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El fuego de un Mortifago. por LalaDigon

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Cuando la puerta se cerró tras él, Draco soltó un suspiro. Al fin se hallaba solo, al fin podía dejar caer la máscara de seguridad y arrogancia.

Recargado contra la puerta alzó los ojos al cielo preguntándose lo mismo que cada noche: ¿Por qué seguía con todo aquello? ¿Tenía sentido lo que hacía? ¿Valía la pena luchar? A veces creía que solo una palabra servía como respuesta para todo: No. Había otras noches, unas en las que la determinación y el miedo se fundían dando un Sí; Pero luego, había algunas, como esa, en las que no sabía qué decidir.

Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Sintió como sus pulmones se hincharon recibiendo el aire y lo retuvo contando los segundos. Solo cuándo su corazón empezó a pitar en sus oídos, a bombear desesperado por oxígeno lo soltó despacio y repitió el proceso hasta que su cabeza empezó a dar vueltas. Era autodestructivo, pero había alcanzado el punto en que solo el dolor combatía al dolor.

Medio tambaleándose, medio arrastrándose se dejó caer en su sillón permitiendo que el cansancio lo venciera. Prendió un fuego sin más y enterró la cabeza entre las piernas sintiendo los tentáculos del cansancio empezar a enroscarse sobre sus brazos, sus piernas y espalda. La verdad es que estaba derrotado. Con suavidad enredó las manos en su pelo y con cuidado dio ligeros tirones. Un gemido ahogado escapó de sus labios en el mismo instante que el placer lo golpeó y se regodeó un poco en ese alivio único y mundano. Sentía como parte de las frustraciones del día se alejaban con aquel simple masaje y como parte de su migraña desaparecía. No había hechizo en la tierra más poderoso.

Levantó la vista y la clavó en las llamas sintiendo una pequeña sonrisa de añoranza curvar sus labios. Esa era una de las pocas cosas que lo reconfortaba por esos días: el fuego. Cambiante y rebelde. Las llamas no tenían nunca un patrón definido: altas, bajas, suaves o letales. Su impredecibilidad era relajante para el avispero de planes y estrategias que trazaba a día. El fuego y sus llamas impredecibles le daban un respiro de la cotidianidad en la que estaba sumergido: Despertarse, ir a la sala de menesteres. Ir a clase, ir a la sala de menesteres. Saltarse el almuerzo, ir a la sala de menesteres. Volver a clase, ir a la sala de menesteres. Obligarse a ingerir una mínima fracción de comida, darse el gusto visual de cada día, volver a la sala de menesteres. Dormir tres horas, ir a la sala de menesteres. Siempre lo mismo. Cada día. Así desde que volvió. Poder ver algo que no fuera como un maldito reloj lo relajaba.

Algunos creían que si veías fijamente las llamas podías ver tu futuro. Draco no podía corroborar eso, pero sí podía decir que él siempre veía su pasado. Ver el fuego evocaba recuerdos de una vida pasada, una vida que lo situaba lejos del Castillo, lejos de su presente, lejos de sus pensamientos. Podía recordar las noches en su cuarto, en la mansión Malfoy. Allí dónde sus mayores problemas eran tan intrascendentes que resultaba ridículo llamarlos así. Las trivialidades que surcaban su cabeza por aquel entonces eran otro soplo de aire a sus despiadados y grotescos pensamientos.

¿Cuánto estarías dispuesto a dar por volver a aquel tiempo y espacio?, se preguntaba con frecuencia. Aquella era una pregunta fácil de responder: Todo. Daría y dejaría todo por volver a ser ese chico despreocupado de seis años. Entregaría con gusto cada gota mágica que corría por sus venas con tal de pasar una noche así, una noche sin problemas, sin miedos, sin dolor.

Draco cerró los ojos sintiendo su pecho apretarse con tristeza. Como extrañaba no sentir dolor. Nadie tenía idea lo mucho que su interior dolía, o de como las pesadillas lo enfermaban. ¿La picazón en el brazo? Nadie nunca dijo que aquella desgraciada marca iba a picar como si tuviera una brasa al rojo vivo pegada. Cuando el Lord se enojaba era peor, ardía como los mil demonios, pero nadie nunca mencionó eso. Nadie mencionó loa gritos que lanzaban las personas al ser torturadas o el ruido que hacía el último suspiro que exhalaban.

Sin proponérselo una risa brotó de él. Otra pregunta que lo asaltaba al mirar las cálidas llamas era cómo había llegado su vida a complicarse tanto. Esa era una de las difíciles. Quizás podría decir que en algún punto entre la tienda de túnicas, en la que su vida y la de Potter se entrecruzan, y la noche en la que ese idiota salió del laberinto cargando el cuerpo de Diggory. No estaba muy seguro cuál fue la decisión que desencadenó todo, puede que incluso no fuera una en particular. Incluso creía que pudo ser una seguidilla de decisiones, una cadena de acciones que desembocaron en su tempestuoso presente; Como fuere, por mucho que buscaba, no encontraba el punto exacto en que todo se fue al carajo.

