"Huye, conejo..."
La voz era suave, casi dulce.
Pero venía desde el fondo de algo podrido.
De un rincón donde las palabras sabían a óxido y a miedo.
El parque ya no tenía colores.
Todo eran cenizas.
Las cadenas oxidadas del columpio crujían con un chirrido seco, afilado como un grito que nadie quiso oír. El niño estaba ahí, solo, con la mirada vacía clavada en la nada. El barro le llegaba hasta los tobillos como si el suelo quisiera devorarlo en silencio. A su alrededor, los árboles se alzaban retorcidos, como cuerpos danzantes, congelados en una súplica muda. El viento arrastraba hojas secas que parecían cuchillos de papel.
No sabía cómo había llegado otra vez.
Pero siempre volvía.
Una y otra vez, la misma escena tejida de sombras y alas.
El aire olía a hierro oxidado y flores marchitas. Era espeso. Denso. Como un velo que le pesaba en los pulmones. Y entonces aparecían las mariposas: negras, enormes, de alas rotas. Se arrastraban como insectos sin rumbo, sin música. No volaban. Nunca volaban. Subían por su pecho con la lentitud de un recuerdo que no cicatriza.
Sus alas eran como párpados cerrados. Como ojos que no podían dejar de ver.
Y en ese momento, como si su cuerpo recordara antes que su mente, el niño temblaba.
Porque sabía lo que venía.
Las farolas del parque —fundidas, quebradas— parpadeaban con una luz sin color, como si alguien respirara al otro lado. Y allí, entre los columpios vacíos, comenzaba a tomar forma él.
Primero el cráneo.
Luego los huesos, que brillaban como cristales bajo la piel de la noche.
Después, los ojos. Dos rubíes encendidos, enloquecidos, como si el infierno hubiese mirado a través de ellos y nunca parpadeado.
La figura avanzaba lentamente, descalza sobre el lodo.
Llevaba los dedos manchados de barro seco, y en la punta de su lengua colgaba una palabra que nunca llegaba a pronunciar.
Aquella noche, en aquella calle, lo había tocado.
No con las manos. Con el hambre.
Con la promesa de arrancarle la vida como quien arranca un pétalo para saber si es amado o no.
El niño intentó gritar, pero la voz se le había quedado atrás, atrapada en la garganta como una mariposa disecada.
Y entonces lo vio.
No al monstruo.
A sí mismo.
Pequeño. En medio de la calle. Temblando.
Con los ojos muy abiertos y un corazón hecho de cristal a punto de quebrarse.
Y en sus manos, como un último refugio, un pequeño dispositivo, al que se aferraba con todo su ser.
Las mariposas comenzaron a volar.
No hacia el cielo.
Hacia dentro de él.
Y fue ahí, justo cuando la figura extendía la mano otra vez,
“Huye conejo…” que despertó.
— ¡Pequeño pierrot! -. Gritó una voz desde el pasillo, amortiguada por la puerta entreabierta. — Vamos, hijo. Es tarde, ¡Levántate ya o llegarás tarde otra vez! –
El pierrot abrió los ojos. No rápido. No sobresaltado.
Solo... abrió los ojos.
Como quien abre un libro que ya sabe de memoria.
Inspiró despacio, sintiendo el sudor pegado en la espalda y el corazón latiendo bajo la piel como un tambor cansado.
Cerró los ojos de nuevo.
Apoyó el rostro sobre las sabanas, hundiéndose en el hueco que había dejado su cuerpo.
— No hay prisa... -. Susurró apenas, con voz ronca, casi invisible. — No creo que llegue a terminar la escuela... –
No era tristeza.
Era algo más sucio, más seco. Una desilusión sin lágrimas, sin drama.
Solo cansancio.
Del sueño.
De todo.
Rabbit Hole. Las alas de la muerte y los dientes de leche.
El cuarto seguía en la penumbra cuando Allen Walker arrastró los pies fuera del colchón, que no era más que un trozo viejo de espuma roída, cubierto por una sábana áspera. Se puso una camiseta oscura con un estampado desteñido de dientes y que alguna vez tuvo la figura de “Toothie” su personaje favorito, luego se frotó los ojos como si pudiera borrar el sueño con las manos.
Caminó por el pasillo como un fantasma.
Zombificado.
Ajeno.
Pero cuando cruzó la puerta hacia la cocina, algo en él cambió.
Enderezó un poco los hombros. Se obligó a parpadear.
Y cuando su padre giró para mirarlo desde la estufa, el niño esbozó una sonrisa.
Apagada.
Sí.
Pero sonrisa al final.
— Buenos días, mi pequeño dientito de conejo… -. Enuncia su padre con ese tono tibio, cansado, pero lleno de esfuerzo. El tipo de voz que uno aprende cuando ya no tiene nada más que dar, pero igual lo da.
Sobre la mesa de madera astillada, una taza de leche humeaba. Flotaban algunos malvaviscos deformes, rosados y blancos, como nubes perdidas en un cielo equivocado.
El pierrot la miró sin tocarla.
No tenía chocolate y aun así no le apetecía.
No le gustaba el chocolate, ni la leche en el desayuno.
No le gustaba fingir que todo estaba bien.
Pero no lo decía.
— Gracias, papá. —murmuró con la misma sonrisa que se ponía todos los días, como quien se viste con una prenda vieja y gastada, aunque útil.
Le dio una mordida a su emparedado de queso. Solo una. El pan estaba húmedo en las orillas. Masticó despacio, sin hambre, como si la comida fuera solo una excusa para no decir nada.
Desde el otro lado de la mesa, Mana Walker metía su almuerzo con rapidez a su desgastaba bolsa, tanto era su apuro que no se percató que tiro varios papeles, antes de conseguirlo. Allen lo ayudó a recoger el desastre.
Entre el montón de hojas sueltas, se asomaba una factura arrugada. El logo del hospital se asomaba entre los dobleces. Su padre agarro dicho papel con velocidad y nerviosismo, como si intentara que él no la notara.
Pero la vio.
Y no dijo nada.
Mana se levantó de golpe, besó su cabeza sin pedir permiso y recogió las llaves del gancho de la pared.
— Nos vemos mañana, ¿sí? Cuídate. Y ve con cuidado a la escuela. No te detengas en las arcadias… No regreses solo de noche. -. Le indica antes de partir, tropezando con sus propios pies.
— Sí, papá. -. Escupe el pequeño pierrot, aún sentado, con la taza intacta frente a él.
Escuchó el portazo. Luego el silencio.
Y entonces, su cuerpo se desinfló.
La sonrisa desapareció como si nunca hubiera estado.
El reloj de la cocina marcaba una hora que ya no importaba.
Allen deja el lugar que ocupaba antes para guardar la comida, no tenía apetito, pero tampoco iba a desperdiciarla, agarra una bolsita transparente en donde deposita el sándwich, a continuación, procede a vaciar el contenido de la tacita en un vaso, lo coloca todo en el viejo refri y procede a recostarse nuevamente. Sus pasos lo guiaban a su recamara, cuando de pronto el sonido hueco de la puerta lo alerta de un inesperado invitado, ¿O se trata de un cobrador?
