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Diez años por BocaDeSerpiente

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Ahora Harry tiene once años y se despierta de mal humor. Tantea el lado vacío de la cama, consciente de que es en vano, porque aún siente el tacto fantasmal del pelaje suave contra un costado de la cara, y desearía que Draco no se hubiese escabullido lejos a primera hora de la mañana, cuando él dormía profundamente, para poder abrazar al pequeño zorro y usarlo de almohada. Casi nunca le permite hacerlo, sin protestar antes, pero él sabe que es su modo de hacerse el orgulloso y nada más, y lo deja que se queje, hasta que termina por ceder.

Cuando Luna, una de las niñas del cuarto, lo llama, no tiene más opción que arrastrarse fuera de la cama y desfilar hacia el baño, uniéndose a la larga columna de pequeños que espera un turno en los cubículos para empezar el día. Media hora más tarde, es el único que cuida sus pasos al descender por las escaleras hacia las cocinas, que están hasta abajo de todo el edificio, y utiliza un banco para alcanzar la despensa, de la que saca unas hogazas de pan, las mete en una bolsa y dentro de su bolsillo.

Sale del orfanato por la puerta trasera, le regala una caricia a Fang cuando pasa por un lado de la casucha que construyeron para el perro, y corre al llegar a la inclinación de la colina, para salir del campo de visión de cualquiera que se asome por las ventanas, antes de que se le haga demasiado tarde.

Al cruzar la cuerda del límite con el bosque, saca la bolsa de pan y la ata a la rama de un árbol, y después de un simple vistazo alrededor, que no le da pistas del paradero de Draco, humano o zorro, regresa por donde llegó y se escabulle dentro del edificio, para ir con el resto al comedor por el desayuno. El fin de semana acabó y tiene clases suplementarias con Flitwick, el profesor que McGonagall contrató para enseñarles cuando ella, o los hermanos mayores, no tuviesen tiempo.

Harry se pasa el día con la cabeza en las nubes y dando ojeadas por la ventana, a tal punto de que el profesor decide que es mejor cambiarlo de puesto y colocarlo en uno de los pupitres que dan contra la pared. Le parece que es injusto, pero se lo calla.

No tiene oportunidad para escaparse hasta que es media tarde, más o menos, y echa a correr con los cuadernos todavía entre los brazos, fingiendo que no escucha los llamados que dan Ron y Hermione, dos de sus compañeros, tras su espalda.

El bosque está silencioso, la bolsa de pan ya no se encuentra donde la dejó; en cambio, a los pies del árbol, quedó un conjunto de pequeñas flores violetas, que lo hacen sonreír a medida que se adentra más entre las plantas. Encuentra a Draco tumbado, boca arriba, en una rama alta, tallando algún tipo de instrumento con una navaja que le consiguió hace poco de los cuartos de los mayores.

El tronco hueco donde lo halló por primera vez, con el paso del tiempo, se ha ido llenando. Le ha conseguido cobijas y una almohada, libros que cambia cada vez que los termina, lápices, papeles para cuando dice morir de aburrimiento y que tenga algo en lo que ocuparse.

—¡Volví! —Anuncia desde abajo, balanceándose sobre los pies, a pesar de que él mismo le ha dejado en claro que puede percibir su aroma a metros de distancia. A Harry le gusta cuando alza la voz y logra que Draco se gire y los ojos grises lo miren.

—Cachorro —Suelta un ligero bufido y vuelve a concentrarse en la madera; los movimientos con que lo talla son precisos, fluidos, no hay vacilaciones—, ¿qué tal el día humano?

—Me moría de sueño en la clase del enanito —Comenzó, sentándose a los pies del árbol, desde donde puede ver la caída de su cabello rubio y la manera en que no para de mover una pierna adelante y atrás, y a la vez, abrir los cuadernos para buscar las tareas—, Ron sigue preguntando por qué me voy todas las tardes.

