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I still feel for you. por nezalxuchitl

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Sarai Athena sama ascendió a los cielos. A la ciudad flotante, donde se decidiría el destino de su ejército, de la guerra.

Tanto dependía de aquel encuentro y aun así lo que más lo ilusionaba era  volver a verlo. Recargado en cojines, pellizcando dulces, espiaba en torno, nervioso, esperando que empezara la reunión.

Hermosas lemurianas con importantes ropajes iban y venían. El patriarca, lo sabía, estaba tan angustiado como él. Athena sama, incluso siendo una diosa.

La reina finalmente entró y ellos se levantaron; los únicos. Miradas maliciosas y una que otra burla. La reina elevo su copa, tumbada sensualmente sobre sus cojines y todos hicieron lo mismo. Tras vaciar la copa montones de ojos luminosos, de diferentes colores, bajo puntitos igualmente multicoloridos se clavaron en ellos.

Athena, y el patriarca, un paso atrás, se adelantaron. Athena puso una rodilla en tierra.

-¡Athena sama! – exclamó el patriarca, que le había rogado que no lo hiciera, pero al ver que su suplica no sería atendida se postró.

-Díina de Lemuria, solicitamos tu ayuda. – Itia ya le había comentado lo de las suplicas.

-Yo estoy dispuesta a servirte en lo que quieras, diosa Athena, pero tenía entendido que era de todo mi pueblo del que solicitabas la ayuda.

-¿No hablas tu por todas?

-Yo hablo, pero todas elegimos.

-Les dimos las armaduras – dijo una de pelo verdeagua y ojos oscuros - ¿y que hicieron con ellas? ¡Pelearon! Más allá de sus capacidades y de su fuerza.

-Es lo que los humanos solemos hacer. – respondió Athena.

-Pues sois tontos.

-Sí, lo somos. – se metió Itia – Pero no todos podemos elevar nuestra ciudad en los aires fuera de todo peligro.

-Nuestros antepasados sabían para que usarían los caballeros de Athena las armaduras cuando se las forjaron – dijo la reina, viendo feo a la aguamarina – eso no está en discusión. Pero que no las cuiden fue lo que inició las fricciones entre nosotros. Se necesita de nuestra sangre, y de nuestro cosmos, para repararlas, y es agotador, diosa Athena. Sentimos su dolor, nos cuentan lo que sufrieron en batalla.

-Sí, lo sé. – la joven pelimorada no sabía que más decir.

-Vosotras no tenéis por que sufrir más. – dijo Itia – Eso lo comprendo. Vivís en el paraíso y estáis muy por encima de nosotros, y no solo literalmente – alzó las manos. Habéis dejado atrás la ira, el dolor, el sufrimiento. Pediros que peléis con nosotros tal vez está mal visto, pero les pregunto: ¿acaso es correcta vuestra felicidad si los que están abajo sufren? ¿No tienen la obligación de ayudarnos, a vuestro modo de ver?

Algunas lemurianas del consejo se airearon, otras cuchichearon. El patriarca susurró a su cosmos que se moderase.

Finalmente la reina habló.

-Es cierto que el superior debe ayudar al inferior, para que alcanzen ambos el mayor estado posible. Nosotros lo creemos así y por eso estamos en este plano astral. Pero vosotros abusasteis de nuestra gentileza, al grado de tratarnos como criados, demandar nuestra ayuda, no entendiendo que el fuerte ayuda al débil – mirada de reconocimiento a Itia – sino como déspotas. Como os tratáis entre vosotros mismos.

-No nosotros – dijo el patriarca – No en el santuario.

-Sea. El último de vuestros antecesores con quien tratamos desconfiaba de nosotros al punto de no querer dejar en nuestra custodia, bien cuidadas, las armaduras sin usuario. Llego a acusarnos de sabotearlas, como si nosotras pudiéramos haceros algún mal a las armaduras o a vosotros.

-Lo se, y lo lamento. El patriarca Eufrates sufrió de delirios graves, en sus últimos días, provocados por su demencia natural como Géminis, el desgaste sufrido. Si para lavar esa ofensa es necesario derramar mi sangre, estoy dispuesto. – dijo, sacando un cuchillo y acercándolo a su muñeca.

-Tú jamás nos has ofendido. – dijo Díina.

-Pero soy el heredero de la ofensa.

-No lo consideramos así. Pero queríamos explicaciones sobre porque fuimos ofendidas.

-Fue una falta debida a la constitución del Santuario, constituido de tal modo que todo depende de la justicia del patriarca. Nadie está por encima de él.

-Un error que deberíais remediar.

-Ponemos como patriarca el mejor de todos nosotros, ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

Las lemurianas cuchichearon.

-Ciertamente, no queremos juzgaros ni obligaros a cambiar vuestro estilo de vida por la fuerza y no porque hayáis cambiado vuestras convicciones. Sois criaturas diferentes y lo entendemos. Diferente está bien, para nosotras, pero, ¿para ustedes?

