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Lächeln für meinen dämon por Nuriko_lover

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Notas del capitulo: Lamento la tardanza. Además, lo atareada que estoy me impide responder a los reviews _ _U. Os juro por Shinou que en el próximo los respondo todos.

Disfrutad de la lectura.

“– Los Maoh gozan de un maryoku tremendamente poderoso -la voz de Ulrike sonaba aguda y calmada como el canto de un pájaro-. …ste se muestra como una luz y flota en la esfera.

Wolfram se sorprendió observando aquella escena que había pasado mucho tiempo atrás, años enteros en los que su vida había cambiado radicalmente. Sin embargo sus ojos se deleitaron con los brillos chispeantes de la esfera de la sacerdotisa como si fuera la primera vez que la viera. Un punto en particular refulgía como un pequeño sol de un blanco incandescente.

– ¿Qué es esa luz que parece tan brillante y bulliciosa? -sus labios articulaban sin consultar con su cerebro, aunque él ya sabía la respuesta.

– Vuestra madre, Lady Cecile von Spitzberg -repuso Ulrike con una sonrisa.

Wolfram aún miraba con inocente maravilla la estrella borboteante de luz que representaba a su madre cuando un fogonazo azul, veloz como un cometa, cruzó por delante de sus ojos y se perdió en las profundidades negruzcas de la esfera.

– ¿Qué ha sido eso?

– No lo sé -admitió Ulrike con cierta preocupación-. Era tremendamente inestable.

Algo en sus palabras despertó una certeza incombustible en su cabeza.

– ¡Es Yuuri! -exclamó. Su voz reverberó en el oscuro templo-. El maryoku de Yuuri es inestable y brutal.

Y de pronto le sobrevino una felicidad desbordante, una esperanza tan brillante que parecía quemarle el pecho y secar sus lágrimas.

– Qué alegría... -balbuceó-. Está vivo.”



Despertó súbitamente y abrió los ojos de golpe, emanando un sonido de sobresalto. La luz cenicienta del exterior colándose por la rendija entre las cortinas le incidía de lleno en la cara, cegándole. Su cubrió la cara con una mano para protegerse los ojos y descubrió que estaba cubierto de sudor. Con el corazón latiéndole a la altura de la nuez, Wolfram se dejó caer sobre el colchón e intentó atesorar aquella última sensación de júbilo provinente del sueño.

Aquella conversación con Ulrike había sucedido años atrás. En aquel momento él había creído que iba a morir de dolor, convencido de que tanto Yuuri como su hermano habían perecido en aquel incendio. Que hubiera soñado en ello sólo podía indicar que los echaba de menos más de lo que creía.

Se abrazó a la almohada, sintiendo aquel dulzón olor a jazmines que siempre le impregnaba el pelo. La lejanía con sus seres queridos, si bien era como morir un poco más a cada segundo, resultaba paradójicamente reconfortante. No soportaría que le vieran de aquel modo, débil y manejable, a un paso de empezar a autocompadecerse.

Ese era uno de aquellos días en los que le suponía un esfuerzo sobrehumano el simple gesto de levantarse: las piedras houseki eran renovadas con magia cada cierto tiempo, por lo que seguían afectándole igual que el primer día. Se arrodilló sobre el colchón con los brazos temblorosos y se llevó una mano a la frente para frotarse los ojos. La bata se le había deslizado por los hombros y sentía el aire frío de la mañana impactar contra su piel, erizándosela. Miró a través de la ventana que no recordaba haber abierto: el cielo era gris y el aire húmedo, y ambos amenazaban lluvia. El sonido del mar rompiendo contra el acantilado del otro lado sonaba embravecido, como si las olas fueran a morir contra las rocas con especial agonía. Casi parecían acompañarle en su estado de ánimo.

Ensimismado en sus pensamientos apenas prestó atención a cómo se ponía la camisa y la casaca, los pantalones y el cinturón. Llevaba casi dos días sin comer y el estómago le rugía de hambre: nunca había sido especialmente voraz, pero su apetito se había reducido drásticamente en los últimos tiempos. Tras calzarse las botas de cuero, abrió la puerta de su cárcel y salió al pasillo.

