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Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

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EINE KLEINE

―fragmentos de una vida―

IV

| PASADO |


«¿A dónde vas cuando te sientes solo?

¿A dónde vas cuando te sientes triste?

¿A dónde vas cuando te sientes solo?

Te seguiré…

Cuando las estrellas estén tristes».

(Ryan Adams, When The Stars Go Blue)

XXX

La pesadilla resulta horripilante por su similitud con la realidad.

Roy Mustang nada veía, negrura absoluta siendo todo lo que existía, ya que el recuerdo evocado no fue presenciado por el sentido de la vista sino por el de la audición, pero los sonidos que hacían eco en la oscuridad que lo rodeaba consiguieron aterrarlo de una manera sobrehumana; puede que hasta impensable tratándose de él.

A su alrededor, filtrándose de todas partes y de ningún lugar, Alphonse gritaba y suplicaba ayuda y lloraba y el terror en su voz erizaba la piel, arañando el alma de Roy, destripando su corazón, pues el ser que constituía su mundo entero se encontraba atrapado en un sitio de blancura y frialdad, de silencio y soledad, impoluto en su infinidad el hogar de La Verdad: el segundo lugar más cercano a ser el Infierno que Roy Mustang había pisado jamás, ¡y bien lo sabía, pues una inolvidable vez estuvo en él...!

Una vez. Pero Alphonse llevaba casi media década en su interior.

Alma y cuerpo se habían reencontrado de nuevo, sacrificio en pos de un brazo recuperado mediante y Alphonse estaba pagando el precio más alto.

¡Y cuán loco lo volvía! ¡Y cuántas injusticias negras pudrían este mundo desde las raíces, arruinando las vidas de aquellos que menos lo merecían!

Las víctimas no se podían calcular: fotografías familiares manchadas de sangre y una niña traicionada por su padre y extranjeros que ardían hasta convertirse en polvo arrojado al aire.

Sus propias manos estaban manchadas de un algo que por lo corrosivo jamás se borrará: genocida oculto tras un uniforme militar.

Y ante la imposibilidad de mirar, de encontrar algo concreto sin importar cuántas veces parpadeaba, lo único que le confirmaba su existencia era el deseo demencial de poder ayudar y proteger y aferrarse a Alphonse, a su cuerpo que, sin dudarlo, debía encontrarse frágil e indefenso y hecho de cristal, él la barrera entre Alphonse y cualquier ser que osase tocarlo, ¡pero no, maldita sea, no, no, no!

No.

Impotencia plantando besos crueles en su piel: todo lo que podía hacer era escucharlo gritar, pues en esta realidad de ensueño sus manos no existían y los guantes con los que creaba el fuego mortífero que con tantas vidas habían acabado se habían desintegrado en el aire y este tenía que ser su castigo por todo lo hecho en la guerra, en ese desierto desbordante de sangre y explosiones y muerte negra: sí, lo que obtienes a cambio, bastardo; escuchar a la otra mitad de su ser sufrir durante toda la eternidad, esa que sólo el intercambio equivalente es capaz de otorgar cuando aprisionaba a alguien en el interior de sus entrañas blancas.

Mientras, Alphonse gritaba y gritaba y gritaba, suplicante, quebrado, segundo a segundo más desesperado.

Roy estaba en el Infierno, aquel diseñado tan sólo para él, sin dudarlo.

La impotencia, en el pico de su desplegar, se enlazó con un frenesí animal; la cadena de acero que ambos elementos conformaban asfixiándole sin piedad.

¡Se iba a resquebrajar, enloquecería para después estallar y ya nada más iba a quedar!

Quedaba anhelar el morir atravesado por un millón de dagas frías, embadurnadas de veneno y tristeza, ¡porque si esto no acababa ya, porque si su papel se reduciría al de un simple testigo auditivo de la injusticia más grande de la historia, porque si era incapaz de detener el sufrimiento de Al...!

Existir no valía la pena.

¡Porque si a sus oídos llegaban tan sólo un grito má…!

Un latido se suscitó y sus ojos abiertos observaban un techo color amarillo pálido, gentil, reconfortante; Roy estaba tan sobresaltado que tardó unos instantes en comprender que no alucinaba con el color.

Miraba, al fin: ya no más oscuridad de pesadilla.

Ya no más azotes al corazón en forma de gritos de Alphonse.

Lo primero de lo que fue consciente era que sus ojos ardían abrasadoramente. Por supuesto no había llorado, pero a Roy poco le había faltado para ponerse a gritar de igual manera en medio del sueño: temblaba, además, como víctima del frío, quizás de aquel tipo de horror gélido que quedaba en la piel tras una pesadilla tan vívida.

Tan desgarradora.

El corazón le latía desbocado: todavía sufría ante lo que había experimentado en la inconsciencia.

