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La Nueva Alianza por midhiel

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Capítulo Seis: El Beso

Mil gracias, Ali, por corregir.

Regalo de cumpleaños para PrinceLegolas
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Ya anochecía cuando finalmente Aragorn consiguió desocuparse de los asuntos de estado y fue hacia el jardín para buscar a Legolas. El elfo lo esperaba, sentado junto al rosal, en el mismo sitio donde había encontrado a Éowyn por primera vez.

El Rey quedó deslumbrado al verlo. Legolas no se había arreglado mucho; de hecho, llevaba una simple túnica celeste que ya había vestido para una ocasión informal y tenía el cabello recogido en una cola. Sin embargo, había un resplandor en su cuerpo que lo hacía ver simplemente hermoso.

Aragorn, pasmado, se tomó unos minutos para acomodar las ideas que venía meditando desde la mañana. Él no quería enamorarse del elfo, pero tampoco quería seguir tratándolo con indiferencia. Legolas, al fin de cuentas, había conseguido lo que se le exigía, y merecía más atención de su parte.

Recordó los largos años de amistad, cuando cabalgaban juntos y se confesaban sus secretos, lejos de imaginar que algún día él ocuparía el trono de Gondor. Tal vez, si se lo propusiesen, esos viejos tiempos podrían volver.

Aragorn podía intentar ser más amable y atento con su esposo, sin llegar a amarlo.

Con esa idea, se acercó al elfo, cortó una rosa y se la extendió.

-Gracias – musitó Legolas, mientras se colocaba la flor en el cabello.

-Perdón por la demora – se disculpó con una sonrisa -. ¿Quieres pasear por el jardín?

El Príncipe asintió tímidamente, asombrado por la extraña caballerosidad de su esposo. Pero pronto entendió que su amabilidad era el signo de agradecimiento por haber quedado al fin embarazado.

-Todavía no te he mostrado el jardín. Caminaremos por aquel sendero – Aragorn le señaló un angosto camino cubierto de flores y árboles -. Ven, quiero enseñarte algo – tironeó a Legolas con suavidad hacia la senda.

Caminaron lentamente, tomados de la mano. Aragorn advirtió que los dedos de su esposo temblaban por los nervios.

-¿Te encuentras bien?

-Sí – replicó Legolas.

Llegaron hasta una estatua que representaba a una elfa danzando, Legolas reconoció que se trataba de la réplica de otra que adornaba los jardines de Rivendell.

-Siento un gran aprecio por el arte de tu raza – explicó el Rey, acariciando el mármol. Después extendió el brazo hacia un arbusto que se encontraba cerca, cuyas flores caían, formando racimos de color lila -. Mira, amigo, ¿no son hermosas?

-Son hortensias – se acercó a la planta y acarició una flor. Aragorn lo siguió sin soltarle la mano -. El jardín de mi madre está repleto de ellas.

-Este arbusto tiene una historia – explicó el hombre. Legolas volteó hacia él para escucharlo -. ¿Recuerdas cuando debimos abandonar Edoras para refugiarnos en el Abismo de Helm? Todos tratábamos de conservar la calma, aunque por dentro temblábamos de miedo y angustia.

-Tú te mantuviste sereno.

-Sólo por fuera, Legolas – sonrió -, por dentro me sacudía de desesperación. Cuando conseguimos sacar a toda la gente y nos disponíamos a partir con los orcos pisándonos los talones, encontré un arbusto en el Jardín Real, cuyos capullos estaban a punto de abrirse. Lo miré, cautivado, y por un instante olvidé el peligro que se avecinaba. Me acerqué a la planta para arrancar un capullo e imaginé qué quedaría de ella cuando los orcos hubiesen devastado la ciudad. Me pregunté si conseguiría florecer algún día y si yo sobreviviría para conocer sus flores – hizo una pausa para cortar una hortensia y se la entregó a su esposo -. Después, cuando pudimos regresar, volví al jardín del Rey y busqué la planta. Estaba en perfecto estado y cubierta de flores de color lila.

-Había resistido el ataque – exclamó Legolas sorprendido.

-Sí – asintió -. En ese momento la vi como un signo de esperanza. Aún debíamos destruir el anillo, y la victoria contra Sauron era incierta. Entonces reflexioné que si un arbusto tan sencillo había podido florecer en medio de una guerra, nosotros también podríamos terminar nuestra misión y devolver la paz a la Tierra Media.