Había manchas de barro a lo largo del corredor, prueba indudable de que por la noche ya había llovido y que los guardias al hacer el cambio habían dejado su huella en las relucientes baldosas. Con toda la entereza que fue capaz de reunir, empezó a caminar pasillo abajo con pasos elegantes y ceremoniosos. Pasó junto a dos mujeres engalanadas con ricos vestidos y con tocados exquisitos: las susodichas le dedicaron una mirada de desprecio, como si contemplaran algo mugriento que hubieran encontrado bajo la cama, y después se dieron la vuelta para soltar una sarta de cuchicheos escandalizados. Wolfram las ignoró categóricamente y siguió su camino con la barbilla bien alta. Hacía mucho que había aprendido a sobrellevar las habladurías que circulaban sobre él, a soportar las miradas que dejaban en claro que sólo era el juguete del señor de la casa.

Descendió unos breves escalones y se dirigió a la cocina. Había sirvientas en aquel palacio que eran tan hipócritas como los nobles humanos, pero también las había que eran amables con él, aunque eso no le sirviera de mucho. Estaba a punto de mostrarse abiertamente cuando un hilo de conversación, en un tono más que preocupante, le hizo detenerse a medio camino. Pegó la espalda a la pared y escuchó.

– He oído rumores en el puerto -afirmó una voz femenina con notable timidez-. Por lo que dicen el Maoh ha regresado a Shin Makoku...

El corazón de Wolfram se estrujó violentamente, y por unos segundos se olvidó hasta de respirar. Se dijo que debía asegurarse antes de sacar conclusiones, así que silenció sus signos vitales y siguió escuchando.

– Serán sólo eso, rumores -opinó otra voz, más aguda, con cierto temor-. Su país ha sido arrasado y aquí no hay nada que pueda hacer. Me parece más probable que sea una invención que los mazoku hayan hecho correr para infundirnos miedo...

– Lo dijo un hombre que rondaba ese castillo diabólico al que llaman Pacto de Sangre -se apresuró a informar la primera-: vio a un tipo acompañando a un chico con el pelo y los ojos negros. Todos saben lo que eso significa: sólo esos a los que llaman soukoku tienen el pelo y los ojos de ese horrible color.

– ¿Quién te ha contado eso? -exigió la segunda.

– Alguien que sabe muy bien cómo son los mazoku -escupió la primera con desprecio-. Y por lo que dicen sólo hay dos con esa descripción: el Maoh y aquel al que llaman el Gran Sabio, un genio estratega que dirigía los ejércitos en tiempos del primer Maoh.

– ¡Absurdo! -chilló la otra, alarmada-. Eso pasó hace mucho... ¡Nadie puede vivir tanto tiempo!

– ¿Quién sabe, hablando de esos demonios con forma humana? -murmuró la primera, sembrando la duda-. Cree lo que quieras, pero estoy más que segura de que pronto habrá problemas... Si es verdad que el Maoh ha vuelto, querrá recuperar a su “prometido”. Aquí será el primer lugar al que vendrá, y yo no estoy dispuesta a quedarme para presenciar la famosa furia de los mazoku...

Wolfram ya había oído suficiente. Sintiendo que le faltaba el aire, se puso en pie sin intentar siquiera camuflar sus pasos y se alejó de la cocina a toda prisa. Chocó de cara con un hombre que llevaba la espada al cinto, y le arroyó sin importarte los insultos que le persiguieron por todo el corredor hasta que llegó a su cuarto y cerró la puerta con gran estruendo.

Una vez se vio solo, derrumbado de espaldas contra la puerta, los pensamientos fluyeron como una avenida que intenta reventar un dique.

Yuuri estaba allí. Había vuelto a Shin Makoku.

Lo sabía. Lo presentía. Todo a su alrededor parecía predicarlo.

Un miedo sin precedentes se expandió por cada fibra de su ser, desatando puntos de tensión cuya existencia desconocía. Nunca había sentido un terror semejante, y lo peor era que ni siquiera sufría por él mismo.

Yuuri. Yuuri. Era incapaz de pensar en otra cosa.

– Idiota, idiota... -mascullaba constantemente, tirándose con desesperación de los cabellos-. ¿Por qué narices vuelves ahora...? ¡Mil veces idiota...!

