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Diez años por BocaDeSerpiente

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Harry tiene dieciséis años y un grave conflicto interno, que intenta resolver, sin éxito, mientras barre la cocina. A unos pasos, percibe un débil golpeteo de la razón de su sufrimiento. No es justo que sea tan obvio al hacer notar su presencia. Tampoco lo es que, inevitablemente, sea capaz de percatarse de que está ahí, incluso si lo disimula.

No sabe en qué momento se ha vuelto tan atento, cuándo comenzó a afectarle tanto. Un día, volvía deprisa al orfanato, con la sensación de que el corazón se le saldría del pecho y sin encontrar su voz. Cuando se quiso dar cuenta de lo que pasaba, se quedaba embelesado mirándolo y agachaba la cabeza cuando Draco lo atrapaba, el tacto le quemaba, le cosquilleaba, y no podía hacer más que convertirse en un desastre ante cualquier tipo de contacto.

Dejaba caer las cosas que sostenía, descuidaba a sus hermanos menores, fantaseaba en clases, tareas que siempre se le antojaron sencillas, ahora le resultaban complejas porque le costaba mantener la concentración y no desviarse hacia pensamientos de ojos grises y sonrisas débiles y preciosas. Ni siquiera dormía bien, desde que se despertó una noche, sobresaltado por un brazo que tenía alrededor, y descubrió a Draco, no el zorro, en el lado de la pared, con el pecho pegado a su espalda y el aliento, suave y ligero, golpeándole la parte de atrás del cuello en cada exhalación. Escenas similares se repitieron con el pasar de los meses, y Harry estaba, día a día, más convencido de que iba a enloquecer cuando menos se lo esperasen.

Quería gritarle, empujarlo, y al mismo tiempo, sostenerlo tan cerca que no quedase ni un centímetro entre ellos. Quería jugar con su cabello, tocarle el rostro. Quería besarlo.

Oh, quería tanto besarlo, desde que vio a algunos de sus compañeros hacerlo a escondidas, por error, y le pidieron guardar el secreto con sonrisas idénticas.

Quería tanto que ni siquiera estaba seguro de qué era, de qué pasaba con él. De qué haría con ese cúmulo inexplicable que tenía dentro, que anidaba, que crecía segundo a segundo.

Con un resoplido, se detuvo. Se recargó contra la escoba, ocultando el rostro. Tenía la impresión, bastante coherente, de que él sabría lo que le ocurría si le permitía ver sólo un poco más que de costumbre, así que no era extraño que lo evitase de más esos días. Pensaba que era lo mejor.

Cuando le preguntó a Hermione, desesperado por saber qué era aquello que le pasaba, su amiga sonrió, sacudió la cabeza, y le soltó un simple "es obvio que estás enamorado" al que le siguió un "es él, ¿cierto? El del pueblo, el que hace que sonrías tanto".

Harry no se sentía capaz de estar alrededor de Draco, sin la sensación de sofocarse, desde entonces.

Y esa ocasión, no era muy diferente.

Giró el rostro, sólo un poco, lo necesario para permanecer apoyado y poder verlo. Draco se subió a las alacenas, sacó algunos aperitivos que encontró por aquí y por allá, y para ese momento, acababa de sentarse sobre la mesa del fregadero, con las piernas cruzadas y en un balanceo constante, mientras comía unas galletas que no pertenecían a nadie. No había problema en que estuviese ahí, porque era el turno de Harry de limpiar el sótano, donde estaba la cocina y el almacén de la comida; pronto sería navidad y la tía McGonagall distraía a los niños arriba, al tiempo que los hermanos mayores tenían otra visita al pueblo, en busca de los regalos simples que se les dejaban bajo el árbol año tras año.

Tal vez él tendría que buscar un regalo para Draco. ¿No le gustaría?

Emitió un débil quejido y volvió a esconder el rostro. Las mejillas y orejas le ardían, era agobiante estar en esa situación.

Cuando Draco lo llama, en tono calmo, es como si le hubiesen dado un golpe, y él sólo puede dar un brinco y levantar la cabeza, con los ojos enormes y asustados, fijos en el otro.

El hombre arquea una ceja en su dirección, la pregunta silenciosa parece ser la misma que le ha hecho cada vez en que ha actuado así desde que eso ocurre. Nunca ha podido darle una respuesta.