Con el raciocinio de vuelta en su cabeza e ignorando por completo su propio estado, la pregunta más inevitable se formó, una que consiguió nublarlo todo: durante el tiempo que permaneció atrapado en ese maldito lugar, ¿cuánto y de qué formas había sufrido Alphonse en realidad? ¿Y tendría recuerdos algunos, acaso?

Roy no se imaginó siendo capaz de preguntárselo.

Acomodando su cabeza sobre la almohada en la que descansaba y todavía con la mirada clavada en el techo, se llevó una mano a la frente, sin sentirse sorprendido de encontrarla un tanto húmeda. Cerró los ojos con fuerza y deseó nunca (¡jamás!) volver a soñar con algo similar por lo que le quedaba de vida.

Pero oh, ¿no era ese tipo de sufrimiento las cosas que se merecía?

Rio amargamente.

Había despertado de golpe, al parecer: notó, al echar un vistazo a su alrededor, que todavía era de día, probablemente rozando las horas de la tarde por las tonalidades doradas, naranjas y rojizas que se apreciaban a través de las cortinas.

Miró el reloj que yacía en la pared más cercana: seis con cuarenta y ocho minutos de la tarde. Se había quedado dormido en el sofá de la sala, el más grande y de color verde champaña, luego de un día particularmente agotador en la oficina.

Y por fin notó lo más importante, aquello que ante sus ojos negros despedía un brillo propio: Alphonse, humano y real y de hermosura imposible de calcular estaba presente, sentado en el sofá y mirándole con fijeza. Éste no se molestó en disimular su preocupación: no obstante, Alphonse le sonrió. Roy volvió a sentirse humano al apreciarlo ante sí: con su presencia, Alphonse era capaz de darle solución a todo.

El silencio prevalecía, coronado únicamente por el sonido de las agujas del reloj anunciando el pasar incesante del tiempo, una quietud acogedora para ambos ya que se entendían a la perfección. Roy lo miró: le bastó para comprender que, aunque desconocía el contenido específico de la pesadilla, Alphonse empatizaba por completo con él.

Habiendo recuperado su cuerpo, incontables debían ser las ocasiones en las que Alphonse tuvo que pasar por lo mismo: habitar una realidad en la que sombras se materializaban bajo párpados en formas espantosas, con su difunta madre u hermano mayor como protagonistas de cosas innombrables. Roy se obligó a no pensar en ello, pues imaginarse a Alphonse sufriendo, en cualquier contexto, era más de lo que podía soportar.

― ¿Te encuentras bien? ―preguntó Alphonse en tono suave, suave, miel hecha un hilo de voz. Instantáneamente Roy se sintió abrumado por un agradecimiento inconmensurable: lo bendijo por no intentar indagar en lo que había visto (o más bien escuchado). Por lo menos no todavía.

Alphonse tomó una de sus manos: Mustang la estrechó de inmediato, enlazando sus dedos y mandando el mundo entero al carajo.

Empatía emanaba de Alphonse en forma de oleajes, dulce y tangible como el vibrar de cuerdas de instrumento musical, casi acariciando la piel de Roy. Alphonse aun le sonreía pero el gesto, por desgracia, no alcanzaba sus ojos. A Mustang lo hizo estremecer el verlo triste. A cambió, Roy decidió sonreírle con mucha más honestidad mientras acariciaba sus nudillos pausadamente, todavía recostado en la almohada que, supuso (y tuvo razón), Alphonse debió colocar debajo suyo para que estuviese más cómodo.

―No tienes que preocuparte por mí. Tan sólo retornaron a mí ciertas cosas, ciertos… sucesos del pasado no del todo lejano ―dijo Roy. Suspiró para después carraspear. Era vital recordar que estaba con Alphonse y nadie más: a su lado, todo estaba bien. Exponerse un poco no era algo que debía hacerlo vacilar y Roy bien lo sabía, pero...

Como leyendo lo que latía en su corazón, con una sonrisa centelleante en los labios, Alphonse dijo:

―Y tú no tienes que decirme nada a mí: todo lo que pido es que no olvides que estoy aquí.

Roy tragó saliva ante sus palabras: más perfecto, más gentil e ideal no podía ser. Dos granos más de perfección cayendo en su interior y Alphonse lo mataría de la manera más magnifica de todas. Roy se decidió: le sonrío y todo estuvo dicho. Así pues, Alphonse se dispuso a esperar, paciente, respetuoso, enternecido.

Orgulloso de la valentía de ese hombre que, de igual manera, su mundo entero era.

―Recordé… soñé, más bien ―continuó― con la vez en que te sacrificaste durante de la batalla que tuvimos contra ese maldito bastardo de Padre: cuando te entregaste entero a cambio del brazo de tu hermano, Alphonse.