Legolas bajó la mirada hacia la flor y la hizo girar entre sus dedos. Aragorn posó la mano sobre ella y mantuvo los ojos fijos en el hermoso rostro del elfo.

-Antes de ser coronado, pedí a Eómer que me obsequiase un gajo de ese arbusto para plantarlo en este lugar. Cuando los problemas me agobian y siento que la fe perece, corto una rama o una flor y la observo mientras medito – acarició los pétalos -. Siempre me devuelve la esperanza.

Legolas volvió a mirar la hortensia y frunció el ceño.

-Cuando supiste que te casarías conmigo, ¿cortaste una de ellas? – preguntó con un suave temblor.

Aragorn apoyó las manos en los hombros del Príncipe para que lo mirase.

-Sí, Legolas, como lo hago con cada decisión importante que debo tomar. Te expliqué esta historia porque quiero que observes la flor y tengas confianza en mí – lo abrazó y le besó la cabellera con dulzura -. Fuiste mi mejor amigo por varios años y quiero que continúes siéndolo.

El elfo rodeó su espalda con los brazos, resignado. Deseaba algo más que la amistad de su esposo. Sin embargo, Aragorn no lo entendía así, ni parecía querer hacerlo.

-Entonces, Legolas – deshizo el abrazo para mirarlo a los ojos -, ¿sigues siendo mi amigo?

-Claro – asintió suavemente.

Aragorn sonrió, satisfecho, y volvió a tomarle la mano para seguir paseando. El elfo lanzó un tenue suspiro que el hombre no advirtió.

-Los sanadores vinieron a verme hace unas horas – comentó Aragorn mientras continuaban recorriendo el sendero -. Gandalf les explicó cómo debían sentir al niño y quedaron asombrados de su vitalidad.

-Los elfos amamos la vida desde nuestra concepción – sonrió, acariciándose el vientre -. Esta mañana me dijiste que estabas contento con nuestro hijo y me alegré mucho.

Aragorn se detuvo y atrapó la fina barbilla del Príncipe con los dedos. Miró sus facciones bajo los últimos rayos de sol: la sonrisa contagiosa de Legolas encorvó sus labios.

-Me siento feliz, Legolas. No imaginé que este pequeñín pudiera traerme tanta alegría.

El elfo lo observó enternecido. Aragorn acercó su rostro hacia el de su consorte y, sin resistirse, sin pensarlo, le estampó un beso en la boca. Legolas no tuvo tiempo de reaccionar y quedó quieto, con los labios sellados.

-Ábrelos – le pidió con dulzura. Legolas los separó un poco y Aragorn introdujo su lengua. El elfo cerró los ojos, aturdido por el suave cosquilleo, y dejó que su esposo le acariciara el paladar y le frotara los dientes. Después de un instante, movió el rostro con suavidad, haciendo que el Rey se apartara de su boca.

-Aragorn – musitó, sin alcanzar a creer lo que había ocurrido.

El hombre cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer y se alejó del elfo.

Legolas quedó en suspenso con los ojos abiertos por la sorpresa.

-No debí hacer eso – el Rey volvió a acercarse y le tomó la mano -. Amigo, perdona.

El Príncipe se sacudió al escuchar el término amigo. Levantó la vista hacia sus ojos grises y suspiró, cansado. Ya estaba harto de ese trato tan extraño y distante. Ahora Aragorn se mostraba caballero, lo besaba y luego se disculpaba. ¿A qué estaba jugando el hombre?

-Perdona, Legolas – se disculpó mientras volteaba hacia el camino que conducía al palacio -. Te llevaré adentro – lo jaló con suavidad como lo había hecho al comenzar el paseo, pero el elfo se plantó en su sitio -. ¿Qué sucede?

-¿Qué significó ese beso? – preguntó con la voz trémula -. ¿Por qué me besaste así?

Aragorn sonrió.

-Quise agradecerte por la noticia, me hiciste feliz esta mañana.

-¿Por qué me besas y después te disculpas? – insistió, sus pupilas azules parpadeaban agitadas. El Rey no supo qué responderle e intentó volver a jalarle la mano -. No me iré hasta que conversemos – exigió con firmeza.

