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Can I have this dance? por Aome1565

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Notas del capitulo:
Después de meses de abrir y cerrar el documento, viéndolo inconcluso y sin poderlo terminar, le puse el punto final (:
Disfruten :3


Can I have this dance?



Cuando a Lautaro le llegó la tarjeta de invitación al casamiento de Nicole, su prima más cercana y mejor amiga, no hizo más que explotar de alegría, por más de que supiera de eso hacía unos meses.
Ahora, sentado en una de las mesas del fondo del salón, sólo veía angustiado el taconeo sobre el parqué de la pista de baile, la nebulosa mezcla de luces y humo golpeando sobre los vestidos de colores y los trajes negros, y el grácil moverse del vaporoso vestido blanco de la novia.

La fiesta se celebraba en el Salón Dorado del Hibbot Hotel, el más prestigioso de la ciudad. Ubicado en el último piso de un edificio de cuarenta plantas, el lugar estallaba en luces coloridas, sonrisas, humo y burbujas, música y champagne... pero quién diría que un clima tan cargado de euforia lograría la congoja en la única persona joven sentada en la oscuridad.

Y esa única persona joven sentada en la oscuridad era Lautaro, que se preguntaba por qué, si bailar le desagradaba y no lo hacía nada bien, ahora moría de ganas por colgarse del cuello de algún hombre alto y moverse a su antojo hasta que no sintiese las piernas y más. Quería ser una de esas mujeres que, abrazadas a sus parejas, se dejaban llevar, exhalándoles en una oreja, con una mejilla pegada en la mejilla ajena y los ojos destellando de sorpresa al sentir sus nalgas usurpadas por un par de manos. Ansiaba el éxtasis de unos brazos rodeándolo, la música estallándole en los oídos, sus pies moviéndose frenéticos entre otro par de pies, los reflejos de las luces en la bola de espejos flotando a su alrededor y los láser cortando la espesa cortina de humo.

Tenía los ojos perdidos entre el vuelo de los vestidos cuando una copa larga y burbujeante le deformó la visión de los envidiados bailarines.

—Gracias —dijo, como un autómata, tomando la copa y dejándola a un lado, desinteresado.

Intentó continuar con su escrutinio de la agitada pista de baile y seguir lamentándose el no estar ahí, pero la figura del camarero, aún a su lado, vuelto una sombra más en la oscuridad que precedía a la orgía de luces, le inquietaba, por lo que se volteó hacia él y lo vio, alto y uniformado, con el cabello algo largo atado en una apresurada coleta, los brazos apretando contra su pecho una bandeja circular, y los ojos fijos en el girar de la bola de espejos. Cuando notó la mirada de Lautaro sobre sí, le sonrió.

—¿No bailás? —preguntó, tragándose una sonrisa ancha, bien ancha—. Yo no dudaría en poner un pie ahí.

A pesar de que la música y el barullo hacían temblar las arañas de luces y las ventanas, la parte trasera del enorme salón aún conservaba algo de su silencio original.

—No, no bailo; no me gusta, no me sale —respondió, parco. Lo último que quería era hablar con el camarero, pero, con esa estatura y la espalda tan ancha, se lo pensó mejor—. Aunque... la música es tan pegadiza, que igualmente tengo ganas, mas no tengo con quien. —Clavó un codo en la mesa y apoyó delicadamente la barbilla sobre la palma de su mano, tamborileando distraídamente con los dedos en su mejilla; se quedó esperando la reacción del camarero, que miraba atento cada uno de sus movimientos.

Sus ojos oscuros y grandes se perdieron en los celestes del muchachito, que tenían el brillo de todos los colores y lo invitaban a bailar de su lado de la pista.

—Te acompañaría, si no tuviera que empezar a repartir los helados. El deber llama —se excusó, frunciendo la boca y encogiéndose de hombros.

—Hay casi veinte mozos dando vueltas por ahí, seguro que nadie nota que te fuiste un ratito —dijo Lautaro, guiñando un ojo, seductor, palmeando la silla vacía a su lado. El otro rodeó el asiento y, mientras se inclinaba para sentarse, se atrevió a dejar un susurro en el oído de su acompañante:

—Acepto, mientras no sigas coqueteando... puedo no responder por mis actos, puedo pasarme de la raya.

