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Ilusion por RLangdon

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Ver la fecha en el calendario, inundó a Daniel Atlas de una fuerte sensación de melancolía. Rozó la hoja que indicaba el día enmarcado en un grueso círculo rojo que él mismo había trazado.


Día de los enamorados.

Había tanto por hacer y él disponía de tan poco tiempo.

Se vistió con uno de los trajes empleados en sus presentaciones. Todo negro, lustrado, y a juego.

Tomó su maletín y, sin darse tiempo a remembranzas, salió a toda prisa hacia el teatro libertad de Nueva Orleans.
***

El espectáculo resultó ser todo un éxito, tal como Daniel había planificado. Hubo aplausos, vítores, la aclamación del público. Por unos segundos, mientras estuvo de pie en el escenario, se sintió en la gloria.

Se volvió sonriente hacia su asistente. Un joven de bello rostro y angelical sonrisa. Un completo extraño. Porque claro que un ilusionista autentico no recurría a artimañas del calibre de uno de aquellos magos callejeros, cuyas triquiñuelas los elevaban a tal categoría, una etiqueta que no merecían tener.

Daniel Atlas era espontaneo en sus trucos, pero no en sus selecciones. Cuando el público empezaba a dispersarse, le entregó al desconocido una tarjeta con su número telefónico.

El joven de nívea tez y lacios cabellos caoba, se mostró primeramente asombrado.

— ¿Tienes planes para el día de hoy?— inquirió Daniel con voz seductora, conociendo de antemano la respuesta. Y es que, había que esclarecerlo, él era selectivo y, jamás, apuntaba hacia el suelo, siempre hacia las estrellas.

Así tuvo su primera cita del día asegurada con un tipo cualquiera. Uno de rostro bonito y encantadora sonrisa. Un individuo que Daniel había analizado desde que dio inicio al espectáculo.

Su nombre era Zachary. Tenía treinta y un años y era modelo. Oh, sí, y pronto sería suyo.
***

A las dos en punto, Daniel ya esperaba a su cita en una de las heladerías próximas al teatro. Un buen punto de reunión en un sitio poco convencional.

Ver por la vitrina, fue como remontarse al pasado. Todas esas parejas caminando de la mano o abrazados, jurándose amor eterno con la mirada, comiéndose a besos en las esquinas. Abundaban los peluches, los chocolates y las flores. Los globos danzaban con el viento, y el rojo y rosa predominaban en las calles.

Su cita del día llegó con algunos minutos de retraso, cuestión incomoda, dada la manía de Daniel hacia el control y la puntualidad.

—Lamento la demora— se disculpó Zachary al tomar asiento.

Daniel le restó importancia con una de sus atrayentes sonrisas. No pudo evitar alargar el brazo para rozar el rostro de textura de porcelana. Bello, muy bello. Zachary poseía solamente dos desperfectos. El primero, se dio cuenta Daniel, era su frivolidad. Y es que tras dos horas de conversación, todo giró en torno a él.

El segundo...

—Permite que realice un truco—Daniel lo instó a colocar ambas manos sobre la mesa, mismas que tomó y observó cuidadosamente. — ¿Qué llevas en los bolsillos?— aquel truco lo había aprendido de alguien más.

Esbozando una sonrisa nerviosa, Zachary retiró las manos.

—Mi celular, mi billetera, dos juegos de llaves— y siguió enumerando otros objetos nimios.

Daniel torció el gesto.

—Y te olvidas de lo más importante— se inclinó y simuló extraer un objeto detrás de la oreja del joven. Dejó la circunferencia dorada sobre la mesa y ensanchó su sonrisa sin dejo alguno de ironía. —Un anillo de compromiso.

Para cualquier persona, aquel evento equivaldría a dar por finalizado el encuentro, pero Daniel no le permitió retirarse, pese a que el joven se había ruborizado notoriamente y había intentado alejarse.

—No te preocupes— lo invitó a sentarse de vuelta con un simple gesto de mano. —No eres la primera persona que me busca por fama. Vivo rodeado de periodistas y seguramente quieres una parte del encabezado de un artículo para promocionarte— hizo una pausa para evaluar el semblante del modelo. —Puedo darte lo que quieres. Porque tú tienes algo que quiero...tu compañía.

