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Borja por exerodri

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Notas del fanfic:

Hola ¿Todo bien? Esta es la primera vez que me animo a escribir una historia original mía. Desde que comencé a escribir allá por el 2014, solo me dediqué a escribir fics de Digimon. Sin embargo, esta idea se me presentó una noche de un insomnio brutal, y al otro día tuve la necesidad de escribirla. 

Notas del capitulo:

Espero que les guste, nos volvemos a leer en las notas finales (espero jajaja)

Borja

 

 

Ah, supongo que tengo que comenzar desde el comienzo. Pero no desde mi comienzo, que ya quedó muy atrás allá en el milenio pasado, y que no vale la pena recordar ahora. No quiero contarte mi vida pasada, que es basura y no vale la pena ni que yo la recuerde. Te contaré desde el comienzo de él. A decir verdad, los únicos recuerdos que vienen en mi mente, en estos últimos minutos de mi vida, son desde que lo vi por primera vez en adelante. Me alegro que así sea, es una buena forma de irse. No es que le tenga miedo a la muerte, pero esperar a morir me está resultando más desagradable de lo que alguna vez imaginé. Recordar su historia me hace olvidarme que estoy en esta cama, a punto de dejar este mundo loco.

Supongo que no es raro que su historia comience en una noche triste, con un acontecimiento triste; sería raro que no fuese así. Jamás había visto un auto arder de esa forma, menos bajo una lluvia torrencial como la de esa noche. Encontrarme con esa escena no había estado en mis planes, solo volvía a mi finca después del trabajo. Al principio creí que todos adentro habían muerto, y admito sin vergüenza que en ese momento pensé en seguir de largo con mi auto y alejarme por la solitaria carretera, con mi radio FM favorita y mi programa nocturno favorito haciéndome compañía. Pero al poner primera, esa pequeña figura se asomó a un lado del auto en llamas y su sombra se proyectó tan inmensa y atemorizante en el suelo, embravecida por el chapotear de las gotas, que hizo que este tonto árabe se asustara.

Esa fue la primera vez que lo vi. Mojado, con su ropita pegada a lo poco que tenía de carne, me miró fijo. Ah, esa mirada. Dicen que, a veces, las miradas de las personas nunca cambian, y déjame decirte que es cierto. No necesito recordar esa noche en particular para acordarme de esa mirada que sabe encerrar enojo y tristeza a la vez, ya que la vi durante el resto mi vida, día a día.

Al llegar la policía, las ambulancias, y servicios sociales, me pidieron mis datos personales por ser el que alertó del hecho. Sin embargo, mientras una policía y yo nos mojábamos de forma innecesaria, parados al lado de mi auto mientras ella intentaba llenar sus papeles con mi información, no pude sacar mi vista de ese niño. Ni el sacó su vista de la mía. Sentado en la ambulancia, tapado con una mantita de ositos que no hacía juego con su cara enojada y seria, me vio fijamente con esos ojos negros tan oscuros como esa noche. “Servicios sociales se encargarán de él” me contestó la oficial ante mi pregunta acerca del futuro de ese niño. Nunca supe que me llevó a preguntarle eso, ni mucho menos supe lo que me llevó a hacer lo que hice después.

Intentando no estorbar entre los policías que tomaban fotos y pruebas alrededor del auto todavía ardiendo, caminé hacía la ambulancia donde estaba él.

-Hola, ¿Cómo te llamas?- le pregunté con un tono infantil, intentado sonar amigable.

Al oírme  sentí vergüenza de mi mismo, y en ese momento me di cuenta que no le había hablado a un niño hace como 25 años. La cara de asco del niño me hizo sentir aun más tonto, y desde ese entonces nunca más le volví a hablar de esa manera.

-Borja Herczog- me dijo con su voz de pito y con un cantito involuntario que me hizo pensar que se había memorizado el cómo decir su nombre correctamente de esa forma, y que no lo podría decir de otra manera.

Le pregunté a los paramédicos ahí presentes por la cicatriz que se extendía desde la mejilla izquierda del infante, pasando por su ojo (sin dañarlo) y subiendo hasta un poco más arriba de la ceja. No me tranquilizó que me respondieran que no era producto del accidente.

Según los paramédicos que lo habían revisado, él niño la tenía hace aproximadamente tres meses; y no había perdido el ojo de milagro. Dijeron que el nene se negaba a decir que le había pasado, pero que era normal que los niños pequeños al principio sean tan herméticos con extraños. Yo en ese momento supe que ese silencio escondía algo, y lo sigo pensando ahora.

Me volví hacía él, allí sentadito en la ambulancia y sin dejar de verme como si fuera la única persona en la escena, con esa seriedad impropia de un infante tan pequeño. Su expresión era, a pesar de no llegarme ni a la cintura en estatura, la de alguien que había vivido ya demasiadas cosas. Le revolví el cabello rubio claro, aun mojado, y sin saber porqué le sonreí.

Sí, esa fue la primera vez que lo vi, y desde ese momento supe que mi vida había cambiado.

Un mes pasó en el que lo visité todos los días en el orfanato sin ninguna razón; ni una sola vez me sonrió, pero de alguna manera yo ya sabía que eso sucedería.

Poco era lo que se sabía de él. Según un carnet de identificación que sobrevivió al fuego de aquella noche, tenía 4 años recién cumplidos. Su padre fue un húngaro que había llegado al país hace 10 años, y su madre una catalana que residía en esta tierra hace 6. No me sorprendió tal diversidad de origen, ya que este país es un solo vertedero de extranjeros y culturas diferentes. Es más, el que les habla es descendiente de árabes que cayeron a esta zona olvidada del mundo hace poco menos de un siglo, y prosperaron y sufrieron con total libertad.

En fin, el padre de Borja tenía varias denuncias por maltrato domestico y disturbios provocados por el alcohol, y se desconoce hacía donde se dirigía la familia y que pasó esa noche en la que nunca llegaron a su destino. Nunca se supo la causa del accidente, ni porqué Borja fue el único sobreviviente. El niño, que ya de por si era de pocas palabras, era una tumba a la hora de hablar de eso, como así del porque tenía esas cicatrices. No existía familiar para hacerse cargo de él, ni un padrino a madrina que rescatara al infante del orfanato.

No recuerdo con exactitud con cuánto dinero soborné a la empleada encargada de manejar el tema de las adopciones en ese lugar, pero estoy seguro que fue más de lo que ella ganaba en un año. Movilizada por el afecto hacia mí y mi dinero (sobre todo a mi dinero), transformó lo que son por lo general 6 o 8 meses de papeleo y burocracia en solo 2, y así pasé a ser el tutor legal de ese niño extraño. Al salir de aquel tenebroso orfanato y bajar por las largas escalinatas, no sé si fue mi imaginación, o el hecho de que no estaba acostumbrado a que un niño me agarrara de la mano, pero sentí la fuerza con la que el rubito se aferró a mí.