Una, dos, tres veces.
El sonido era casi pausado, tenía la firma de un conocido, no necesitó mirar por la mirilla.
Sabía quién era.
Abrió solo lo necesario para ver la silueta de su vecino, se trataba de Dylan Mc Coy, el vecino del fondo. El joven de veintitantos, lleva un cigarro en la boca, con actitud de “tipo duro”. En la mano, sostenía un sobre. Negro. De bordes dorados, como luto con pretensiones de elegancia.
— Es para ti. .-. Pronuncia Dylan, estirando el brazo como si le pesara.
Allen le dio un breve vistazo sin decir nada, quizá asegurándose de que lo era.
Al estar seguro.
No lo tomó.
—Tíralo. Quémalo. Haz lo que quieras. —le lanzó con severidad, hundiéndose en el fondo de cada palabra una aversión pronunciada.
Y cerró la puerta en su cara.
Sin más.
El sobre no cayó.
Se quedó ahí, en la entrada.
Como una herida abierta que aún no sangra.
El resto del día transcurrió como un borrón.
El diminuto conejo caminó por las calles polvorientas de Santa Teresa con la mochila colgando de un solo hombro. El barrio olía a orines rancios y humo de escape. Las paredes estaban llenas de grafitis descoloridos y ventanas rotas. El cielo, ese día, era una sábana de plomo.
En la escuela, sacó menos C. Otra vez.
Nadie le dijo nada.
Nadie se dio cuenta.
Durante el receso, se sentó solo, en una banca despintada del patio trasero. Observaba a sus compañeros correr, gritar, lanzarse pelotas entre carcajadas llenas de algo que ya no entendía.
Parecían pertenecer a un mundo distinto.
Uno en el que él ya no tenía visa.
No hablaba mucho con nadie.
Respondía lo justo.
Sonreía si lo saludaban.
Pero en el fondo, siempre tenía la sensación de estar en pausa. Como un canal sin señal.
Cuando terminó la última clase, se escabulló antes de que su profesora pudiera reprocharle sobre sus calificaciones.
Cruzó unas calles, dobló en un callejón, y llegó a su templo secreto: FREAKZONE.
La Freakzone era un roído local de arcadias, donde las maquinas hacían música todo el día, allí la diversión, el anonimato y el olvido estaban asegurados, en cambio el tiempo parecían no tener influencia alguna.
No había ventanas, lo que daba la sensación de estar atrapado en otra dimensión.
El único hijo de Mana Walker recorrió los pasillos, los tragamonedas parpadeaban como corazones electrónicos, el “Street fighter”, así como otros juegos de lucha permanecían invadidos, siendo el preferido de los chicos mayores y la música vibraba en el suelo pegajoso de caramelos pisoteados y polvo.
Al llegar a un Pump It Up se subió como quien sube al ring. El tablero resonaba con la melodía de Madonna “Hung Up”, se retira de la cabeza la sudadera, el conejo “Toothie” desaparece de su espalda cuando coloca las monedas para comenzar.
No iba para ganar.
Sino para no desaparecer.
El sonido tecno hace vibrar cada flecha, la chica virtual baila al mismo ritmo que el mocoso. Por un momento, los dos parecen entenderse. Las luces brillan, la melodía se acomoda bajo los pies del bailarín.
Cada paso, cada flecha acertada, era una victoria pequeña.
Un grito sin voz.
Una prueba de que seguía vivo.
Desde aquella noche, desde aquella calle donde el mundo se volvió rojo y el esqueleto de su atacante brilló como una lámpara encendida por el horror, el pequeño Allen no dormía igual.
No caminaba igual.
No respiraba igual.
Pero allí, bailando, el miedo retrocedía.
Era un ritmo.
Una coreografía de furia y cansancio.
El único momento donde no pensaba en las facturas escondidas en la cocina.
Ni en los turnos dobles de su padre, que lo dejaban cenando solo, noche tras noche.
La máquina no le pedía que fingiera estar bien.
No le hablaba.
No lo obligaba a sonreír.
Solo le exigía seguir el ritmo.
Y ese era el camino que Allen añoraba seguir, con cada músculo, con cada gota de sudor.
Hasta que el mundo exterior desaparecía.
Después de tres rondas, se sentaba en una de las bancas pegadas a la pared, el corazón retumbándole en el pecho.
Sacó de su bolsillo el pequeño llavero electrónico: un tamagotchi con forma de Toothie, que contenía una mascota Toothie: Un singular conejito con un diseño tan simple que lo hacía especial.
Cuando prende el objeto electrónico, la pantalla parpadeaba.
Toothie tenía hambre. No era su recibimiento habitual, tal vez porque había caído la noche, casi siempre Toothie lo recibía con alegría, levantando ambos brazos.
—Ya, ya... -. Murmura, apretando los botones con los dedos temblorosos.
Le daba de comer.
Lo limpiaba.
Le ponía a dormir.
Era lo más parecido a cuidar a alguien.
A no sentirse del todo solo.
Era su secreto.
Su pequeño compañero en un mundo que no sabía cuidarlo a él.
A veces pensaba que, si dejaba que Toothie muriera, algo dentro de él también se rompería.
Algo que aún no estaba del todo roto.
Algo que todavía se aferraba.
Tras ese momento con su diminuta mascota virtual, Allen sale a pulverizar a un retador que se atrevió a romper su record.
Y entonces, al salir del local, de vuelta a la oscuridad de Santa Teresa, bajaba la mirada, y caminaba.
Como siempre.
Como cada día.
Esa noche, mientras mataba el rato con su grupo de jóvenes pandilleros, los ojos de Dylan lo siguieron desde la esquina, justo al mirarlo cruzar la calle que da al edifico donde viven.
Allen no devolvió la mirada, siguió su recorrido.
Solo apretó el tamagotchi en su bolsillo, como si pudiera protegerlo del mundo.
Dylan se sonrió, recargado contra una farola descompuesta, riendo con otros tres muchachos.
Humo de cigarro.
Botellas en las manos.
Risas que no sabían de alegría, sino de rabia sin causa.
Uno de ellos llevaba un cuchillo en el cinturón.
Otro, una cadena colgando del cuello, como si fuera un trofeo robado.
El muchacho de veintitrés años persiguió la figura del niño hasta que llego a su destino.
No se podía adivinar la razón de hacerlo.
El sobre negro todavía estaba en su mente, como una espina clavada que no quería sacar.
Santa Teresa susurraba por las noches.
Y lo que decía no siempre era en voz alta.
Una vez el mocoso llego a la destartalada construcción subió las escaleras con las suelas gastadas haciendo un eco hueco contra el concreto. Maldecía por que esta vez que pretendía usar el elevador, este no servía.
El pasillo olía a humedad, cigarro barato y sopa vieja.
El zumbido de un fluorescente moribundo se entremezclaba con el llanto de un bebé del piso de arriba.
Santa Teresa no dormía.
Solo se agotaba.
Cuando empujó la puerta de su departamento, ya estaba molesto.
Pero lo que vio sobre la mesa de la cocina terminó de encender la chispa.
Ahí estaba.
La puta carta.
Negra.
Opulenta.
