Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

[Reviews - 8]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

EINE KLEINE

―fragmentos de una vida―

VII

| EN EL BAÑO |

"Can I just stay here? Spend the rest of my days here?"

(Bruno Mars, Locked Out of Heaven)

XXX

Despierta: lo primero que ve esa mañana es el azul del cielo a través de la ventana. Somnoliento, Roy se dirige al baño con propósito de desperezarse un poco, pensando en que Alphonse debía estar abajo desayunando con Tama al no encontrarlo a su lado en la cama (el menor siempre fue el más madrugador de los dos, para sorpresa de nadie. En cuanto a Tama, el animal siempre seguía a Alphonse a donde quiera que éste fuera). Ya en el lavabo, Roy observa su reflejo en el espejo del tocador, incapaz de frenar un bostezo. Y en cuanto acaba de lavarse los dientes recibe un susto mañanero para el que, siendo honestos, no estaba preparado aun cuando las palabras son formuladas por una voz deliciosamente tranquila, de la que nunca tiene suficiente.

― ¡Buenos días! ―profiere Alphonse con alegría. Su voz proviene de atrás y la respuesta de Roy es voltear con brusquedad, con los ojos cómicamente abiertos y un esbozo de mueca en los labios. Bueno, ahora estaba despierto por completo. Alphonse suelta una risita encantadora.

―Buenos días, Alphonse: me asustaste. Aunque por la forma en que ríes me supongo que ya debes saberlo ―se cruza de brazos mientras se apoya contra el lavamanos, encarándolo así.

Alphonse le sonríe, entre divertido y conmovido.

―Lo lamento ―dice y al menos hay honestidad en su voz―. Pensé que ya me habías notado.

Y, ciertamente, Roy debió hacerlo. Estaban ambos en el baño, no ha cinco habitaciones de distancia, ¿cómo carajos...?

Roy se apresura a auto-defenderse al analizar más la situación. Y es que a pesar del diseño relativamente sencillo de su hogar, siempre encontró bastante beneficioso el concepto abierto, casi futurista para la clase media, del único baño de la casa: abarcaba el espacio de una habitación y media, dando como resultado la cualidad de que tenía tanto bañera (ubicada contra la pared derecha, casi enfrente de la ventana) como ducha (en el rincón izquierdo). Volvía más verídico el que no notase a Alphonse en un primer momento, dado su estado adormilado. O por lo menos un poco.

Roy nota entonces la maravillosa imagen que se despliega frente a sus ojos: agradece con vehemencia el haber llegado justo a tiempo para encontrarlo en la bañera, pues el cuadro de Alphonse, con su piel ligeramente húmeda, no tiene comparación alguna. Entonces, sin dejar de sonreír, Alphonse voltea sobre sí mismo, dándole la espalda a Mustang, permitiéndole que siga con sus propios asuntos. Concentrado en el lento mojar de su cuerpo, está haciendo una de las cosas que Roy, secretamente, más adoraba de él.

Alphonse tararea, dándole una gracia sin igual a melodía que por sí misma nunca tendría:

Dan, dan, ta, rara, rara, ra, rara...

Lentamente, Roy sonríe, pero más que hacerlo con los labios lo hace con el corazón. Ladeando un poco la cabeza y cruzado de brazos, sus ojos negros divagan por su cuello y espalda carentes de ropa, los mismos de contornos suaves, gráciles, pero innegablemente masculinos, húmedos apenas: una vista más hermosa, más hechizante, que la ofrecida por la ventana.

Un silencio sin una pizca de incomodidad cae, los envuelve con ternura y la presencia del otro es magia que resplandece en lo oscuro.

Acuna.

A los pocos minutos, Alphonse, quien parece no notar la intensa mirada sobre él, levanta sus manos de lo profundo del agua, ademán que Roy reconoce como el estar a punto de llevar las mismas a su cabello, quizás para lavarlo. Roy observa, embelesado, cómo las desordenadas hebras de oro de su cabellera resplandecen con más intensidad en contraste con los azulejos blancos del baño. Años han pasado, pero Alphonse todavía consigue acelerar sus latidos con el más sencillo de los actos. Entonces un impulso, ciertamente atrevido, pellizca la piel del mayor rogando por ser realizado. Naturalmente, no se resiste a lo que el mismo le susurra (ni a un Alphonse desnudo en su presencia, por supuesto).