Agradezco que la empleada de adopciones no haya hecho preguntas sobre mi interés en adoptar a Borja, ya que ni yo lo sabía. Pablo Falco, el cantinero del somnoliento bar al que siempre frecuentábamos con mis amigos por quedar cerca de las fincas de todos, me dijo, entre risas y humo de puros, una noche al enterarse: “Vos tenés de padre lo que los políticos de honesto”. Y debo decir que el desgraciado, que en paz descanse, tenía razón. 2 ex-esposas y 6 hijos, entre reconocidos y no reconocidos, dispersados por toda laprovincia, eran prueba de que no había nacido para ser padre de familia; no me hice cargo de ninguno y jamás fui una figura paterna para nadie. Así que imagínense lo raro que era para mí y todos mis conocidos el hecho de que yo, a los 45 años, me haya hecho cargo voluntariamente de ese chiquillo. Sin embargo, estoy seguro que desde ese año en el que tomé esa decisión, hasta ahora que me quedan pocos minutos de vida, nunca sentí algo parecido al arrepentimiento.

La primera vez que lo bañé, me di cuenta de una cicatriz que le cruzaba diagonalmente el pectoral izquierdo. No le quise preguntar, ya que, además de saber que no me lo diría, no lo había sacado del orfanato para que reviviera su vida anterior frente a un extraño.

Aun recuerdo los primeros meses con él; apenas si notaba su presencia, y era porque yo la buscaba. Callado como un fantasma, el pequeño se la pasaba todo el día caminando por los alrededores de la finca, observando a los animales, el cielo y las plantas. O si no jugaba en silencio con la tierra y el barro que se formaba a un costado de la chacra. Más que jugar, a mí siempre me dio la impresión que lo hacía para entregarse de alguna forma a alguna silenciosa actividad, y olvidarse temporalmente de los pensamientos secretos que sostenían su forma de ser.  Ni yo ni mis empleadas domesticas, a quienes no les faltaba experiencia en el trato con niños tan pequeños, lográbamos hacer que se uniera a jugar con nosotros, o que cantara con nosotros, o cualquier otra estupidez que supuestamente se disfruta tanto en la infancia. Borja tan solo nos veía de esa forma que miraba siempre, de esa forma fría con la que me había visto esa noche tormentosa.

No tardé mucho en descubrir que Borja no había actuado desconfiado y ajeno a todos los policías, médicos, psicólogos y trabajadores sociales  que se cruzaron con él después del accidente porque sí, sino que esa era su manera de actuar frente al mundo. Llegué a aceptar la constante inexpresividad de Borja como la condición natural de cada instante, y me di cuenta que primero yo adelgazaría los 20 kilos que me sobraban y me haría fisicoculturista antes de lograr cambiar su forma de ser. Nunca nadie entendió el porqué o el cómo, pero me terminé adaptando a su personalidad, aunque siempre me mantuve atento, incluso ahora que me estoy muriendo, a cualquier reacción que rompiera con esa mascara de hielo que Borja había forjado desde antes de conocerme.

Cuando mis hermanos venían a visitarme, todas mis sobrinas se fascinaban por su nuevo primito: el primer varón de la nueva generación en la familia. El tiempo que permanecían en la finca, mientras nosotros los adultos conversábamos y bebíamos, ellas no se despegaban de Borja, llenándolo de mimos, abrazos y cumplidos de lo adorable que era.

-¿Qué le pasa?- me preguntó mi hermano Abdel, viendo a Borja, mientras sus hijas le tomaban de las mejillas, le abrazaban y cantaban canciones infantiles con júbilo- parece como si estuviera encaprichado o enojado todo el tiempo.

-Así es él- le respondí sonriendo.       

La primera vez que actuó como cualquier infante fue cuando llené el baúl de mi auto con juguetes nuevos y se los llevé a la finca. Cuando los desparramé en el suelo de la sala, no mostró interés en ninguno y con su inexpresividad de siempre pasó de ellos. Justo cuando me creí derrotado de nuevo, Borja tomó de entre todos los juguetes el que menos creí que le gustaría: un muñeco de trapos azules que me lo dieron en la tienda porque venía de regalo con otro juguete más costoso. Lo bautizó “Señor Trapo”. Pero ese episodio no alteró el curso de las cosas, Borja siguió siendo el mismo niño cerrado de siempre, solo que con el Señor Trapo a su lado.

Una de las incontables noches que me la pasé bebiendo y fumando en el bar de siempre, junto a mis amigos y socios de los negocios míos de antes (de los cuales no hablaré), comenté como me iba en mi inédita y extraña experiencia como padre. Allí estaban Eusebio Gonzales, hijo de inmigrantes españoles, y Giovanni Perlo, hijo de inmigrantes italianos, tan fervientemente criados en sus respectivas culturas familiares que podrían hacerse pasar por el valenciano o el napolitano más puros. “Ese chico está condenado, Ibrahim” me dijo Eusebio, luego de tomarse de un trago el vaso de cerveza “los húngaros y los ibéricos no sirven para mezclarse”. Giovanni Perlo me trató de hacer entender que solo así sería posible nuestra convivencia, ya que los opuestos se atraen: un gordito simpático como yo, a quien le gusta hacer bromas y chistes a los demás, junto a un niño serio que parecía haber olvidado como reír y que miraba a la gente con criterio de persona mayor. A la conversación se sumó el aun vivo Pablo Falco, y me dijo que no me preocupara, ya que nadie podía tener tanto hielo en el corazón para rechazar tanto amor incondicional como el que yo brindaba al niño.

Debo decir que por un tiempo no creí en sus palabras, hasta que llegó el primer día de jardín de infantes de Borja. Al intentar retirarme y dejarle con las maestras, él se me aferró a la pierna, llorando y gritando que por favor no lo abandonara. Ante mi sorpresa, las maestras lo despegaron suavemente de mí, indicando que eso era muy común en el primer día de clases. “Debe quererlo mucho, señor Abdallah” me dijo la maestra, con Borja aun llorando es sus brazos. Recuerdo estar tan estupefacto por la reacción del rubito, que apenas pude decir un “si” enclenque, mientras me alejaba. Todo el tiempo que estuve sin él esa tarde, me la pasé pensando y creyendo que por fin Borja se había abierto a las emociones, y que desde ese momento sería como cualquier niño. Sin embargo, cuando fui a buscarle unas 5 horas después, el pequeño se acercó a mí y me tomó de la mano con la misma indiferencia y silencio con la que me había tratado desde siempre. Solo ahí comprendí que Borja mostraría ese lado humano lo mínimo posible, y que cada ocasión sería única a su manera.

Esa fue la primera de las 2 veces que lo vi llorar en los 14 años que lo conozco.

El que comenzara a ir al jardín y esté rodeado de otros niños no ayudó a que cambiara.  Es más, trajo más problemas. No había día en el que las maestras no me dijeran que Borja se había peleado con algún compañerito. Aun recuero cuando tuve que llevármelo en alzas, mientras él agitaba los bracitos y las piernitas, gritando que un niño le había llamado “cara de papa”, y que él no era un “cara de papa”, sino que el otro niño era el “cara de papa” tonto.