—¿Quieres que haga una ilusión que tome tu lugar allí?

Él sacude la cabeza. Aunque sigue concentrado en tallar, sabe que ha captado el gesto. De algún modo, pareciera que Draco siempre lo capta todo, y punto.

—Tengo tarea —Explica, no recibe respuesta. Era lo que esperaba.

Descubrió que Draco también conocía de las materias que le dan, un día en que le mostró un cuestionario, y armado con un lápiz a punto de llegar al final de sus días útiles, y con una expresión de calma imperturbable, lo resolvió en menos de diez minutos. Nunca había tenido tan buena nota. Cuando se enteró, sin embargo, le dijo que no volvería a hacerle la tarea, porque los humanos tenían que aprender las cosas por su cuenta.

Él no pierde la esperanza de que lo ayude. A veces, cuando aparenta estar calmado y de buen humor, y ve que Harry lucha con una sección en particular, hace insinuaciones sobre la respuesta, o comentarios que hace que recuerde lo que tiene que colocar. Se siente agradecido cuando ocurre.

—¿Tu día qué tal? —Sigue, sin levantar la cabeza, porque tiene unos ejercicios de matemática que resolver y están atrasados. Se suponía que los entregaría ese día en la mañana.

—Normal —Replica, sin gran interés—, ilusiones por aquí y por allá, me pusieron unas trampas rompe-huesos muy obvias, cacé un conejo muy gordo. Molesté a Fang y casi muerdo a la gata de la vieja directora.

—Esa gata horrible es más grande que tú como zorro.

—Yo soy más fuerte.

Harry lo piensa por un momento y asiente.

—¿Comes gatos?

—No, qué asco. Menos ese gato, que es medio humano como yo.

El niño alza la mirada de golpe, boquiabierto.

—¿Pelusa es medio humano?

—Ajá.

Está claro que a Draco le parece más interesante el tallado de madera que otro medio humano por ahí, a él no; suelen diferir en esos aspectos. En otras ocasiones, tiene la impresión de que Draco ha visto demasiado, y a esas alturas, todo comienza a aburrirle. Se siente un poco triste cuando lo considera.

—¿Juegas conmigo hoy? —Pregunta luego, con la expresión más inocente que es capaz de llevar a cabo.

—Primero la tarea. Esa respuesta está mala, sí, esa, sabes de la que hablo —Aclara, a pesar de que ni siquiera se ha girado, y desde esa altura, no debería de leer lo que él escribe. Harry suelta un exasperado resoplido y se dispone a corregirlo.

Dos horas después, ha terminado y cierra los cuadernos. Draco se sienta en la rama, el tallado ya dejado de lado, y con un soplo de aire por la boca, convierte el piso de tierra y grama bajo el niño en una pista de hielo personal, que lo hace reír y resbalar. Debajo de la capa helada, distingue imágenes de ballenas que nadan, conjuntos de pececillos y kril, y no puede evitar el asombro cuando un tiburón falso hace ademán de golpear el hielo, las hileras de dientes quedan a la vista y él lucha por no jadear.

—No sé patinar —Protesta, batallando por mantener el equilibrio y con movimientos cómicos de los brazos, que no lo ayudan en su propósito.

—Pues aprende —Le contesta con simpleza, bajándose de un salto del árbol. Al tocar el piso, sus pies están enfundados en patines que se ven en perfecto estado.

Draco se mueve de reversa, sin dejar de mirarlo, gira, y sin prisas, luego da una vuelta alrededor de él.

—¿Te da miedo? —No hay burla en la pregunta, ni siquiera curiosidad. Es pronunciada en un tono neutro, como si él pensase que no sería inusual en un humano, como decía con frecuencia.

Harry mira el hielo con sus figuras fantásticas, la facilidad con que se mueve sobre este, y niega, inseguro.

—Pero me voy a caer.