Mientras lentamente se sentaba, se fijaba en la piel pálida del rostro frente a él, tiñéndose en parpadeos de colores, los ojos centelleando, los labios, traviesos, sonriendo.

—Me llamo Jonás.

—Lautaro —contestó el susodicho y se inclinó hacia Jonás, para susurrarle en el oído, a pesar de que sabía que lo escuchaba perfectamente a distancia—. ¿A qué llamás pasarse de la raya? —le preguntó, acariciándole la oreja con un sensual susurro.

—Vos tendrías que decirme. —Tentado, cerró los ojos y aspiró el aroma del cabello oscuro de Lautaro, para después poner distancia y girarse hacia la pista de baile, en un intento de distraerse.

—¿Podríamos ir a bailar, no?

—Me verían... —Se mordió el labio inferior. No quería perder la oportunidad de bailar y pasar un buen rato esa noche, pero si llegaban a verlo sus superiores, no podría trabajar ni bailar en un buen tiempo.

Iba a levantarse, cuando se dio cuenta de que los ojos de Lautaro brillaban pícaros, traviesos.

—Pero si te sacamos el chaleco así... —propuso, en un claro intento de deshacerse de la prenda de seda gris—, y quitamos esto... —Desabrochó la corbata de moño en combinación con el chaleco y, tomándolo de la mano, hizo que Jonás se pusiera de pie—, ya no parecés un mozo. Ahora, unos toques de informalidad y vas a ser un invitado más. —Con un solo dedo hizo saltar de sus ojales a los dos primeros botones de la camisa blanca y, de un tirón, la sacó de dentro de los pantalones. Despeinó los cabellos castaños y sonrió, satisfecho, mientras para sus adentros gritaba que era más sexy de lo que se veía uniformado, sirviendo copas y postres por todo el salón casi a oscuras.

Se miraron con descaro, insinuándose sólo con los ojos. Sabían lo que querían y no esperaron para caminar directo a la pista, con las caderas tambaleándose, las piernas temblándoles y sus mentes volando por sobre el sonido de la música.

Jonás era una cabeza más alto que Lautaro, por lo que tenía que encogerse un poco para hablarle al oído mientras bailaban.

—¿No era que no sabías bailar? —le preguntó, tomándolo de las caderas y guiándolo.

—Ahora no sé ni cómo me llamo —respondió Lautaro, extasiado, moviéndose como la música y el cuerpo del más alto le sugerían. Sacudió lentamente sus caderas, estiró los brazos y enredó todos sus dedos en el cabello de Jonás para acercarse a su oído—. Pero sí sé cómo te llamás vos...

—¿Y sabés cuántos años tenés?

—Creo que diecisiete, pero no me importa. —Soltó un ronroneo cuando los cuerpos de ambos se rozaron sugerentemente e intentó que volviera a ocurrir; Jonás no se opuso, es más, se atrevió a jugar también con las manos sobre las nalgas del más bajo. —¿Con esto no te estás pasando de la raya?

—¿Vos creés? Apenas estoy empezando... —Soltó una risita entre dientes y se atrevió a lamer la oreja perforada de Lautaro.

—No puedo esperar a ver qué más hay —dijo, mientras se sacudía en un escalofrío.

—Lo malo es que no puedo mostrártelo todo acá.

—Acá no, pero en mi cuarto sí. —Se separó del ondulante cuerpo de Jonás y empezó a alejarse hacia la puerta del salón, aún bailando, insinuándose ante todos los que no estaban viéndolo, tentando al único que tenía los ojos puestos en él.

Jugaron al gato y al ratón por un largo pasillo con empapelados y alfombras en colores dorados. Al final, un espejo les mostraba la expresión divertida y ansiosa de sus rostros, mientras que, a un lado, la puerta de servicio se abría y se cerraba en un rápido vaivén. Las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par cuando Lautaro se paró frente a ella y exigió que lo dejaran entrar.

Ninguno, de todos los que estaban en ese acalorado lugar, dijo algo cuando lo vieron pasar, seguido de Jonás, que miraba atónito la estela de autoridad que el muchachito dejaba tras su paso.