Como si el mismísimo infierno le hubiese enviado una invitación formal.
—¿En serio? -. Bufó.
La había mandado al demonio esa mañana, lo recordaba bien.
La había rechazado. Ignorado.
Pero como un perro callejero con hambre, había vuelto.
La tomó con furia.
Rasgó el sobre en tiras como si estuviera arrancando una piel que no le pertenecía.
La arrojó sobre la estufa y encendió el fuego.
El papel ardió en un silencio elegante, sin chillidos, sin resistencia.
Como si supiera que era inútil.
Allen observó arder el contenido, así como el billete de quinientos dólares que se asomó como si le suplicara reconsiderara su decisión.
No iba a funcionar, olvídalo, le dijo con una mirada de desprecio.
Tras hacerlo no se sintió aliviado.
Solo… más solo.
El departamento estaba oscuro, salvo por el resplandor pálido del televisor que zumbaba desde la sala, al cual había prendido como ruido de fondo.
Se asomó al pasillo.
No había nadie.
O eso quería pensar.
A veces juraba que algo se deslizaba por los rincones.
Que las sombras se movían cuando no las miraba.
Y, sobre todo, odiaba esos insectos.
Polillas.
O mariposas negras.
Nunca estaba seguro.
Se arrastraban por la ventana, por la lámpara, por los bordes del techo, como si supieran más de lo que deberían.
Odiaba que ese lugar fuera un basurero, todo estaba tan gastado por los años, que se convirtió en el buffet principal de esas “alimañas”.
Al dejar de observarlas, el cansancio lo empujó hacia el sillón desvencijado.
Se dejó caer, sin encender la luz.
En el televisor, una rubia corría por el bosque mientras Jasón la acechaba, machete en mano.
Todo era sangre y gritos sintéticos.
Pero lo que a ese chiquillo lo asustaba era otra cosa.
El zumbido.
El crujido suave de alas.
El roce de algo que no debería estar ahí.
Abrazó su mochila.
Y dentro de ella, apretó con fuerza el tamagotchi de Toothie.
Solo para recordarse que aún existía algo que latía por él.
Los ojos se le cerraban, pesados, tercos.
Pero luchaba.
No quería dormir.
No otra vez.
No al parque.
Pero el sueño, como el fuego de antes, no pedía permiso.
Cuando por fin cayó, fue como caer por un pozo sin fondo.
Y allá, al final,
estaba el parque.
Otra vez.
Con sus columpios rotos.
El carrusel oxidado.
Y el cielo siempre a punto de romperse, con esas cosas esperándolo sobre el suelo decaído del sitio de diversiones.
I
Abrió los ojos de golpe.
Como si el aire le hubiera sido arrancado segundos antes.
El techo alto de su habitación, cubierto por molduras doradas, no podía ocultar la presión que se apretaba en su pecho.
Aún resonaba en su cabeza, la voz de alguien que lo desprecia con todo su ser.
“¡¿Qué te detiene de marcharte al infierno?!, ¿Por qué no solo me dejas en paz?”
El eco era tan nítido que por un segundo creyó que se lo habían susurrado desde el otro lado de la almohada.
Su respiración era corta, como si cada exhalación tuviera que abrirse paso entre cristales rotos.
Las sábanas —limpias, planchadas, suaves— le pesaban como un sudario.
Se las quitó con torpeza y dejó ver su piel pálida, marcada por una mariposa negra justo sobre la clavícula.
Una mancha viva, perfecta, como tatuada por alguien que conocía demasiado bien sus cicatrices.
A veces, esa mariposa parecía moverse.
No como un músculo, sino como si fuera ajena a su cuerpo.
Como si quisiera irse.
Acomodo su cuerpo, se incorporó con dificultad.
Cada movimiento dolía de una manera distinta.
Los días buenos eran pocos.
Hoy no parecía ser uno.
Bajo las escaleras hacia el piso inferior, arrastrando los pies descalzos sobre los impolutos escalones de madera antigua.
Las paredes altas lo observaban, y el eco de sus pasos era el único sonido.
En el comedor, su ayudante ya le había servido la mesa: un desayuno exquisito, colorido, sacado de algún manual de alta cocina.
Todo solo para él.
Como siempre.
— Buenos días, gran señor. -. Le dijo su asistente.
El señor de la casa se detuvo frente a la mesa sin decir nada.
Observa con indiferencia el plato que se encuentra al frente suyo.
No lo miraba como alimento, sino como algo menos que insignificante.
Lejos de la opulencia, de lo imposible, de lo artificial, estaba harto de sentirse repulsado, de llevar aquella quemadura en su alma.
Su mano se va arriba, sin rabia.
Casi manejado por unos hilos invisibles… sin ganas.
Y empujó el plato con los dedos.
CRASH
Este cayó al suelo con un golpe seco.
El jugo manchó la alfombra.
Los trozos de porcelana salpicaron como flores rotas.
No pidió disculpas.
No dijo nada.
El ayudante supo descifrar la acción de su jefe, se retirándose sin expresión.
La silueta se quedó un instante más, sin perder de vista cómo el jugo escurría lentamente, tiñendo los hilos caros de la alfombra como sangre diluida.
Luego giró sobre sus talones y se dirigió a su estudio.
Allí, en su estudio decadente, entre lienzos abandonados, figuras retorcidas, pintura, oleos sin terminar.
Frente al espejo, se abrió la bata de satén con torpeza.
Su reflejo le devolvió la mirada con una mueca que no recordaba haber hecho.
Era como si el hombre que veía ya no fuese él.
La mariposa negra aún descansaba sobre su clavícula izquierda.
Inmóvil.
Silenciosa.
Pero él la sentía latir.
Como si su cuerpo la rechazara y, sin embargo, la necesitara para no olvidar.
Se giró bruscamente, clavando los ojos en la silueta dibujada por la tinta que recorría su espalda.
Y allí estaba.
El ciempiés.
Negro, delgado, con patas curvas como garras.
Un sendero oscuro tatuado en su piel, marcando cada rincón de lo que alguna vez fue inocencia.
La tinta parecía hundirse más hondo ese día.
Como si quisiera recordarle lo que había hecho.
A quién se lo había hecho.
Se tambaleó hacia atrás.
Quiso respirar, pero el aire se negó a entrar.
Un gemido contenido le escapó por la garganta mientras las lágrimas se agolpaban sin permiso.
No lloraba. No podía llorar.
Pero dolía.
Dolía como si el cuerpo no supiera cómo sostener más esa carga.
Con rabia se arrancó la bata y la lanzó contra el cristal reflejante.
Golpeó el espejo con el puño.
Una vez.
Otra.
Y otra.
Hasta que los nudillos sangraron y las grietas comenzaron a deformar su reflejo.
Hasta que su rostro se multiplicó en pedazos rotos, como si pudiera verse a sí mismo en cada una de sus fallas.
“¿Por qué no me escuchas?”
La voz del recuerdo, tan viva, tan real, lo atravesó como un clavo caliente.
Apoyó ambas manos sobre el lavamanos, jadeando.
Sudoroso.
Humillado por su propio pasado.
Por su monstruo.
Por su debilidad.
Quiso borrar todo.