-Para mi está bien. – dijo Athena – Para proteger la diversidad de este mundo maravilloso, para defender como cada humano elige vivir pido su ayuda. Enfrento a Hades porque jamás estaremos de acuerdo en lo que los humanos deben ser para nosotros, y creo que ustedes y Hades tampoco lo estarán. Por eso pido su ayuda. Protejan a las armaduras que protegen a los caballeros, como antes.

Díina y otras estaban conmovidas: las armaduras, ¿en qué estado las encontrarían? Se miraron. Se comunicaron telepáticamente todas.

-Seremos aliados de nuevo.

Athena les cogió las manos, con una sonrisa jubilosa.

 

*

 

Los detalles del acuerdo era mejor ponerlos por escrito, y llevaría tiempo, cosa que encanto a Itia. Esperó en vano ver a la hermosa de la trenza durante el banquete, en el que ya todos los caballeros que formaban la tripulación del barco bailaron y gozaron.

Todos gozaban, le parecía, menos ella, a su parecer, la más importante, pues era quien hacia su paraíso posible. Pero ni siquiera su opinión había sido consultada durante el encuentro.

Vagó por las estancias, intentando encontrar de nuevo en la que estaba.

-¡Oh! Os pido disculpas. – dijo, al chocar con alguien en una entrada – Kimaya. – la saludó al reconocerla.

Los ojos rosas, achispados, resultaban mucho más provocativos. Casi burlones.

-¡Pero si es el capitán! Oh, capitán… – se le abrazó, su aliento olía a licor de durazno - ¿acaso quiere estrechar relaciones para atar bien el lazo?

La ropa descompuesta, el rodearlo con una pierna.

-Me halagáis, pero busco a Astrancia.

Kimaya parpadeó como si no entendiera pero luego rió.

-¡Astrancia! ¡Hacía años que no la oía llamar así! Asha no puede recibirte, cariño. De hecho, ¡nunca recibe! –rió de nuevo, y el sintió que se enfadaba, con el corazón oprimido.

-¡Explícate! – le demandó.

-Asha es la encargada de mantener la ciudad flotante a flote. Debe meditar, todo el tiempo, para mantener diferente la forma del espacio en torno a nosotros. – nueva risa, con un pequeño hipito - ¿Qué te pasa, capitán? ¿No lo sabias? – su gesto estaba devastado - ¿No te habrás enamorado de el, verdad? ¡De nuestra pobre y fea Asha!

-¡Discúlpate!

-¿Qué? – retiró su muñeca de su mano - ¿Cómo te atreves a jalonearme, violento e inmundo seme? Si no te gusta la voluntad de Asha ve y díselo; no hay nada que puedas hacer al respecto.

Era cruel, y lo sabía, pero él se había atrevido a causarle dolor en la mano. Se retiró, buscando una mejor compañía. Otro de esos novedosos y más divertidos semes, como el que había dejado exhausto en la habitación de la que salía.

 

***

 

Vieron a muchos otros niños de su edad. Algunos ya investidos con sus armaduras de bronce o plata. Sílfide descubrió que no había nada que pudiera enseñarles respecto a la educación de la mente. Habían sido preparados como herederos del clan de Jamir y probablemente sabían más que él, descontando sus habilidades telepáticas y telequineticas.

Decidió probarlos el mismo en el coliseo, para determinar su nivel de entrenamiento físico.

Una gran cantidad de curiosos se reunió en torno. Parecía que fuese la prueba de un caballero para obtener su armadura más que la prueba de unos aprendices para encontrar su nivel.

Muchos rostros estaban descontentos. Los lemurianos no eran de fiar; era una desconfianza de antaño, un dicho popular. Se decía que eran capaces de hacer cosas increíbles con las armaduras, de quitarlas al oponente en pleno combate.

Algunos se preguntaban qué tan buena idea era darle algo tan poderoso a alguien de por si tan poderoso, otros recordaban el daño que los caballeros negros habían infringido por el capricho de los lemurianos; otros mas no creían que los artesanos fueran dignos de ser caballeros: en un ejército al servicio de un rey no lo serian.

-Pelea contra mí. – dijo Sílfide a Hakurei – No te límites. Deseo ver de  que eres capaz.

El gemelo de pelo en coleta asintió. Luego, el rubio apenas pudo evadir una increíble patada en dirección a su cara. Sintiendo el viento silbar en su mejilla vio su rodilla acercándose a su cara. La cogió y con medio giro la lanzó por los aires. Hakurei se detuvo en una columna y se impulsó de vuelta, la sonrisa determinada y el puño al frente.

Sílfide lo recibió con la palma de su mano y le devolvió otro que fue esquivado. Pelearon a rápidos puñetazos. Era pequeño y no quería hacerle daño pero eso le costó recibir dos tremendos golpes en las costillas.

Le atinó uno en la mandíbula, que lo tiró para atrás, pero Hakurei se impulsó para quedar de cabeza, y apoyado en sus manos, giró su cintura para golpearlo con una pierna extendida, pues Sílfide se le había ido encima creyendo que caería. El golpe casi dio con el en tierra, y hubiera sido humillante ser derribado por un aprendiz. Se detuvo en su mano y el también giró, pateando.

Lo que no espero fue que Hakurei se apoyara de su propia planta para impulsarse arriba, descendiendo con un puñetazo tan fuerte que creo un cráter en la roca.