—¿A dónde te estoy siguiendo? —se animó a preguntar, cuando, después de pasar por tres vestíbulos distintos y llenos de gente, llegaron a un común pasillo de hotel, con el piso alfombrado en azul y las paredes completamente blancas. Todo estaba casi en penumbras y el silencio era palpable.

—Al país de las maravillas —susurró Lautaro al abrir, de repente, una de las puertas a su derecha. Apenas se giró hacia Jonás, lo tomó de cuello de la camisa y lo arrastró con él hacia adentro—... y quiero que te comas al conejo.

La puerta se cerró de una patada que quedó marcada sobre la madera pintada de blanco, y dejó la habitación sólo iluminada por los carteles de neón que miraban hacia arriba desde la calle. La música aún se escuchaba hasta ahí y las paredes parecían temblar. Todo ahí adentro parecía el salón VIP de una disco cualquiera y no podía desperdiciarse: estaba vacío, había música, no había luz. Sobre la única cama de plaza y media, apenas tendida, había caído una fresca botella de champagne que sirvieron en vasos altos para contrarrestar la repentina subida de la temperatura.

Tomaron un par de vasos y la botella quedó casi vacía. Lautaro y Jonás intentaban bailar con las caderas pegadas la una a la otra y sosteniendo un vaso medio lleno. Mientras se toqueteaban con una mano, con la otra empinaban el champagne directo hacia sus gargantas.

Cuando ya no quedó más que tomar, sus bocas sedientas buscaron alguna otra cosa húmeda para calmar esa ansiedad. De un roce tímido y cohibido, casi como un primer beso, pasaron a querer más, a intentar embriagarse con la saliva y las ganas del otro.

Entre jadeos y con un disimulado hilito de baba colgándole de la comisura de los labios, Jonás clavó sus ojos oscuros en los más claros de Lautaro y, sin querer perder la ambientación que le daban al cuarto el silencio pesado y la música llegándoles desde lejos, susurró:

—Hace un buen rato que me pasé de la raya, ya no respondo por lo que vaya a hacerte...

—No importa... dejame en pedazos, si querés. —Soltó un jadeo de excitación y volvió a hundirse en la boca del más alto, prestando atención a la música del salón, moviéndose al ritmo que ésta imponía e incitando a Jonás a acompañarlo. Con todo el atrevimiento que no sabía que tenía, le apretó las nalgas con ambas manos y, sin dejar de besarlo, en un baile ciego lo guió hasta la pared opuesta a la cama y se auto-acorraló entre ésta y el enorme pecho del camarero.

Sin demostrar su sorpresa y dejándose guiar por la fogosidad del momento, Jonás le dio rienda suelta a sus manos, que buscaban arrasar con la piel pálida del más chico, desnudarlo, y adueñarse de él así, con las mejillas rojas, la boca hinchada y entreabierta, y el cuerpo entero ardiéndole en locura y borrachera.

Los botones de las camisas de ambos saltaron hacia todos lados, los pantalones cedieron y cayeron al suelo sin mucho esfuerzo, el calzado había desaparecido mucho antes, y la ropa interior no tardó más que el resto. Pronto estuvieron completamente desnudos, tocando todo hasta donde las manos alcanzaban.

Se dieron cuenta de que estaban aún contra la pared cuando las piernas empezaron a fallarles por el mareo que producían el alcohol y la adrenalina juntos. A los trompicones se acercaron a la cama y, aún acostados, parecían seguir bailando.

—¿Cómo es que tenés un cuarto... en el hotel? —preguntó Jonás; ni la excitación podía contra su curiosidad.

—No vivo por acá —contestó el más chico y, quejándose con gemidos y ronroneos, agregó—: basta de preguntas.

—¿No querés saber nada... de mí? —Se interrumpió con un beso y apenas dejó que Lautaro contestara.

—Mh, después —respondió, quitándole importancia a la mirada confusa del más alto y, para distraerlo, llevó las manos hacia allá donde sabía que podía arrancarle los mejores gemidos que nunca haya escuchado.

Y esos gemidos no dejaron de escucharse mientras que, preso de la adrenalina, el alcohol y la desvergüenza, Lautaro cabalgaba sobre las caderas ardientes de Jonás, con la cabeza hacia atrás y sus manos revoleándose en el aire como las de un jinete aferrando una soga.