Harry aparta la mirada y se lamenta la falta de valor para no hacerlo. Quizás, un día, se va a molestar y dejará de insistir. Quizás lo descubrirá por su cuenta, y no tendrá que forzarlo a decir una palabra. Quizás nunca lo sepa. O puede que ya lo haga. Las posibilidades son demasiadas.

—Harry.

—¿Hm? —Sabe que acaba de realizar un sonido lastimero y no puede evitar apenarse más. Draco lo observa cuando él vuelve a alzar la cabeza, se siente cohibido bajo el escrutinio.

—Ven aquí un momento.

Titubea. Con cuidado, deja la escoba apoyada contra la pared más cercana, y cuando camina hacia él, lo hace despacio, como si fuese consciente de que lo espera una condena o algún tipo de desastre al llegar al final de ese estrecho tramo que los separa.

Draco extiende el brazo y le sujeta la muñeca. Aún está sentado en la mesa, cuando lo jala hacia él. De pronto, Harry está en el espacio que queda en medio de sus piernas, da una inhalación brusca cuando el ambiente se torna demasiado cálido para él, y Draco le envuelve parte de la cadera con las piernas, sin hacer presión, casi con desinterés, como si fuese algo de todos los días. No lo es. Y lo va a volver loco, sin duda.

Contiene la respiración cuando dedos delgados y fríos se alzan hacia su rostro. Le mueve el cabello para acomodárselo, juega con sus lentes de montura redonda y fea, y al final, trazan la línea de su mandíbula, y Harry queda reducido a un desastre tembloroso que no puede hilar un solo pensamiento coherente ante dicha cercanía.

—¿Qué- qué ha-haces? —Balbucea. Draco no lo mira a los ojos, luce concentrado en su extraño examen.

De repente, le sonríe. Es una sonrisa diferente a las que ha visto antes, aunque no pueda decir por qué. Le gusta. Algo dentro de sí se llena de una emoción indefinible al verla.

Desearía que siempre la tenga.

—Dentro de poco, dejarás de ser un cachorro humano —Le da un pellizco sin fuerza en la nariz, y Harry no sabe si se acaba de burlar de él o no, porque Draco lo ha soltado tan rápido como lo envolvió en ese peculiar abrazo, se pone de pie y camina sobre el borde de las mesas, en perfecto equilibrio, hacia el hueco que da a una salida alterna. Él se despide y sale sin mirar atrás.

Harry se sienta en el suelo e intenta controlar los latidos enloquecidos de su corazón por varios minutos. Cuando se marcha, sus labores ya terminadas, no puede negar que Hermione tenga razón.

Durante la navidad de ese año, recibe un regalo que no contaba entre los preparados por el orfanato. Ron se pasa la mañana hablando del 'misterioso novio que envía regalos raros', Hermione lo regaña, Luna se ríe, y él no sabe a dónde esconderse para que no lo vean sonreír como un idiota.


Harry tiene diecisiete años y se niega a separarse de la flauta de madera que Draco ha hecho para él. Es una pieza alargada y delgada, y no se parece a los instrumentos similares que ha visto en imágenes; él dice que es una versión antigua, tanto que no podría encontrar registros de ella, tanto que apenas la recordaba.

Han pasado más tiempo juntos que nunca, si es que es posible. Excusado por el 'novio misterioso' frente a sus amigos, que se muestran comprensivos y divertidos a partes iguales cuando lo ven escaquearse de tareas y obligaciones, y huir con prisas cuando ha cumplido lo que debe, se pasa la mitad del día y una considerable porción de la noche en el bosque.

Como hermano mayor del orfanato, tiene que limpiar, ayudar en la cocina, en las compras, ordenar, cuidar a los niños. Lo hace todo, con gusto, porque son su familia y se siente bien ayudar. Pero nada se compara a sentarse al pie del tronco hueco y escuchar la voz suave de Draco, llenando la inmensa soledad que se ha convertido en el segundo hogar de ambos.

Draco, Draco, Draco. El mundo de Harry se ha inundado de él, si es que no lo hizo desde el primer instante, cuando era un niño de diez años y aquel un zorro extraño y fascinante.

Le ha enseñado a subir a los árboles, mantener el equilibrio sobre las ramas; jamás lo deja caer y siempre está cerca cuando necesita que le tienda la mano. Pescar, cazar conejos y aves pequeñas, tallar madera, reconocer olores, sabores, los rastros de animales, los sonidos que hacen. Se lo debe a él.

Draco es un maestro de poca paciencia, que disimula el mal carácter con un aura de calma permanente, y tiene la respuesta a cualquier pregunta que se le pase por la cabeza, por muy rara que sea.