Estuvo a punto de recordarle que no debía usar su cosmos, pero no sintió que lo hubiera hecho. Ese niño era de verdad muy fuerte, ágil, incansable. El impacto de la pierna en el centro del cuerpo le sacó todo el aire, y así tuvo que girar para arriba, para evadirlo, regresándole con una patada que impactó de refilón su hombro, haciéndolo desviarse y tener que repetir los saltos preparatorios para su ataque.

-¡Suficiente! – dijo Sílfide, parando de nuevo uno de sus puños con la mano y Hakurei haciendo lo mismo con el. – Tienes una gran fuerza, al nivel de un caballero de plata.

Cuchicheos inconformes a pesar de lo que habían visto.

La turrita estaba tan contenta. Para nada agitada. ¿De que diablos estaban hechas esas lemurianas?, pensó Sílfide, dolida de la mano en la que había recibido dos impactos.

Aun así, tomo aire y se enfrentó a Sage.

No era tan fuerte como su hermano mayor pero tenía la ventaja de haberlo visto pelear. Conocía sus movimientos y sacaba ventaja. También era más flexible, por lo que necesitaba menos espacio para regresar y atacar. Sus golpes no serían tan fulminantes como los de su hermano, pero atinaba más. Quizá también debió dejar su orgullo y descansar para medir en igualdad de condiciones.

-¡Suficiente! – dijo al derrapar con una rodilla en tierra, Sage con los brazos rectos, listos, formando una L – El nivel de un caballero de plata, también.

-¡Genial! – choco su mano Sage con Hakurei. Sería terrible enfrentarse a ellos dos.

-Eso significa que tendréis que entrenar con muchachos más grandes… aun asi, me gustaría que entrenasen con los de bronce, si pueden medir sus fuerzas.

-¡Claro! Seria agradable. ¿Quién quiere pelear? – preguntó Hakurei al grupo de chicos más pequeños, aprendices y saintos.

-Entrenar, Hakurei.

-Es lo mismo, vamos a combatir.

-Pero con el propósito de mejorar vuestras habilidades. – todos se voltearon a ver la voz en alto, la estola que ondeaba, el rostro en penumbras por el casco que volvía al patriarca mas místico, misterioso.

-¿A qué horas llegó ahí? – se escuchó una voz.

El patriarca descendió de un salto. Sílfide puso rodilla en tierra y así lo hicieron todos. Todos menos los pequeños lemurianos. El patriarca les acaricio las cabezas.

-Bien hecho, Sílfide. Bien pensado que te ayuden a entrenar a los aprendices. – añadió bajito – Hakurei, Sage, les mostrare la armadura por la que competirán.

Murmullos excitados a pesar de la presencia del patriarca. Miradas asombradas, que se encontraban.

El patriarca se dirigió a paso lento con los niños a la casa de Cáncer. A Hakurei le pareció que tardaban una eternidad en llegar ahí y que lo habrían hecho más rápido de haber cargado al viejo.

-La casa de Cáncer. – dijo Sage – Nuestro signo. – añadió al ver que Hakurei lo miraba.

-Las armaduras doradas solo aceptan a alguien nacido bajo los designios de su constelación.

Hakurei ya estaba tocando, Sage lo reprendió.

-El caballero de Cancer murió hace mucho tiempo, sin legar a nadie sus técnicas…

-Esas técnicas se han perdido. – dijo Sage.

-No. Incluso los humanos pueden aprender de la armadura.

Sage se sorprendió. En principio, las armaduras solo debían comunicarse con sus creadores. Supuso que eran demasiado sociables y empáticas para quedarse calladas.

-Pero los lemurianos podeis comunicaros a un nivel mucho mejor. Quiero que aprendan las técnicas de Cáncer, el terrible sekishiki, con la armadura. Quiero que den prioridad a esto.

Los chicos asintieron. Bajo la penumbra del casco, los ojos cataratientos del anciano daban un poco de miedo. Imponían.

-¿Cómo lo haremos? – preguntó Hakurei.

-Ustedes son lemurianos. – sonrió el patriarca, acariciándoles de nuevo la cabeza – Los hijos de Asha. No tendrán problemas en hacerlo.

Se puso en pie, apoyado en su bastón. Sin decir una palabra más se alejó al paso lento con el que los había acompañado.

Sage cerró los ojos y puso su corazón y su mente en blanco. Puso la palma sobre la armadura, justo sobre la parte que protegía el corazón.

Jadeó y la soltó como si quemara.

-¿¡Qué?!  - se preocupó Hakurei, tomándolo.

-Muerte. Devastación. Dolor. – miraba a su igual a los ojos.

-Los recuerdos de la armadura. – susurró Hakurei.

Sage negó.

-Ella todavía los está viviendo.

Hakurei le puso la mano encima. Gritaba, desesperada. La tomaron, entre los dos. No podían dejarla sufrir así.

 

Continuará...

 

Notas finales:

Por si olvidé decirlo, turra es sinonimo de omega, doncel, uke.

Dudas, comentarios, escribanlos con confianza.

Slán!


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