—No te voy a dejar caer —Draco rueda los ojos. De pronto, el niño se siente más alto, porque unos patines han aparecido bajo sus pies también—, no te aguantaré llorando ni siendo un miedoso. ¿Eres un cachorro valiente o no?

Le frunce el ceño, en su mejor intento de una expresión enojada y decidida.

—Sí soy valiente.

El hombre arquea una ceja y siente que las mejillas le arden.

—Lo soy —Insiste, con un leve tartamudeo que dice lo contrario, pero Draco se ha reído y le ofrece las manos para guiarlo hasta que pueda moverse por sí mismo, sin tener miedo. Harry no lo tiene desde que lo sujeta, mas no se lo dice; si lo hubiese hecho, temía, él lo habría soltado antes.


Harry tiene doce cuando debe contener la risa para no ser atrapado. Lleva dos escobas consigo, que ha sacado de la cocina del orfanato, y sus pasos, con la práctica de los últimos dos años, no hacen ruido cuando se escabulle fuera del edificio. Fang le pisa los talones al estar al aire libre, expuesto a la brisa fresca de otoño en Escocia y de noche, pero él baja la colina sin hacer una pausa.

El pecho y la garganta le arden cuando alcanza el límite del bosque, se recarga sobre las rodillas para recuperar el aliento, las escobas dejadas de lado. Hay un zorro que lo espera, sentado y erguido, a unos metros de la cuerda que traza el final del terreno de Hogwarts, y el pelaje casi blanco reluce más bajo la luz de la luna, cuando ladea la cabeza y olfatea el aire.

—Hola, bonito —Le palmea un costado al saludar. A Draco le gusta que le diga que es bonito, porque dice que por supuesto lo es y todos deberían reconocerlo; las palabras hacen reír al niño por el tono pomposo con que las pronuncia.

El zorro frota la cabeza contra su palma, se desliza por el espacio entre sus piernas, y no hay sonido alguno cuando la figura animal la deja paso al hombre. Draco sacude la cabeza para que las orejas se disimulen en el resto del cabello, como de costumbre. Luego se dedica a tomar una escoba y sopesarla, como si se le hiciese un instrumento pocas veces utilizado.

Harry tuvo la idea cuando leyó una de las historias de Hermione, acerca de brujas que volaban en escobas. Sabe que él puede volar por su cuenta, pero aunque le ha ofrecido llevarlo, al niño le da miedo la idea de subirse sobre el lomo del zorro. Será más sencillo así.

—¿Dices que te subes aquí arriba, y vuelas?

—Sí, eso decía que hacían en el cuento.

Con un encogimiento de hombros, Draco pasa la palma sobre el mango completo de la escoba. Cuando la suelta, esta se mantiene nivelada en el aire, por sí misma. Harry tiene que contener un chillido al pasar una pierna por encima y acomodarse, él lo ayuda y le explica cómo sostenerse bien.

—Lo mantendré así por un rato —Draco se sube a la otra escoba, que también levita, le dirige una mirada extraña al objeto, y con una exhalación casi resignada, patea el suelo para elevarse. La expresión vacía desaparece momentos más tarde, cuando están en el aire.

Fang comienza a ladrarles desde el suelo; tras un movimiento de muñeca y un sonido irritado del hombre, el perro sigue haciéndolo, pero en silencio. Cuando le asegura a Harry que no le duele ni lo siente, él se ríe y piensa que deberían hacerlo cada vez que Fang no deja dormir a los niños.

Por pura improvisación, cuando están a varios metros del suelo, Harry maniobra para descubrir lo que puede hacer. Le gustan las ráfagas de aire contra la cara, la velocidad, la adrenalina.

Cuando se lanza en picado hacia el suelo, o se pone de cabeza, sólo hay ganas de reírse. No es que confíe en su habilidad, ni mucho menos en la escoba, es que Draco lo sigue de cerca. Él sabe que no dejaría que nada le pase.