Quiso rasgarse la piel.
Quiso pedir perdón con gritos, con golpes, con sangre.
Pero no había nadie.
Solo él.
Solo la mariposa.
Solo la tinta maldita que llevaba su vergüenza como trofeo.
Entonces lo vio.
La máscara.
Reposando con delicadeza cruel sobre un caballete sin terminar.
Testigo muda de algo que no se podía deshacer.
Y el recuerdo volvió.
Un niño gritando con la furia de quien lo perdió todo.
La voz cargada de dolor: — ¡PAPÁ! –
Y la súplica no dicha.
La que no pudo pronunciar.
La que aún se le ahogaba en el pecho.
Quiso atrapar cualquier cosa que fuera de él, aunque fuera solo su desprecio.
Pero era tarde.
Siempre era tarde.
Sus manos temblaron mientras intentaba calmarse, sujetando el lavabo como si de eso dependiera no caer.
La hermosa figura de fina porcelana, pero de inquietante velo negruzco se quedó un tiempo en silencio, respirando como si acabara de correr una maratón de pesadillas.
El estudio estaba hecho un desastre.
Sus manos seguían manchadas de sangre seca, su reflejo fragmentado en los vidrios del suelo.
Y, sin embargo, lo peor era lo que no se veía.
Quiso lavarse.
No por limpieza.
Sino por castigo.
En la ducha, el agua caliente resbaló por su cuerpo como lava tibia.
Pero el remordimiento no se iba.
No con vapor, ni con jabón caro, ni con las lágrimas que no terminaban de salir.
Las marcas continuaban abrasando su piel, existiendo para recodarle: Que les pertenece.
Al ciempiés.
A la mariposa.
A la agonía, la furia, la violencia, la oscuridad.
Se aferró a la tina con una mano.
Cerró los ojos.
Y dejó que el agua lo ahogara por un instante.
Cuando salió, con una toalla colgando floja de la cintura, su asistente lo esperaba en el pasillo.
No dijo su nombre.
Solo habló, como siempre, con voz medida:
— Kanda-sama. El padre Fray lo... –
Oír ese nombre lo hizo detenerse.
Un latido seco le golpeó en las costillas.
Frunció los labios. —… Dile que desaparezca, únicamente necesito la cuenta. -. Arroja con hastió, aun sabiendo que eso no detendría al viejo Fray.
— Señor, el padre Fray lo espera en su biblioteca. -. Le explica cuidando cada palabra que surgía de su boca.
No podía ser peor y lo hizo. Kanda trago saliva.
Cerró los ojos un segundo.
Y luego de vestirse, caminó hacia su despacho.
El padre Tiedoll Fray estaba de pie junto al gran ventanal, con su abrigo oscuro aún puesto y una bufanda gris sobre los hombros.
Su rostro, envejecido por la fe y la vida, lo observó con la mezcla exacta de comprensión y cansancio.
— Yu, mi querido hijo. Llegas tarde para evitarme. —comenta con una leve sonrisa.
Yu Kanda no respondió.
Se sentó frente a él, aún con el cabello húmedo, sentado en posición de hartazgo, más no de indisposición.
Verlo así, conmovió el alma del que se consideraba su padre.
—¿Cómo estás? -. Le pregunto al dirigirse a él.
— ¿Para qué?, ¿Qué sentido te daría el saberlo? –
Fray suspiró.
Se sentó también, a su ritmo.
Sabía que las paredes de su querido hijo no se derrumbaban a la fuerza.
Solo con paciencia.
— Sabes que me preocupo por ti. Tu alma está en peligro. –
¿Y que si fuera así? Recita molesto, como quien se ha resignado.
La cabeza se le fue a un lado, como si el peso de sus pensamientos la arrastrara. Los dedos largos y pálidos tamborileando sin ritmo contra el brazo del sillón, impacientes, como si ya quisieran escapar.
— Ya. -. Emite desganado. — ¿Qué sentido tiene tener esta conversación?, Ya sabemos los dos que mi alma no tiene arreglo —es como mandar a un niño con cáncer a rezar—. Bonito gesto, inútil resultado. —se pausa para escapar de la vista de quien lo aprecia auténticamente.
Y ese es el problema que tiene.
Odia que Tiedoll lo aprecie, porque él es un monstruo, un demonio más del infierno vestido en trajes de diseñador.
— Te dije que solo trajeras las cuentas.-. Recita con voz baja, obligándose a hablar. — Si viniste por dinero para tus pobres...-. Añade perdiendo el ánimo con cada frase. — ...Tómalo de la chequera, firmare cualquier cifra. Haz algo útil, Fray. Salva a tus pobres, salva sus almas, alguna de ellas quizá, esta noche tenga que irse con el señor. -. Termina, su voz es un silbido que se pierde en la mirada de su padre.
— Sigues castigándote, ¿verdad? No por lo que hiciste. Sino porque esta vez lastimaste a un inocente. –
Yu apretó los dientes.
No contestó.
El sacerdote no insistió.
Sacó de su abrigo un pequeño rosario y lo sostuvo entre los dedos, más como consuelo que como símbolo.
— Cuando uno está demasiado tiempo solo, empieza a hablar con sus demonios. Y el problema con ellos, hijo, es que creemos que es un espejo. –
El fastuoso joven lo miró.
No con odio.
No con desprecio.
Sino con algo mucho peor: resignación.
Guardando silencio, reservándose lo que pensaba de eso.
Tiedoll sonrió, se levantó y le puso una mano en el hombro.
— Deja que el arrepentimiento llegue, permite sentirte devastado por tus acciones, el perdón llegaría en algún momento. No te dejes caer en la espiral de oscuridad bajo tus suelas. —dijo con voz sabia, esa que esta consiente de sus errores y quiere corregirlos.
Entonces le dio abrazo, breve, como se abrazan las cosas que se rompen fácil.
Y luego se fue.
En el salón se hizo un profundo silencio, como si sintiera la ligereza de que algo hace falta.
Kanda se quedó mirando la puerta cerrada durante varios segundos.
No pensó nada.
Solo sintió el peso de todo.
Edificio de White Lotus, en la parte norte de la ciudad, Shimazenith.
La entrada fue perfecta.
Como siempre.
La limusina negra se deslizó hasta la entrada de cristal como un suspiro elegante. Un hombre bajó a abrir la puerta, inclinado apenas lo suficiente para no verse servil, pero sí útil. Kanda bajó con ese porte que nadie enseña, solo se hereda. Dio unos cuantos pasos y se ya encontraba en la entrada del “White Lotus”, el rascacielos de la familia Kanda, la cede empresarial más importante del distrito 13.
Al ingresar sus zapatos resonaron como una declaración de presencia.
Cada paso era estudiado.
Cada gesto, diseñado.
Las puertas automáticas del edificio se abrieron con un susurro mecánico.
Dentro, el aire olía a dinero viejo, a perfumes caros y a mentiras recién maquilladas.
La recepción era un jardín de mármol y acero, decorado con flores de pantano artificiales que intentaban imitar la vida.
Todo parecía limpio.
Demasiado limpio.
El heredero universal de la familia del Loto no saludó a nadie.