No era sólo lo que había oído en la cocina. Aquel sueño que no venía al caso, reavivando una esperanza que ya creía muerta... No podía ser una casualidad.

Si hubiera tenido a Yuuri frente a él, posiblemente hubiera optado por estrangularlo antes que dispensarle cualquier otra muestra de cariño. Volver a Shin Makoku, y encima dando a conocer ése regreso con tamaña negligencia, sólo le supondría la muerte. Era incapaz de creer que Yuuri fuera tan estúpido.

De pronto una voz insidiosa susurró algo en su cabeza, y vio decenas de escenas en las que un Yuuri de lo más inconsciente arriesgaba su vida por cualquier persona que le cayera medianamente simpática. Sonrió con amargura y resignación, cubriéndose la boca con una mano. Tras meditarlo le pareció obvio que sí podía ser así de estúpido. Estaba en su naturaleza.

Quizás por eso seguía confiando en él a pies juntillas.

Por desgracia, confiar en alguien y desear verlo eran cosas muy distintas. …l no podía aspirar a conseguir ambas: ver a Yuuri en aquella situación implicaría la muerte de aquel. La mera idea hacía que un peso frío y profundo se le aposentara en el alma. Hundió la cara entre las manos, tratando de tranquilizarse.

“Ojalá te olvides de mí... Ojalá creas que estoy muerto para que no vengas a buscarme...

Prefiero que vivas. Yo estoy bien”

Seguía atrapado en su propia mentira, pero su orgullo de von Bielefeld le impedía admitirlo.

Sólo unos minutos después, una lluvia fría y poderosa empezó a golpear el cristal de la ventana.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Mientras se adentraba en aquel bosque denso y oscuro, con cierto aire de selva tropical, Ken se preguntó por enésima vez si había tomado la decisión correcta.

Su intención inicial (y también la más lógica) había sido seguir a Yuuri a cualquier destino que escogiera. Después de todo ellos dos eran los únicos capaces de utilizar el maryoku en aquella tierra que rebosaba houryoku. Sin embargo, a medida que cabalgaba por aquel mundo cada vez más desolado y agreste, llegó a la conclusión de que Yuuri podía esperar un poco más sin su compañía. Al fin y al cabo era Conrart Weller el que lo acompañaba, y no había nadie más digno de confianza que él y su espada.

Impulsado por un fugaz deseo de ser egoísta, Murata había tirado de las riendas del caballo y lo había encaminado hacia el bosque profundo, cabalgando bajo los milenarios árboles en pos del lago más grande del país.

Sólo había una persona que había vivido en aquel mundo el tiempo suficiente como para dar una respuesta a sus inquietudes.

A aquella alturas, contemplando sobre su cabeza el que era el cuarto amanecer desde que estaba en aquel mundo, era plenamente consciente de que seis personas le pisaban los talones, camuflándose en las nieblas matutinas como si formaran parte de la foresta. Eran sigilosos y rápidos, casi indetectables, pero, ¿cómo puede engañarse a alguien que ha visto cuatro milenios de historia? Optó por ignorar deliberadamente aquel escrutinio que hacían de sus pasos y siguió avanzando, notando cómo la bruma se volvía más densa e impenetrable.

El lago surgió casi sin esperárselo, como un gigantesco espejo de superficie calma. El invierno que había asolado el país no parecía haber llegado a allí, pues los árboles de la orilla que deberían ser caducos presentaban un follaje tan tupido como en plena primavera. Aún así, la célebre salud de aquel lugar parecía remitir por segundos: apenas quedaban peces esqueleto en el agua, y no se oía ni un sólo trino de pájaro. Aquello tan bien podía ser un bosque como un cementerio.

El caballo piafó, inquieto, y tuvo que aferrar las riendas con más fuerza para que no huyera en dirección contraria. Y de pronto las personas que le habían espiado a lo largo del camino se presentaron ante él, surgiendo de las brumas como volutas de vapor dotadas una agilidad sobrehumana. Se movían sin hacer ruido, y el brillo acerado de las armas en sus manos dejaba en claro que no le darían una segunda oportunidad para revelar sus intenciones.

Sin inmutarse en lo más mínimo, Murata se llevó una mano a la capucha y se descubrió el rostro. Los primeros rayos del alba incidieron en su cabello negro, en su mirada castaña tras los cristales sucios de las gafas.