Sin embargo, su momento favorito es la práctica de la flauta, y tiene un par de buenas razones para que lo sea.

Primero, le maravilla el sonido dulce que puede evocar sin gran esfuerzo. Nunca se le habría ocurrido que era capaz de algo tan delicado. Además, le permite observar a Draco, que le muestra cómo sostenerla, qué hueco presionar con el dedo y cómo retener el aire y soplar, sin tener que sentirse como un estúpido que no aparta la mirada.

Pero, por sobre todo, le gusta la sonrisa y el asentimiento que recibe cuando lo ha hecho bien, cuando recuerda una melodía, y el contacto tierno de las manos que le corrigen la colocación del instrumento, pulgares que le trazan círculos en el dorso y le acarician los nudillos, y ambos se dan cuenta y no lo hacen a la vez, porque se quedan mirándose como si el resto del universo hubiese dejado de existir durante unos segundos, para darles su propio espacio.

Es una sensación que lo sacude desde los cimientos, le cosquillea, lo hace reír. Le encanta, y que sea él quien la produzca, sólo la hace mejor.

Lo que Harry no sabe, es que hay algo que puede agradarle todavía más.

Es una noche sin estrellas cuando lo descubre. Draco ha terminado de tocar y ha bajado la flauta, tiene los ojos puestos en él. Adora que lo mire, adora tener toda su atención, a pesar de que los nervios lo traicionen y pierda la concentración.

La canción que toca también es antigua, el nombre no se puede traducir al inglés. Harry no sabe qué diría, de colocarle letra, pero reconoce la emoción que predomina, porque es la misma que siente cuando se ve reflejado en unos ojos grises y brillantes, y la que lo inunda cuando toca para él. Y sólo para él.

Llega al final con una nota grave que apaga el sonido que ha aprendido a ofrecerle. Baja el instrumento, lo acomoda en la caja en que lo guarda, tratándolo como el valioso tesoro que es desde esa mañana de navidad en que lo abrió y encontró una nota firmada por 'D'.

Quedan en silencio. Hay poca distancia entre ellos, tienen los ojos puestos en el otro. Tiene la absurda impresión de que el ambiente sigue colmado por la música suave, a pesar de que ya ha dejado de sonar.

El corazón le late tan fuerte que lo siente en los oídos, debe exhalar por la boca, porque teme ahogarse con los sentimientos que le bullen en el pecho si lo hace de otro modo.

Nunca han hablado del tema. Y como Harry supuso, tampoco es que lo necesiten. Puede ver el entendimiento en Draco, que conoce y analiza todo, y en el fondo, algo a lo que no sabe qué nombre otorgarle, le dice que si no tuviese oportunidad, si aquello que siente no funcionase en ambas direcciones, no se sería así, no se observarían, no actuarían como lo hacen.

Draco da un vistazo alrededor, con aire distraído. Luego vuelve a fijarse en él. Harry, con la garganta apretada y la boca seca, intenta, en vano, relamerse los labios, para descubrir si ha perdido la capacidad de hablar, de nuevo.

Se percata de que le presta atención al gesto. Lleva la mirada a su boca, y hay pocas emociones más arrolladoras que la que lo invade cuando Draco chasquea la lengua, murmura algo, y de un momento a otro, ha apoyado las palmas en el piso, a ambos lados de él, y se ha inclinado hacia adelante.

Labios delgados y suaves atrapan los suyos, y él se inmoviliza. El contacto es gentil y lento, para que se acostumbre, para que pueda reaccionar sin presiones y corresponder, a su propio ritmo, y hay tanto agradecimiento cuando percibe que no le molesta que se quede aturdido un momento, y que lo calma con una caricia en la mejilla, que Harry no sabe cómo es que ha vivido por tanto tiempo sin haberlo besado antes.

Luego no pasa un día sin que lo haga.


Harry tiene dieciocho años y sabe que debe dejar de sonreír como un tonto, pero no lo puede evitar, porque es el mejor cumpleaños que ha tenido hasta el momento. Ha tenido pastel, música, ha jugado con sus hermanos menores y charlado con los de igual edad, ha recibido un abrazo de McGonagall, un regalo del amargado Snape, y la oferta de quedarse en Hogwarts, mientras que algunos de sus compañeros, ya adultos, se marcharán a la vida en el mundo de afuera que nunca han conocido; él se quedará a ayudar a la anciana tía a cuidar al resto.