Terminan jugando con una pelota brillante y pequeña, aparecida de la nada, que a Harry le resulta similar a una estrella para ellos solos. Al mencionárselo, Draco se encoge de hombros y le dice que se la puede quedar, si le gusta.

Se queda dormido esa noche en el bosque, sentado a los pies del tronco hueco, con la cabeza apoyada en el hombro de Draco, las escobas, ya sin magia, a un lado, y rodeado de ilusiones coloridas que ha hecho a petición de él, que disfruta los espectáculos de luces que da.

Despierta en su cama a la mañana siguiente. No hay rastro del zorro, ni de cómo llegó, y nadie se dio cuenta de que hubiese salido.


Harry tiene trece cuando se despierta de golpe y se sienta, de forma tan brusca, que es una suerte que no se diese en la cabeza contra la parte de abajo de la litera superior. Jadea y está cubierto de sudor. Ha tenido una pesadilla poco recurrente.

Está en el asiento trasero de un auto, es tan pequeño que no puede ver el camino y tiene que estirarse para observar por las ventanas de los lados. Hay dos personas que conversan adelante. Es de noche, una noche tranquila, y suena una música ligera de saxofón desde la emisora de turno.

Luego la mujer de copiloto se voltea y extiende un brazo hacia él, intenta decirle algo. El hombre que maneja se distrae. Ocurre demasiado rápido.

Lo siguiente que recuerda es un estallido de luz, la manera en que ambos gritan, alguien que lo cubre y un golpe que termina en nada. El resto del recuerdo se borra apenas abre los ojos.

Sabe lo que es, de dónde proviene, y no le gusta. Rara vez piensa en sus padres y el accidente que se los llevó hace años.

Un bulto que ocupa el otro lado de la cama se remueve, hay un quejido débil. Por reflejo, acerca la mano y acaricia el pelaje del zorro casi blanco, que lo busca en la oscuridad y se recuesta en su regazo.

—¿Qué pasa, cachorro? ¿qué tienes? —La voz suave es un simple murmullo en el cuarto compartido. Incluso los ronquidos de Ron, en la cama de arriba, son más fuertes.

El niño envuelve a la criatura mágica con los brazos y la estrecha contra sí. El zorro está rígido.

—¿Qué pasa? —Repite, tenso. Harry niega, con los labios apretados para contener los sollozos involuntarios, y restriega la cara en el pelaje para borrar sus lágrimas. Él se queda quieto y se relaja tras un momento.

Sus brazos se mueven, por sí solos, cuando la figura de zorro deja paso al hombre que ocupa más de la mitad de la pequeña cama y tiene que agacharse para no golpear la parte superior de la litera. Draco suspira y le rodea los hombros con un brazo. Harry tiene el rostro enterrado en su pecho cuando percibe el beso en la frente.

Levanta la cabeza y parpadea, a través de las lágrimas, pero no es el cuarto del orfanato lo que encuentra. Está en una casa, sentado en un sofá, solo.

Con un hipido, se levanta, vacilante, y mira alrededor.

—¿Dra-Draco?

—Sh —Unas manos se posan en sus hombros tan pronto como lo llama, la presión que ejerce es ligera y tranquilizadora. Siente el aliento en la oreja cuando le habla—, ahí viene ella.

Está a punto de preguntar quién viene cuando, por un umbral que lleva a una cocina o sala, aparece una mujer pelirroja, de ropa desordenada y sonrisa dulce, que lleva a un bebé en brazos. No deja de susurrarle palabras cariñosas y jugar con él, haciéndolo saltar y atrapándolo en el aire.

Harry no sabe cómo la reconoce, porque nunca hay caras en sus sueños, pero lo hace, y siente que el aire se le queda atorado en la garganta.

Ella se llama Lily —Continua Draco, en voz baja, para permitirle distinguir los juegos de la mujer y el bebé—, Lily Evans, luego Potter. Era una artista a medio tiempo, le habría gustado lo mismo para ti cuando crecieras. Ahí viene él, mira.