No necesitaba hacerlo.
Su sola presencia bastaba.
La recepcionista, con sonrisa plastificada salió a recibirlo y le ofreció un saludo formal como en oriente se acostumbra.
—Señor Kanda. Lo estaban esperando. —menciona rápidamente.
Él no respondió.
Solo caminó.
El ascensor se abrió como una promesa de éxito. Dentro, todo era vidrio y oro, reflejando su silueta perfecta desde todos los ángulos.
Apretó el botón del último piso con un dedo frío.
Mientras subía, observó su reflejo.
Impecable.
Vacío.
Falso.
Las puertas se abrieron en el ático, como si revelaran un templo pagano dedicado a la adoración del poder.
Una larga mesa de cristal atravesaba el centro de la sala como una lanza.
Allí estaban ellos: los lobos o debería decirles los buitres.
Vestidos de Armani.
Con sonrisas afiladas y relojes que costaban más que una vida.
Riendo entre sorbos de champagne, hablando de fusiones, fondos, y favores disfrazados de acuerdos legales.
El cuerpo de Yu entro en la sala, mas no él mismo.
La habitación se giró hacia él como si acabara de llegar una estrella de cine.
— Honorable y distinguido Kanda, venga acérquese. -. Le vomito uno de ellos, un hombre hinchado de éxito y cirugías—. ¡Qué bueno que llegó! Esto no empieza sin su presencia. –
Yu Kanda estaba allí sin estarlo, su rostro dibujo un esbozo que era la ilusión de una sonrisa.
Una curva perfecta, diseñada.
Nada más.
Saludo al grupo “buitre” con el respeto que le enseñaron, una leve inclinación, luego estrecho la mano de su “socio”.
— Ah, es usted señor Musk... digo, Mark... no, espere... ¿Cómo quiere que lo llame en esta ocasión? —. Finge confusión con un dedo en la sien —. ¿Sigue “disrupteando” la democracia con memes cryptos, o por fin ya se acabó la era de la AI-ética? Ah, no, perdón... eso requeriría que supiera código. —menciona de manera filosa, como escupiendo cada palabra con una sonrisa falsa que, hasta un tipo como él, se daría cuenta que es mala leche.
Tras hacer su travesura, Kanda se aparta de los viejos lobos de Silicon Valley.
Tomó su lugar en la cabecera de la mesa, cruzó una pierna sobre otra, y dejó que el vino bailara en su copa sin tocar sus labios.
Miró alrededor.
Los mismos buitres con relojes de oro.
Excepto uno.
Allí estaba.
Sentado con una elegancia medida al milímetro.
Un hombre de rasgos orientales, parecidos a los suyos, impecable, el cabello recogido en un moño bajo, la mirada tan aguda como una hoja de obsidiana.
Li Yusheng.
No se levantó.
No lo saludó.
Solo lo miró, con la misma expresión que un carnicero reserva para el ganado.
“Despertó”, el pecho de Kanda sintió que algo se encendía.
Una chispa detrás del esternón.
Un temblor que no venía del miedo, sino de algo mucho más primitivo.
Deseo.
Deformado.
Cruel.
Deseo de romperle los dientes.
De hundirle la cara contra el mármol más caro de esa maldita sala.
De ver si la sangre de los ricos también puede ensuciar el terciopelo.
Algo en él deseaba lo que Li llevaba encima: muerte.
No como amenaza.
Sino como aroma.
Como promesa.
Lo supo en un instante: ese hombre traía consigo un olor dulce y podrido.
El aroma de las decisiones sin retorno.
La mirada de su compatriota lo miró con una mezcla perfecta de desprecio y hambre.
Y en esa mirada se gestó algo.
No una escena.
No un diálogo.
No una amenaza.
Un destino.
Ese hombre será mío.
Esa cara, ese jade, esa arrogancia,
Van a romperse por sus puños.
Pero no ahora.
Alzó la copa en silencio, como si brindara por una guerra aún no declarada.
Y en la sombra sutil del salón,
la mariposa negra en su cuello pareció agitar las alas.
II
Las alas de la mariposa negra estaban cantando otra vez.
Zumbaba cerca de su oído, con un timbre casi humano.
Allen intentaba alejarse, pero el parque lo atrapaba como un pantano de alquitrán.
Los columpios se mecían solos.
Las luces parpadeaban como si estuvieran a punto de explotar.
Y entonces lo vio.
Un hombre.
O algo que se vestía como uno: traje de diseñador, mirada sin alma con un destello carmesí.
Un dios podrido.
Un demonio hecho a medida.
Venía hacia él, paso a paso, lento, como si supiera que nada podía detenerlo.
El aire se volvió espeso, su garganta, una prisión.
La garganta del mocoso intentó gritar…
Sin embargo, solo hubo silencio.
Silencio absoluto.
Y justo antes de que lo tocara, justo cuando su sombra lo cubría por completo…
Sintió el dolor.
Una punzada en el pecho.
Como si una garra le hubiera atravesado el alma.
— Huye, conejo… —susurró la mariposa.
Entonces despertó.
Su cuerpo entero se sacudió.
La televisión seguía encendida, ahora mostrando estática azul.
Pero lo que realmente lo arrancó del abismo no fue el sueño. Fue la figura que temblaba junto a él.
— ¡Dylan! -. Grito asombrado sobre su sillón.
El joven vecino estaba frente a su sofá,
empapado en sangre.
Tenía una herida fea en la ceja, golpes, y sus manos estaban cubiertas de rojo.
Ojos grandes, como platos rotos.
—Tienes que ayudarme, Allen… —jadeó—. Tienes que escucharme, por favor. –
El niño apenas pudo parpadear.
—¿Qué…? –
— ¡Nos cayeron, Allen! ¡Una jodida mierda de colores, no sé qué fue eso! ¡Voló todo, los pulverizó! —soltó entre espasmos—. Era como una explosión… como si alguien hubiera vomitado fuego y luces, pero sin ruido, sin aviso. ¡Ni gritar pudieron! –
—¿Quién…? -. Pregunta con confusión.
— A la banda de los Hu’ lièg’u, ¡Mierda! Mi primo y yo solo íbamos a robarles la mercancía, ¿vale? Lo de siempre. Pero… eso… eso nos estaba esperando. –
El inicio de la boca del estómago del chiquillo se revolvió.
No solo por la sangre, no solo por el miedo.
Sino porque en algún rincón del sueño,
la mariposa le había advertido algo.
— Estaba esperándonos… —murmuró Dylan—. Como si supiera que íbamos a ir. Y cuando se dio cuenta que yo estaba vivo… -
Se quedó en silencio.
En su mente, “la mierda brillante” se iluminaba en rojos intensos, no había expresiones faciales, se trataba únicamente de una tenebrosa sombra al amparo de la oscuridad de la bodega de los Hu’ lièg’u.
— Dylan, ¿Qué estas callando? –
— Es que no podrías creerlo. —El cuerpo del joven temblaba—. No estoy loco, lo vi, era humano, pero ¿Por qué brillaba? –
El órgano de vida del mocoso sintió que algo dentro de él se quebraba.
Ojos encendidos en un destello rojizo, inyectados de euforia carmesí.