Por obvias razones, no pasó por el pueblo, y apenas tuvo tiempo en la mañana de una rápida visita al bosque para reclamar un par de besos y un abrazo, y agradecer los buenos deseos de Draco. Cuando creía que tendría que escabullirse cuando todos durmiesen, se da cuenta de que la entrada al orfanato, unas rejas que sólo se mueven cuando van a adoptar a un niño o los mayores salen al pueblo y regresan, se abre para un invitado especial e irremplazable.

Harry no sabe qué ha hecho para que se le permita entrar como uno más, ni tampoco le importa demasiado. Lo único en lo que puede pensar es que Draco lleva un traje blanco, sofisticado, que lo hace ver como un ángel y desentonar con el patio y las guirnaldas hechas por niños de seis y siete años, y con el cabello recogido en una cola y un paquete envuelto en una mano, es una imagen que no le habría importado que le quedase grabada en los párpados por el resto de su vida.

Los sentimientos que tiene no le dan tregua, no podría existir una vuelta atrás cuando da un suspiro entrecortado, y tiene que mirar alrededor, para buscar el asentimiento de aprobación de los demás, que le deja en claro que es cierto, que está ahí, antes de echar a correr hacia él. De repente, se ha lanzado a los brazos de Draco, y aunque le encanta que haya buscado un regalo para él, se centra más en besarlo para compensar las horas lejos y tranquilizar esa oleada de emociones que lo golpea sin piedad, y que no podría desear que sean de otro modo.

Draco ha sido un perfecto invitado. Lo deja que lo arrastre para presentarlo a todos, juega con los niños y les sigue la corriente, se ríe de las bromas de sus amigos, incluso besa el dorso de la mano de la directora y le hace un cumplido.

Cuando los más jóvenes se han ido a la cama, y la noche es suya para celebrar que es un adulto, se han quedado solos, y Draco lo tiene atrapado en un baile lento, que consiste en giros y en quién le roba un beso a quién primero, y no hay nada que pueda gustarle más en el mundo.

Apoya la cabeza en su hombro, un poco girada, de manera que puede ver su cuello y la caída del cabello hasta el amarre. Él es una presencia cálida, segura, firme, y sólo quiere pasarse el resto de su vida así, rodeándolo con los brazos, maravillado con cada detalle que tiene cuando no hay motivo alguno.

—Draco.

—¿Hm? —Un beso delicado, apenas un roce en un costado de la cabeza, le advierte que tiene su absoluta atención. Y oh, cómo le encanta saberlo.

Se acurruca más en el hueco de su hombro, tiene una sonrisa que no puede, ni le interesa, disimular. Él debe haberla notado hace horas, de cualquier manera.

—Quédate aquí, conmigo.

—Estoy aquí —Le responde, con cierto deje de diversión en la voz, a la vez que le da un leve apretón al abrazo con que lo envuelve.

—Sí —Exhala Harry, complacido con un hecho tan simple—, pero quédate conmigo, por favor. Quédate para siempre.

Draco lo estrecha más como respuesta. Cuando levanta la cabeza, son unos ojos llenos de afecto y adoración, y unos labios que conoce bien, los que lo encuentran.

Pero él tendría que haber sabido lo que diría de abrir la boca, porque no habría sido la primera vez que lo oía.

Yo no me quedo en ningún sitio.


Harry tiene diecinueve años cuando se acomoda el saco sobre un hombro y el carcaj en otro. Está cansado del sol de la media tarde, sudoroso, falto de aliento, pero nada le impide ponerse de cuclillas para frotar un costado de la cabeza del zorro amarillo, casi blanco, que se le acerca cuando han terminado la cacería. El orfanato tendrá un festín esa noche y al día siguiente con lo que consiguieron más allá de cualquier límite trazado en el bosque, y McGonagall hará preguntas por las que se reirá y no contestará; es un mal hábito ahora.

—Gracias, bonito.

Le ofrece los brazos al zorro, que se sube en ellos, y ante su mirada, nada impresionada para entonces, se transforma en una versión de una cola y rojiza del mismo animal. Emprende el camino de vuelta, con la calma de alguien que lo ha hecho cien veces, y llega a Hogwarts cuando aún no es la hora de la comida, e incluso si alguien pregunta dónde estuvo y qué hizo, les da una sonrisa enigmática y suelta palabras de ambiguos significados, y nada más.