Volvió la cabeza de inmediato, sin pensarlo, a tiempo para divisar al hombre de cabello despeinado y lentes que entraba unos pasos tras ella. Se aproxima, besa a su esposa y alza al bebé, haciéndole cosquillas que le arrancan carcajadas histéricas. Harry siente que el pecho se le llena de una emoción cálida a la que no sabe qué nombre darle.

—James. Abogado, de los buenos. Pensaba que tu mamá estaba loca y por eso se enamoró de ella, siempre lo estaba regañando —Señaló, justo cuando la mujer comenzaba a decirle que no sostuviese así al bebé o lo haría marearse. Harry emitió una risa baja y negó.

—¿Cómo sabes esas cosas? —Preguntó, tras un momento de considerarlo.

—Yo lo sé todo, cachorro.

Asintió, aunque no porque se hiciese una idea de cómo era o si sería cierto. Apuntó, titubeante, la escena familiar.

—¿Me puedo acercar?

Draco lo instó a hacerlo con un leve empujón en la espalda.

—Ellos no te ven ni oyen, nos quedaremos todo el tiempo que quieras.

Y así lo hicieron. Harry conoció más en un rato de visita, gracias a Draco, que en años de observaciones y comentarios del amargado trabajador social Snape.

Nunca le dio las gracias. Cuando estuvieron de vuelta en el cuarto del orfanato, lo abrazó por largo rato, sin decirle nada. Al día siguiente, Draco ya no se encontraba en el edificio, como era usual.


Harry tiene catorce años cuando sabe que ya no será adoptado. Severus lo ha visitado el día anterior, han tenido la temida charla de los adolescentes, el "estás demasiado grande", el "suelen buscar bebés o niños pequeños", las disculpas, las promesas de intentar dar, todavía, con una familia apropiada. Él le contestó que no le importaba.

A solas con Draco, de vuelta a la linde del bosque, sólo por curiosidad, le pregunta si se habría ido a vivir cerca de la casa de los que lo hubiesen adoptado, en caso de haber ocurrido. El hombre ladea la cabeza y luce pensativo unos segundos.

—Supongo que pasaría por ahí.

Aquello lo tranquiliza, a pesar de que la situación sea hipotética, y desde ese momento, probablemente imposible.

Están sentados en unos troncos cortados hace poco, uno frente al otro. Harry le venda el antebrazo, donde por pura mala suerte, le dieron con otra bala. No está tan débil como la vez que se encontraron, y sin duda, sanará rápido; tan solo en unas horas, la herida ya no sangraba ni estaba enrojecida, y para ese momento, lo único que lo hace mantenerse cuidándola es la posibilidad escasa de una infección. Él parece más preocupado que el propio herido, lo que no es extraño.

Termina el vendaje de forma impecable, orgulloso de sí mismo, y tras asegurarse que Draco no lo deshará en algún movimiento que no debería llevar a cabo, suelta una pesada exhalación y se dedica a pelar una fruta, para liberar cierta frustración con la cáscara. Es un método efectivo, comprueba enseguida.

—Pronto seré un adulto —Agrega poco después, con un encogimiento de hombros, con el que pretende restarle importancia—. En unos meses, voy a la primera visita al pueblo que queda por aquí cerca, y en un año, cuando cumpla los quince, ya soy un hermano mayor para los niños. No necesito que me 'adopten'.

—No, no lo necesitas.

—No lo necesito —Harry asintió para darse mayor seguridad. Draco no dejaba de observar la fruta que tenía en la mano, desde que la sujetó, así que se resigna y se la pasa cuando termina de pelarla; él sonríe a medias al conseguir lo que quería, que era no hacerlo por su cuenta, y el muchacho rueda los ojos y se dispone a hacer lo mismo con otra—. Ayudaré aquí, la pobre McGonagall ya se está poniendo vieja, y los niños son muy inquietos, yo no era así a su edad…

—Sí lo eras —Observa el hombre, llevándose un trozo de la fruta a la boca y ajeno a la mirada desagradable que le dirige en respuesta. Para aligerar su humor, agrega:—. Estarás muy ocupado, ¿no?