En la primaria se repitió el mismo cuadro. Yo no tenía problemas en pagar psicólogos -- ya que en esa época tenía mi trabajo para guardar las apariencias, mi finca, y mis otros negocios de los cuales no quiero hablar-- pero ninguno pudo descubrir que impulsaba a Borja a pelear con el primer ser que le hiciera la contra aun en la más mínima cuestión. Lo máximo que pudo aconsejarme uno fue que inscribiera a Borja en algún deporte para que así drenara lo que fuera que llevase dentro. Primero intenté que jugara al futbol, pero el rubito no podía terminar un partido sin pelearse tanto con rivales como con compañeros, y eso, que al principio despertaba ternura por la inofensiva descoordinación motriz de los infantes para pelear, comenzó a ser molesto para los otros padres. Así que lo inscribí en boxeo, con la esperanza que así descargara esa agresividad de la cual no sabía de dónde venía ni hacía dónde iba, pero rápidamente nos dimos cuenta que él no podía someterse a la regla de no usar los pies, ya que por lo general se abalanzaba a su rival agitando tanto pies como manos (y gritos de por medio). La solución fue anotarlo en kick boxing, donde tendría clases junto a niños de su edad. 

“Lo que estás haciendo es peligroso” me dijo Giovanni Perlo una noche de tragos en el bar de siempre “enseñarle a pelear a alguien que solo busca pelear”. Yo solo respondí que creía que las cosas tienen su propia forma de acomodarse con el tiempo.

Afortunadamente, la práctica de kick boxing ayudó a que Borja se peleara menos con sus compañeros, aunque a veces inevitablemente sucedía. Más allá de eso, siempre fue respetuoso con sus profesores y nunca tuvo problemas con el estudio. En sus prácticas de kick boxing le descubrí un lado enérgico y desinhibido, pero en la vida cotidiana siguió siendo el niño callado y tranquilo de siempre.  

Ah, Borja, que niño raro que era. Jamás le escuché un berrinche, nunca hizo una rabieta o se enojó infantilmente por algo que deseaba y que no le pude dar. Comía lo que yo o mis empleadas cocinábamos, sin chistar, a pesar de su evidente preferencia hacía determinados platos y su repulsión a otros. Lo levantaba temprano en la mañana, donde a lo sumo se ponía en modo zombi mientras lo peinaba o lo vestía, pero nunca se quejó.

Sin embargo, a pesar de sus muchas particularidades, Borja no escapó completamente a ciertas características comunes a la infancia de todos. Más de una vez me despertó a mitad de la noche, estrujando nerviosamente al Señor Trapo, diciéndome que había un monstruo debajo de su cama. Pero a diferencia de los niños comunes, nunca me pidió dormir conmigo, sino que me ordenaba, como un pequeño general, que me encargara del monstruo, ya que era “demasiado grande” para que él se encargase solo. Amaba (a pesar de que nunca lo demostró externamente) que le contase cuentos antes de dormir. Su favorito era “El gato con botas”. Una noche, después de leérselo por tercera vez en la semana, le pregunté porque le gustaba tanto. Me dijo: “Porque el gatito hace cosas malas, pero en verdad es bueno, como yo”. Durante muchas noches pensé si esa respuesta había sido una inocente identificación con el protagonista de un cuento, o si en verdad creía eso.

-Borja- le dije mientras me acuclillaba al frente de él, un día en el que jugaba con el Señor Trapo en el barro- ¿Recuerdas que pasó para que tuvieras esas cicatrices?

-Sí.

-Bien… ¿Quieres contarme que pasó?

El niño solo bajó su mirada.

-Está bien, me lo dirás cuando estés listo.

A los 8 años me pidió algo puntual por primera vez en su vida: que le cortaran el pelo al estilo de los chicos malos de los grupos comando de las series de los 80´ que solíamos ver juntos por las tardes; corto a los costados y dejándole largo atrás en la nuca. Admito que hasta a mi me gustó la idea. Con ese corte, más la cicatriz de la cara y el pecho, le daban un aspecto temerario y audaz, y al parecer él lo sabía, ya que se abalanzaba sin dudar ante los rivales en las practicas de kick boxing.

“Santo cielo, parece Iván Drago de Rocky IV” dijo Eusebio González al verlo con su nuevo corte un día que visitó la finca. Tanto él como Giovanni Perlo visitaban mi finca con regularidad por los negocios en los que estábamos metido en esa época, y a pesar de sus persistentes intentos, nunca lograron que Borja les dijese “Tío Eusebio” o “Tío Gio”.

-Pierden el tiempo- les dije riendo- ni a mí me dice “papá”, solo me llama por mi nombre.

Un día, Giovanni le preguntó si no quería que yo me casase y así tuviera una “mamá”. “No, con un Ibrahim es suficiente” contestó Borja sin dejar de hacer sus deberes de inglés.

A sus 9 años se presentó primer indicio que me dijo que Borja era especial, en un sentido completamente nuevo del cual nunca me había tomado el trabajo de pensarlo siquiera. Un día, haciendo las compras navideñas, mientras caminábamos por una galería comercial en el centro de la ciudad, le saqué la vista por unos minutos por hablar con una vendedora. Cuando lo encontré de nuevo, Borja tenía la mirada perdida en una pared de la galería, donde una publicidad mostraba hombres modelos en ropa interior. Lo observé por varios minutos a la distancia, sorprendido de la atención del chico en esa publicidad. A unos metros, en el mismo cartel publicitario, se exhibían infartantes chicas, también en ropa interior, pero el rubito nunca despegó sus ojos negros de los modelos masculinos. Cuando me acerqué sigilosamente y le llamé por su nombre, se alborotó en un estallido de sorpresa, y mediante balbuceos casi incomprensibles me preguntó si faltaba mucho para volver a la finca.

En ese momento no pensé en nada más con respecto a ese episodio, y lo tomé solo como uno de esos acontecimientos graciosos que no tienen relación con el normal curso de la vida. La anécdota quedó como algo vergonzoso con lo cual podía molestarlo, aunque nunca lo hice, y jamás volví a pensar en eso hasta que Borja cumplió los 13 años.

A los 12 años, Borja entró a la secundaria. Obviamente nadie del colegio nos tomaba como padre-hijo. Yo, un gordito de pelo negro y ondulado, piel morena, pestañas largas y ojos verdes, no podía tener parentesco alguno con ese chico delgado, caucásico y de nariz respingada, rubio y de ojos negros. Además mi apellido árabe y su apellido húngaro terminaban de despejar toda duda. En esa época, por primera vez dejé a Borja competir en un torneo de Kick boxing, el cual ganó sin despeinarse. Sentado en la tribuna, mientras a mi lado Eusebio Gonzales y Giovanni Perlo aplaudían al rubio como tíos babosos, me sorprendí como la fiereza de Borja desaparecía ni bien terminaba la pelea, y mientras el puberto recibía su trofeo, esbozando una mueca parecida a una sonrisa, tuve la sensación que yo había empezado a envejecer. Fue por ese tiempo en el que decidí alejarme de mis “negocios”, y limpiar toda evidencia de que alguna vez estuve involucrado en eso. Supongo que el causante de esa decisión fue el darme cuenta que la infancia de Borja ya había quedado atrás, y que sería mejor tener más tiempo para el niño y así estar con él en la nueva etapa de su vida, aun sabiendo que, como era Borja, esta no sería nada fácil.

-Borja ¿Recuerdas que pasó para que tuvieras esas cicatrices? ¿O lo que pasó esa noche en la que te encontré? ¿Adónde iban o porque el auto perdió el control?

-Sí.

-Bien… ¿Quieres contarme que pasó?

Borja solo bajó su mirada.

-Está bien, me lo dirás cuando estés listo.