Draco sabía que el verano en que tomó la marca fue decisivo. Fue un quiebre, un antes y un después en su vida. Pero, también era consciente que para ese momento, su vida ya se había ido por el desagüe. Un paso antes su vida se había encaminado para el desastre y por mucho que supiera que no iba a cambiar nada saber en qué momento fue, se sentía relajante buscar un dónde. El por qué, ya lo sabía: por idiota, por engreído, por arrogante, todo un cúmulo de cualidades que lo guiaron a su inevitable presente... solo le faltaba el dónde. Puede que en lo más hondo de su inconsciente, Draco esperara que si daba con un dónde, podría usar un giratiempo, volver y arreglarlo todo. Siempre desecha esa idea. Era demasiado cobarde para hacer nada que no fuera seguir a su padre.

En retrospectiva, aquella fue por lejos la peor de sus decisiones. Siguió sus instintos más equivocados, aquellos que siempre lo metieron en problemas. En retrospectiva, Draco sabía que había sido un idiota. Había cometido un horror de dimensiones épicas: había confiado en las enseñanzas de su padre. Sí era justo consigo mismo (algo poco frecuente), y se concede un poco de clemencia (algo mucho menos frecuente), podía reconocer que no fue del todo su culpa.

Lucius había sido alguien a quien admirar. No sólo por él, eran muchos los magos y brujas que lo hacían. Posiblemente solo su madre no actuaba como si su padre no fuera el sabedor universal, pero el resto sí. Era respetado y temido; Amado y venerado por aquellos que conoció. ¿Cómo un inepto podía lograr todo aquello? Era otra pregunta fácil. Su público no era difícil de convencer. Sus súbditos, eran un puñado de buenos para nada que solo aspiraban a ser cercanos al poder. Querían codearse con alguien como su padre, que hablara bonito y tuviera más cerebro que ellos, otra cosa fácil de lograr.

Pero no se autocomplacencia, ya no. Él sabía que no todo en la vida podía ser excusado. Esos pretextos perdieron peso al cumplir los diez y seis. Ya no era un niño, ya había aprendido la diferencia entre el bien y el mal. Dejándose llevar por el miedo y su arrogancia extendió el brazo y se dejó marcar. Su afán de demostrarle a su padre de qué material estaba hecho lo llevó a estar allí: sentado en la más absurda y atemorizante de las monotonías.

Por eso le gustaban las llamas, porque eran impredecibles, de un momento al otro podían crecer hasta devorar todo un bosque, o podrían morir sin más, cansadas de arder. Las amaba. Nadie jugaba con fuego, todos sabían que tarde que temprano te ibas a quemar. Era respetado y temido. Tan necesario para el bien como para el mal. Él deseaba ser el fuego. Si pudiera elegir convertirse en un elemento, sería el fuego. Incluso el más insulso de los fuegos podía lastimar si te acercabas mucho. En ciertos aspectos le recordaba a las rosas de su madre, tan hermosas que simplemente no podías evitar estirar la mano para tocarlas, pero llenas de espinas envenenadas. El fuego tenía cierto magnetismo con el que te atraía hacía él. Si lo mirabas por mucho tiempo, lo querías tocar, agarrar una de sus llamas y sentirla arder.

Muchas noches se las pasaba deseando poder ser eso: ser impredecible. Volverle la espalda a todos los que lo dan por sentado y cambiar su destino. ¿Qué sucedería? ¿Qué cambiaría si se alejaba del señor Tenebroso y se unía a Potter? Suponía que nada, no era importante. Draco no era el fuego. Les daba lo mismo a todos para que bando peleara ¿Y acaso eso no dolía más que nada? Sí que lo hacía. Muchas veces pensaba en claudicar, pero el Director no se preocupaba por él. Draco sabía que Dumbledore no era un retrasado, tenía que saber que era él el que iba por su espalda y lo dejaba actuar y maniobrar a voluntad. ¿Acaso alguien reto a Potter por su hermoso truco en el baño? Merlín no. Snape lo castigo, dijo él. No más Quidditch para Potter, Merlín sujeta tus barbas, acabas de presenciar el peor de los castigos, la peor de las deshonras. Si hasta donde se enteró, ahora gracias a aquella brillante hazaña, era novio de la comadreja hembra.

