Es tonta, insufrible.
La mira de vez en cuando. Distingue su cabello negro y rizado entre los demás del aula y, casi al instante, pierde el interés. A veces la ve distraídamente en el recreo, jugando a futbol con los chicos, o lanzándose encima de sus amigas y abrazándolas con total confianza. Siempre sonriendo de ese modo tan jodidamente inocente.
Si le preguntan, seguro que lo niega, pero también se fija en otras cosas. Se fija en las facciones de su rostro –nada del otro mundo, a decir verdad-. Se fija en su nariz pequeña; en sus pómulos, siempre sonrojados. Se fija en sus ojos azules, cálidos. Y, aunque lo intenta, no puede evitar fijarse también en sus labios. Labios de fresa.
Odiosamente irresistibles.
Le disgusta notar como su corazón se acelera ante tales observaciones. No le gusta sentirse, por primera vez, con la mente llena de dudas. Siente repugnancia por el mundo, en especial por ella, para evitar dirigir esa repugnancia hacia su persona.
Le disgusta la situación. Le disgusta porque no son ella y él.
Son ella y ella.
No es obsesión, por supuesto que no. Ella sabe que es capaz de aguantar días enteros sin mirarla. Y si se lo propone, también puede prescindir del dulce sonido de su risa y su voz de cristal. Está segura de que, cuando llegue el día en que tenga que dejarla atrás, lo hará sin problemas.
Pero, por el momento, ese día no llega. Así que no hay nada que la detenga en los miles de análisis detallados que le hace a cada segundo.
No está obsesionada, claro que no. Hay gente mucho más interesante. Ella sólo es… una conocida. Su mejor amiga y peor enemiga.
La ama. A veces la odia. La odia por amarla. Todo es demasiado confuso.
A veces llora, algo casi inverosímil. No va con la imagen tan altiva que quiere darle al mundo. Nadie lo sabe, porque se encierra en el baño cuando siente que las lágrimas la acechan. Nadie debe saberlo.
No llora fácilmente, pero en esos momentos, sencillamente no puede evitarlo. Llora al mirarse en el espejo porque la ve allí, atrapada en el reflejo. Ve su nariz, pequeña, enrojecida por el llanto. Ve sus pómulos de marfil; los vislumbra entre mechones negros y rizados. También ve sus labios de fresa, fruncidos por la frustración. Llegados a ese punto, tiene que cerrar los ojos, puesto que si compara la calidez que hay en los de ella y el frío de los suyos propios siente que su mundo se desmorona como un castillo de naipes.
Pero sobretodo, llora porque sabe que la personita idéntica a ella está a punto de llegar de los entrenamientos de futbol. Y casi al instante, como una rutina, enjuaga sus lágrimas. Segundos después, la puerta de la entrada a la casa se abre y una cabeza morena asoma en el umbral. La misma voz dulce vuelve a torturarle los oídos como cada tarde.
-¡Papá, Mamá, Emily! ¡Ya he llegado a casa!