Luego el ostentoso traje.
El toque.
El dolor.
Todo coincidía.
Los ojos del niño se clavaron en su vecino, quien balbuceaba entre jadeos, tembloroso, cubierto de sangre seca. Pero no era el estado físico lo que lo asustaba, no… lo que verdaderamente le helaba la sangre era lo que decía. Allen sabía a lo que se refería.
— Era como el “Doctor Phosphorus”, ya sabes, solo que al revés. Dios, me volví loco después de esta noche. —murmuró Dylan, con los ojos abiertos de par en par, como si aún lo viera. Luego de decirlo, la vida recorrió su cuerpo.
En cambio, Allen palideció al saberlo, su pecho sintió un golpe. El corazón queriendo escapársele. Sin pensar, se llevó los dedos a la cicatriz en su cuello. Los ojos se le humedecieron. No quería recordarlo. No quería, pero ahí estaba, resbalando como una pesadilla luminosa por su mente…
Hace dos meses.
Caminaba de regreso a casa después de haber pasado todo el día jugando en las arcadias. Era tarde, y quiso tomar un atajo. Entró al subterráneo a través de una calle de mala muerte, repleta de bares decadentes, de mujeres maquilladas hasta los huesos, de rostros curtidos por la miseria. Pero él no se sentía intimidado. A esa hora, la ciudad parecía un animal dormido, y eso le daba una falsa sensación de seguridad.
Fue casi al final del callejón, cuando una silueta cayó frente a él. Un hombre brutalmente golpeado, ensangrentado, como si el concreto lo hubiera escupido. Allen retrocedió instintivamente, pero no lo suficiente.
Una sombra lo envolvió.
¿Una criatura? ¿Un hombre?
No lo supo. Lo único que pudo ver fueron los ojos… ojos como rubíes encendidos en una hoguera demente. El ser parecía haberse tragado pintura fosforescente: su esqueleto brillaba con un resplandor púrpura y frío, casi sobrenatural. Como si fuera un espectro disfrazado de humano.
No hablaba, solo lo miraba. Fijo. Casi fascinado.
Las manos se alzaron y lo sujetaron del cuello.
— El hambre… es la menor de tus preocupaciones, conejo. -. Respiró la oscuridad, pareció una voz, un murmullo de ultratumba, arrastrando el aire como si doliera.
— … Papá… —intento declarar antes de caer dentro del pozo de la inconciencia.
Cuando termino de recorrer la cicatriz de aquella noche, la voz de alguien lo clama en la realidad.
Dylan seguía allí, de pie, jadeando, con la sangre marcándole la piel como la culpa.
— Tu silencio lo dijo todo, no necesito que me creas. -. Emite él, rompiendo la quietud. —. Te juro que estoy limpio, Allen. Yo… estaba por pagar mis estudios. Me aceptaron en la escuela de arte Jödher. Solo necesitaba el dinero. Pero esa mierda apareció de pronto. El mamon jodido, se tragó un bote de pintura fosforescente, hypeado por verse como la skin de la mierda que la hace de Batman. Jodido nerd de porquería, creyendo que el brillo de la piel es lo que les va bajar las bragas a las shawties. –
El niño lo miró sin parpadear, sin decir nada. Por dentro, una grieta se abría más y más.
Entonces, sin emoción alguna, dijo:
— …No voy a ser parte de un crimen. Eso mataría a mi padre de un infarto, o al menos eso preferiría que ir a verme en la cárcel. –
Pausó. Observó cómo Dylan bajaba la cabeza, avergonzado, dolido.
— … Tienes que entregarte. -. Agrega al último.
Dylan Mc Coy lo miró una última vez. ¿No lo había escuchado? Quizás sí, pero lo que le estaba pidiendo era un absurdo, ¿Cómo suena? Un tipo que brilla masacrando traficantes.
Es que eso paso, se dice insistentemente. “Pero, si alguien tan honesto e inocente como lo es Allen Walker no puede si quiera considerarlo, nadie podría hacerlo” Se dijo a sí mismo.
Estoy muerto de cualquier manera.
— Allen… déjame dormir en tu armario. Solo hoy. -. Expulsa con una voz apenas audible, resignada, como si arrastrara su alma detrás de esas palabras—. Mañana… mañana me entregaré. –
El mocoso le lanzó una mirada de puro juicio, seca, sin ira, pero con firmeza. Luego suspiró profundamente y desvió la vista.
— La gente de Li Yusheng te van a matar si sales de aquí. -. Le musita, casi con un tono que no quería decir en voz alta. — Ellos seguramente van a conjeturar que tú y tus amigos masacraron al grupo. –
Se quedó en silencio unos segundos más, apretando los labios.
— Quédate aquí… mañana pensaremos en qué hacer. –
Mc Coy no respondió, solo asintió con la cabeza. El silencio entre ambos era denso, como una manta mojada.
Más tarde esa noche, tras asegurarse de que Dylan se duchara y se aseara (aunque él mismo tuvo que insistirle y prestarle algo de ropa), El pequeño Allen preparó un pequeño rincón en su cama para él. No tenía corazón para dejarlo en el armario… aunque lo había considerado. En su lugar, se llevó una manta al sillón de la sala. Allí, con las luces apagadas y el televisor encendido solo por costumbre, se quedó dormido.
III
A la mañana siguiente.
El sol se colaba por las ventanas sin permiso. El reloj ya marcaba el mediodía.
— Allen…- Le menciona su joven vecino desde el marco de la puerta, medio despeinado, pero más limpio—. ¿No tienes escuela hoy? -. Le inquiere tomando una banana de la mesa.
El chiquillo se desperezó con lentitud, le dio la espalda y soltó un gruñido indiferente.
— No es para tanto, no llevo prisa. —comenta al masticar el sándwich de queso que saco del refri.
— Oye, no le hagas esto al señor Walker. -. Insistió Dylan, más como un hermano mayor preocupado que como un fugitivo.
Aquel comentario paralizo el corazón del niño. Su amado padre, es la única munición que daña su “armadura”.
— Ese es mi problema, ocúpate de los tuyos. -. Escupe al tomar su mochila, guardar a su tamagotchi y salir huyendo de allí.
Cerraba de mala gana su puerta, cuando descubre el sobre negro otra vez. Lo maldice, lo rompe en cachitos, para después proceder a marcharse del lugar y dejar lo que resta en la basura afuera del edifico.
Tarde, Escuela comunitaria de Santa Teresa.
Allen observa la hoja sobre su pupitre. Una “F” garabateada en rojo sobresalía como una herida abierta. No la tocó, no la arrugó. Solo la miró.
No estaba decepcionado.
Ni molesto.
Solo… resignado.
El murmullo de sus compañeros saliendo del aula era lejano, como si ocurriera al otro lado de un muro de vidrio. Recogió sus cosas despacio, sin apuro, como quien no tiene un sitio real al que volver.
— Allen. -. La voz suave pero firme de su maestra lo detuvo desde la puerta.
Él se quedó quieto.
—¿Cómo está tu padre? –
—Trabajando, dos turnos como siempre. —menciona sin mirarla.