Esta nueva etapa de su vida trajo nuevas particularidades, que esta vez fueron más predecibles que las particularidades de su infancia. El señor Trapo poco a poco fue convirtiéndose en un adorno de su habitación, un objeto del no tan lejano pasado, solamente movido cuando Borja limpiaba los estantes de su cuarto. Seguramente presionado por la moda, como casi todo adolecente, cambió su peinado ochentero por uno moderno. Tuvo un repentino y explosivo enamoramiento por la música de Pink Floyd; fue uno de los pocos intereses que le conocí. Yo fingía interés cuando me hacía escuchar esas canciones en inglés de las cuales no entendía ni un “yes”, y esos solos de guitarras eléctricas que yo no les encontraba forma, pero que a él le fascinaban.

Por voluntad propia, comenzó a ayudar en los trabajos de la granja, realizando las tareas y trabajos que él era capaz de hacer sin ayuda de otros. Aprendió a montar a caballo sin la necesidad de intimidar al animal con el látigo o gritos, controlándolo al parecer con el poder de la empatía.  

También hubo otro tipo de cambios. Un día que yo cambiaba las sabanas de su cama, las encontré manchadas por los líquidos de la hombría y, por otro lado, los baños cortitos del Borja niño se transformaron en baños bastante prolongados y sospechosos del Borja adolecente. No necesité más pruebas para darme cuenta que el pequeño había descubierto el ritual universal de la autosatisfacción sexual.

-No te la jales demasiado, que te la puedes arrancar- solía gritar al pasar por el baño mientras le golpeaba la puerta, recibiendo insultos y maldiciones por parte del menor. 

Les dije que nunca había vuelto a pensar en el episodio del centro comercial hasta que Borja estuvo en sus 13 años ¿Verdad? Bueno, supongo que se los tengo que decir, y no porque fuese obligatorio para mí contar estas cosas, sino porque creo que necesito que lo sepan para entender un poco más como es él. En esa época necesitaba ampliar la pocilga y los establos donde guardabas los cerdos y las vacas, que extrañamente en una explosión de proliferación y abundancia habían aumentado su número tan rápido, que cuando me di cuenta los animales paseaban libremente por la finca. Lo hubiese hecho yo mismo con Borja, pero un amigo mío de la comunidad árabe que me debía un favor se aseguró que no moviera un dedo y mandó a sus hijos gemelos a trabajar para mí. Me sorprendió la eficacia y la voluntad de trabajo de esos chicos morenos que rondaban los 20 años, como así su singular gusto de trabajar con muy poca ropa bajo el sol veraniego.

Una tarde que me la pasé buscando a Borja para decirle no me acuerdo que cosa, lo encontré sentado a la sombra de un árbol cercano, observando adonde los semidesnudos gemelos trabajaban. Inmediatamente me di cuenta que el menor lucía la misma mirada con la que lo encontré ese día en la galería comercial, y estaba tan absorto en su contemplación que recién se dio cuenta de mi presencia cuando le toqué el hombro y le llamé calmadamente por su nombre. Sin que se lo pidiera, el rubio me explicó, tan trabadamente que apenas pude entenderlo, que observaba para aprender cómo se levantaba un corral, y antes de que pudiera decirle algo salió corriendo hacía la casa. El deslumbrante enrojecimiento de su rostro me hizo recordar de repente las múltiples ocasiones donde lo esperaba luego de sus prácticas de kick boxing, y él salía del vestuario con su cara igual de encendida. Solo en ese momento comprendí el porqué.

Al día siguiente, mi amigo no mandó a sus exhibicionistas y delgados hijos, sino a unos sobrinos que ya pasaban los 30 años y los 100 kilos cada uno. No me sorprendió notar que Borja ni se acercó  a los establos, pero si me sorprendió que no se diera cuenta que había tirado abajo su propia mentira cuando le advertí que se estaba perdiendo el ver como trabajaban; él me respondió “¿Para qué voy a ir a ver cómo construyen un establo? Cualquiera saber hacer eso”

El último día que se trabajaría, los hermanos volvieron. En el momento más caluroso de la tarde, hice una buena cantidad de limonada fresca, agarré dos vasos y caminé hacía el árbol al cual Borja se había subido intentando pasar inadvertido mientras realizaba su silenciosa vigía.

-Ah Ibrahim, yo estaba…eh… justo caminaba por aquí y… ah…

-Calla y baja de ahí- le interrumpí los nerviosos balbuceos- quiero que le des esta limonada a los hermanos, deben tener sed.

-¿Yo?- preguntó incrédulo.

-Sí, yo me tengo que ir ahora- mentí- una vez se acaben la limonada, lava la jarra.

El rubito bajó del árbol y vio la jarra de limonada en mi mano, con la cara más llena de dudas que había visto en mi vida. Se peinó presuroso con sus dedos más veces de las necesarias y me recibió la jarra. Completamente rojo, suspiró profundamente y caminó hacía los establos, donde lo gemelos daban los últimos martillazos para finalizar un arduo trabajo. Yo me quedé en el mismo lugar bajo el árbol, riéndome de ver a alguien ofrecer una jarra de limonada con tanto nerviosismo.

Ah, Borja… desde ese momento no me quedaron dudas. Me hubiese gustado hablar contigo sobre el tema, haberte dicho que estaba bien ser así, que no tienes que sentirte avergonzado y que las personas que te queremos te seguiríamos queriendo igual. Pero no me animé. No animé, no por el miedo a que me odiaras por meterme en tus asuntos, sino que te odiaras a ti mismo por darte cuenta de ser diferente a los demás, más de lo que ya eres. ¿Hubieras soportado enfrentarte a ti mismo y aceptarte a esa edad, cuando recién empiezas a ver las cosas diferentes a como lo hacías antes? ¿Necesitabas más tiempo, experimentar más cosas en tu corta vida para poder conocerte más a ti mismo? ¿Tu particular personalidad podría lidiar con eso? Como no tenía las respuestas, decidí quedarme callado, guardándome ese secreto de saber lo ya obvio, preparado a apoyarte a la primera señal de necesitarlo.

Un día, limpiando un poco la sala de estar para hacer tiempo hasta que tuviera que buscar al rubio de kick boxing, moví la mochila escolar de Borja y de esta salió deslizándose hacía el suelo una carta rosa con brillitos en azul. No es que hubiese querido, pero al recogerla para guardarla de  nuevo en la mochila, no pude evitar notar la letra tan bien dibujada y los corazones que conformaban más de 3 hojas de declaraciones amorosas y sueños de noviazgo. Era una carta de amor de una chica cuyo nombre ya no recuerdo. Rápidamente la guardé de nuevo entre sus útiles escolares y me hice el tonto el resto del día. Tal fue mi sorpresa que ni pasada una hora de que Borja volviera de kick boxing, encontré la enamorada carta rota en la basura. Al preguntarle mientras cenábamos, el entonces Borja de 14 años no me respondió con más de “No es nada importante”.