Harry tiene más secretos que amigos, y no distingue en qué momento ha ocurrido. Una vez a la semana, llegan cartas de Hermione y Ron, a veces de Luna, la directora lo insta a salir y él se pierde por horas en el bosque y el pueblo. Tiene una vida llena de niños revoltosos a los que adora, y luego está la otra, en un tronco hueco, con magia y unos brazos que lo reciben y hacen que sea la persona más feliz del mundo.

Nadie tiene que saberlo. Dentro de unos meses, cuando cumpla los veinte, serán los diez años exactos, Draco será humano y podrá, de algún modo que todavía no ha pensado, mezclar ambas vidas en una armoniosa que le otorgue la misma dicha.

Es un hermoso sueño el que tiene. Y como cualquier otro, no puede ser más frágil.

El suyo, en particular, comienza a desmoronarse, en el momento en que el zorro salta de sus brazos cerca de la linde del bosque. Harry se agacha para preguntarle qué pasa, pero no hay respuesta inmediata; Draco mira alrededor, olfatea, y las orejas se le mueven de ese modo que sugiere un peligro cercano o advertencia de riesgos.

Lo envía hacia el edificio. Harry lo ve perderse, el rojo de la ilusión cediendo bajo el pelaje real, entre los árboles.

Cuando cae la noche, lo espera, porque ya no sabe qué es dormir en una cama vacía, desde que tiene un cuarto para él solo y Draco ocupa la mitad del espacio, en forma humana, y lo abraza por horas. A veces también hacen más que sólo abrazarse.

Draco entra al edificio por la puerta principal. No hay nadie que lo reciba, más que él, pero sacude la cabeza y le pide que lo siga. No puede explicarse cómo es que, si nunca se lo mostró, se sabe de memoria el camino que lleva a la oficina-habitación de la directora, donde toca con los nudillos.

La mujer les abre, frunce el ceño ante el inesperado invitado, y aceptando la disculpa de Harry, los deja pasar. Parece más aturdida que enojada cuando Draco se pone de cuclillas y se dirige a su gato, y no a ella, con estas palabras:

—Hay que sacar a todos los niños. Ya.

Hay un instante de tenso silencio, Harry teme que la directora les diga que han enloquecido y los eche. Luego el gato le da paso a una figura humana, una mujer joven vestida de negro y con expresión traviesa, que emite una risa similar a un maullido y ladea la cabeza.

—Lo sabía, sabía que los había sentido rondar cerca, lo sabía…—Musitaba.

—Pero no has hecho nada.

La muchacha hace un sonido chirriante y agudo de advertencia, se pone de pie con un movimiento grácil, y comienza a hablar con la directora. Los ojos de McGonagall están llenos de entendimiento cuando mira a Draco, pero a Harry lo ve casi con lástima.

Dejándolo con más preguntas que respuestas, las dos se retiran. Poco después, oye los pasos de los niños, puertas que se abren y cierran, voces que discuten.

Harry no entiende lo que pasa cuando Draco se recarga contra la ventana del despacho y mira hacia afuera. Es la expresión más vacía que ha tenido en años.

Y no le gusta.

—¿Qué- qué pasa?

Él tarda un momento en responderle.

—El viejo director, el que estuvo antes, Albus, tenía un problema con gente mala que amenazó el orfanato hace muchos años. Quieren volver ahora, hay demasiados niños y no es seguro que…

—Pudiste haberme dicho —Lo interrumpió, con un hilo de voz, cuando comprendió que tenía que moverse, y a la vez, la magnitud de lo que acababa de hacer. De lo que acababa de perder—, yo se lo hubiese advertido, no tenías que…

—Te hubiesen hecho preguntas —Le replicó, tenso—, y de una forma u otra, hubiesen llegado a saber de mí.

—Yo no se los hubiese dicho.

—Entonces no te hubiesen creído, o lo hubiesen hecho demasiado tarde —Se enderezó al darse cuenta de que alzaba la voz, y dio una profunda inhalación. No lo miró al agregar:—. Sé cuánto amas este lugar y a esos cachorros humanos.

Harry piensa que nunca se sintió tan enamorado y tan adolorido como en el momento en que la directora vuelve, le pide ayuda, y al darse la vuelta, Draco no está. Y la ventana está abierta, hacia la fría noche de Escocia.

McGonagall jamás le hace una pregunta, tampoco es necesario; lo peor ha ocurrido, ella sabe, ella entiende. A menos de un año de cumplirse su propósito, la identidad queda revelada. Él no lo vuelve a ver esa noche, ni la siguiente, ni la que vino después.


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