-Escucha, amigo, te llevaré dentro. Tengo asuntos que atender ... – habló con calma para apaciguar los ánimos.

-¡Basta de llamarme amigo! – exclamó, sacudiendo el brazo para que el hombre lo soltase -. Aragorn, estoy cansado.

-¿Cansado? Legolas, ¿qué te sucede?

El elfo cruzó las manos y empezó a temblar. Todas las emociones que había estado conteniendo desde su llegada brotaron en ese instante.

-Tu trato, Aragorn – intentó parecer sereno pero los nervios lo traicionaron -. Cuando llegué me confesaste que amabas a otra persona – bajó la cabeza para esconder sus lágrimas -; fue difícil admitir que debía compartirte con alguien, pero lo acepté porque me pareció que la alianza era necesaria. Soporté que me tratases con frialdad e indiferencia...

-Legolas, no estoy siendo frío ni distante – se defendió rápidamente.

-En este momento no, pero lo fuiste – alzó la mirada para enfrentarlo -. Ahora, después de saber que esperamos un bebé, te muestras amable, me invitas a pasear, me regalas esta flor – despacio, levantó la hortensia que aún atesoraba en su mano -. Me das un beso y luego buscas deshacerte de mí.

Aragorn sonrió asombrado y enternecido. Extendió el brazo hacia su esposo y le acarició las mejillas.

-No busco deshacerme de ti.

-¿Entonces por qué me llevas de regreso al palacio?

-Para que cenes.

-¿Y luego?

-Para que te des un baño y descanses – replicó, haciendo un gesto por la obviedad de la pregunta.

Legolas apartó la mano con la que su esposo le acariciaba las mejillas para secarse las lágrimas.

-Me dejarás cenando solo, ¿verdad?

-Tengo asuntos que atender.

-Siempre los tienes.

-Soy el Rey. Siempre habrá asuntos que requieran mi atención. Mañana anunciaremos formalmente la llegada de nuestro hijo y enviaremos las águilas para que informen a los demás reinos – explicó sereno, para desviar el tema.

-Eso significa que aquí nos despedimos – dedujo con tristeza.

-Te acompañaré al palacio.

Legolas suspiró y le devolvió la flor que el hombre, desorientado, tomó.

-No te molestes, amigo – sacudió la cabeza con decepción -. Sé cómo volver solo – empujó suavemente a su esposo y empezó a recorrer la senda sin girar hacia él.

Aragorn permaneció inmóvil, viendo como la silueta de Legolas se perdía entre las sombras del sendero. Apretó la hortensia con el puño y después, la arrojó a un costado.



.....................



Recostada en el sofá de su habitación en Lothlórien, Arwen intentaba concentrarse en la lectura del libro que su abuela le había entregado.

Una tarea absurda, pensó, ya que no contaba con las habilidades para adquirir los poderes de Galadriel, ni tenía interés en aprenderlos.

Cerró el libro y lo depositó en una mesita junto al sillón. Cruzó los brazos a la altura del pecho y se acomodó entre los almohadones para dormitar por un rato.

Galadriel se acercó a la puerta y suspiró con pesar. Su esfuerzo carecía de sentido: ella sabía que Arwen no tenía condiciones para convertirse en su heredera.

Entró en el cuarto, callada para no despertarla. Se sentó en una silla y la observó en silencio. Aún recordaba la mañana cuando Aragorn la presentó para que el Consejo la eligiera como su esposa y madre del futuro Rey de Gondor.

Al principio, nadie había puesto objeciones y Galadriel se sintió feliz de que su nieta hubiese encontrado al amor de su vida.

Pero más tarde, cuando fue a consultar a su espejo mágico, éste le mostró la imagen de Arwen como Reina de Gondor, cubierta de un aura de paz, disfrutando de su vida junto a Aragorn. Luego, la imagen se llenó de niebla y transformó a la joven en una solitaria mujer, cubierta de un velo negro, bajando por bosques sin hojas, bajo un cielo sin luna ni estrellas. La vida de los hombres parecía un suspiro en comparación a la de los elfos.

Galadriel se entristeció y decidió no confesar a nadie lo que había visto. Cuando los demás la interrogaron, sólo explicó que su nieta no era la indicada por su condición de media elfa.

