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Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

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Para Luni y Spock ]

EINE KLEINE

―fragmentos de una vida―

V

| TAMA |

«Cuando un hombre ama a los gatos, soy su amigo y camarada, sin más presentaciones».

(Mark Twain)

XXX

Ofuscado en su totalidad, Roy Mustang baja las escaleras con destino a su estudio ubicado en la planta baja.

Llevaba horas (sí, sin exageraciones) dándole vueltas a las cosas en busca de su pluma estilográfica, aquella revestida por incrustaciones de gemas y acero dorado, la que Alphonse le había obsequiado hace casi dos años al comenzar a vivir juntos. No sabía cómo, pero la vida útil del instrumento se había prolongado bastante y ésta era una de las muchas razones por las que, ante sus ojos, tenía un valor invaluable.

Pues bien, ¿dónde rayos la había dejado? ¿La había olvidado en su oficina en los cuarteles, acaso? Roy frunció el ceño: nunca se lo iba a perdonar si llegaba a perderla.

―Vivo en una casa de dos plantas, no en una maldita mansión...

Deteniéndose un momento al pie de las escaleras, Roy mira a su alrededor con las manos en las caderas. Suspira.

... Y, a decir verdad, con la pérdida de tan preciado objeto, con seguridad conseguiría darle la razón a Alphonse cuando el menor lo reprendía por las ocasiones en que era flojo y no ordenaba bien sus cosas. Ante el peso del pensamiento, ciertamente adquiría más motivación en su búsqueda.

Roy se encamina a través del pasillo que conduce a la sala de estar: se detiene ante el umbral al escuchar risas y el mundo interrumpe su girar cuando Roy lo ve a él, siempre a él, sentado en el suelo, vistiendo un pijama azul y consintiendo a Tama cerca de la chimenea con crepitante madera, dándole la espalda a la ventana lateral.

El día ha tocado su final hace horas, faltando pocos minutos para las diez y media de la noche. En el exterior está nevando, mientras que las cuatro paredes de su hogar encierran la calidez que protege a Roy como una coraza, a cada momento, a cada paso que da: está ahí, imposible de diluir incluso por el paso de las horas, desde el instante en que dedos perfectos le acarician para darle los buenos días.

El cansancio presente en sus facciones transmuta en una sonrisa: qué fácil es olvidarlo todo, dejarse llevar, cuando ante Alphonse está.

Y cuán afortunado era, de igual manera, pues toda la apatía y el gris y los espacios sin llenar forman ya parte del pasado: la habitación a la que no hay por qué retornar, la fortaleza de hielo, triste e incolora, habitada por nadie más que Roy Mustang.

Se queda sin aliento ante lo que en su mente se ha presentado: los recuerdos de Hughes diciéndole, entre tragos, que no podría seguir así por siempre. A veces, durante instantes de intensa introspección, Roy se lo pregunta: de poder verlo en la actualidad, de nunca haber perdido su tan vital presencia, ¿su amigo se sentiría feliz por él, por las decisiones tomadas con el corazón y por aquello que lo hacía feliz hoy?

Las comisuras de sus labios se curvan en una sonrisa cuando la respuesta, esa que nunca iba ni podría cambiar, no se demora ni un latido en hacer acto de aparición en su corazón.

Sí.

Un sí dulce y dorado, conmovedor. Honesto por completo.

Roy todavía tiene presente a la perfección la luz que se encendió en el rostro de Gracia cuando, luego de su gentil pero certera insistencia, le confesó cuál (quién, pudo leerle en los ojos verdes) era la razón de todas esas diminutas sonrisas que esbozaba últimamente. La paz en sus ojos, le dijo ella, no pasaba desapercibida para aquellos que más lo conocían.

Roy continúa observándolo, absorto, un brazo apoyado contra el umbral y es que no había forma que hacer algo más que devorarlo entero desde la distancia. Alphonse, sentando con sus piernas adorablemente cruzadas, ríe al mimar al animal: acuna a Tama contra su pecho, jugando con sus suaves patitas, frotando su nariz contra la del animal y luego acariciándolo en medio de las orejas hasta llevar sus finos dedos a través de todo el largo de su pequeña columna. Alphonse siempre decía que, en este mundo, no había quien se resistiera al encanto de Tama. Mustang, inclusive desde su lugar a considerables metros de distancia, es capaz de escuchar al gato ronronear con gusto, frotándose contra Alphonse con posesividad.