A la semana siguiente vinieron a la finca algunos de sus compañeros de clase, para preparar un trabajo grupal. No vi mejor oportunidad para ahondar un poco más en el tema, y aprovechando que Borja se había ido al baño, me les acerqué y les pregunté si sabían de la carta que había encontrado días antes. Los muchachitos me dijeron, sorprendidos de que yo no supiera, que Borja recibía cartas de chicas diferentes prácticamente todos los días, pero él las tiraba en la basura después de clases, sin siquiera leerlas. "Tiene apariencia y actitud de chico malo, pero en el fondo es buena persona, supongo que a las chicas les gusta eso, además es el más apuesto del salón" dijo uno de los adolecentes. Otro me explicó que seguramente aquella carta rosa llegó hasta la casa porque la chica se la puso en la mochila a Borja en secreto, porque de lo contrario él la hubiera desechado en el colegio mismo. Los adolecentes se rieron de su sana envidia. Uno me preguntó si Borja tenía una novia que viviera cerca de la granja, ya que esa era la única explicación que podía imaginarse para tal indiferencia  al interés del sexo opuesto; el interés que todo chico a esa edad desea. “Mmm, tendrías que preguntarle vos” le respondí, ya sabiendo la respuesta.

Creo que los cambios físicos más notables de la adolescencia se presentaron en esa época. Los trabajos físicos de granja, junto al entrenamiento de kick boxing, desarrollaron en Borja un cuerpo de atleta sin la necesidad de ir a un gimnasio o hacer alguna dieta extraña. Simplemente la grasa no se acumulaba en él, seguramente también ayudado por la genética, aunque eso nunca lo podré saber ni yo ni nadie. Su pelo rubio claro lentamente se fue oscureciendo hasta un rubio más normal y menos llamativo, y creció en estatura, aunque no tanto como a él le hubiese gustado.

-No te preocupes, ya casi me alcanzas- solía molestarle, cosa que si funcionaba ya que soy consciente que mi altura no es mucha.

Ah… ahora… me toca contar lo que más me dolerá contar… quisiera saltar esta parte, pero no puedo. De solo recordarlo hace que el corazón me mande una advertencia para que cierre la boca y limpie mi mente, pero debo seguir. Es más, lo recuerdo con más tristeza aún que recordar cuando asaltaron a Pablo Falco en nuestro bar de siempre, una noche en la que no estuvimos ni Eusebio Gonzales, ni Giovanni Perlo, ni yo, y lo mataron de 29 tiros en el pecho.

En fin, sucedió cuando Borja tenía 15 años. Una tarde cualquiera de un martes cualquiera, el rubio trajo un amigo a la casa. Se llamaba Leandro. Desde el primer momento supe que ese chico no era igual que los otros compañeros de Borja que iban de vez en cuando a la finca. Lo supe por la forma en que el rubio lo veía. En esa mirada uno podía reconocer la fuerza de los sentimientos de Borja, aquellos sentimientos que nunca dejaba escapar fuera de su corteza fría e indiferente. En esa mirada podía notar como su dolor descansaba, alejándose por fin del rubio, dejándolo brillar como yo sabía que Borja podía hacerlo. La forma en la que le hablaba también era especial, y el solo hecho de interactuar con Leandro, empujaba a Borja a sonreír. Aquel sorpresivo descubrimiento de ese lado de mi hijo adoptivo me dejó pasmado, y automáticamente lo tomé como algo bueno.

Sin embargo, el primer día que conocí a Leandro, también me quedé preocupado. Aquel muchacho congeniaba bien con Borja, conversaba con él con fluidez y se notaba que disfrutaba de su compañía... pero no vi en su mirada ni un décimo de los sentimientos que Borja proyectaba sobre él. También parecía que Leandro no era capaz de darse cuenta de la manera que el rubio le veía. Me asusté de esa disparidad de afecto, y si bien aquel chico inocente y ajeno a mis miedos le hacía bien a Borja, temí por mi muchacho.

Pasaron tres semanas en las que Borja se mantuvo en una nube de felicidad de la cual nunca creí que se subiría. Traía a su amigo de visita después de clases prácticamente todos los días, o si no era el rubio quien iba a la casa de Leandro en la ciudad, donde yo lo iba a recoger después en el auto. En las veces que se juntaban en mi presencia, no paraba de sorprenderme de lo hablador que se tornaba Borja, tanto hasta el punto de desconocerlo. No parecía el mismo chico callado y serio que había conocido durante 11 años, y la energía que mostraba en su voz iba acorde a la magnitud de su sonrisa. Todo eso era obra de Leandro, aunque este no lo supiera.

-¿Mañana te quedarás en la casa de Leandro después de clases?- le pregunté a Borja una noche mientras cenábamos, sin poder resistir quedarme al margen más tiempo.

-Sí.

-Que bueno… parece un buen chico.

-Así es.

-Es bastante especial para vos ¿Verdad?- dije sabiendo que me metía en terreno sensible.

Y justamente, la reacción de Borja me lo confirmó. La sorpresa lo congeló. Dejó de cortar su carne mechada y empezó a mover sus ojos negros hacía todos lados.

-¿Por-por qué dices eso?- preguntó titubeante.

-Digo, se nota que lo quieres mucho.

Borja se levantó de un solo salto de la mesa.

-Ya no tengo hambre- dijo presuroso, dejando el plato en el lavamanos.

-Ven siéntate, tenemos que hablar, hijo- le pedí aun sentado en la mesa del comedor.

-Estaré en mi cuarto estudiando, buenas noches.

-Borja, está bien que te gus…

El portazo que retumbó en la distancia me interrumpió.

Ah Borja… tu le tenías tanto miedo a hablar del tema como yo lo tenía a lo que te pudiera suceder con ese chico Leandro y su despistada inocencia. Sentía como si hubiese una bomba de tiempo sobre nosotros. Y justamente, este tonto árabe tenía razón.

La bomba de tiempo explotó un sábado a la tarde.  Aquel día noté a Borja nervioso y a la vez abstraído en sus pensamientos, como si estos necesitasen toda su atención.

-¿No tienes que ir a recoger a Leandro de la parada del colectivo?- le pregunté en una pausa de mi leída de periódico habitual, despertándolo de su sueño despierto.

-Ah, sí, si- contestó sacudiendo su cabeza, y sin perder tiempo salió de la casa, se subió al caballo y partió al encuentro de su amigo.

Minutos después llegó con Leandro y, como hacían siempre, se alejaron de mi vista. Durante las horas siguientes, creció dentro de mí la inquietante preocupación de que mis miedos se harían realidad ese día. A cada rato observaba por la ventana de la cocina a los adolecentes, tirados en el césped sobre una colina al lado del pequeño lago artificial de donde bebían los animales, mientras observaban el cielo, como si mi vigía pudiera evitar los amores no correspondidos. Y miren ustedes como son las mañas del destino, que justo cuando me fui a bañar como para liberarme del calor y también de mis nervios, sucedió.

Mientras me preparaba el café de la tarde, Leandro se presentó en la cocina, preguntándome si le podía acercar en el auto a la parada de ómnibus, para volverse a su casa.  Yo me sorprendí, y le pregunté si no se suponía que se quedaría a dormir esa noche.

-Sí... es que bueno... surgió algo en mi casa y necesito volver- me dijo bajando la mirada, con la inconfundible tonalidad de la mentira recién inventada.

En ese momento solo pude pensar en Borja, pero para no agraviar las cosas, decidí llevar al joven a que tomara el bus. El silencio que reinó en el auto, y la mirada de tristeza de ese chico, me hicieron entender que nunca más volvería a la finca; y así fue.