El tiempo pareció detenerse, suspenderse, volverse nada ante el peso de aquellas palabras: significado que todo lo trasciende.

Mustang esperaba cualquier tipo de reacción menos la que ante sus ojos se desplegó: se encontró a sí mismo frente a un Alphonse que reía, ameno. Roy lo miró de una forma que no acostumbraba hacerlo, tan extrañado que ni supo qué decir. La risa que brotaba de sus labios de ensueño no le produjo el cosquilleo ni la paz acostumbrada.

Seguro estaba de que no era una risa de burla, pues era un sonido demasiado mágico para serlo, pero…

Entonces Alphonse suspiró, mirándole con ojos resplandecientes, conmovidos, tan sonrientes los ojos como la boca. Alphonse acercó una mano a su rostro y acarició con ternura insoportable mechones oscuros, apartándolos de su visión. Roy cerró los ojos de inmediato, serio, pero completamente dócil, vulnerable casi: feliz de poder serlo en sus manos.

Sentir el tacto de sus dedos, aquellos que todo lo reparaban, era la definición de la salvación. 

Alphonse por fin habló, voz por siempre melodiosa:

―Roy… No tienes porqué revivir esas cosas, ¿de acuerdo? Todo eso ya pasó. Todo fue como debió ser. Estamos bien ahora y eso es lo que importa ―Alphonse tomó una de las manos de Roy, guiándola hacia su propia mejilla, acunándola allí mientras no dejaba de sonreírle con dulzura: su forma de asegurarle que él estaba ahí en verdad. Roy le agradeció esto con la mirada, otorgándole caricias a su suave piel. Alphonse profirió una risa tenue―. Y si debo ser honesto, no lo pensaría dos veces si tuviera que hacerlo de nuevo: mi armadura estaba destrozada, no era mucho lo que podía hacer para pelear… y lo más importante era que debía proteger a mi hermano.

» Sabía muy bien que él era el único que podría salvarnos.

Roy ya había imaginado que Alphonse debía tener una opinión similar acerca de lo hecho en el apogeo de la batalla: pero esto no evitó que sintiera su corazón encogerse hasta casi desaparecer, como si oírle decir aquello fuese el equivalente a que Alphonse enterrase las manos en su pecho y le extrajera el corazón, jugueteando con él antes de exprimirlo despiadadamente.

Alphonse siempre, siempre, siempre estaría dispuesto a entregarlo todo por los demás… Y jamás esperaba algo, nada, a cambio, irónicamente tratándose de un alquimista.

Bastaba, no obstante, con rememorar todos esos años interminables en que una fuerza superior y maligna había privado al mundo del regalo que era su existencia física…

Cuánta injusticia.

Alphonse lo distrajo de lo que pensaba al acariciar sus pómulos con ambas manos, intentando tranquilizarlo, intentando llamar su atención. Roy lo miró: Alphonse lucía tan esplendoroso al mirarlo con el rostro ligeramente inclinado que sencillamente no parecía real.

Era lo más perfecto que existía en la actualidad, superando todo lo anterior a él así como lo que vendría después: definición de lo irrepetible. Un punto dorado que nació para nunca ser superado.

Ojos negros así lo veían.

A la realidad volvió con su voz:

― ¿Puedo preguntar por qué pensabas en eso? ―preguntó Alphonse.

Se miraban fijo el uno al otro: los ojos dorados reflexivos, curiosos, mientras que los negros rebozaban vehemencia, clavados en el punto máximo de inspiración: estar en esa posición, acostado, con Alphonse y su divinidad flotando encima de él mientras la luz solar resaltaba su corto cabello y ojos y cejas y piel, haciéndolo destellar como un (como su) astro, daba forma a una metáfora hecha realidad: sólo era cuestión de estirar la mano en dirección a ese ángel y estaría resguardado de la adversidad, de los últimos vestigios de esa terrible pesadilla.

―Quiero decir ―continuó Alphonse―: tú no pudiste verlo cuando ocurrió, tus recuerdos deben ser algo difusos. Tus ojos no… ―y se calló, apenado.

Para él tampoco era fácil recordar esa batalla por razones imposibles de calcular.

―Lo sé ―Mustang se enderezó al fin, sin romper en ningún momento el contacto visual; sin dejar de mirarle, Roy buscó su mano otra vez―. En el sueño no veía nada: tan sólo te escuchaba gritar.

Y aquello bastó para partir en dos la paz que gobernaba en su rostro: los párpados de Alphonse se abrieron de golpe. Luego, su ceño se frunció en una máscara de preocupación y en su boca se pintó un esbozo de puchero y los ojos perdieron su brillo natural.