Posesividad, sí, algo que tanto él como Tama tenían en común cuando de Alphonse se trataba.

El menor no deja de jugar con el animal y Roy lo sabe verdad más que cualquiera: la paz, la ternura, el casi delirio en su rostro lo gritaban. Poder sentirlo todo, poder sentir la suavidad de su mascota entre sus dedos, las vibraciones apacibles que Tama producía al ronronear contra su pecho, la caricia de sus bigotitos en las puntas de sus dedos, oh, debían sentirse como la cosa más dulce del universo para él.

La razón tras el disfrutar de todas estas sensaciones no era, en lo absoluto, algo que dar por sentado: Alphonse jamás le otorgaba importancia a todo aquello que había atravesado.

Y luce tan bello, en este y en todos los momentos...

La belleza de Alphonse era desmesurada, imposible de resumirse en una sola frase: delicada como la caricia de una pluma a su mejilla, pero tan imponente que conseguía estremecerle desde las raíces. Y observarlo sería por siempre una de sus aficiones favoritas.

Y Roy siente que caerá de rodillas ante él si Alphonse continua riéndose así.

Enfoca, entonces, su atención en Tama. Tama: una criatura poseedora de buena salud, el peso recomendado y muy (tal vez demasiado) enérgica, que goza cada instante en que está en manos de su dueño. Sin ningún motivo en especial, Roy se encuentra a sí mismo recordando cómo llegó a casa, en qué estado: el gato tricolor apareció en sus vidas un par de días antes de que se cumplieran tres meses, más o menos, de convivencia entre ambos.

En el medio de un fin de semana que había sido particularmente lluvioso, Alphonse, empapado, lo trajo en brazos una mañana en que regresaba de devolver unos libros a la biblioteca. Envuelto en su abrigo color crema luego de encontrarlo en un callejón, el gato estaba en estado de desnutrición y sin lugar a dudas habiendo atravesado abusos recientemente: su escaso pelaje, blanco y con manchitas color café y anaranjado, estaba manchado de sangre.

Ni siquiera Mustang pudo contener un estremecimiento al ver que al animal, escuálido, tan pequeño que cabía en tus dos manos, le faltaba un ojo. En su lugar se exhibía una grotesca, rojiza cuenca vacía que, menos mal, ya había cicatrizado lo suficiente para no poner al animal en peligro.

Cuando Roy le sugirió, con la única intención de evitar que pensase lo peor, que el gatito pudo haber sufrido un accidente, Alphonse le dijo que no:

―Lo que llamó mi atención fue que, casi por accidente, miré una rama manchada de sangre en medio del callejón... Y lo encontré a él cubierto por un pedazo de cartón, arrimado contra la pared ―contó. Alphonse tragó saliva―. Roy, lo... lo lastimaron como si fuese un ser que no siente dolor. ¿Qué clase de personas serían capaces de... de hacerle algo como esto y después abandonarle? ―musitó, más para sí mismo y calló ante el repentino temblar de sus labios. Cómo le costaba contenerse siendo alguien que tanto, que todo, lo siente rebotar en la superficie del corazón.

El cuadro de su rostro compungido, para Roy, se vuelve un equivalente a una puñalada propinada a la parte más blanda, una que lo hace respingar de manera física.

Aquello que tiene la culpa del estado de Alphonse es innegable: los malos actos perpetrados por seres sin humanidad alguna. Para saberlo verdad no hacía falta ser tan sobrenaturalmente bondadoso, empático, maravilloso como lo es Alphonse, pues aquellos con auténtica empatía en el pecho jamás disfrutarían haciendo algo de esta naturaleza a los indefensos, pertenecen al tipo de seres que no eran dignos ni de rozar a Alphonse por las calles.

Alphonse era (sería siempre) superior a todos ellos en conjunto.

Procurando no hacerlo notar, Mustang aprieta sus manos en puños enardecidos: sus bellísimos ojos dorados están húmedos y clavados en el suelo. Alphonse acunaba con delicadeza al gatito, que tirita con debilidad, en un intento por darle calor antes de alimentarlo con un poco de leche que pidió a Roy calentar nomás entró a la casa.

Con todo y la sensibilidad que cargaba a flor de piel, en su mirada ambarina había determinación en pos de cuidarle y Alphonse sonrió ante la recompensa que recibió: a pesar de todo lo que el gatito debió atravesar, abusos impronunciables que en los animales dejan como consecuencia el recelo, bebió de inmediato la leche con la que Alphonse lo alimentó por medio de un cuentagotas. Alphonse le susurraba palabras que derretirían a cualquiera.