Con un arranque de furia, tomó lo primero que encontró a su lado —un almohadón de su sillón— y lo revoleó con fuerza al otro lado del cuarto. Lo vio golpear suavemente la pared y caer al piso sin más. Esta vez una carcajada histérica salió de sus labios. Que frustrante, siquiera podía tener el placer de romper algo, de destruir algo. Ver como un objeto se resquebrajaba y deshacía por su furia. No, el estúpido almohadón no se enteró de su poder y era otro triste recordatorio, Draco no era nada. No era fuego. Pero si lograba su misión, si por casualidad, lograba hacer lo que le encomendaron... Sería fuego. Nadie daba nada por él, pero ¿Y si lo lograba? ¿Y si era él el que mataba a Dumbledore? Ya nadie iba a darlo por sentado, nadie iba a pasar de él. Todos iban a respetarlo. No iba a ser el hijo de Lucius. No. Iba a ser Draco. Iba a ser Draco Malfoy, letal y sorprendente.

Pero ese era otro vago sueño. Tampoco podía matar, no entendía por qué se engañaba de esa forma. No era un asesino. Casi matar a la chica Bell había sido más de lo que podía soportar y su subconsciente mantenía a raya la cantidad de veces en que pensaba en el desastre de la botella envenenada. Por eso se empeñaba en arreglar el armario. Por eso había puesto en él todas y cada una de sus esperanzas rotas. Porque si abría la puerta a los mortífagos, él no iba a tener que hacerlo. Bellatrix, más que encantada, iba a arrebatarle el honor. Porque en ese enfermizo mundo en el que se sumergió, arrebatar una vida era un Honor.

Su respiración se volvió más irregular y sintió una lágrima pujar por salir. No se molestó en obligarla a mantenerse en su lugar, parpadeó despacio y la dejó caer. Podía sentir el recorrido que hacía surcando su mejilla hasta morir en sus labios y otras más le siguieron. Draco siguió observando el fuego, mientras su vista se nublaba y las llamas tomaban distintos matices debido a su visión errante. Las lágrimas siguieron acudiendo como cada noche y como hacía cada día, apretó los labios y se obligó a sentir la soledad apretarse a él hasta asfixiarlo.

¿Cómo podía seguir viviendo así? Aquella no era la satisfacción prometida, la gloria sabía amarga y salada en lo que a él le concierne. No quería la grandeza si así se sentía. Solo deseaba poder borrar el tiempo, poder retroceder y nunca dejar que perpetraran su piel.

No estaba seguro de cuál podía ser el peor dolor que un ser humano podía experimentar, pero por lo pronto, su vida se había convertido en una agonía constante. ¿Podía existir un dolor más grande que darte cuenta que siempre viviste una mentira? No lo creía. Miraba sobre su espalda y no sabía sobre que cimentó sus actos. Estaba seguro que no sobre verdades, pero, ¿eran mentiras? Tampoco podía afirmarlo. Mirara donde mirara había gente sosteniendo verdades y hechos. Todo tan opuesto que no creerías que podían coexistir en un mismo mundo, pero así lo era. Pureza de sangre o Libertad. Odio o Amor. Enemigos o Aliados. Irónico para Draco era no saber en dónde estaba parado. Sus aliados podían darle la espalda con una rapidez espeluznante, pero sus enemigos eran igual de volátiles. ¿En quién confiabas cuando el mundo estaba en guerra? No existía una respuesta a esa pregunta, pero: Nadie, sonaba a una buena respuesta.

¿Qué estaba bien? ¿Qué estaba mal? ¿Qué lado podías elegir si no significabas nada para nadie? No importaba cuantas vueltas le diera, todo reportaba beneficios y pérdidas. Si lograba (a saber cómo) superar su aversión a matar, podía tener la gloria, pero ¿Qué costó iba a pagar? Sabía muy bien que estaría perdiendo algo mucho más pesado que la gloria. Parte de su alma iba a morir cuando el corazón de su Director dejara de latir. Si se cruzaba de vereda, su nombre y sus lealtades iban a quedar por el piso, ¿Qué era un Slytherin sin esas cosas? Fácil también: nada. Estaba seguro que por mucho que se arrepintiera, del lado de Potter nunca lo iban a tratar con respeto. Podría ser que la animadversión cesara, pero el odio... no, eso nunca iba a dejar de existir. Se había ganado a pulso cada gramo de repulsión que le tenían en las líneas enemigas. Pero había algo que lo seducía, un beneficio que lo llamaba como el canto de una sirena: era lo correcto. Por primera vez podría dormir en paz, orgulloso de sí mismo, no le iba a dar asco su reflejo, no se iba a sentir decepcionado con él mismo.

De dos manotazos se limpió las lágrimas. No importaba y tenía que dejar de pensarlo. Potter y compañía nunca le iban a creer. Jamás podría ganarse su confianza y ese era el principal motivo por el que seguía intentando reparar el armario. No tenía salida. No la existe para un Mortífago, hijo de Mortífago, Malfoy-Black. Sus apellidos estaban casi tan manchados como su nombre. Draco se había forjado una reputación deleznable que encajaba perfectamente con su linaje. Si no temblara lleno de miedo al ver al Lord, sería el orgullo de su linaje.