Al regresar a la casa, no supe si sorprenderme o no de encontrar a Borja todavía sentado en aquella colina, al límite de nuestra propiedad, observando el atardecer y abrazando sus rodillas. Sin pensarlo y sin saber que decir cuando llegara, caminé en silencio hacía la colina, pero arrastré intencionalmente los pies al estar a unos metros de él para no tomarlo por sorpresa.

-¿Borja?- le pregunté, pero él solo continuó sin inmutarse y con toda su atención en el sol que descendía en el horizonte.

Al arrodillarme a su lado, abrí los ojos de par en par ante un moretón fresco a un costado de su barbilla. Su silencio y su estatismo me angustiaban más y más a cada segundo.

-Borja- volví a llamarle, colocando mi mano en su espalda.

Entonces, como si mi contacto en sus sentidos destrabara una compuerta que apenas resistía con sus últimas fuerzas, el rubio bajó su cabeza y quebró en llanto.

Movido por una fuerza más fuerte que yo, lo abracé de inmediato. Él me rodeó con sus brazos y dejó caer su rostro en mi pecho. Mientras le sobaba la espalda como si eso ayudara de algo, quise decirle palabras de aliento, cualquier cosa para tratar de consolarlo, pero su llanto me anudó la garganta. Solo me encargue de generar mis propias lágrimas, en silencio, mientras Borja lloraba en mis brazos, con sus manos aferrándose a mi espalda con desesperación. El recuerdo de la única vez que lo había visto llorar, cuando tenía 4 años, se me presentó de repente en mi cabeza, y el peso de los dos llantos al mismo tiempo me aplastó el corazón. Las lagrimas por mis mejillas me dijeron que ver llorar a Borja dos veces en 11 años eran demasiadas veces.

Para cuando el oji-negro pudo frenar su llanto, ya se había hecho de noche. Se separó de mí y se secó las mejillas con el dorso de la mano, y antes de que pudiera decirle algo, se levantó y corrió hacía la casa, solo para encerrarse en su habitación y seguir llorando. Me quedé parado al frente de su puerta hasta que me dolieron las rodillas, llamándolo por el nombre y pidiéndole que por favor hablara conmigo. Eso nunca ocurrió. Esa noche ninguno de los dos cenó.

Al levantarme al día siguiente, me encontré aún con la puerta cerrada. Su llorar del otro lado de la puerta fue lo único que me indicó que Borja seguía allí en su cuarto. De nuevo no obtuve más respuesta a mis dolidos pedidos que su llanto. Así fue por varios días, en donde Borja apenas salía de su cuarto para comer e ir al baño, con los ojos arruinados de tanto llorar. Mis pedidos por una charla no surtían efecto alguno, y no era capaz de obligarle físicamente a que no se encerrara. Le dejé faltar al colegio por primera vez en su vida. Al tercer día, el continuo llanto del chico me hizo comenzar a sospechar si no había caído ante una enfermedad que yo desconocía y que obligaba a uno a llorar sin descanso, pero antes de llamar al doctor recobré la noción de que lo que atormentaba a Borja no era otra cosa que una enfermedad del corazón. Una noche, mientras cocinaba la cena, un pensamiento que todavía me hela la sangre me hizo correr hasta mi cuarto y buscar desesperadamente en los cajones de mi guardarropa. Para mi alivio, mi 44 magnum, la que había sabido usar en mis “negocios” del pasado, aun seguía allí olvidada. Inmediatamente la guardé bajo llave, sabiendo que existen pocas cosas en el mundo más impulsivas que un adolecente con problemas de amores. Ahora sé que Borja nunca supo siquiera de la existencia de esa arma, que aun está escondida bajo llave. Me hubiese desechado de ella, pero hasta yo olvidé donde la guardé, y ahora que me llegó la muerte ya es tarde para atar cabos sueltos.

Al cuarto día, un miércoles a la mañana, me levanté con la sola idea de voltear la puerta del cuarto del rubio y, aunque sabía que no serviría de nada, gritarle a la cara que hablara conmigo, que desahogara su dolor conmigo. Tal fue mi sorpresa que encontré a Borja desayunando en la cocina, vestido con el uniforme del colegio, con su cara inexpresiva de siempre.

-Buenos días- me saludó- preparé el desayuno, pero tómatelo después, necesito que me lleves al colegio ahora, que llego tarde.

Se calzó la mochila escolar, y ante mi estupefacta mirada, caminó hacia la entrada.

-Ibrahim- dijo dándose media vuelta, sujetando el picaporte de la puerta- nunca hablemos de esto.

Viendo aquella mirada marcada por esa cicatriz, supe que el tema nunca más se tocaría. Lo sabía. Esa era la forma de Borja de enfrentarse a sus adversidades, siempre la había sido. Supe que no me diría nada de nada, por más que le pinchase con un alfiler en la nuca todos los días a toda hora, por más que lo amenace como lo amenace. Borja había encerrado ese episodio en lo más profundo de su alma, un lugar adonde sospecho que ni él tenía el control.

Sé que dije que solo lo había visto llorar dos veces en todo el tiempo que lo conocí, pero, sinceramente, su llanto de desamor fue tan longevo e ininterrumpido, que para mí fue como si se tratara de un único llanto que tardó varios días en sanar.

A los 16 años le ensené a conducir mi auto. Aun recuerdo los sustos que me daba sentado en el asiento del copiloto, los cuales disfrazaba con una risa nerviosa, mientras el rubito, nervioso pero no cobarde, frenaba y aceleraba bruscamente como todo novato al volante. Le enseñé a afeitarse las pelusas rubias que le habían salido en arriba del labio, que creo que nunca más le volvieron a salir. También, ese año, fue la primera vez que Borja perdió una final de un torneo de kick boxing. Desde su debut, había ganado todos los torneos en los que participó. Fue en invierno, lo recuerdo bien porque en esa época mataron a Pablo Falco. También fue por esa época en la que Eusebio Gonzales y Giovanni Perlo dejaron atrás los “negocios” en los que antes yo también participaba, y se dedicaron por completo a envejecer en paz en sus respectivas fincas. También fue por ese tiempo cuando me diagnosticaron la enfermedad que hoy me lleva a la tumba. Los médicos en ese entonces me ofrecieron un tratamiento que, aparte de tener una muy baja posibilidad de éxito, me convertiría en un zombi, sin pelo, sin fuerzas, sin energía y prácticamente sin vida; un precio muy alto por alargarme mi existencia en esta tierra un par de años más. Eso sin mencionar el costo de ese tratamiento.

Mi decisión fue clara desde el principio. Usando parte de los ahorros de mi "vida antes de Borja”, me encargué de aumentar la productividad de la granja a un nivel el cual nunca ni siquiera imaginé. Compré las hectáreas adyacentes e hice que sembraran soja por doquier. Aumenté la cantidad de animales y mejoré los establos y pocilgas. Así, para cuando yo me fuera, Borja tendría un buen sustento económico, aparte de lo que quedaba de mis ahorros, que no es poco. Con un abogado redacté mi testamento en secreto, dejándole todo al rubio. Nunca le dije al muchacho de mi condición, ya que, si bien el cariño tan bien disimulado es prácticamente igual al odio bien disimulado, sospechaba que me obligaría a hacerme tratar.