La reacción fue tan instantánea como previsible. Seis bocas emanaron un sonido de sorpresa y seis rodillas se hincaron en el suelo en señal de respeto.

– Alteza -balbucearon el mismo número de gargantas-. Perdonad nuestra osadía: desconocíamos que erais vos.

El joven les indicó con un gesto de mano que se incorporaran. Se sentía halagado por el trato de reverencia que le otorgaban en cada rincón de Shin Makoku al que iba, pero no podía evitar sentirse incómodo ante tantas inclinaciones y alabanzas. Al fin y al cabo, él no había hecho nada que mereciera tal honor. Quien había conseguido equipararse al Maoh con sus acciones había muerto casi cuatro milenos atrás. …l sólo era su sombra, el depositario de su legado.

Sólo ojos y cabellos oscuros.

– Quiero ver a Ondine, si eso es posible -pidió en voz alta, intentando no sonar autoritario ni apremiante.

Las figuras que parecían hechas de niebla enfundaron sus armas e iniciaron un camino que bordeaba el lago, deslizándose entre los bancos de bruma con la facilidad de una brisa de aire. Murata los siguió a caballo, meditabundo, sintiendo una emoción insospechada despertarse poco a poco en su pecho. Tenía las manos rígidas y sudadas de pura expectación cuando descabalgó en un círculo de árboles milenarios.

Eran con diferencia los más grandes que había visto nunca, y de hecho parecían haber ganado en vigor desde su última visita al lugar, como si arraigarse más profundo y crecer más alto les ayudara a protegerse de los fuegos de aquella nueva guerra. Ondine estaba sentada en una raíz retorcida, meciendo los pies como si se tratara de una niña corriente. Sólo su expresión de esfinge evidenciaba que había algo en ella que no se veía a simple vista. Dos de sus sirvientas la flanqueaban, silenciosas, acatando a rajatabla su voto de silencio y obediencia.

– Ondine -dijo el chico únicamente, aliviado de encontrarla con vida.

– No os esperaba, Alteza -reconoció ella, serena, poniéndose en pie con graciosidad y caminando hacia él-. Nadie penetra en estos bosques desde que los humanos vinieron del mar.

Ken notó algo distinto en ella, como si el tiempo hubiera dejado su huella en una obra de arte. Parecía más alta y esbelta, y el tono de su voz había variado levemente. Era un cambio tan sutil que prácticamente nadie lo notaría, pero ahí estaba.

– ¿Has envejecido, Ondine? -sugirió con seriedad.

Los ojos oscuros de ella se tiñeron por un instante de una contradictoria mezcla de miedo y tranquilidad, de madurez y del pánico que nunca se había permitido manifestar. Era más apreciable que nunca que era una anciana atrapada en el cuerpo de una niña.

– Ahora que mi misión ha concluido, envejeceré igual que cualquier otro mazoku -admitió. Suspiró-. Igual que mi hermana Seraphine, que me dejó hace ahora dos años. Quizás sea un alivio, después de todo. Estoy cansada de estar parada en el tiempo en ninguna parte.

– Lamento lo de tu hermana. No sabes cómo te comprendo... -coincidió Murata, poniendo en la afirmación más amargura de la que pretendía.

Ondine observó su rostro de hito a hito, tratando de bucear en la única mirada que había visto más cosas y más tiempos que ella. Aquellos iris, habitualmente fríos como un témpano de hielo, parecían haberse contagiado del mismo mal y la misma fragilidad que asolaban el país.

– No consigo adivinar para qué buscáis mi ayuda -admitió la sacerdotisa-. Perdí casi todos mis poderes cuando Ulrike me reemplazó. Nada que ella no pueda hacer está ahora en mis manos.

– No es poder lo que necesito, sino sabiduría -explicó Murata, frotándose la frente con una mano-. Sólo tú has pisado este mundo durante miles de años, y estabas incluso cuando yo me reencarné en la Tierra. Ulrike es demasiado joven como para disponer de tales conocimientos...

– No entiendo, Alteza -reconoció Ondine, desconcertada-. ¿Qué queréis de mí?