¿Qué sentido podía tener luchar contra corriente? Ninguno según sus conclusiones y había estudiado aquello demasiadas veces para decir que estaba siendo precipitado. Mirar el fuego siempre le recordaba que había cosas que una vez que se iniciaban, ya no se podían parar. Muy seguramente, hace un tiempo atrás, decisiones atrás, hubiera podido huir de su destino. Si hubiera abierto los ojos, y sobre todo su cabeza, podría tener un ápice de esperanza, pero dada su situación actual, nadie iba a creer en su arrepentimiento. Nadie iba a prestarle la más mínima atención. ¿Por qué luchar entonces? Se volvió a preguntar, y como cada noche, la respuesta le era esquiva. Por lo correcto, podía ser tan buena respuesta como por tu honor, pero cuando no se te tenía honor, no uno que significaba algo por lo menos, la verdad era que no había respuesta. Su lucha, como toda esa absurda guerra, no significaba nada. Un montón de personas centradas en sus objetivos, reacios a escuchar a los demás.

Dumbledore endemoniado porque los muggles continúan ignorando e insultando las costumbres mágicas más antiguas, y Voldemort emperrado en someterlos como basura, negándose a entender, que los magos se iban a extinguir a menos que empezarán a mezclarse. Ninguno quería entender a nadie, todos estaban dispuestos a sacrificar sus vidas, pero Draco no quería. No le merecía la pena morir, no por absurdos e inverosímiles dictámenes, no cuando eran los caprichos de otros los que empujaban la guerra, no cuando ninguno tenía la decencia de reconocer sus errores abiertamente.

Veía como de los dos lados se dejaban seducir por la poesía de luchar por algo que estaba sobre ellos. Eran todos unos idiotas. Ninguno pensaba a fondo en matar o morir hasta que se lo echaban en la cara. Ya le gustaría mostrarles a esos optimistas del ED lo que era una misión suicida. Matar o morir. La más básica de las cuestiones, la más animal de las circunstancias. Seguro a idiotas como Smith y Colin les explotaba el cerebro pensando en qué hacer. Qué valía más: morir por algo que no sentías o vivir por algo que no creías. ¿Qué era lo correcto en ese estúpido mundo? Seguro que se creían todos buenos y justos hasta que se topaban con alguien coaccionado para actuar. ¿Qué hacían? ¿Lo eliminaban porque era un peligro, o lo dejaban vivir porque era un inocente? Porque Draco podía llegar a pasar por un inocente, si así lo quería, pero podían tener por seguro que se iba a defender. Si le había entregado horas de sueño, comida y salud mental a ese armario era por el simple motivo de que no se iba a dejar matar con facilidad. Así qué a cuestión se volvía fácil: demasiados idiotas e inocentes iban a morir.

¿Él sería uno de ellos? Mejor dicho, ¿Quería serlo? Esas eran las preguntas para las que Draco no tenía respuesta. No quería morir, pero vivir como vivía no le apetencia. ¿Acaso vivir sin honor y orgullo, era vivir? No para él. ¿Ser una marioneta, era vivir? Suponía que no. ¿Prefería morir? No, quería cambiar. Pero no podía. Miro la marca en su brazo. Era muy tarde para él. Cambiar no era una opción.

Estudió la cama a su espalda y supo que no iba a poder dormir. Se levantó pesadamente y se cambió el uniforme. Cuando se termina de desprender la camisa suspiro viendo su pecho. Los cortes habían cerrado, la sangre ya no emanaba de ellos sacándole la vida, pero el dolor seguía ahí. Era un cruel recordatorio de lo tarde que era. Con cuidado se tocó la cicatriz más grande, aquella que nacía en su clavícula y moría en su cadera opuesta. Joder que dolía. Potter se la había hecho bien. Quién hubiese dicho que el niño dorado tenía buenos trucos de magia oscura bajo la manga. Casi le daba pena Voldemort. ¿Creía que tenía una oportunidad? Era igual de estúpido y optimista que el chico Colin. Potter, él no sabía cómo, iba a ganarle. A la larga y quién sabe en cuánto tiempo, pero iba a ganarle. Draco había visto demasiadas veces su férrea determinación surcar sus ojos. Nada los paraba. No tenían piedad cuando quería. Miro las marcas asintiendo secamente. Sin piedad.

El frío en el castillo se sentía tan fuerte que sus propios huesos amenazaban con congelarse, pero decidió no abrigarse. La sala de menesteres era cálida y el frío era bienvenido. Significaba que todavía podía sentir y no le venía mal recordar que todavía no había muerto. Se vistió de Mortífago, se puso su traje y salió a trabajar.

 


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