Una y otra vez. Ya no importaba, el dolor quedaba atrás y las lágrimas desaparecían dejando pequeños rastros. Le dolía más curarse porque sabía que sus heridas no tenían cura, porque sabía que una vez ya sanadas volverían a abrirse. No había remedio, porque él lo quiso así y no lo detuvo antes, también porque no tenía otra opción.
Él vivía a cargo de un tutor, que no pertenecía a su familia, más bien era alguien mayor a quien había conocido, y él –en un estado que sólo la adolescencia te permite estar- lo siguió, en pocas palabras el tipo era lo que llamaban un pederasta.
-Mierda... ¿Dónde está el yodo?- Dijo buscando en el botiquín sin mayor resultado. Se detuvo suspirando con resignación al recordar que lo había arrojado a la basura esa misma mañana. Tomó el frasco de alcohol con decisión. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor cuando el algodón se posó sobre su brazo.
-Qué linda obra de arte…- Exclamó irónicamente al ver como había dejado, él mismo, su brazo.- Y con lo moretones… ¡Mejor aún! - . Su rostro se contrajo nuevamente al poner una venda sobre la herida.
Siempre era lo mismo, siempre terminaba con otro moretón que adornaba su cuerpo, junto con las cicatrices que él había provocado. Siempre terminaba escondido en el baño curando sus heridas. Siempre oculto, siempre cuidando de no quejarse. En su relación ya no había cariño –si es que alguna vez lo hubo-, sólo había una responsabilidad y eso, los estaba matando a ambos.
Los golpes aumentaban a diario. Y Takanori pensaba seriamente que Akira no había nacido para ser padre. Al principio no importaba, él creía que era culpable por ser “inexperto”, pero a medida que avanzaba el tiempo, los golpes parecían no tener razón. Muchas veces pensó en retornar a su casa, dar pie atrás y hacer lo que nunca había hecho; arrepentirse. Pero luego recordó que la situación sería casi la misma, así que prefirió callar, como siempre lo había hecho en su vida.
-Malditos, púdranse los dos… - A menudo maldecía a su padre y a Akira por haber hecho de su vida un infierno.- Desearía poder encerrarlos…
-¡¿Qué tanto te quejas?!- Escuchó mientras ordenaba todo con rapidez. Abrió la puerta, salió a paso rápido, pero el otro lo detuvo.
Y ahí estaba de nuevo, como siempre, callado, con miedo. Mucho, mucho miedo. Y sus palabras quedaban en palabras.
Sentía como era arrastrado hasta la habitación. Él no sabía que venía por eso prefirió cerrar sus ojos. Era extraño… no lo golpeaba. Su cuerpo fue usurpado con brutalidad. Y gritó.
-Eres un mal agradecido hijo de puta…- Dijo golpeando su compungido rostro.- Mírame a la cara, estúpido… No vayas con cuentos a nadie, ¿me escuchaste?... No creas que no me entero de lo que andas diciendo.- Murmuró a su oído. Lo volvió a golpear pero esta vez más fuerte. Lo dejó ahí.
Sí, era cierto. Pero fue su amigo quien vio los golpes. Él nunca quiso que se enterara, le daba vergüenza su cuerpo.
No te puedes esconder eternamente….
¿A qué si puedo…?
No vas a resistir… a tu cuerpo no le queda mucha fuerza.
Siempre soñó con tener a alguien que lo protegiera, aunque sonara de niñita, él siempre fue así… Y cuando lo obtuvo se lo quitaron.
Sus labios acariciaban suavemente los del otro, como si temieran quebrarlos. Sus manos unidas. Sus ojos cerrados. Tan dulce, quería que esa sensación se quedara con él para siempre.
Así terminaba como siempre; oculto en el baño, susurrando frases incoherentes y recordando a quien ya no lo acompañaba. Se acostó en la bañera, sin intenciones de salir, abrazando a sus piernas mientras sus sollozos hacían eco con la gotera en el lavamanos.
Fin
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