Ante la absoluta perplexión de la sacerdotisa, Murata se inclinó de rodillas ante ella y rodeó sus manos pequeñas y blancas entre las suyas en un silencioso ruego. Había un dolor insondable y antiguo latiendo bajo sus ojos de un castaño denso como la noche.

– Quiero olvidar -confesó. La última letra se rompió antes de ser oída del todo.

Los labios de Ondine se entreabrieron de puro asombro: apenas podía dar crédito a lo que el joven le estaba pidiendo.

– Quiero desprenderme de estos recuerdos que me atormentan... -murmuró Murata.

Parecía transpirar dolor por cada poro. Nada en su rostro impasible evidenciaba que su sufrimiento fuera tan grande.

Ondine creyó que se trataba de la guerra, de la desolación que había caído sobre Shin Makoku como una plaga sin cura. El Gran Sabio había tomado parte en la decisión que, muy posiblemente, había condicionado la llegada de aquella catástrofe tantos siglos después.

– No os sintáis culpable por lo sucedido, Alteza -rogó Ondine, acariciándole la mejilla en un sentido roce-. En su momento vos hicisteis lo que considerasteis correcto.

– No estoy hablando de la guerra. Mi conciencia está tranquila en ese aspecto -se apresuró a corregir Murata, mirándola a los ojos-. Quiero desprenderme de los recuerdos de mi vida como Gran Sabio -explicó-. Los conocimientos pervivirán, pero quiero olvidar los sentimientos, las emociones... Quiero dejar de sentirlos como propios -añadió.

Se puso en pie con agilidad, y observó el cielo que amanecía como si intentara evitar que vieran la agonía en sus ojos.

– Hay demasiadas cosas que interfieren en mi misión -confesó-, demasiado dolor almacenado en mi memoria como para permitirme pensar con claridad. Si esto sigue así, posiblemente termine cometiendo una imprudencia que me cueste cara... -hinchó el pecho con dificultad-. Si hubiera algún modo, el que sea, de liberarme de ése pesar... sólo tú puedes saberlo, Ondine. He aguantado ya bastante -concluyó con amargura.

Esperó con el corazón en un puño que ella le anunciara con una sonrisa que sí existía una cura para su mal, que su carga no sería llevada por más tiempo. En cambio, Ondine cerró los ojos y sus labios dibujaron un rictus de congoja.

– Lo siento, Alteza: yo no puedo daros ése descanso que deseáis -se lamentó la sacerdotisa.

Se puso justo frente a él y le colocó ambas manos sobre el pecho, buscando el corazón sobre la tela del uniforme negro.

– Esas memorias son vuestro privilegio y vuestra carga a partes iguales -aseveró, sabia-. Sólo la muerte os librará ahora de ellas, igual que a cualquier otro ser vivo -entornó levemente los ojos-. Pero vos no podéis morir aún: el Maoh os necesita a su lado.

Murata permaneció quieto, asimilando aquella noticia con la impasibilidad digna de un dios. No obstante, en su interior sucedían muchas cosas. Demasiadas. Los recuerdos de los que había ansiado desembarazarse envenenaban su mente, liberando cantidades insoportables de odio, rabia, impotencia, celos, melancolía y añoranza. Emociones que no eran suyas y que no deberían serlo; sensaciones que se habían vuelto más punzantes y profundas con el paso de los siglos.

Y de todo aquel cúmulo de sentimientos desagradables, la única manifestación visible fue una mueca de silencioso desconsuelo, fácilmente confundible con una sonrisa irónica.

– Lo lamento de veras, Alteza -aseguró la antigua sacerdotisa con notable tristeza.

– No te preocupes, Ondine -la disculpó él, sonriendo resignado-. Sólo era un capricho estúpido...

“El de tener una sola vida, no cientos de ellas vagando en mi cabeza”

Ya que su objetivo no había sido más que una vana ilusión, llegó a la conclusión de que lo mejor era regresar con Yuuri, como debería haber hecho desde un principio. Se desperezó, despreocupado, y puso todo su empeño en desear una paz que le ayudara a soportar su angustia.

– No te molestaré más, Ondine -prometió-. Sigue oculta en este bosque, protegiendo lo más puro y antiguo que queda en Shin Makoku. Algún día quizás lleguen tiempos mejores -hizo una breve pausa-. ¿Puedes decirme dónde está Yuuri ahora?