Los ojos de Alphonse están cerrados, sin dejar de tararear esa bonita canción que habla de cosas que al corazón encantan. De repente, se estremece apenas al sentir un suspiro contra la tan sensible piel de su cuello, así como unas manos fuertes otorgándole caricias circulares a sus hombros. Voltea y su nariz casi acaricia la de Mustang, quien está acuclillado detrás de él.

Por unos instantes, no hay palabras ni movilidad, como si la humanidad entera hubiese callado y el planeta detenido su girar. Lo único tangible y verdadero es que dos corazones aumentan el vigor de su pálpito.

Sin poder evitarlo, el rubor se apropia de las mejillas de Alphonse ante el notable hecho de encontrarse desnudo bajo las burbujas de jabón que pueblan la superficie del agua. Mustang le sonríe con sinceridad, con una ternura difícil de detectar. Alphonse, lentamente, le devuelve el gesto.

Se lo dicen todo con menos que nada.

― ¿Me concedes el honor de ayudarte? ―dice Roy sin dejar de mirarle, sin dejar de dedicarle la sonrisa que sólo a Alphonse pertenece. Toma un poco de agua entre sus manos y moja sutilmente su cabello soleado, que casi irradia gracias a la luz que entra por la ventana. Alphonse ríe ante el escalofrío que la misma le provoca al caer sobre sus hombros, pero se le hace difícil contestar si Roy está tan cerca de él. Es difícil, es casi imposible de hacer, ante todo, encontrándose tan indefenso a causa de su desnudez.

―Por favor ―susurra con una dulzura que, ah, estremece hasta dejar a uno al borde de la locura. El pasional color en sus mejillas y la curva, perfecta y gentil, de su sonrisa le quitan el aliento a Roy. No hay un sólo defecto en Alphonse, pues su perfección abarca tanto fuera como dentro de su ser.

Viéndole todavía más, Mustang lo decide: es en la mañana cuando sus ojos ostentan más belleza, pues la luz amarillenta de un sol que aún no ha decidido salir impacta contra ellos, haciéndole justicia a su irreal color. Y Roy se hunde, se zambulle, cayendo de espaldas en ríos dorados y en arenales ardientes, pero que no le lastiman. Finalmente, con el corazón bombeando cosas inexpresables, comienza su labor. Casi con ceremonia, vierte un poco de acondicionar, curiosamente también de color dorado chispeante, en sus manos.

El silencio que de nuevo desciende sobre ellos es tan apacible, tanto, provoca el deseo de tomarse en manos, de mantenerlo resguardado y no permitir que sea perturbado.

Nace el deseo de adorarlo como al más valioso de los tesoros, cual anillo de promesa de amor eterno en el dedo.

No obstante, es Roy quien sonriendo amenamente decide romperlo, aunque a sabiendas de lo que provocará con lo dicho (comentándolo adrede, tiene que admitirse). A veces era divertido picar a Alphonse, hacerlo sonrojar un par de encantadores tonos más, pues su aspecto en esos momentos era digno de admirarse por horas.

―Alphonse, ¿puedo preguntar a través de cuál método consigues que tu cabello sea tan suave al tacto humano? Anticipando tus palabras, me apresuro a asegurar que no estoy engrandeciendo esa cualidad tuya ―Roy aprovecha el lugar sagrado en el que sus dedos yacen enredados: masajea su cráneo con lentitud, cuidadosa, armoniosamente. A continuación, su voz emerge en un susurro―. Se siente tan bien…

Alphonse, quien se había dedicado únicamente a perderse en el maravilloso mundo construido por los dedos de Roy, está mirando la ventana con ojos expandidos, clavados los mismos en el cielo azul que Roy avistó al despertar, contando las nubes que lo poblaban, haciendo cualquier cosa menos voltear para encontrarse con la intensa mirada del hombre que lo atiende con gentileza. Alphonse está inmóvil cual pintura y, para deleite de Roy Mustang, tan rojo como cierta fruta que la gente comúnmente confunde por un vegetal. Profiere una risita que es más nerviosa que otra cosa.

―Gracias por el… el cumplido ―aclara su garganta con discreción y un poco del condenado sonrojo se evapora de sus mejillas. Pero el mismo, inevitablemente, persiste―. Y… no lo sé ―se encoge de hombros riendo más―. Quizás lo heredé de mamá.

―Lo imagino.

Risas de parte de Alphonse que harían sentir celoso a un piano. A una orquesta entera, carajo.