—Woow —gimió, con los ojos cerrados, bajando de una embestida la cuesta de la montaña rusa en la que creía estar, mientras le daba una nalgada a su noble corcel, que lo sostenía de las caderas y lo guiaba sobre sí, arriba y abajo, como si soplara una pluma en el aire.

Todo lo que podía sentirse en el aire viciado de aquella habitación era descontrol; los gemidos y gritos desesperados de Lautaro se mezclaban con la música apenas audible que todavía llegaba desde el salón, las luces de la calle contorneaban las sombras que danzaban en las paredes, y la puerta escondía a esos dos extraños bailarines que hacían el amor en un cuarto de hotel al que quizás no volverían a entrar jamás.

Estando bajo el bronceado y sudoroso cuerpo de Jonás, Lautaro sintió el clímax llegar con una sensación de estar siendo electrocutado mientras escuchaba el reventar de fuegos artificiales. Soltó un gemido espeso, retorciéndose entero, aferrándose a la nuca del moreno. Al final, cuando también Jonás gimió, descargando toda la adrenalina que le quedaba con una última embestida y sus cuerpos se relajaron, derrotados, Lautaro se dio cuenta de que ahora todo era silencio y que los fuegos artificiales sólo explotaron dentro de su cabeza.

Así, estando uno sobre el otro, sin mediar palabra y sin siquiera poder verse a los ojos, notaban cómo sus respiraciones luchaban contra el acelere de los corazones y sus cuerpos sudorosos se secaban con el calor de esa madrugada de verano. Sin que pudieran preverlo, el sosiego que reinaba y pesaba sobre sus oídos zumbantes se arrastró por sus párpados hasta dejarlos dormidos.


Era mediodía, el sol rajaba las cortinas azules y quemaba sobre las cabezas de los peatones cuarenta pisos más abajo. Lautaro había despertado hacía apenas media hora y después de una ducha, sin siquiera pobrar bocado de la bandeja de desayuno, se había vestido con una camiseta de mangas cortas y unos jeans claros. El resto de su poca ropa estaba empacada en una pequeña maleta que esperaba junto a la puerta y él se había sentado en el suelo, junto a la cama y de cara a Jonás, que dormía en el filo del colchón.

Sin arrepentirse, se atrevía a rememorar cada lúcido instante de la noche anterior, donde se dejó hacer, borracho, por un desconocido. Su primera vez, una borrachera tan grande y su vergüenza fueron las primeras en desaparecer de su lista de «cosas que no hice aún». Y cómo lo había disfrutado. Pero, por más de que intentaba borrar los remordimientos y convencerse de que aquello había sido un encuentro casual guiado por las ganas y que no iba a volver a ver a su compañero nocturno, no pudo evitar sentir pena por tener que irse.

Se levantó, dispuesto a no seguir torturándose y aprovechando que Jonás aún dormía, pero antes de llegar a la puerta su voz lo detuvo:

—¿Te vas? —le preguntó, frotándose los ojos. Se incorporó, intentó cubrirse con la sábana que se deslizaba por su cuerpo y, haciéndose sombra con una mano, enfocó la figura de Lautaro parado en la puerta, con una maleta en la mano.

—¡Dale, Lau! —se oyó desde afuera, y el susodicho agachó la cabeza, evitó la mirada confundida de Jonás, se mordió un labio.

—Sí. Suerte —murmuró, atropellando las palabras que se perdieron en el pasillo tras el click de la puerta al cerrarse.

Jonás suspiró, dejó que sus ojos se pasearan por el piso mientras sentía en sus pies desnudos el temblor que provocaba el descenso del elevador.

Fue sólo cosa de una noche —se dijo, antes de levantar la cabeza y ver la bandeja de desayuno intacta sobre la mesita de noche, las cortinas azules cerradas, una de las almohadas en el suelo, y el post-it pegado en la puerta cerrada.

Cuando reaccionó, su cuerpo desnudo sintió el rozar del aire caliente del mediodía mientras en un par de zancadas llegaba hasta la entrada de la habitación para leer el pequeño recado garabateado apenas un rato antes:

«Tengo una prima que cumple 16 el mes que viene (;»


Notas finales: Saludos! :D

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