Hablando de salud, Borja siempre tuvo una salud envidiable. Los únicos males que le recuerdo son la varicela, paperas, una invasión de piojos cuando tenía 6 años, y una reacción alérgica en los testículos a los 8.  Sin embargo, a los 17 años, pasó por el quirófano por primera vez.

-Ibrahim- me dijo un día mientras le dábamos de comer a los caballos que criábamos para venderlos- necesito... ir a ver a un urólogo.

Cuando me giré atónito a verlo, el rubio me evitaba la mirada, con la inocultable vergüenza en su rostro.

-¡¿Por qué?! ¡¿Te pasa algo malo?! ¿Te picó otra vez un insecto ahí abajo?

Borja, con todo el pudor del mundo, me dijo que no me preocupara, que no era nada grave. El prepucio no le bajaba por completo, y por lo que había leído en internet, seguramente necesitaría una cirugía. Efectivamente, el chico tenía razón. Después de la primera cita con el médico, la operación fue pactada para un viernes a la mañana. No puedo evitar reír al recordar como Borja me amenazaba de muerte si yo divulgaba su "condición" a alguien, y con razón. Cuando a sus 8 años, la picadura de un insecto desconocido hizo que sus testículos se inflamaran como dos toronjas, inocentemente le comenté el caso a mis amigos y familiares ¡Pero no por querer avergonzar al chico! Sino como una anécdota que contar ante la típica pregunta "¿Y Borja? ¿Cómo está?" Hasta el día de hoy, Eusebio Gonzales y Giovanni Perlo se burlan a veces de él y le preguntan cómo están sus bolas. "¿Por qué no vienen y se fijan, viejos de mierda?" suele contestarles agarrándose la entrepierna, para desatar la carcajada de ese par. 

El día de la operación, a pesar de que Borja me lo prohibió (para que yo no supiese nada acerca del tema y así evitar que pudiera divulgar algo embarazoso) intercepté en secreto al médico que lo operaría. Ahí aprendí el significado clínico de la "fimosis", y me quedé tranquilo al saber que lo único que le harían al rubio sería una circuncisión, como la que le hacen a los niños judíos. "Ahora quizás, para un chico virgen como él no sea un problema, pero en el futuro, cuando quiera tener relaciones sexuales, puede que si lo sea, por eso es mejor operar" me dijo el profesional, revelándome sin saberlo el secreto de la virginidad de Borja, aunque yo ya lo suponía.

El trámite fue sencillo y rápido. Lo operaron el viernes a la mañana, y a la noche ya estaba de nuevo en casa. Pero la recuperación no fue tan fácil y alegre como nos dijeron que sería. La primera noche me despertaron sus gritos. "¡IBRAHIM, IBRAHIM, EL HIELO, EL HIELO!" aulló desde su habitación. Yo corrí como si a mí mismo me doliera, y le alcancé una bolsa de hielo para que se la pusiera en la entrepierna. Las mañanas eran el peor momento, por las reacciones hormonales que suelen tener los hombres jóvenes. Ya saben, esas que hacen "izar las velas" en las primeras horas del día. Por una semana entera caminó  como si una langosta le sujetara las partes nobles, y nunca le faltó una bolsa de hielo cerca.  Sin embargo, como de seguro suponía, no pudo escaparse de mis bromas y chistes sobre su forma de caminar, o de lo pálido que salía del baño después de cambiarse las vendas, a lo que él solo contestaba con gruñidos e insultos por lo bajo. La cita con el médico en la que le sacaron los puntos marcó el fin de esa experiencia.

También fue a los 17 años cuando Borja me pidió algo puntual después de mucho tiempo, un deseo personal, aunque esta vez no me gustó tanto como cuando me pidió a los 8 que le cortasen el pelo como un "bad boy". Quería hacerse un "piercing". Yo le dije que solo se lo permitiría si terminaba el último año de secundaria sin desaprobar materias, y el desgraciado lo logró. Por una semana deliberó consigo mismo donde se vería mejor hacérselo; al final optó por la oreja. Más allá de eso, debo admitir que verlo en la ceremonia de graduación, con la cinta de “egresados” cruzándole el pecho, y ese sombrerito raro con el piolín a un costado, fue uno de los momentos más felices de mi vida; vida que ya se me terminaba, y lo podía sentir.

Poco menos de una semana después de que Borja cumpliera los 18 años, tuve una recaída que me mandó directamente a este hospital. Sabía que la enfermedad trabajaba silenciosamente desde hace tiempo, pero nunca pensé que me cobraría todos los años que no presenté síntomas, o dolencias mayores, de esta forma, tirándome en la lona de un solo golpe.

Hace dos semanas que estoy aquí, postrado en esta cama, soportando los cuidados de los doctores y las enfermeras. Eusebio y Giovanni vienen a diario a hacerme compañía y a jugar a las cartas, y todos los días se pelean con las autoridades de este lugar por fumar sus puros, o son regañados como niños pequeños por las petacas de whisky que Eusebio siempre trae en secreto y disfrutamos los 3 juntos. Ah, supongo que no pude haber tenido amigos mejores.

Veo hacía mi izquierda. Borja está sentado en una silla que no parece muy cómoda, leyendo un libro de ciencia ficción. Le observo en silencio sin que se dé cuenta. Dios mío, Borja, cuanto has crecido. Aun recuerdo cuando te encontré esa noche fatídica, no eras más que un enanito con la cara marcada para siempre, y ya eras la persona que hoy está conmigo. Nunca supe que me llevó a hacerme cargo de ti, a no darme por vencido ante un chico tan extraño y huraño. Yo, que nunca me encargué de nada y de nadie que no fuese yo mismo. Siempre huí a mis responsabilidades, hice cosas malas, pésimas, terribles y grotescas incluso… pero cuando llegaste a mi dejé todo eso atrás. Tú me hiciste cambar. Tú, con esa personalidad tan especial tuya, me hiciste sentir lo poderoso que es el cariño que puede haber en esta vida, cariño que nunca supe encontrar en otro lado. Siempre fui alguien alegre, pero no fue hasta que estuviste conmigo que fui feliz por primera vez.

¿Por qué será, Borja? ¿Por qué será que el destino unió a dos seres tan diferentes? Será que ambos buscábamos otra vida, aun sin saberlo. Sí, quizás fue por eso. Ambos necesitábamos dejar el pasado atrás, y con la compañía del otro pudimos lograrlo.  Fuiste más de lo que este tonto árabe merecía, y si por arte de magia alguien podría ofrecerme volver al pasado y dejar a mi cargo a un niño alegre, amoroso, tierno y gentil, no lo aceptaría, Borja. Te elegiría de nuevo, te elegiría de nuevo, mil veces de nuevo. Como le dije a Giovanni Perlo una vez, creo que las cosas tienen su propia forma de acomodarse con el tiempo. Y tú me acomodaste a mí. No sé quien terminó criando a quien, ya que siempre te mantuviste fiel a ti mismo, sin importar nada. Comenzaste siendo algo extraño que se presentó en mi vida de repente, y terminaste siendo todo mi mundo. No sabría como agradecértelo, rubio tonto. Recuerdo cuando te quedabas dormido en el sofá, abrazado al Señor Trapo, y yo te veía y me preguntaba como haría para criarte, si yo mismo no sabía qué hacer conmigo. Ahora me pregunto qué hubiese sido yo sin ti.