Zachary comprendió de buenas a primeras a lo que se refería. El mismo había sopesado la idea de terminar teniendo relaciones con el ilusionista más reconocido de la ciudad. Cerró los ojos y cerró el acuerdo en un lento y fogoso beso.
***

A Daniel no le gustaba realizar sus audiciones rodeado de un público pequeño. No, él quería sentirse todo el tiempo en la cima y acaparar la atención del público. El arte del engaño consistía precisamente en no exhibir la elaboración del mismo.

Podía pasar horas, a veces días enteros perfeccionando técnicas para sus trucos. Luego de la última reunión con los jinetes, él había decidido continuar aparte. Y era una de las mejores decisiones que había tomado en su vida.

— ¿Quieres ver como hago levitar la mesa?

El niño que yacía de pie ante él, asintió enérgico y maravillado.

Generalmente Daniel rehusaba aquel tipo de pedidos para entretenimiento, porque consideraba una pérdida de tiempo y esfuerzo desenvolverse frente a un público diminuto. Le gustaba ver la esperanza reflejada en los ojos de los niños, pero aquello le impedía medir sus propias limitaciones.

Podía sacar media docena de conejos de una chistera, y el efecto sería el mismo que si desaparecía una moneda sobre la mesa. Sin embargo, había accedido por una razón importante.

Finalizado el evento, acudió hacia el padre del pequeño varón que cumplía años en una fecha tan curiosa.

Cuando el hombre, alto, de elegante porte y mirada profunda le extendió el pago, Daniel no lo tomó.

Se trataba de un fisicoculturista que acudía a cada una de sus funciones, desde hacía un mes que Daniel podía verlo alquilar siempre los primeros lugares para su hijo y para él. Había investigado su perfil gracias a su carnet, y sabía que aquel sensual hombre de treinta y cinco años estaba divorciado.

— ¿Tendrías una cita conmigo a modo de pago, James?

El susodicho le devolvió una mirada carismática.

—Será un placer.
***

—Tus intenciones son claras.
Daniel cerró la puerta del dormitorio y se detuvo a contemplar detenidamente a James, quien se apresuraba a desvestirse, dejando al descubierto un cuerpo de tentación, firme y marcado, esculpido por los mismos dioses de la lujuria.

—Lo que tú buscas es...— se sentó a la orilla de la cama y se dejó tocar por encima de la ropa. —Sexo— jadeó al tener a James sobre su él, acorralándole entre la cabecera y su cuerpo. —Placer— empezó a desvestirse lentamente antes de volver a recostarse. Desvió su mirada hacia el espejo del techo, observándose siendo sometido por otro completo extraño.

Pero el sexo, sin sentimientos, es solo...sexo.

—Quiero algo de ti, James— gimió al tenerlo dentro, muy adentro. El reflejo del techo le decía que eran uno solo.

— ¿Qué cosa?— apenas si pudo articular mientras movía sus caderas a un ritmo cadencioso, adaptándose a la estrechez que le envolvía.

Daniel no se dejó besar, lo esquivo un par de veces en medio del pasional arrebato de su amante. Debía tener el control en todo momento, así que se apresuró a quitárselo de encima, persuadiendo a James para que se recostara boca arriba mientras él se deslizaba sobre su erección, apoyando ambas manos sobre el musculoso pecho. Se movió adelante y atrás, él llevaba el ritmo esta vez, y así debía ser siempre. Nadie iba a guiarlo, sino a la inversa. Vio a James mordiéndose el labio, de nuevo estaba tratando de tomarlo de las caderas para hacerlo ir más rápido.

—Todos quieren control, ¿verdad, James?— sin embargo, no se lo permitió. Se movió con suavidad y pausadamente, desesperándolo. —Pero solo yo lo tengo.

***

Un bar dedicado exclusivamente a los homosexuales. Aquella sería su tercera y última movida de la noche.

Dentro se respiraba un ambiente denso. Luces ultravioletas bañaban cada recoveco del lugar. La barra estaba llena, lo mismo que las mesas. En algún lugar alejado de toda aquella parafernalia mitad romántica y mitad erótica, había un chico tocando el piano. La melodía se perdía entre los murmullos y la música de las bocinas que cumplían su labor de mantener el ambiente rítmico, propicio para la ocasión.

—Sonata a la luz de la luna— musitó, deslizándose en el banquillo junto al joven con la pericia de un felino. Pronto acaparó la atención del chico, quien, sumamente confundido, se le quedo mirando. —Daniel Atlas— sonrió y le entregó el trago que llevaba consigo.