—Sí, eso creo.

Sabe que esa cabeza rubia maquina algo cuando pasa un momento de silencio y Draco emite un breve "hm".

—¿Quieres que una ilusión haga el trabajo por ti?

Harry le frunce el ceño.

—Las cosas no se resuelven con ilusiones, Draco.

Él se encoge de hombros.

—Supongo que para los humanos no, porque no pueden hacerlas.

Aquello era un caso perdido. Sacudió la cabeza, con fingida exasperación.

—¿Vas a resolverlo todo así, cuando te conviertas en humano de forma permanente?

—Quizás —Y una pausa, en la que pareció considerar cierto detalle—. La verdad es que no estoy seguro de si conservaré mi magia cuando lo haga.

Era la primera vez que lo oía reconocer que no sabía algo. Harry estaba boquiabierto, le llevó unos segundos procesar lo que acababa de oír y casi tose la fruta que tenía en la boca, al tragarla sin darse cuenta.

—¿Perderás la magia? ¿es- eso podría pasar? ¿serías un humano normal?

—Es una probabilidad de cincuenta-cincuenta. O sesenta-cuarenta a que no —Frunció un poco el ceño, distraído.

—Estás loco —Harry bufó—, ¿por qué querrías perder tu magia?

—No quiero perder mi magia. Quiero ser humano —Le corrigió, en tono suave.

—Si es lo mismo, no vale la pena.

Por toda respuesta, Draco vuelve el brazo hacia él, con el vendaje allí donde le dieron, y puede recordar la única razón que le dio el hombre cuando era un niño de once años.

No quiero que me cacen.

Mitad zorro y mitad humano, no encajaría en ninguno de los dos mundos. Harry se siente un idiota por hablar sin considerarlo y permanece en silencio por un rato.

—Podrías huir de cualquiera que se te acerque —Comenta, despacio, medido. Draco suspira.

—He huido por más de mil años, Harry.

Ninguno dice más sobre el tema.


Harry tiene quince años la primera vez que ocurre. Como uno de los hermanos mayores, ayuda con las compras a la tía McGonagall, por lo que debe ir, al menos, una vez al mes al pueblo, para cargar con las provisiones que los otros compran, o cumplir ciertos encargos que la mujer le hace en específico, algo que casi nunca pasa. Ella confía más en Hermione, en su grupo.

Ya que nadie los conoce por allí y es un terreno amplio, público, se acostumbró a llevar un abrigo extra, que le pasa a Draco. Él lo acompaña a hacer lo que deba, lado a lado, y hablan con tranquilidad entre los pueblerinos, que son incapaces de imaginar qué criatura mágica está entre ellos.

Se detuvieron, en el camino de regreso, para ver la vitrina de una tienda de equipos deportivos. Ya que el dinero que les dan es sólo para lo que deben recoger para el orfanato, y durante los cumpleaños, no salen para pasar el día con sus hermanos menores también, Harry nunca ha entrado a un local como ese, que es lo que en Hogwarts se clasifica como innecesario, o de ocio. Ellos tienen prioridades claras.

Aun así, no puede evitar preguntarse si no sería increíble poder entrar y comprar algo, lo que fuese. Tendría que conocer del tema primero, por supuesto. En el orfanato, los deportes son más bien juegos recreativos en la colina, desordenados y con las reglas alteradas a conveniencia, para facilitarlo para los pequeños y hacerlo más entretenido. Tal vez ni siquiera le gustaría jugar, una vez se diese cuenta de que hay tantas normas que seguir.

Está por hacerle algún comentario sobre el tema a Draco, cuando siente que la voz se le queda atorada en la garganta y se le olvida cómo se articulan las palabras.