Mi Borja, mi niño que ya no es tan niño. Agradezco a la vida el haberme permitido quedarme contigo hasta que te hiciste un hombre, y me gustaría quedarme más tiempo, seguir intentando comprenderte y adivinar que ronda detrás de esa mirada tan tuya. Pero no puedo quedarme más.

No sé cómo explicarlo, pero por fin la muerte vino por mí, estoy seguro.

-Este viejo árabe se va de este mundo- digo, sabiendo que la cuenta regresiva había comenzado.

Borja baja su libro y me ve levantando una ceja. Deja el libro en la mesita al lado de la cama e intenta enderezarme con ayuda de la almohada.

-Ya, ya, Ibrahim, ponte derecho si no vas a dormir- me dice como si todo estuviese bien y sin demostrar preocupación, intentando contagiarme esa actitud batalladora suya, esa actitud de seguir luchando a pesar de todo. Lo había hecho ya varias veces, ya que yo había dado falsas alarmas de irme y había dicho lo mismo, pero esta vez es en serio.

-Esta vez no hijo, esta vez no.

Borja se detiene como si mis palabras le sorprendieran y me mira a los ojos. Yo le miro cansado a los ojos negros. Como si en mi cara viera agotarse los últimos granos en mi reloj de arena, frunce los labios.

-Ya… ponte derecho…- dice con la voz entrecortada, y la cara ya no tan serena como siempre-… ponte derecho, vamos- dice mientras intenta enderezarme en la cama, pero es inútil.

-Pórtate bien, Borja- le digo. Siento los pies livianos, como si me sacaran un gran peso de encima- Eusebio y Giovanni te visitarán con frecuencia para ver cómo estás, si necesitas algo, confía en ellos, te quieren mucho.

Borja baja la vista y escucho un sollozo. Cuando la vuelve a levantar veo sus ojos rojos, y las lágrimas bajando por su mejilla cortada.

-¿Qué cosas di-dices?- me dice agarrándome de la ropa, mientras sus lagrimas caen- no te puedes ir… no puedes.

-Lo siento, pero ya se me acabó el tiempo- ahora son mis piernas las que siento livianas.

Él quiebra en llanto, bajando la vista. Ya sabe que no hay vuelta atrás. Su máscara se quiebra, dejando ver a ese joven que sabe sentir, que sabe amar y también sufrir. Ah Borja, cuando eras niño me preguntaba que te pasaba que no reías ni llorabas como los otros niños. Aunque me hubiese gustado escucharte reír más, agradezco que no hayas llorado más de lo que lloraste en estos 14 años de conocerte. Mi corazón no hubiese aguantado.   

      Me toma de la mano con fuerza.

-Por favor, papá, no me dejes… por favor- me dice apoyándose mi mano en la mejilla, sin parar de llorar- no me abandones, por favor.

A pesar de estar anestesiado por el envión de la muerte, que me dijera “Papá” por primera vez me infló el pecho con un último aliento. Siento su cara tibia  y sus lágrimas calientes con lo que me queda de tacto.

-Borja ¿Recuerdas por qué tienes esas cicatrices? ¿Recuerdas que pasó la noche del accidente?

-Sí, Sí- me contesta con la voz envuelta en lágrimas, sin soltar mi mano- lo recuerdo todo.

-Bien, olvídate de eso.

El rubio me mira sorprendido. Pongo mi otra mano sobre la suya.

Ah, mi cintura está tan liviana ahora.

-Olvídate del pasado, hijo, olvídalo- le digo viéndolo a los ojos, con una sonrisa- libérate de todo el dolor, sé que todavía lo guardas dentro tuyo... comienza de nuevo, tienes todo por delante, mi niño, tanto por sentir, tanto por disfrutar, tanto por sufrir, tanto por amar, no te prives de nada, no dejes que tu pasado te lo prive.

Aumento la presión de mi agarre en sus manos. Mis últimas fuerzas. Qué bueno que pueda irme gastando mis últimas fuerzas tocando las manos de Borja. Soy un privilegiado.

Mi pecho se aliviana, queda poco.

-Borja, estoy orgulloso de ti, estoy orgulloso de lo que eres… de TODO lo que tú eres- le digo haciendo énfasis en la pablaba “todo”. Él me mira a los ojos, sin parar de sollozar, sé que sabe a qué me refiero- no sientas vergüenza de lo que eres, Borja, no tiene nada de malo, no vivas con miedo, amate, amate mucho y encontrarás a alguien que te merezca.

Mis hombros y mis brazos se alivianan, ahora sí.

Me acomodo en la almohada, nunca había estado tan cómodo. Giro de nuevo a mi izquierda, lo veo por última vez. Sonrío.

-Te amo, hijo.

Exhalo mí último aliento. Se sintió exquisito.

-¿Papá? ¡Papá! ¡No! Por favor, no- sacudes mi cuerpo ya sin vida, quebrando en llanto de nuevo- ¡Medico! ¡Medico!- te desgargantas, pero ya es tarde, Borja.

Desde donde estoy te veo llorar sobre mí, abrazándome, mientras al cuarto entran esos médicos y enfermeras que aprendí a odiar. Siento ese abrazo, Borja, lo siento a pesar de ya no estar en ese cuerpo. Te aseguro que jamás lo olvidaré.

Ah, así termina mi relato y mi vida en este mundo. Atrás queda el dolor, atrás queda el amor, atrás quedan los enojos, las risas, los dolores, los placeres y los llantos.

Borja, te conocí solo 14 de mis casi 60 años, pero eso fue suficiente para que me enseñes a vivir. Espero que te vaya bien en la vida, te quedan muchos errores por cometer, muchas victorias que ganar. Te será difícil, como todo en tu vida, pero confío en ti. Sé que serás un mejor hombre que yo, estoy seguro.  

Hasta siempre, mi niño raro, mi muchacho, mi Borja.

Notas finales:

Bueno hasta ahí nomas. ¿Qué les pareció? Admito que me gustó demasiado escribirlo, seguramente por el hecho que son personajes que salieron de mi mente que se niega a dormirse en las noches . Espero que les haya gustado. 


Como verán, no es una "historia de amor", sino más bien el relato de un personaje sobre la vida del otro, y sus particularidades, entre ellas su sexualidad.

Admito que al principio tenía la idea de hacer una historia larga, con varios capítulos, y que este primer capitulo fuese como una especie de introducción, para después continuar la historia de Borja. Pero después decidí que por ahora esto sería todo; primero, porque no sabría que trama podría contar, tendría que pensarla e idearla primero, segundo, porque estoy trabajando en un fic de Digimon, y a duras penas puedo actualizarlo una vez por mes, así que no quiero dejarlo de lado por meterme de lleno en este proyecto. Quizás en un futuro pueda hacerlo, y traiga más de Borja. Supongo que también dependerá de como reaccionen al fic, y si les interesa que haya continuación. Sinceramente me gustaría hacerlo, me gusta el personaje del rubio, y aparte podría aclarar ciertas cosas que no pude aclarar en esta entrega porque sino ya me hubiese quedado muuuuy larga. ¿Cómo ven a Borja? ¿Cómo un potencial Uke, o un potencial Seme? Me interesaría saber sus opiniones. Cualquier consulta, pedido, deseo o critica, no duden en comentar!!!

Bueno, me despido. Muchas gracias por leer! que te vaya bien, chauuuu


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