De Roy nació el hacerle compañía mientras cuidaba al animal, mezcla de solidaridad con Alphonse y mezcla de franca curiosidad por observar el cuadro que conformaba esa escena, casi de esencia maternal.

Para saberlo, tan sólo necesitó ver los destellos que sus ojos despedían y la sonrisa que, al nacer en sus labios, lo iluminó todo en la habitación cuando el gatito le exigió más leche por medio de maullidos. Así pues, Roy preguntó lo obvio, sentados los dos (tres contando al nuevo huésped felino) frente al comedor de la cocina:

― ¿Qué nombre le pondrás?

Alphonse alzó la cabeza, sus ojos mutando a abiertos y anonadados, como a quien sorprenden en el medio de una travesura. No tardó en sonrojarse y Mustang contuvo la risotada.

―Yo no… N-No he dicho que planee quedármelo.

El mayor le sonrió con suficiencia: qué adorable lucía al intentar negar lo evidente.

―Deberías ver la forma en que tus ojos brillan, Alphonse. No existe manera de que lo dejes ir y francamente no siento la iniciativa de separarlos a los dos: y tú te enamoraste de él en cuanto notaste que estaba sangrando. Todo conspira a tu favor, ¿ves?

Con un tenue sonrojo en las mejillas, Alphonse volvió a observarlo, casi pensativamente: sobre la superficie de la mesa, el gatito se alimentaba con viveza. Alphonse lo acarició tiernamente.

―Tama ―dijo sin más.

― ¿Tama, dijiste? Suena… exótico.

Alphonse sonrió, aunque no por el comentario de Roy. Lo meditó unos instantes: sonriendo, se decidió al comprender que no existían motivos que debieran frenarle de exponer el corazón. No ante Roy. Con una marcada, casi infantil emoción confesó sin más la razón tras aquel nombre, sin despegar la mirada del gatito:

―Una vez, al volver de uno de sus viajes, papá trajo a casa un libro de cuentos para mí, con la intención de que leyera algo más afine a mi edad y no sólo libros de alquimia: creo que se perdió cuando nos fuimos de Rizenbul. Me habría encantado conservarlo…

» Por desgracia, olvidé por completo cómo se llamaba, aunque recuerdo vagamente que hacía alusión a la criatura que aparecía en su portada.

» Jamás le pregunté a mi hermano acerca de ese libro: a Edward, historias de ese tipo le parecían tonteras a las que nunca les dignó su atención, no cuando podía dedicar su tiempo a aprender sobre cosas más importantes como ciencias u medicina o inclusive cálculo. No serviría de nada hacerlo.

» El libro era precioso y la palabra no alcanza a describirlo, Roy. Cada aspecto era mágico: en la portada, aparecía un larguísimo dragón de escamas verdes rodeado por unas gemas bellísimas, que captaron mi atención desde el primer momento en que papá me lo entregó. Era la ilustración más hermosa que he visto en mi vida y de niño pasaba horas enteras admirándola.

» Nunca podré entender muy bien por qué me fascinaba tanto, por qué me hacía sonreír, pero así era. Esas gemas resplandecientes que eran tan vitales en la historia, ese dragón cuyo nombre no recuerdo y que te observaba con sus ojos rojos desde la portada: nunca conocí un tipo de magia más real. El libro me daba paz, me hacía sentir feliz, aunque nunca hubo una razón específica.

» Pues bien, el mismo narraba diversas aventuras que se desarrollaban en un mundo un tanto extraño: ridículamente avanzado en tecnología y mecánica pero con animales que hablaban, peleadores de artes marciales y criaturas mitológicas como dragones, ¡seres del espacio incluso! El autor era un hombre con muchísima imaginación. Y siempre me lo imaginé como una persona muy buena.

» Una de aquellas historias, la que era mi favorita de todas, era la del brillante científico que había creado la mayoría de esos inventos: vehículos voladores, autos de diseño cilíndrico, diminutas cápsulas en las que podías almacenar cualquier cosa que te puedas imaginar y radares tecnológicos que funcionaban rastreando ondas específicas. Todas esas cosas que, por desgracia, no tenemos. ¡Todo inventado por él! Era el hombre más brillante de ese mundo sin dudarlo.