—No bebo, gracias— se excusó el otro, volviendo a retomar la melodía que había dejado a medias.

Daniel lo observó, fascinado por la habilidad que tenía de transmitir sentimientos en cada nota. Se sintió irremediablemente atrapado por la música, pese a la suavidad de la misma.

Jonathan era su nombre. Un chico simpático, amable, miembro frecuente de la iglesia, un estudiante de bachiller con notas excepcionales.

Un chico de no más de veinte años que reprimía constantemente su orientación sexual, viviendo tras una dolorosa mascara de autoengaño, regodeándose de ser un buen hijo y, simultáneamente, sucumbiendo ante el pecado.

La oda a la inocencia estaba impresa en su rostro de adonis. Ojos azules y cabello rubio, muy delgado, pero atractivo.

Repentinamente, la música cesó. Jonathan levantó sus expresivos ojos de las teclas y los situó en el recién llegado.

— ¿Eres aquel ilusionista del que todos hablan?— su voz cobró emoción a medida que recordaba— ¿Eres el que ayudó a robar un banco para apoyar a las personas involucradas en la estafa de sus seguros?

—El mismo— suspiró Daniel, bebiéndose el contenido del vaso de una sola vez.

—Lamento lo de su amigo— Jonathan bajó la voz, replanteándose si añadir algo más o quedarse callado. La expresión enigmática del ilusionista no le ayudaba a decidirse, pero fue el propio Daniel quien retomó la palabra.

—Eres un buen chico, Jonathan. Admirable...— le rodeó los hombros con un brazo para luego susurrar. —No albergas odio en tu interior, y eso te convierte en una persona única, ¿por qué no me acompañas con unos tragos y así te explico el motivo de mi visita?

Jonathan se mostró más que de acuerdo.
***

Daniel no tenía ningún vicio. El cigarrillo no le gustaba, el alcohol tampoco, empero, era un día especial y como tal, debía hacer varios brindis. Bebió casi tres cuartos de una botella de champagne, después sacó su juego de cartas y fue pasándolas de una mano a la otra hasta encontrar las que buscaba. La carta del amante y la carta de la muerte. El juego perfecto.

Las dispuso sobre la mesa y se saboreó el último trago con deleite.

—Jack— su memoria retrocedió a la funesta fecha, justamente un año antes.

En aquel entonces, Daniel sabía que lo que hacían era peligroso. No importaba si pregonaban el bien y actuaban por causas nobles, al final seguían siendo simples mortales. Y ello se vio reflejado en una especial fecha.

Jack Wilder era el más chico de los jinetes y, por ende, el menos experimentado. Desde siempre había admirado a Daniel, y pronto su amistad se volcó hacia un tórrido romance secreto. Se amaban con locura el uno al otro, pero el destino de Jack estaba sellado junto a su carta.

Había fingido su muerte, y había resultado vencedor. No obstante, su verdadera muerte vendría después, cuando Daniel y él salían como pareja. Había ocurrido un accidente desafortunado mientras Jack conducía el día de San Valentín con el maletero del auto a rebosar de obsequios. Fue culpa de un conductor ebrio e imprudente que viajaba bajo los efectos del alcohol.

Jack no pudo llegar a su cita ese día, ni siquiera resistió a la llegada de la ambulancia. Su cuerpo había quedado prensado y el estallido (producto de la fuga de combustible), dio fin al suplicio.

Y aunque Daniel no pudo verle ese día, ni los siguientes, hizo una promesa de amor eterno en su nombre.
***

Esa noche tenía la presentación más importante de todas. Así que se preparó, tanto mental como emocionalmente. Trasladó parte de sus pertenencias a la parte baja del escenario, era allí donde se guardaba toda la utilería.

Alrededor de las diez, llegaron sus tres citas. Todos puntuales y bien vestidos, todos nerviosos y confundidos de no saberse los únicos en dicha invitación.

—Zachary, James, Jonathan— nombró, paseando sus ojos de uno a otro. —Sírvanse— señaló la mesa donde se encontraba el vino. Solo Jonathan se negó a beber.

Daniel preparó las herramientas necesarias. La caja de doble cabina y la mesa de cristal para la levitación.

— ¿Me ayudarían a ensayar unos trucos?

Zachary fue el primero en vacilar.

—Tengo entendido que no habrá función esta noche.

Decidido a colaborar, pese a la renuencia del otro, James de dirigió hacia Daniel para demostrarle lealtad, respeto. Gracias al ilusionista, había dejado de sentir la angustiante soledad de ese día.