El Consejo volvió a reunirse y anuló la candidatura de Arwen, basándose en esa condición, que a muchos pareció irrelevante. La joven protestó con furia, pero no le quedó otra alternativa que acatar la decisión y volver a Rivendell.

Meses después, sus abuelos pidieron permiso a su padre y se la llevaron a Lothlórien, para prepararla como heredera de Galadriel.

Así, su abuela comenzó a transmitirle conocimientos de magia élfica, que Arwen rechazaba.

-Es inútil – protestó la joven, incorporándose en el sofá y alzando el libro de la mesa -. Intento concentrarme pero me aburro.

Su abuela la miró con los ojos cansados.

-Arwen, debes insistir. Si no lo haces me quedaré sin heredera y ¿quién se hará cargo de Lothlórien cuando haya partido a los Puertos Grises?

Arwen abrió el libro sin entusiasmo. Sus ojos parpadeaban, humedecidos.

-Haldir volvió de Minas Tirith – comentó la joven con la voz apagada -. Dejó a Legolas con Aragorn.

-Mi niña – suspiró, mientras extendía la mano para acariciarle el rostro -, no te pongas triste.

-Aragorn me ama – gimió.

Galadriel se levantó y abrazó a su nieta. Arwen empezó a llorar con la cabeza escondida en su pecho.

-Hay cosas que no se pueden cambiar, mi niña – susurró, besándole la negra cabellera -, y debemos aprender a aceptarlas.

La joven intentó calmar los sollozos. Las caricias de su abuela la ayudaron a serenarse y, por un instante, la consolaron.

-¿Qué te mostró el espejo, la tarde en que decidieron rechazar mi elección? – preguntó, luego de un suave suspiro.

Galadriel cerró los ojos sin saber qué responder. Evocó la tristeza que había sentido cuando vio su imagen, vagando sin rumbo por ese bosque deshojado, y la soledad que percibió a través del espejo. Luego, la excusa que había tenido que inventar para no revelar el secreto y la triste decisión de que fuera otro quien engendrase al futuro Rey de Gondor.

-¿Qué viste? – insistió Arwen.

-Vi...que no eras la elegida para gestar al heredero de Gondor.

-¿Y Legolas? – preguntó con temor.

-Él sí – replicó suavemente.

Arwen alzó la cabeza y miró a su abuela directo a los ojos. Leyó en ellos que Legolas sí había sido elegido para que se convirtiera en el Príncipe Consorte. Pero no quiso darse por vencida.

-Cuando rechacé a Boromir, supe que él no era el indicado. No necesité de espejos mágicos ni de reuniones de Consejos. Lo supe desde mi corazón.

-Aquí es diferente, mi niña – le frotó el brazo con cariño -, son otras cuestiones las que están en juego. Más complicadas, más difíciles de explicar.

La joven sacudió la cabeza, descreída. Se rehusaba a creer, se rehusaba a aceptar la realidad tan injusta.

-Cuestiones donde el corazón no decide, abuela, sólo el mandato de la razón.

-En cuestiones políticas, los sentimientos no imperan, Arwen.

-Pero los elfos basamos nuestros valores en el dictamen de nuestro corazón – exclamó, cruzando las manos en actitud suplicante -. Somos seres sensibles, sentimos el dolor y el amor con más fuerza que otras razas.

-Lo sé, pero, esta vez, no pudimos pensar sólo en ellos.

-¿Por qué? – preguntó con desesperación.

Galadriel esperó un momento para que se tranquilizase. Acomodó las ideas y le replicó en tono recto y sereno:

-Porque esta alianza es un motivo político, no un capricho de tu corazón.

Arwen dejó caer el libro y se levantó, enfadada.

-Así que mi amor por Elessar es un mero capricho para ti – reconoció con una dolorosa sonrisa -. No me conoces, abuela. Nunca me has conocido.

Galadriel alzó la mano para acariciar su brazo tembloroso, pero la joven se sacudió y caminó hacia el lecho para apartarse de ella.

-No quiero seguir leyendo, ni hoy ni mañana – decidió firmemente. Volteó hacia su abuela y confesó -. No quiero convertirme en Reina de Lothlórien, ni seguir tus pasos.