Alphonse, repentinamente, se interrumpe un momento: pero el silencio que predomina en la cocina es de naturaleza dulce, arrulladora. Alphonse sonreía con esplendor, sus ojos brillaban de inconfundible nostalgia y Mustang no podía más que escucharlo con atención, que observarlo encandilado, sumergido en un respetuoso silencio. Se promete guardárselo en secreto: más allá de lo interesante (y extravagante) de la trama, más allá de lo entretenido que resulta escucharle, Roy se siente conmovido, aliviado como nunca lo hubiera pensado, al enterarse de que Alphonse conservaba un cúmulo intocable de buenos recuerdos de su tan atormentada infancia. Entre los recuerdos de cosas perdidas y errores con terribles consecuencias, rememorar dragones místicos y tenaces guerreros representaba un refugio al que nada ni nadie podrán adentrarse jamás.

Roy le debía mucho, demasiado, a un hombre que nunca conocería: en definitiva en todo el mundo no existía (no existirá) magia equiparable a la de los libros e historias.

―Me temo que también olvidé su nombre ―continuó Alphonse, atrayendo su atención una vez más: al mirarlo, con sus ojos de oro brillando de tranquilidad, Roy se dijo que lo único en este mundo que era igual de hermoso que el rostro de Alphonse era la voz de éste. Verlo mataba y te hacía renacer. Alphonse acariciaba el lomo del gatito, que dormitaba en sus brazos luego de terminar de comer. Finalmente estableció contacto visual con Roy―. Pero este científico era, digamos, un hombre un tanto extraño, bastante introvertido a ratos, pero muy noble. A pesar de tener una mente privilegiada y ser multimillonario como ningún otro adoraba a los animales y sonreía todo el tiempo y era amigable contigo. Era un hombre en paz.

» De niño... me encariñé muchísimo con él. Por eso lo recuerdo especialmente, a pesar de que todos los personajes eran maravillosos, de esos que te marcan y nunca puedes olvidar.

» Él, el científico, me recordaba a mi padre: igual de inteligente, con todo y esa bondad escondida que siempre le sentí detrás de la seriedad y de lo distante que era con cualquiera que no fuese mamá.

» El caso es que este científico tenía un gato mascota, pequeño y negro y muy bonito, que se la vivía posado en su hombro y respondiendo con maullidos a todo lo que su dueño le decía, porque sí: el hombre hablaba con su mascota todo el tiempo. Era del tipo de cosas que lo volvían alguien tan entrañable en su peculiaridad.

» El nombre del gatito era Tama.

» Me prometí que, cuando tuviese una mascota propia, iba a llamarla así: era mi forma de hacerle homenaje a ese libro y a todo lo que sus personajes me dieron. Me prometí que la colgaría de mi propio hombro mientras leía con mi hermano, para que nos hiciera compañía por mucho que Edward se fuese a quejar de él: pero mamá me dijo que sólo podría tener una mascota cuando fuese mayor.

» Después… no fue posible.

» Sabes que extraño mucho a Den y... me gustaría mucho poder concretar ese anhelo de la infancia ahora.

» Ahora: cuando ya tengo la oportunidad.

Alphonse lo miraba con la entrega propia de quien ve al único habitante de la Tierra, lo miraba no con la esperanza de que sus palabras lo hubiesen conmovido de alguna manera, tampoco con la timidez que, quizás, el haber contado esa íntima historia podría haber suscitado en su persona. Sus ojos soleados derramaban sentires tan intensos que, de ser pronunciados, lo estremecerían todo a su paso. Alphonse lo miraba y le sonreía con sencillez, con transparencia, dulcemente: sin pedir nada a cambio. Agradeciéndole por escuchar.

La aseguración de amor yace en los más discretos, quedos, limitados actos de los que somos capaces los humanos.

―Ya veo ―dijo Mustang, su voz un ejemplo perfecto de formalidad, aunque sí correspondía a la sonrisa de Alphonse. Se mantuvo impasible como en cada ocasión de su vida, a pesar de que su pecho se alzaba ante la potencia rítmica de sus latidos: si su corazón llegase a escapar de su pecho, Roy sabía a la perfección en las manos de quién acabaría―. Estoy de acuerdo: ya llegó el momento en que puedes permitírtelo ―en el exterior, Roy se limitaba a mirarle y mirarle y mirarle. Dentro de su ser, oh, todo eran explosiones delirantes y de colores en cambio constante. Todo era inspiración producto del más estremecedor amor. Sus labios se abrieron para pronunciar dos sencillas palabras―: Tama será.