La bella mujer lo observó con el ceño ligeramente fruncido, luego se acercó, bajando el tono.
— Tus calificaciones han bajado, Allen. Estás distraído, ausente… Esto no es como tú. -. Le explica con una voz suave y cariñosa.
Él parpadeó lentamente. No tenía fuerzas para discutirle.
— ¿Has ido al centro de salud? ¿Al menos has visto a un psicólogo? –
El niño la miró, por fin. Sus ojos a pesar de ser cristalinos como una perla, no brillaban.
— No hay plata. -. Dice, expulsando cada letra como si al liberarlas, se deshiciera de la responsabilidad de acudir al médico de la mente.
La joven mujer negó con la cabeza.
— La atención es gratuita. Puedes ir cuando lo necesites. No estás solo en esto. –
Que lejanas fueron las palabras de la docente, o era ¿Que su corazón había dejado de latir? Pensó esto mientras asentía con la cabeza gacha.
— Lo voy a intentar, señorita Lee. -. Declara sin ganas. Su voz no sonó convencida. Sonó como quien lanza una mentira al vacío solo para cerrar una conversación.
Anochecer.
El resto de la tarde la pasó en las arcadias, perdido entre luces neón, máquinas tragamonedas y música estridente. Él se concentraba en los pasos de la Pump It up, tocando su canción favorita: Hung Up, de Madonna.
Cuando finalmente regresó a casa, la noche ya había caído. Subía las escaleras — porque el elevador no servía—. Cuando un sonido apagado le heló la sangre.
Voces.
Dentro de su departamento.
Golpes.
Ruidos sordos. Y un quejido que reconoció al instante.
¡Dylan!
—¡¿Dónde está Black Moth?! -. Gruñe el de mayor poder, con una voz con acento marcado.
—¡Tu primo te delato, nos dijo todo! -. Insistía otra, más aguda.
Allen se detuvo, sus pies de pronto se hicieron de plomo, como si el suelo se los hubiera tragado. Las paredes se angostaban. La presión en su pecho era brutal.
Intentó acercarse, pero el aire se volvió denso, irrespirable.
Entonces la vio.
Una mariposa negra. Posada en la esquina de las escaleras, con las alas vibrando como si su cuerpo ardiera en una llama oscura.
El corazón del mocoso se disparó.
La visión se distorsionó.
Sus oídos comenzaron a zumbar.
“Conejo…”
Esa palabra.
La voz gutural, antigua, como un eco desde una caverna sin fondo.
“Conejo…”
Su cuerpo se hizo pequeño. Se agazapó contra la pared, con los brazos sobre la cabeza, temblando. Sus manos sudaban, frías. No podía pensar. Solo quería ser invisible. Ser nada.
“Conejo…”
El mundo se silenció por completo. Hasta que…
¡PUM!
Un portazo lo sacó del trance. Aun se oían, los fragmentos de la puerta cayendo como vidrios por el pasillo.
Al mismo tiempo, unos hombres salían a toda prisa del departamento, arrastrando a Dylan como un saco. No lo vieron. Ni siquiera se fijaron en él.
Los ojos del niño miraron al trío entrar al ascensor…
Ese ascensor.
—El mismo que nunca funcionaba cuando él lo necesitaba—. Ahora abría sus puertas como una trampa infernal.
Desaparecieron tras un pitido.
¡Mierda, mierda, esto no se ve bien!
Allen corrió rápidamente al departamento. La puerta colgaba de una bisagra. Dentro, todo era caos: sillas rotas, sangre en el suelo, fotos del padre y del niño regadas y pisoteadas, lo único salvado era el cuadro de su madre y la memoria fotográfica de la boda de sus padres, agradeció a Dios por eso.
Mientras revolvía lo que quedo de su hogar en búsqueda algo con que defenderse para “salvar” a Dylan. Un cuchillo, un bate, lo que fuera, la voz de alguien lo alerta de su presencia.
— No encontrarás nada afilado en esta casa. —demando el sonido de la noche, al menos eso parecía.
Sin embargo, no lo era. Era una voz gruesa.
Fría como un témpano.
Tan profunda que le temblaron las costillas.
El mocoso se giró, despacio, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos.
Una silueta oscura se alzaba frente a él, recortada contra la penumbra. Como un agujero en la realidad, devorando luz.
En la tarde. Horas antes, Puerto Dragon Sea al poniente de la ciudad.
El aire desprendía un olor a tela, plástico y mercancía rancia que ha sido guardada por mucho tiempo.
Las gaviotas chillaban por encima de los contenedores, donde la banda china bajaba cajas marcadas con caracteres rojos, envueltas en lonas húmedas por el salitre.
Entre tanto, dos limosinas negras, de ventanas polarizadas, se acercaron entre el ruido de motores y grúas. Una frente a la otra. El mar rompía contra los pilotes como un corazón que ya sabía lo que venía.
Desde una de ellas descendió Li Yusheng, impecable, con su traje blanco perla que no tenía ni una arruga. Sonrió con la elegancia de un tiburón al ver al hombre que bajaba de la otra limusina: un senador local, de traje gris, pelo engominado y la mirada asustada detrás de gafas de diseñador.
— Negocios, negocios… -. Dijo el senador, intentando sonar jovial, pero su voz temblaba.
— Negocios que hacen la ciudad girar. - Añadió Yusheng, encendiendo un cigarro largo y delgado.
Justo cuando iba a ofrecerle uno al senador…
La sombra cayó.
No hubo sonido previo.
No hubo advertencia.
Solo el crujido seco de un cráneo estallando como una fruta madura.
Bang. Bang. Crash.
Gritos.
Caos.
Los traficantes sacaron sus armas en un solo movimiento ensayado, como una orquesta siniestra.
Pero el visitante era música en sí mismo.
Se movía como si no pisara el suelo, su figura envuelta en oscuridad, deslizándose entre los disparos como si el tiempo no lo tocara. Cada bala que lo rozaba se desviaba, cada golpe lanzado hacia él parecía quedar suspendido, como flotando en una pesadilla.
Cuatro hombres cayeron al mismo tiempo.
Y fue entonces cuando se iluminó.
Sus huesos brillaron a través de la piel y la ropa, como un mapa de constelaciones fracturadas en tonos azules, lilas y verdes.
Colores fríos.
Inhumanos.
Hermosos.
La silueta se irguió.
La máscara de gas cubría por completo su rostro, sin ojos, sin boca, sin compasión.
No era una persona.
Era un concepto.
Solo su melena negra ondeaba al viento, brillante bajo las luces industriales del puerto.
— …Parece una linda tarde para bailar con el diablo. —musitó la oscuridad.
Su voz, amortiguada por la máscara, era un eco hueco, como si saliera de un túnel sin fondo.
Los hombres que quedaban retrocedieron. Algunos corrieron. Otros murieron intentando cargar sus armas de nuevo.
— ¿Eso es el “Black Moth”? -. Se cuestionó incrédulo el senador, apenas escapando de la masacre, con su maletín con miles de dólares dentro como escudo.
Black Moth no corría.
La mariposa danzaba.
Cada disparo era un aleteo.
Cada grito, un zumbido.