Ondine extendió una mano y su esfera de cristal, impoluta como el primer día, flotó entre ella y el Gran Sabio. Sus ojos escudriñaron la superficie blanquecina, pero Murata fue incapaz de ver nada: las artes de las sacerdotisas siempre habían sido un misterio para él.

– El Maoh cruza ahora mismo el que fuera territorio de los von Christ, y parece dirigirse hacia el este de Shin Makoku. Al final del camino que sigue hay una fuente de maryoku que agoniza -anunció Ondine.

Murata no necesitó nada más para comprender cual era la empresa actual de Yuuri. Experimentó un alivio familiar, una felicidad que era más que bienvenida en aquellos momentos de caos.

– Ha seguido mi consejo: ha ido a buscar a Lord von Bielefeld -adivinó. Ensanchó su sonrisa-. Sabía que lo haría.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Yuuri jamás había pensado que le costaría tanto recorrer un pedazo de tierra que en tiempos no le empleara más que unas pocas horas. Sin embargo, teniendo en cuanta la nueva situación, consideró una bendición que los conocimientos de Conrart y Yozak le ayudaran a plantarse en el antiguo territorio de los von Khrennikov en menos de dos días.

No había sido precisamente fácil. Los peligros que le habían acechado en su primer trayecto con Conrart se habían multiplicado; y es que, como había ido enterándose, era en el lado este de Shin Makoku donde se concentraba el corazón de aquel nuevo imperio. Cruzar el río había sido lo peor, pues los puentes sufrían un control estricto de todo el que intentaba pasar de una orilla a otra, y las zonas bajas donde se podía pasar a nado estaban demasiado cerca de zonas habitadas. Así que habían ascendido durante medio día hacia el norte, casi rozando las tierras que pertenecieran a los Rochefort, y habían cruzado el cauce por una zona de barrancos donde la corriente era fría e impetuosa.

Yuuri había llegado a sufrir por su vida en aquella travesía, pues de no ser por el brazo de Yozak posiblemente lo hubieran hallado hecho un guiñapo aguas abajo. Por suerte la idea había sido buena, aunque eso no le salvó de salir del agua calado hasta los huesos y temblando como nunca. Aquella noche había tenido fiebre y una presión dolorosa en el pecho.

En aquellos momentos, cuando pisaba los adoquines mojados de lluvia de aquella ciudad portuaria, sólo una tos ocasional evidenciaba el catarro que llevaba encima. No obstante nada parecía ser suficiente para Conrart.

– Hay que buscar algún sitio para que Yuuri descanse -insistió éste por tercera vez-. Caminar bajo la lluvia no puede sentarle bien.

Yozak le dirigió una mirada preocupada. El azul de los ojos se le había oscurecido a causa del tiempo lluvioso y de la noche avanzada. Inspeccionó su alrededor, la plazuela por la que habían entrado al pueblo; no había ni alma, pues seguramente los habitantes habían corrido a cobijarse de la lluvia. Una negrura densa flotaba entre los edificios, sólo dispersada por unas luces de un verde peligroso que titilaban sobre soportes de hierro.

– Reveladores de majutsu -observó Conrart en un murmullo-: detectan la magia de los mazoku. Suerte que ninguno de nosotros tiene maryoku...

Yuuri sabía que no lo había obviado a él, sino que se trataba de la constatación de un hecho. A pesar de que su maryoku era el más poderoso que había en aquel mundo, no se manifestaba de ningún modo como le sucedía al resto de mazoku. Ni Gwendal ni Wolfram, por ejemplo, tenían la misma suerte: sus poderes demoníacos latían con fuerza bajo su piel, y sufrían un intenso dolor físico con la mera cercanía de una piedra houseki.

…l no. Si no despertaba al Maoh, parecía un humano en todos los aspectos... con una sola salvedad: el color sus ojos y cabello, que era tan raro en aquel mundo.

Por esa misma razón no se permitía destaparse ni un centímetro de la cara, siempre ocultando sus llamativos rasgos. Aquello no parecía importarle tanto a Conrart como evitar que su resfriado derivara en un pulmonía.

– Debe haber una posada por aquí. Yuuri necesita resguardarse de la lluvia -afirmó de nueva cuenta.