La sonrisa de Alphonse cayó, apresurándose en agregar:

―Solamente si no representa un problema tenerlo aquí, Roy. No quiero molestarte, recién estamos empezando a... convivir ―Roy eligió ese momento para estirar una mano por encima de la mesa, aferrándose a una de Alphonse: una aseguración gentil. Roy sonrió al verlo tranquilizarse y, con más seguridad, Alphonse continuó―. Yo podría intentar buscarle un hogar con alguno de los niños que viven cerca de aquí, en verdad. Estoy seguro de que les encantaría tenerlo. Es precioso...

Con su mano libre, Alphonse acariciaba apenas a la criatura, procurando no despertarle. Merecía descansar luego del infierno que seguramente había tenido que atravesar. Ojos dorados lo miraban con una ternura que sería capaz de derretir cualquier corazón humano.

Roy, por su parte, no vaciló un instante.

―Tú lo quieres, Alphonse: quieres cuidarlo, tenerlo contigo. Yo no tengo problema al respecto.

» No si tú eres feliz con ello.

Silencio y ojos dorados que, a causa de la impresión, lucen paralizados: entonces las palabras se vuelven innecesarias cuando Alphonse le dirige una sonrisa que amenaza con dejarlo ciego por la luz que desprendía y Mustang ríe de buena gana. Nada más hizo falta.

Qué sencillo era todo cuando dos corazones estaban conectados el uno al otro.

Ese mismo día, cuando ya ha anochecido, Roy observa a Alphonse, echado éste en el sofá, acariciando a la nueva mascota de la casa y siendo ajeno a todo lo demás. Alphonse tararea, sus ojos están entrecerrados y hay sonrisa deslumbrante en sus labios de tentación.

Alphonse está tan en paz como el hombre de las historias de su infancia, aquel que no olvidará jamás.

Roy comprende que es capaz de compartir techo con la criatura si, al hacerlo, podía deleitarse con la felicidad de Alphonse, con su sonrisa sincera y sus ojos tranquilos al avistar a Tama. Su mayor secreto, aquel del que Alphonse no sospechaba siquiera, era que haría todo lo que a su alcance estuviera en nombre del ángel que lo había salvado de abismos sin profundidad.

Sus ojos se desvían a Tama, envuelto en unas suaves mantas azules y blancas. Terminada su leche, duerme pacíficamente. Tama se acurruca contra el cálido pecho de Alphonse, como sabiendo que ahí nada podrá lastimarlo.

Abruptamente, Roy siente un brote de empatía en el pecho y no puede evitar sorprenderse al descubrirlo: que en su corazón la realidad es que hace esto por los dos, por Alphonse y por una criatura que merece un hogar luego de conocer el peor lado de un alguien sin rostro.

Así era y nada más que sonreír queda.

Al presente ha retornado y su sonrisa se mantiene, mientras que Alphonse continúa mimando a Tama: ante la imagen del fuego de la chimenea dándole fulgor a la piel de Alphonse, la brillantez imposible de emular por alguien más de sus ojos y la calidez que reina en la habitación, invitándole a ingresar y no salir jamás, Roy sabe que el paraíso es una realidad.

Existía, también, la probabilidad de que estaba siendo injusto consigo mismo al sentirlo tan fervientemente como verdad y, en realidad, no dudaba que Alphonse protestaría si lo escuchase decir semejante locura, pero Roy no puede evitarlo: y es que siente que Alphonse lo ha… ¿ablandado, contagiado parte de su desmesurada empatía, acaso? Para él no existe forma de saberlo.

No cree que exista medio alguno de expresar qué significa, qué encierra en sí el compartir una vida al lado de Alphonse Elric: el dorado y ningún otro color siendo lo primero que mira al despertar por la mañana, sus abundantes pestañas rozando, delicadamente, sus pómulos mientras cocinaba, el cuadro de su cabello encendido a la luz de un día que muere, su voz que convertía cada conversación en un concierto. La tranquilidad estallando, apropiándose de todo, cada vez que se miraban a los ojos.

Era imposible, en verdad, definir lo que era tener tan cerca de sí a alguien que era más una obra de arte que un mortal.