―Me haces cosquillas, Roy ―su voz y su risa se antojan como miel en el paladar, con todas sus cualidades y nutrientes. La necesita, al menos una dosis al día, para tolerar todas las adversidades que la vida le haga enfrentar. Mustang se estremece con delicia para luego sonreír. Es consciente de lo que siente: no puede pensar en algo, en alguien, que provoque en su pecho la revolución que le otorga el hablar de Alphonse Elric. Escucharlo reír vasta para sentir que tendrá un buen día, sin importar lo pesado de la oficina.

―Sé valiente, ya casi acabo.

Una vez más, ambos callan. De repente, es sólo una mano de Mustang la que se encarga de su cabello, ya que la otra se acerca al tocador en busca de algo.

―Alphonse, ¿dónde está el…? No pasa nada, lo encontré.

Alphonse medio voltea, alertas todos sus sentidos.

― ¿Qué harás con el jabón? ―adivinó, por supuesto, qué era el objeto desde antes de voltear―. Está bien si sólo te encargas de mi cabello, Roy. No puedo tardar demasiado, tengo que ir al trabajo, sa-sabes... ―silencio, para después agregar con voz pequeña―. Y tú también.

Mustang ríe ligeramente, seductor.

― ¿Está mal que te atienda un poco? ―murmura cerca de su oído.

―No ―se esforzó, vaya que lo hizo, por decirlo―. Pero…

Ocurrió a una velocidad que Roy no es capaz de procesar, una que le impide darle un orden coherente al momento y a la magia de sus movimientos: ágilmente, Alphonse acerca una mano a su rostro para tomar su barbilla con dos dedos, como quien sostiene algo valioso, adorado en exceso, para luego acunar su mejilla con la otra mano. Acaricia la curva de los labios de Roy haciendo uso del pulgar con lentitud devastadora. Mira sus ojos negros directamente, sin flaquear.

―No es sólo poner jabón en mi cuerpo lo que tienes planeado hacer, ¿no es así?

La barra de jabón cae al suelo con indiferencia: Mustang actúa por impulso, sin importarle nada más.

Roy lo empuja, de manera delicada pero decidida, a lo profundo de la bañera y Alphonse no puede más que abrir los ojos al mojarse entero, el agua subiendo de nivel hasta que sólo quedan unos centímetros, significativos pero no alarmantes, para el desborde. Mustang, con todo y su ropa de dormir, se posiciona sobre su torso perfecto con destreza.

― ¡¿Qué haces?! ―pero Alphonse se ríe, retorciéndose, cuando al recibir caricias en los costados de su cuerpo de parte de las manos de Roy, éste consigue provocarle más cosquillas que antes. Mustang coloca sus rodillas a ambos lados de sus caderas, erguido sobre Alphonse, como en postura de acecho y con el agua llegándole poco más arriba del ombligo―. Roy, te empaparás por completo, ¡e inundarás el suelo también! ―dice sin seriedad alguna, sin parar de reír.

Roy, sentado sobre la unión de sus rodillas, yace sobre un Alphonse que se aferra a los costados de la bañera, que le sonríe con hermosura y que continúa notablemente desnudo, su cuerpo de figura tallada oculto del mundo, oculto de ojos negros, bajo unas burbujas que Roy realmente detesta y envidia en partes iguales. Y la única razón por la que el mayor no se lanza hacia adelante cual depredador es la tela del pantalón ligero y la ropa interior que lleva, que logra contenerlo de alguna manera, que frena el desencadenar de lo que una de las cosas que más felicidad le da.

Pero no, se dice, no es esa la única razón. Algo tan mundano como la ropa que trae puesta no podría, ni podrá jamás, contener todo aquello que Alphonse le provoca.

Quiere observarlo y nada más.

Alphonse no para de reír y su risa es tan sin manchas, tan conmovedora y musical, que Roy anhela besar el cuello del que emerge ese sonido hasta que ya no pueda más, pues no se le ocurre otro método de expresar su amor. Apretando los dientes, acaricia su rostro con una mano húmeda y lo entiende con más claridad que nunca: la dulzura contenida en su interior, los ademanes distraídos que realizaba cuando no notaba que Roy lo observaba, la tranquilidad con la que leía e inclusive la forma en que dormía, son las chispas individuales que avivan la llama de su vehemencia infinita.

Porque Alphonse es refugio. Alphonse es hogar. Alphonse es paz. Alphonse es aquel que estaba destinado a reencontrar, aquel con el que viviría una historia digna de ser escrita y preservada y luego leída por corazones ajenos.

Porque, sin oro y azúcar y plumas blancas, Roy estaría perdido, sería un errante, moviéndose de un instante a otro sintiendo menos que nada.