-Mi niña – se paró y aproximó a Arwen con la mirada entristecida – , entiendo que estés enojada. De veras, lo entiendo – bajó al cabeza y pensó -. Yo sólo busco protegerte de la soledad de los hombres.

La joven se sentó en el lecho y acomodó los pliegos de su vestido con tristeza.

-Abuela, quiero quedarme sola.

Galadriel asintió.

-Enviaré a un sirviente cuando la cena esté lista.

-Tampoco quiero cenar con ustedes. Necesito permanecer aquí, en mi cuarto.

Galadriel alzó el libro del suelo y se dirigió al umbral.

-Lo que desees, mi niña – musitó al salir -. Lo que tú desees.

Arwen la observó, melancólica, se recostó en el colchón y empezó a llorar, escondida entre las sábanas. No podía resignarse a perder a Elessar. Los elfos no había actuado correctamente, ella era el amor de su vida. No ese estúpido Príncipe de cabellos rubios.


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Por la mañana, la Sala del Trono se llenó de cortesanos y ministros que cuchicheaban entre ellos, ansiosos por el anuncio que estaba por realizarse. Ya todos sabían que Legolas había quedado al fin embarazado y que en el término de un año, tal vez menos, nacería un niño con la sangre de los Numénor.

Las trompetas sonaron y Aragorn ingresó, solemne, vistiendo su traje negro de gala. Saludó con discreción a los presentes y se sentó en su trono.

Más tarde, las puertas volvieron a abrirse para dar paso al Príncipe Consorte. Legolas entró con paso firme, sin voltear hacia los costados.

El Rey recorrió con la mirada a su bello consorte, vestido con una túnica verde que resaltaba el color cerúleo de sus ojos.

Al llegar hasta su sitial, junto al de su esposo, Legolas miró a Aragorn, que inclinó la cabeza en señal de saludo. El elfo imitó el gesto y tomó asiento.

El Rey levantó la mano e hizo una seña a Guiómer, uno de los ministros más importantes y el más antiguo de la corte, para que se acercara a ellos y realizara el anuncio.

Todos se pusieron de pie. El funcionario caminó hacia el centro de la habitación y desplegó un papel que llevaba enrollado. Tosió con discreción y leyó el documento:

-Sus Majestades, Aragorn Segundo, Rey de Gondor y Arnor, junto con Legolas Thranduilion, Príncipe Consorte, sienten la dicha de anunciar la concepción de su primogénito, el cual, de ser varón, recibirá el título de Príncipe Heredero de los Reinos de Gondor y Arnor.

La corte estalló en aplausos. Aragorn sonrió levemente y presionó la mano de su esposo con cariño. Legolas siguió inmóvil, el enojo de la tarde aún persistía.

Los Reyes descendieron los escalones del trono. Los presentes se les acercaron para arrodillarse y expresarles sus felicitaciones.

Aragorn siguió sonriendo, orgulloso de la noticia de su hijo. Legolas también se sentía feliz, sólo que no entendía por qué el Rey lo besaba y luego continuaba distante.

Tal vez, reflexionaba, Aragorn finalmente sentía algo más que amistad. Quizás su bebé había producido ese milagro.


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Después del anuncio y las congratulaciones, los soberanos se retiraron de la Sala. Aragorn quiso acompañar a Legolas hasta los jardines, para despejarse un poco antes de continuar con su trabajo.

El elfo aceptó su compañía; a pesar de su enfado, la presencia de su apuesto esposo aún lo encandilaba.

Caminaron por el mismo sendero que habían recorrido el tarde anterior y se detuvieron frente a la estatua de la elfa danzando.

Legolas extendió el brazo hacia la planta de hortensias y arrancó otra flor. El Rey atrapó su mano y posó los labios en ella con afecto.

-Aragorn – bajó la cabeza -, lo que ocurrió ayer en el jardín.

-No te preocupes, comprendo por qué te enojaste. Estabas aturdido por el embarazo.

-No – exclamó, alzando el rostro -. Eres tú...debemos conversar.

-¿Conversar? – frunció el ceño, confundido -. Me disculpé por ese beso, siento que te haya afectado tanto, pero sólo se trató de un signo de cariño.

Legolas se mordió el labio y miró fijo a su esposo para estudiar su mirada. Por la chispa de sus ojos pensó que había algo más que Aragorn estaba ocultando.