Roy se volvía más humano cada que Alphonse lo tocaba, Alphonse derretía a todos los demonios que en el pasado habían rasguñado las paredes de su interior con el calor de sus manos: las plumas que volaban libres de sus alas, provocándole cosquillas a sus cicatrices.

Todo lo que se encontraba cerca de Alphonse se purificaba, incluyéndole, aunque nunca se lo dirá. No se cree capaz de poder expresarlo sin acabar derrumbándose antes de terminar de hablar.

Roy sonríe más, si es que semejante acto es posible: ¿y cómo olvidarlo? Pues muchas veces, en aquellas noches plagadas de pesadillas como un campo de guerra repleto de minas, es el propio y precioso Tama quien se sube a la cama sin ser llamado y se acurruca a su lado, casi como si lo supiera el momento adecuado, otorgándole ese calor que sólo los animales saben dar en los momentos necesitados.

Los gatos eran criaturas especiales, sumamente divinas y hermosas en todos los sentidos posibles, sin dudarlo: a veces, sabían estar ahí muchísimo más que algunos humanos, los y las que no eran más que unos sin-ojos que sólo sabían dañar, manipular, atormentar.

Y qué felicidad siente cuando mira la máxima prueba de su recuperación, lo que más demuestra que el pasado atrás está: el pulcro pelaje blanco que cubre el lado izquierdo del rostro de Tama, sin rastro alguno de la cicatriz que yace debajo, el sitio que Alphonse adora acariciar con dedos devotos y besar con labios de seda.

¿Cómo es que su vida pasó de monocroma a tornasol?

Ojos dorados elevan la vista y se encuentran con los suyos, aquellos de color oscuro, que desde hace rato lo han estado observando. El cuerpo entero de Alphonse parece sacudirse por una descarga de energía, similar a la forma en que el corazón de Roy se ha paralizado para después continuar con su latir acostumbrado.

― ¡Ah, hola! No te sentí ahí ―lo saluda Alphonse.

Tama, sentado en el hueco que se crea en medio de sus piernas cruzadas, maúlla en dirección a Mustang y Alphonse ríe como niño cuando el gato restriega su cabecita blanca contra su estómago con insistencia. Para Alphonse, el gesto es una preciosidad, pero Roy reconoce lo que significa en realidad: vete, humano mayor. Él está jugando conmigo. Mustang sonríe sin poder evitarlo.

El cielo sabe que aquellas son palabras que él mismo ha deseado espetarle al gato.

―Ven ―exclama Alphonse. Extiende una mano, perfecta cual mármol tallado, en su dirección y el corazón de Mustang da un brinco estrepitoso. Lo mira: sus ojos dorados son gemas que brillan, que desbordan tranquilidad y que lo están llamando―. Acompáñanos: acá está más cálido.

Alphonse corona sus palabras con una sonrisa que es capaz de evaporar años enteros de sufrimiento: ceder ante su magnetismo es un placer, es todo lo que necesita para sentirse vivo, para sentirse él otra vez y la felicidad es tanta que se respira y humedece la vista.

Todo valió la pena si hasta el día de hoy lo guio, se dice Roy.

Cruza lentamente la habitación: Roy se vuelve parte de un cielo que es tan azul como dorado. Antes de sentarse en un sofá unipersonal al lado del lugar donde Alphonse está sentado en el suelo, próximo a la chimenea, el menor introduce una mano en el práctico bolsillo derecho de su pijama, sonrisita infantil en el rostro. Ante esa expresión que tanto conoce, Roy se pregunta si se perdió de algo.

―Y toma: estaba debajo de tu escritorio, tontito. La encontré mientras limpiaba tu estudio esta mañana ―la célebre pluma estilográfica verde con detalles dorados está en su mano.

Roy abre la boca con intención de decir algo, falla, la cierra y la abre de nuevo, ciertamente indignado. Su mirada viaja del dorado de la pluma, que despide brillo bajo la luz amarillenta de la sala, para posarse en el color de los ojos de Alphonse, aquel que tiene luz propia.

― ¿Sabías que la estaba buscando? ―Roy ahora está sentado en el sofá para una sola persona tapizado de verde, mirándolo con cómica desconfianza. Toma la pluma y prosigue a juguetear con la misma dándole vueltas, distraídamente, o al menos aparentándolo. Luego la guarda en el bolsillo de su pantalón oscuro. Apoya entonces su quijada sobre un puño cerrado, mirando a través del ventanal el cómo los copos de nieve caen del cielo, creando un hermoso contraste con la noche―. ¿Qué, acaso también lees la mente?