Alphonse nada más anheló que poder protegerlo de las tinieblas que asechaban a su corazón: qué espantoso es lo que le cuenta. Y nada hay que pueda hacer en pos de que las mismas desaparezcan de él, de que dejen de nublarle la visión, persiguiéndole y apropiándose de su ser inclusive cuando sueña.

Incapaz de mirarlo, Alphonse negó repetidas veces, moviendo la cabeza de un lado al otro: respira profundo, tal como ha aprendido a hacer cuando se siente especialmente agobiado, resultando en que su sensibilidad tirita sin piedad, pero ni eso logra aliviarlo. Le resulta intolerable no poder ayudarlo.

Al final esboza una sonrisa, pero la misma es sombría, sin una pizca de la alegría habitual.

―No sé qué decirte. Lamento… ―se da cuenta, con la intensidad de un golpe, que no tenía la menor idea de qué decir: sencillamente nada parecía adecuado―. Eso fue hace mucho tiempo, Roy: muchos años pacíficos hemos vivido desde entonces. Y estar hoy contigo... es todo lo que necesito. Así que ya no te hagas daño, ¿sí? Te lo suplico.

» Tan sólo me... me duele que aún te persiga.

Se miran a los ojos ahora, cada uno sintiéndose desolado por algo distinto, pero que poseía la misma raíz: la inmensidad de lo que sienten el uno por el otro.

Y no había nada que hacer al respecto.

Ciertas cosas requieren tiempo, sanación, paz, para ser superadas de la mejor manera.

Entonces, en un impulso de aquellos que los dicta el corazón a ciegas, Roy tomó sus dos manos. Las miró: las amó demencialmente por estar ahí, ahí entre sus propias manos y no aprisionadas frente a una puerta, por ser sanas y perfectas, cálidas y suaves en lugar de desnutridas y débiles, manos de carne y sangre y nervios y no fríos guantes de gigante de acero. Las amó por ser parte del Alphonse que nunca debió dejar de ser.

Jamás le perdonará, a las supuestas deidades que puedan existir, todo aquello que hicieron pasar a Alphonse.

Se las llevó a los labios y besó las puntas de sus dedos, más devoción que sugerencia a intimar: Alphonse olvidó cómo respirar. Le pareció completamente injusto que aquel gesto, tan sublime, la escena central de un cuadro de perfección tuviese una atmósfera tan apesadumbrada a su alrededor.

―No, Alphonse… ―hablaba en susurros, como si desease que la palabras permanecieran sólo entre ellos dos a pesar de que se encontraban solos―. Yo lo lamento.

» Porque tú no merecías nada de eso…

―Tú tampoco ―se apresura en espetarle, en pos de recordarle que él tampoco está exento de cicatrices y pérdidas que le latirían siempre en el alma. Y es que al final, nadie en esta historia se libró de las mismas.

Nunca hay que olvidar, no.

Pero había que continuar, que pasar página a tanto dolor: porque sólo siguiendo su camino le harían honor a los que ya no están.

Y no dejan de mirarse a los ojos ni por un instante y al mirarse se lo dicen todo.

Juntos, el pasado detrás prevalecerá.

Última caricias otorgadas a su rostro y Alphonse se levanta. Sólo entonces, luego de las miradas compartidas, son capaces de sonreírse con honestidad: porque estaban juntos, lo iban a estar. Aquello es lo único que importa.

Juntos, hay paz.

―Vamos a la cama. Es temprano aún, pero nos haría bien el descansar en el lugar donde deberíamos estar: y si sientes que tienes más por decir, lo escucharé... ―dice, gentilmente, mientras se lo lleva de la mano cual niño perdido. La sonrisa que le ofrece por encima del hombro es un rayo de luz que perfora cualquier tipo de oscuridad.

Roy se deja guiar, silencioso: se dice que podría pasar el resto de sus días así, aquí, siempre que vaya de la mano con él.

La felicidad es agobiante, cálida, en su intensidad.

Alphonse medita un momento y luego, en un impulso infantil, agrega:

―Quizás Tama también quiera subirse con nosotros a la cama. Él es muy suave, después de todo y dicen que los animales lo curan todo…

―Te advierto que si el gato se sube, yo dormiré en el suelo.

Risas de ángel resuenan en todo el lugar antes de que Mustang lo abrace por detrás, esta vez auténticamente incitado por todo lo que aquel sonido le provoca deseos de hacerle al dueño de las mismas y haciéndole cosquillas en el cuello que hacen reír divinamente a Alphonse aún más.

Alphonse gira su rostro: sus labios se encuentran con naturalidad.

El pasado, sí, no podría estar más atrás.

Esto, y ninguna otra cosa, era la felicidad.

XXX

Notas finales:

♥♥♥ ¡MIL GRACIAS por leer! ♥♥♥


 


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