Mitobe era un mago, llevaba toda su vida viviendo en el bosque acompañado de los animales y plantas que allí habitaban. Sin embargo, él no era un mago cualquiera, ya que era uno de los cuatro magos protectores de dicho lugar, cuidando que los codiciosos humanos no invadieran tan sagrado lugar.
Hacía mucho tiempo que vivía solo, ya que su maestro falleció y rara vez solía encontrarse con el resto de los magos, prefería el silencio o la compañía de sus amigos las criaturas del bosque. Aunque prefiriera la soledad la mayor parte del tiempo, eso no quería decir que no anhelaba de vez en cuando la compañía de algún ser que llenara ese vacío que había en su corazón.
Cada noche de luna llena salía a ver a su amiga la luna, contemplándola unas veces, otras contándoles sus aventuras de manera breve. Más ese día de primavera había visto incontables parejas de animales cortejándose mutuamente, correteando, volando o nadando juntos en sus singulares bailes de conquista, lo cual terminó de quebrar su espíritu, llorándole a la luna de manera silenciosa por la falta de ese sentimiento tan precioso en su vida, el amor.
La luna solo le alentaba con sus rayos, tratando de darle algo de luz a su oscuro, largo y solitario camino, ya que debía ser fuerte no sólo por el mismo, sino por el destino que debía cumplir para con el bosque. Mitobe tenía muy claro lo que debía cumplir, las estrellas le habían dicho en numerosas ocasiones la senda que debía seguir y lo que sucedería si no cumplía con el camino trazado para él en el cielo desde antes de que naciera.
En medio de tanto dolor por su larga soledad, cuyo único testigo era la luna, recordó las palabras de su maestro, diciéndole numerosas veces en vida que el amor llega cuando uno menos lo espera, así que uno debe estar siempre abierto para poder recibirlo y reconocerlo, ya que lo podemos encontrar en el ser o de la forma más inesperada.
Después de algún tiempo, el mago se recompuso nuevamente, llevando muy dentro de su pecho las heridas que la soledad provocaba en su corazón. Llevaba a cabo su rutina sin problemas, atendiendo a los seres que vivían en el bosque, haciendo sus rondas para verificar la seguridad del área asignada a su cuidado. En uno de sus tantos paseos, divisó un ser que no conocía tomando un baño en el lago. Se acercó, intrigado, haciendo ruido con sus pasos, alertando al ser. En cuánto sus miradas se cruzaron, sintió que el tiempo se detuvo, su corazón latiendo fuertemente en su pecho, sabiendo en ese momento que había encontrado al ser que lo complementaría por el resto de su existencia.
Ese ser era un naga, uno majestuoso, tenía el cabello del color del sol, su cola tenía destellos dorados y sus ojos… Sus ojos eran para él como portales a otra dimensión, eran oscuros como el anochecer de una noche sin luna con un manto encantador de estrellas. Se acercó con paso lento a la orilla del agua, como en trance, mientras dicho ser se acercaba, generando suaves ondas en el agua al mover su cola. Apenas estuvieron lo suficientemente cerca el uno del otro, el mago extendió su mano derecha para tocarlo, este ser imitando su movimiento como un espejo, juntando sus palmas y entrelazando sus dedos, iniciando un intercambio de pensamientos sin necesidad de hablar.
El nombre de tan majestuoso ser era Hyuuga, apenas empezaron a conocerse, se dieron cuenta que eran el uno para el otro. Su amiga la luna y su maestro habían tenido razón, gracias a que no había cerrado su corazón había podido encontrar a ese ser que lo complementaba en todos los sentidos. Ambos pasaban horas en compañía del otro, disfrutando y amándose como nunca lo imaginó.
Pero las fuerzas malignas que existían en ese bosque, las cuales buscaban venganza por haber sido derrotadas por el mago, aprovecharon ese fuerte lazo que poseían ambos para lastimar al protector del bosque, haciendo caer al hermoso naga en un sueño eterno. Esas fuerzas vengativas no soportaban ver a su enemigo siendo feliz mientras ellos estaban encerrados, pudriéndose lentamente en una prisión mágica.
El mago lamentó con gran dolor la pérdida de su amado, jurando sobre el cuerpo del mismo traerlo de vuelta para que pudieran vivir juntos una vez más, amándose para siempre. Desde entonces el mago pasa cada noche en su morada realizando hechizos, pociones y demás para romper tan malévolo encantamiento.
No se detuvo nunca, y no lo haría hasta volver a perderse en esa mirada, volver a sentir su mano con la ajena, sus brazos estrechándose alrededor de la esbelta figura de su pareja mientras se fundían en un dulce beso. Solo podía seguir día a día con la ayuda de sus recuerdos, cada beso, cada caricia, cada palabra los llevaba grabados a fuego en sus labios, su piel y su corazón, alimentando el cálido sentimiento llamado amor. Sabía que podría seguir así, eternamente de ser necesario, con tal de ver a ese ser que cambió su mundo de tantas maneras, y lo más importante, le enseñó a amar y ser amado.