Pero ahora lo siente todo, pero la oscuridad ya no es tal, pero ha llegado a casa al final: Alphonse está a su lado, desde el glorioso amanecer hasta el decorar desperdigado de estrellas en el cielo.

Y es tan feliz que no lo soporta... que sólo se convence de que no es sueño cuando Alphonse lo toca, trayéndole a la realidad y convirtiendo la tristeza en humo que se disipa.

Roy acaricia su rostro suavemente con ambas manos, vagando sus pulgares por sus pómulos y mejillas tal y como si estuvieran delineando los contornos de un fragmento de cristal, un pedazo de cielo que, por alguna razón desconocida, terminó en sus manos mortales. Roy, de repente, se encuentra a sí mismo bastamente sorprendido ante toda la devoción, ante la cualidad humana que Alphonse despierta en él. Es de naturaleza tan excesiva que resulta imposible de creer.

Está a salvo, está viviendo auténticamente luego de tanto y todo es gracias a un ser que no pide nada a cambio: Alphonse toma su mano y lo eleva tan alto que, cuando quiere darse cuenta, Roy está a kilómetros de distancia del suelo. Y en el cielo, al lado de nubes y estrellas, es donde se encuentra su hogar: al lado de ese ángel, que apareció de la nada para convertirse en todo, al que hará feliz hasta que ya no le queden fuerzas algunas en el cuerpo.

Roy se estremece, viéndose obligado a aferrarse a Alphonse en pos de no partirse en dos: debe palpar lo real para volver a respirar con paz, debe devorar su figura con los ojos para convencerse de que no hay forma de que se desvanezca, no alguien que ríe y llora, no alguien que produce una sombra, no alguien que ningún mal ha hecho a nadie.

Su adoración por Alphonse, se le ocurre a Roy, es lo único en su persona que no tiene fracturas.

Sin tener una mínima idea de las complejidades que inspiraba, Alphonse le sonríe y el amor es innegable en esa mirada, es tierno como una flor y ardiente como el fuego.

Pero Alphonse no lo sabrá, ni en este momento ni en el último día de su vida: que no hay nada que se compare a su rostro cuando éste expresa felicidad.

Con sonrisa tenue y ojos entrecerrados, Roy desciende su rostro. Besa sus labios de flor de dos pétalos con rapidez, tan fugaz como un cometa a través del cielo, sintiendo el deseo devastador de prolongar el contacto, pero Mustang no hace caso, alejándose escasos centímetros. Negro mirándose fijamente con el dorado, Roy suspira con gusto, con felicidad, exhalando de su ser todo lo malo hasta que en su interior sólo queda espacio para lo más esencial: todos los sentires que pintan la pared de su corazón con colores más alegres que los de antaño.

Pertenece a esta vida, a este rincón y a cualquier habitación siempre que Alphonse esté presente, iluminando, sosegando y despidiendo rayos cálidos.

En todas las historias jamás escritas, ser feliz nunca dependió de tan ínfimos actos.

Habla, susurra más bien:

― ¿Qué harán esos pobres alquimistas a los que enseñas alkahestria ahora que llegarás sumamente tarde?

Alphonse envuelve una de las manos que se aferran a su rostro, sin dejar de mirarlo, sin dejar darle un nuevo significado a lo estético y a lo apasionado: su sonrisa, su felicidad y su perfección prevalecen intactos.

―Estás loco ―musita con el corazón saliéndose de su pecho. Sus ojos dorados centellean como joyas y son éstos los que iluminan el mundo de Roy, nunca el sol―. Y te amo.

En la más ferviente de las respuestas, Roy lo rodea con abandono, plantando besos por doquier y presionando una cadera contra la otra. Está desquiciado por ser uno y no dos, por venerarle, si bien minúsculamente, si bien nunca suficiente, del único modo en que se le ocurre.

Y cuando Alphonse lo rodea a él con los brazos, cuando arquea su espalda para profundizar la unión, perdiéndose y encontrándose a sí mismo en una fracción de segundo, es el desencadenar del cielo entre sus cuerpos que se expande hasta cambiar la realidad que los rodea: nace el paraíso.

Nacen el césped, las flores, los dulces ríos que conocen íntimamente, que han avistado con anterioridad. Tienen memorizado su desplegar bajo párpados cerrados, sostenidos por jadeos que anuncian el final.

XXX

Notas finales:

Por leer: ¡GRACIAS! :'D


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).