— ¿Qué debo de hacer?

Daniel le sonrió en agradecimiento.

—Entra aquí— abrió la puerta superior de una de las cabinas. —Y Zachary, por aquí.

El aludido dejó escapar el aire acumulado antes de acatar. Subió por la escalera metálica y se introdujo en la segunda cabina, ambas estaban conectadas. Ese debía ser el truco de la sierra eléctrica que partía en dos un cuerpo.

— ¿Y yo que debo hacer?— preguntó Jonathan, mirando la utilería en derredor. El sitio estaba tan oscuro, tan frío y lúgubre, que deseaba irse lo más pronto posible.

Daniel terminó de cerrar ambas puertas y fue hasta la mesa de cristal.

—Recuéstate aquí— esperó a que lo hiciera y le vendó los ojos. —Solo llevara unos minutos—lo tranquilizó al notar su nerviosismo.

No le llevo más de un minuto accionar las dos guillotinas que pendían del techo, previamente dispuestas por él mismo.

Los cortes fueron limpios y precisos. Ambas cabezas se desprendieron en el acto, arrastrando un torrente de sangre consigo. Los cuerpos apenas se sacudieron un poco dentro de las cajas.

— ¿Qué ha pasado?— Jonathan se alteró al no escuchar nada. Estaba por levantarse cuando sintió el frio acero penetrando su piel, a la altura de las costillas. Quiso gritar, pero de sus labios solo brotó sangre.
***
La percepción más dulce y falsa experimentada por una persona es la ilusión. Ver, sentir, interpretar. El ser humano moldeaba a conveniencia para diferentes fines. El de Daniel se enfocaba en hacer ver aquello que no existía para así erradicar su dolor de raíz.

—Casi perfecto— susurró, delineando con el índice el cuerpo que yacía sobre la plancha de metal.

Formar parte de una organización tan secreta y respetada como lo era la de los iluminati, le había proporcionado acceso a varios contactos. Uno de ellos era el de los embalsamadores más corruptos de la ciudad, quienes se dedicaban a la extracción y venta de órganos en el mercado negro, usando su trabajo como una simple cortina de humo para encubrirlo todo.

Cualquier pedido era cumplido siempre y cuando dispusieras de la cantidad exigida.

Daniel se permitió contemplar el cuerpo al deslizar la sabana hacia un lado. Allí estaba, la réplica más exacta de su amado. Mismos rasgos, misma fisonomía. Una representación de Jack Wilder en toda regla. No era el rostro de Zachary, ni el cuerpo de James. No, nada de eso. Era Jack Wilder a quien Daniel Atlas veía. Si no fuera por algunas costuras en la base del cuello (que aún eran visibles) y la diminuta desproporción en cuanto a la adherencia de ambas partes, sería totalmente perfecto.

Incluso había solicitado que el corazón fuera reemplazado por el de Jonathan.

Cada individuo jugaba un papel importante en la composición de Jack. Desde el rostro encantador, el cuerpo de ensueño y el noble corazón que no latía, pero era igual de relevante que las otras piezas.

Se agachó un poco para besar los fríos labios y, al no obtener correspondencia, las lágrimas empezaron a brotar, una a una, cayendo sobre el gélido rostro.

—Jack— lo llamó, consternado. —Despierta, Jack— pero sus palabras no surtían efecto. La ilusión empezaba a resquebrajarse y Daniel junto con ella. —Te amo— depositó sus temblorosos labios sobre los otros y su cuerpo se paralizó cuando su creación abrió los ojos.

Daniel se sentó de golpe sobre el colchón, con la frente perlada de sudor y las pestañas humedecidas. Todo había sido un sueño. Uno muy real.

Se levantó y descorrió las cortinas. Después se vistió con un frac negro y alistó su maletín para el espectáculo. Antes de marcharse miró hacia el calendario. Era día de San Valentín.

Se enjugó los ojos y salió del departamento.

La función fue todo un éxito. El truco de las cartas en el edificio siempre despertaba la conmoción generalizada de los presentes.

Aplausos, gritos y felicitaciones no se hicieron esperar.

Daniel saludó a la muchedumbre antes de volverse hacia su asistente.

— ¿Tendrías una cita conmigo, Zachary?

El joven de sonrisa deslumbrante y bello rostro le miró perplejo.

—Seguro.

Daniel sonrió. Sería un largo y laborioso día.


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