– Sobreproteges demasiado al chico -opinó Yozak, negando con la cabeza-. Tiene más aguante del que le concedes. Quizás si siguiéramos hasta la siguiente aldea...

Yuuri sintió un súbito acceso de gratitud hacia Yozak. Dudaba de que sus razones para su opinión fueran las mismas que las suyas, pero ambos coincidían en algo elemental: cuanto menos tiempo se demoraran, antes encontrarían a Wolfram. Pensar que estaba allí al lado, que divisarían el castillo de los von Khrennikov con sólo unas horas de recorrer la línea de costa, le producía un ansia insospechada.

Iba a darle abiertamente la razón a Yozak cuando oyeron gritos en el otro extremo de la plaza. Al mirar en dicha dirección, vieron a un muchacho siendo arrojado con violencia contra las baldosas encharcadas. Emitió un grito ahogado cuando su espalda chocó contra el duro suelo, y fue capaz de reponerse antes de que una vara cayera sobre él desde las alturas, protegiéndose la cabeza para evitar que le rompiera la cara.

– ¡Maldita escoria mazoku! -bramó un hombre robusto de aspecto desagradable-. ¡No sirves para nada! ¡Debería matarte, a ti y a toda la gentuza que son como tú!

La vara encontró un hueco entre los brazos del chaval y le acertó en las costillas, golpeándole sin compasión.

– Me he roto el tobillo, señor... -se disculpó el muchacho entre balbuceos, intentando contener un gesto de dolor-. Por favor, perdóneme...

Como única respuesta recibió una nueva lluvia de golpes que le dejó reducido a una figura temblorosa encogida sobre el suelo húmedo. Su respiración era débil y trabajosa, superficial.

Yuuri sintió un impulso irrefrenable de correr en ayuda de aquel desdichado, pero las manos firmes de Conrart y Yozak sobre sus brazos se lo impidieron. Una parte de sí mismo comprendió el gesto de sus guardianes, entendió que la lealtad y el cariño les movían a protegerle de cualquier amenaza...

...pero otra, aquella que había intentado fervientemente liberarse de sus cadenas durante aquellos últimos días, aullaba en deseos de justicia y venganza.

Podía sentir los músculos tensándose bajo la piel, incapaces de retener la fuerza endemoniada que se despertaba poco a poco en cada una de sus células. El maryoku aletargado le quemaba en cada parte del cuerpo, y un dolor insufrible le presionaba las sienes. Jadeó: el esfuerzo parecía capaz de partirle en dos.

Sólo era cuestión de segundos que los detectores de majutsu se dispararan, alarmados por una explosión de maryoku como aquella tierra no había visto en años. Yuuri sabía que si eso sucedía tanto Conrart y Yozak como el muchacho y su agresor sufrirían los efectos de su cólera irrefrenable.

Temía y necesitaba al Maoh por igual. Era una parte de sí mismo que aún le resultaba peligrosa y fascinante. Su control sobre aquella otra faceta parecía haberse vuelto sorprendentemente precario.

– Contente, Yuuri -le llegó la voz de Conrart, distante y brumosa. Notó cómo éste apretaba el agarre sobre su hombro-. Lo que menos nos conviene es despertar al Maoh aquí...

Yuuri tuvo que echar mano de todo su autocontrol para hacer lo que le decía, y a base de constreñir aquella ira consiguió adormecer de nuevo aquella fuente de maryoku que bullía en su interior. Aún así veía puntos brillantes en la oscuridad y le dolían las extremidades como si se las hubieran estirado al límite.

A unos pocos metros de él, aquella terrible escena seguía sucediéndose. Y él no podía hacer nada por evitarlo.

– Lamentablemente son muchos los que han terminado sufriendo ése destino -susurró Yozak con amargura.

– Es horrible... -balbuceó Yuuri.

Tras un par de minutos el hombre pareció cansarse de la paliza y se metió de nuevo en su casa entre gruñidos, dejando al joven tendido en el suelo con la piel surcada de contusiones. Al mismo tiempo que las manos de sus compañeros le soltaban, Yuuri sintió que se había perdido a sí mismo un poco más.

Sólo una semana antes hubiera llegado a matar a aquel energúmeno por lo que había hecho. Y por contra se veía obligado a cercenar su propia necesidad de impartir justicia.