Sus dedos tomaban gargantas, clavaban filos, dislocaban huesos con precisión quirúrgica.
Li Yusheng apenas logra enfocar. El zumbido en sus oídos ahoga los alaridos de sus hombres, el olor a pólvora fresca y sangre vieja empapando el aire.
—¿Q-quién... putas... eres? -. Escupe un diente roto, arrastrándose contra la limusina destrozada. La respuesta no llega del frente.
Llega desde las sombras.
Una voz como seda en una guillotina, rozando su nuca:
— ¿Qué significa el fin de tus días…?, ¿Una mariposa o una polilla? -
Y entonces—
El filo —schink—. besa su garganta.
La sangre cae en arco, negro bajo la luna, como alas rotas desplomándose.
— … La belleza…-
CRACK.
— Es subjetiva. –
El sonido del cráneo rompiéndose es seco, definitivo.
El barrio de Santa Teresa. Nueve de la noche.
Un alarido sale de la boca de Allen al mirar aquella sombra iluminarse por la débil luz de la cocina. Esta le remarca algunas observaciones.
—Yo le di la vuelta. Toma, usa esto, es mejor que el cuchillo para untar mantequilla. —Ordeno la silueta, cuando le lanzo un cuchillo dentro de su estuche, Allen no quiso saber nada de este y se lo devolvió aventándoselo de vuelta. —Se trataba de un tantō. Una pequeña daga japonesa—. ¡Quédate con tu basura! -. Chilló con una mezcla de asco y desprecio.
Si bien era cierto que le hacía falta algo con que defenderse, a Allen le sobraban cojones para enfrentarse a un tipo así, mostrando que, a pesar del temor, lucharía como un loco para evitar que lo arrastrara a su habitación… a ¿Charlar?
Se retuerce como un animal en los brazos de la figura varonil.
— ¡Te matare, juro que voy a hacerlo!, ¡Te voy a matar, te voy a matar! -. Aullaba con vehemencia.
Lo tenía aprensado con una facilidad inquietante, como si cargara un saco de plumas que se debatía con dientes y uñas.
— ¡Te vas a arrepentir mañoso del infierno, vuelves a hacerme algo y no te van a alcanzar las vidas para que me vengue, maldito! —siguió berreando.
Patalea, muerde, golpea. Su cuerpo se agita con desesperación y terror.
El tipo ni se inmuta. Es una estatua con latidos.
Cuando entran al cuarto del chiquillo, lo lanza como un trapo sobre la cama.
— ¡Por tu culpa van a matar a Dylan!, ¡Eres lo que más odio como al chocolate! -. Le grita con furia, sus ojos que cotidianamente son dos perlas tristes, ahora están encendidas en furia y frustración.
El invitado no deseado se guarda lo que piensa.
Su cuerpo tiembla…
No de miedo, sino de una imperiosa impaciencia.
Tras no haber dicho palabra alguna durante su trayecto, su paciencia llega al límite.
— ¡Dame la factura! -. Ruge de pronto, como una explosión, el eco retumba por toda la habitación.
Su voz deja de sonar humana.
— ¡¿Qué mierda?! -. Allen parpadea, confundido.
— ¡Dame la maldita factura! ¡AHORA! -. Exigió con voz que hace retumbar cada rincón del sitio.
El niño se queda sin palabras por un momento, luego estalla.
—¡Puedes tomarla, pedazo de basura! ¡¡Nadie te la oculta!! –
El intruso avanza como una tormenta.
Lo agarra de la sudadera con una mano, lo levanta unos centímetros.
Sus ojos detrás de la máscara brillan en un púrpura etéreo,
como brasas bajo el agua.
—¡¿Crees que me importa si me matas, hijo de puta?! -. Escupe el chiquillo, con el miedo revolviéndole las tripas, pero con el coraje gritando más fuerte en su interior. — ¡Prefiero eso a seguir acorralado como un conejo asustado! –
El pulso del silencio se rompe.
Su corazón recibe una estocada violenta.
Deja caer al conejo.
Golpea la pared con un rugido frustrado.
Luego otra.
Y otra.
El dibujo de Toothie se desploma, el yeso salta.
La habitación tiembla con cada impacto.
Finalmente, sin mirarlo, con la voz ya ronca, arroja:
— Dame... la puta factura. CONEJO. –
Sin temor a nada, Allen sigue desafiando al ocupante de su cuarto.
— ¿Quieres la factura?, ¿Sí? –
El cabrón mocoso no entrega la factura.
Le avienta la mochila.
Le lanza libros.
Un control de televisión.
Una lámpara.
Una pinza de ropa.
Todo lo que encuentra.
—¡¡¡TRAGATE ESTO INFELIZ!!!, ¡¡¡MATASTE A DYLAN, FUE TU CULPA!!! -. Le grita, los ojos brillosos y la voz quebrada entre rabia y miedo.
El tipo quien hace unos días se erradico a la mitad de la banda de lo Hu’ lièg’u retrocede un paso por cada objeto, pero no porque le doliera…
sino porque pierde la cabeza con cada golpe.
— ¡CONEJO…! -
— ¡DAME…! –
— ¡LA PUTA FACTURA! –
— ¡ESTA ES TU PUTA FACTURA, MIERDA! -. Exclamó histérico, y la lluvia de objetos no se detiene.
La escena se congela justo cuando Black Moth grita enloquecido y Allen le lanza un zapato con furia infantil.
Los almacenes del “Lóng lín”. Madrugada.
Dylan está en el infierno.
Amarrado a una silla, con el cuerpo destrozado.
El aire le cuesta. Un meñique le falta.
Su primo, flotando sin vida en un tonel, los ojos abiertos y cristalinos.
— Entiendo. Me voy a deshacer de la basura, nos vemos en dos horas en la tienda de Chao. -. Dijo previo a cortar la comunicación. — Wang, terminemos aquí. El jefe me aviso de que nos diéramos prisa para pasar la mercancía de inmediato. –
El tipo que responde al nombre de Wang con cuchillo en mano, se relame los labios.
— Hora de apagar la vela, Mc Coy… —recita con una voz burlona, Fei Wang.
Afila su cuchillo, lo coloca en el ojo izquierdo de Dylan.
Pretende cortar, sin embargo, no llega a hacerlo.
SHK—CHAK.
Su cabeza cae al suelo con un golpe húmedo.
La sangre se desprende como flores rojas.
Uno. Dos. Tres. Todos caen.
Incluido el que lideraba la célula de los Hu’ lièg’u: Hen Tao.
Lo que queda de su cuerpo se esparce por el almacén, salpicando la cara del vecino de Allen.
Y entonces Dylan lo ve.
A ÉL.
Entre la negrura, una silueta brillante, con huesos fosforescentes y ojos como brasas encendidas.
Se trata de la sombra humana que vio a penas ayer.
Con la precaria iluminación, se da cuenta de que lleva una máscara de gas sobre el rostro, aún así, ¿Qué lleva debajo de los cristales de sus ojos que parecen llamear un fuego eléctrico rojizo?
— Cuentas con mucha suerte, Dylan Mc Coy… -
La voz lo acaricia como un susurro helado.
— Hoy tampoco bailaras con la mariposa de la muerte. –