-Aragorn, dime la verdad – pidió con calma.

El hombre le soltó la mano y se llevó la suya a la frente.

-Legolas, fue un simple beso.

El elfo sacudió la cabeza, no tenía ganas de insistir. Conocía la obstinación del hombre, podían pasarse horas discutiendo sin que hallase una respuesta.

-Los sanadores me buscarán pronto – suspiró Legolas y empezó a caminar por el sendero en dirección al palacio.

Aragorn se acercó a él.

-Legolas, escucha, nos besamos varias veces durante nuestros encuentros, hasta hemos engendrado un hijo – atrapó su otra mano, otra vez, y la presionó con firmeza para que le prestase atención -. Me alejo de ti porque tengo motivos que atender, y te besé ayer porque estaba feliz de que al fin contemos con un heredero, ¿entiendes?

Legolas volvió a sacudir la cabeza, sin querer aceptarlo. Claro que se habían besado otras veces, hasta tuvieron relaciones para concebir al niño que ahora esperaban.

Pero el beso de aquella tarde había sido especial, Legolas había percibido la dulzura en los labios de Aragorn y el sabor había quedado en su carne.

Para él, no se había tratado de un beso ordinario. Y había pasado la noche en vela, recordándolo y creyendo que, tal vez, Aragorn sí lo amaba.

Pero, si el hombre tenía razón, si era verdad lo que decía, todo volvía a reducirse a un simple signo de amistad.

-Legolas – le habló con dulzura -, perdona si me malinterpretaste. No era mi intención.

-Es que yo pensé....- no pudo seguir, la voz le temblaba y los ojos se le cubrieron de lágrimas.

Aragorn lo abrazó y le besó la cabellera.

-Yo sólo quiero ser tu amigo, Legolas. No deseo lastimarte.

El elfo comenzó a llorar; no seguía enfadado con él, pero sentía bronca e impotencia. Le costaba volver a reconocer que el hombre no sentía amor. Era tan doloroso no saberse amado.

-Ahora debo seguir trabajando – explicó Aragorn con ternura, como si fuera un niño -. Pero, si quieres, a la tarde te buscaré y pasaremos la noche juntos.

-Yo no quiero tu compasión – sollozó -, ni que te preocupes por mí como mi amigo.

-¿Qué quieres?

Tu amor, pensó Legolas, pero se cuidó muy bien de confesarlo.

-Quiero quedarme solo esta noche, sin ti. Lo necesito.

-Enviaré a alguien para que esté contigo, aunque sea por un momento – replicó Aragorn, deshaciendo el abrazo. No quería insistir en acompañarlo, ya que pensaba que el comportamiento del elfo era un síntoma de su nuevo estado -. Estás triste y eso me preocupa. Buscaré a algún amigo para que te sientas cómodo. ¿Te gustaría conversar con Éowyn?

Legolas asintió, no tenía muchas opciones. También estaba Gandalf, pero el mago había recibido esa mañana una carta urgente que lo instaba a marcharse pronto.

-Hablaré con ella y le pediré que te haga compañía.

-No – sacudió la cabeza -. Lo haré yo mismo.

Aragorn sonrió y le besó la mejilla.

-Está bien, amigo. Pero recuerda, si cambias de opinión, te estaré esperando.

Legolas volvió a asentir. Su esposo le tomó la mano y regresaron juntos a la residencia.

¡Qué triste sabía amar sin ser amado!


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Al quedar solo, Legolas lloró, como lo había hecho a su llegada, como lo había hecho las primeras noches cuando Aragorn tenía relaciones con frialdad.

Lloró a pesar de haberse prometido no volver a hacerlo. Y se arrepintió de su llanto.

Ya estaba cansado de esperar lo imposible. Una vez más, volvía a sentir autocompasión por una realidad que debía ser aceptada. ¿Dónde estaba el valiente guerrero que había luchado en batallas que forjaron la Historia de la Tierra Media? ¿Dónde estaba el orgulloso Príncipe que conocía su deber y cumplía con su palabra?

No gastaría más lágrimas por el amor de su esposo. Parecía un niño gimiendo por algo que no le correspondía . . . ni le correspondería nunca.

Esa noche Legolas se prometió, por última vez, ya no llorar más por Aragorn.

Y esta vez mantuvo su promesa.


TBC

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