Desde que comenzaron a caminar juntos por el pueblo, con Harry alejándose del grupo del orfanato en base a miradas suplicantes a sus amigos, ha notado que Draco luce más feliz. No es que se la pase riéndose o bromeando, pero tiene un brillo en los ojos que sólo en ciertas ocasiones estuvo ahí antes, sonríe cuando lo ve y sabe que van a tener un día de paseo, y ha intentado adoptar algunas de las actitudes humanas que se ven esos días, como recogerse el cabello en una cola, usar guantes, zapatos. El mes anterior, incluso lo notó observar una joyería, maravillado por las piezas relucientes que exhibían.

Creyó que era bueno y lo dejó pasar. No le dio importancia alguna. Quizás debió hacerlo antes, entonces no le habría tomado por sorpresa en ese momento.

Sentía el corazón, de pronto acelerado, tan fuerte que tronaba en sus oídos. La mente se le quedó vacía. Draco ladeaba la cabeza e intentaba descifrar la inscripción, en otro idioma, de un artículo en la vitrina, con una expresión pensativa, que sin razón aparente, hacía que fuese incapaz de dejar de mirarlo.

No existía nada más que él por ese instante. Era una impresión arrolladora, extraña, cosquilleante, y que le daba ganas de gritar. Sólo pudo compararla con el vuelo de escoba hace años.

Cuando Draco se percata de la atención extra, gira el rostro hacia él y le dirige una mirada inquisitiva. Harry da un brinco, sintiéndose atrapado en medio de algo indebido, sin saber por qué.

—Debería ir con los demás para volver rápido —Se excusó, entre balbuceos. Prácticamente huyó cuando él asintió en acuerdo.

Draco y él tomaban diferentes rutas de vuelta, porque Harry entraba por la puerta principal del orfanato, y el hombre zorro iba por el bosque, sin prisas. Aquello le daría unos minutos para calmar esos latidos enloquecidos y deshacerse del repentino sudor en las manos.

Fue, apresurado, a encontrarse con el grupo de los muchachos. Sentía que todos sabían, que no dejaban de observarlo por ello, que le harían algún comentario, preguntarían, juzgarían. No podría hablar de algo que ni siquiera él terminaba de comprender, algo que estaba más allá de cierto límite, que era demasiado.

Cuando descubrió que las sensaciones no se detenían, su mente evocando a cada momento la imagen de Draco frente a la vitrina y la forma en que se volvió hacia él, sin que tuviese que decirle nada, decidió hacer cuanta tarea se le pusiese por delante en el orfanato. Ayudó a cocinar la cena, acompañó a los más pequeños al baño, se aseguró que se vistieran, recogió los platos después. Fue McGonagall quien, horas más tarde, le preguntaría si le ocurría algo.

Harry le dedicó una mirada desesperada, que contradecía su "no, todo bien, tía", y ella lo notó, aunque no hizo comentario alguno.

Fue de Ron, nada menos, de quien lo escuchó.

—¡Es por su novio, tía! —Se quejó por lo bajo cuando Hermione lo codeó, pero se rio y siguió, lo bastante alto para que todos los presentes lo escuchasen. Así de sutil era—. ¡Ay, pero si es la verdad! Me refiero al tipo este que anda con él en el pueblo, el que es un poco mayor que nosotros, siempre lo vemos. Tiene esa cara de idiota desde que volvió en la tarde, después de estar con él. Compañero, ¿fue que tuvieron un avance al fin o…?

Cualquier teoría de Ron, quedó callada cuando Hermione lo codeó, otra vez, y le siseó que lo dejase en paz. Pero las primeras palabras le dieron mucho para pensar.

Fue la primera vez, en cinco años, que Harry no pasó por el bosque en la noche.

También fue la primera vez que no hubo alguien que ocupase el otro lado de la estrecha cama y le arrebatase la almohada sin pedirle permiso. No se sintió bien. No estaba cómodo.


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