad tal como para arriesgar la vida de inocentes con el fin de proporcionar un mejor trato a quien ha demostrado no merecerlo. No puedo considerar siquiera vuestra propuesta.

—Y, si es tan peligrosa, ¿por qué no la matáis?

—Porque está conectada a su clan, si lo hiciéramos ellos lo sabrían y con facilidad nos encontrarían. La hechizaron con ese objetivo. 


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