Alphonse ríe, limitándose a observarlo y sin pronunciar palabra. Hay, en su mirada, un sincero amor latiendo: porque Roy luce dañinamente atractivo, formidable, con sus ojos color noche y su cabello impecable al hacer algo tan mundano como observar una ventana y, tras su voz, Alphonse lo encuentra. La tranquilidad yace oculta tras sus cuerdas vocales.

Era una realidad: Roy Mustang es feliz en la actualidad.

Alphonse no puede evitar tragar saliva ante la emoción y en el borde de sus ojos las lágrimas oscilan como bailarinas: y es que la felicidad de Roy Mustang es algo que él había anhelado en secreto, desde la distancia, oh, por tanto tiempo...

Que aquel que ha amado desde la infancia sienta, al fin, el color en su vida luego de tanto sinsentido gris: su definición personal de justicia.

Alphonse, por supuesto, en ningún momento ha dejado de sonreír.

Roy lo escucha moverse y, cuando quiere darse cuenta, labios que enloquecen por su suavidad depositan un beso en su mejilla. Gira su rostro con lentitud, con sensualidad y con todas las intenciones de responder el beso pero Alphonse se separa de él: da un respingo cuando éste apoya la cabeza sobre sus rodillas, enfocando sus ojos hacia el extremo opuesto de la sala, pero en seguida Roy se siente deleitado por ello. En más sentidos de los que es capaz de enumerar.

El tiempo parece detenerse, o tal vez no, o sólo ellos dos lo sienten así. Suspiran al mismo tiempo y son: una melodía hecha de oxígeno, paz y verdad.

Felicidad que humedece la visión.

Alphonse ha dejado a Tama en el suelo y el gato se escurre hasta el lugar en el que Roy estuvo de pie con anterioridad: observa con su gran y único ojo color verde salvaje a sus dueños, mientras su colita serpentea detrás de él. Alphonse lo observa de vuelta, sonriente, su cabeza recostada sobre la unión de las rodillas de Roy.

Sumergidos en un encantador silencio, Roy aprovecha la cercanía para observar el perfil de su rostro, especialmente interesado en sus pestañas y sus labios que, en conjunto, no pueden lucir más exquisitos, más hermosos y artísticos y superiores a todo lo demás que se ha creado y las manos le hormiguean por tocarlo…

Se decide, entonces, por sólo acariciar la insoportable suavidad de su mejilla con un dedo que intenta no temblar demasiado. Los ojos de Alphonse se desvían a él, agradecidos.

―Gracias ―le susurra Alphonse, para luego cerrar sus ojos y disfrutar a plenitud su toque. Mustang no tiene oportunidad de preguntarle a qué se refiere, intuyendo que no le está agradeciendo las caricias, cuando Alphonse ya ha vuelto a hablar, abrazando sus piernas como un niño que se aferra a su madre―. Gracias: por hacerme tan feliz.

» Gracias a Tama y a ti.

Roy nada dice: lo acaricia más, más, más, sin detenerse a pensar en que pueda existir algo más que Alphonse debajo de su propio cuerpo, hasta que sus dedos derivan de su mejilla a su cuello, a su pecho, a su vientre y después a tierras más profundas y sagradas, allí debajo del pijama que Alphonse usa: en su piel desnuda es donde reside su hogar y todo lo que alguna vez va a necesitar.

La única manera de expresar con fidelidad aquello que late en su pecho y en su alma y en todas las extremidades de su cuerpo sólo puede expresarse con el rozar de pieles, no con párrafos y poesía descarada: Roy se decide a pintar la totalidad de la cama con colores apasionados, a escribir versos en las sábanas blancas, de la mano con Alphonse hasta que ya no puedan más, hasta el final.

¿Qué más?

Al final, Tama bosteza, estirándose cuan perfecto es, justo como todos los felinos existentes, tanto aquellos que prevalecen a nuestro lado en las noches más crueles como los que ya no están (y que nunca se dejarán de extrañar), retirándose con gracia ceremonial al lugar de la casa, que varía en cada ocasión, donde elija echarse a dormitar.

Para él, tampoco puede haber nada mejor que esto, que ellos cuidándole todos los días, tardes y noches del modo en que aquellos que le marcaron no supieron hacerlo.

XXX

Notas finales:

¡Gracias por leer! :')


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