– ¿Aún sigues en tus trece sobre los humanos, joven amo? -sugirió Yozak.

De nuevo lo estaba probando, valorando si sus ideales seguían intactos. Yuuri hubiera ofrecido exactamente la misma respuesta si no hubiera conocido el modo de proceder de Yozak.

– Si fueran mazoku los que hicieran esto, los odiaría del mismo modo -anunció-. No es una cuestión de razas.

Después caminó por la plaza desierta hasta detenerse frente al chico, que intentaba incorporarse sobre un codo pelado.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Yuuri en un susurro, inclinándose a su lado.

De cerca el muchacho presentaba un aspecto más terrible. Un golpe de un feo color morado se le extendía por toda la mejilla derecha, y la camiseta desgarrada dejaba entrever unos cuantos y sangrantes verdugones repartidos por todo el cuerpo. Pareció suponerle un esfuerzo sobrehumano el simple gesto de levantar la cabeza.

– Sí... -siseó de un modo apenas audible-. Estoy acostumbrado...

Yuuri iba a ayudarle a incorporarse, pero las manos de Yozak fueron más rápidas y, cogiendo el chaval por debajo de las axilas, le sentó sobre el suelo encharcado. El chico sacudió la cabeza para intentar despejarse y después les miró, tratando de enfocarles en las tinieblas profundas.

– Sois mazoku, ¿verdad...? -sugirió con dificultad.

– Sí -confirmó Yuuri, ignorando las expresiones horrorizadas de Conrart y Yozak. Arqueó las cejas-. ¿Cómo lo sabes?

– Nadie más se hubiera dignado a ayudarme... -fue la escueta respuesta del adolescente. Al hablar, un hilo de sangre le resbaló por la barbilla desde la nariz.

– La mayoría de humanos hubieran hecho lo mismo -se apresuró a afirmar Yuuri.

– Adivino por tus palabras que no has estado por aquí en los últimos tiempos... -emitió el joven con una sonrisa amarga.

Yuuri miró de reojo a Conrart y Yozak, quienes no parecían muy convencidos de los beneficios que les reportaba que un desconocido supiera que eran mazoku, y mucho menos hallándose en territorio hostil.

– Por mí no sufráis... -puntualizó el muchacho, que había captado la desconfianza en sus miradas-: soy fiel al Maoh y a Shin Makoku. De ningún modo podría estar del lado de la gente que ha destruido mi hogar.

Había sinceridad y cierto fuego en sus ojos, así que ninguno cuestionó la veracidad de sus palabras. Sin embargo a Yuuri no le provocaron especial placer. Cada una de las letras había destilado odio hacia los humanos, detalle que él había trabajado sin pausa durante años para corregir.

Aquello sólo hacía que su fracaso pareciera más estrepitoso.

La lluvia se intensificó en pocos segundos, convirtiendo la llovizna en un autentico aguacero empeorado por las cambiantes rachas de viento. Desde allí podían oír crujir las rocas del malecón al intentar resistir el envite del furioso oleaje, y también los choques de los cascos de las naves contra los muelles de madera. Yuuri tosió un par de veces y en aquella ocasión sus pulmones se resintieron, punto que Conrart no pasó por alto.

– Hay que encontrar una posada. Puedes traerlo con nosotros si quieres, pero me niego a quedarnos aquí con esta tromba -le dijo a Yuuri, señalando con un gesto de cabeza al desconocido-. Hace frío y debes cuidarte.

– No es seguro quedarse aquí -les advirtió el chico, frotándose un verdugón del hombro-. Los últimos mazoku que camparon libremente por la ciudad y, supuestamente, de incógnito... Bueno, sus cabezas aún cuelgan del arco de la salida norte.

Los tres viajeros esbozaron gestos de repulsa ante aquella mera imagen, aunque para Yuuri el horror fue aún mayor. ¿A qué extremos había llegado aquel ilógico conflicto? ¿Era ya aquello pan de cada día en lo que fuera una nación próspera y repleta de sueños?

– Hay un sitio un poco apartado al que suelo ir de vez en cuando, cuando el amo no me requiere para alimentar los fuelles... -prosiguió el muchacho. Parecía avergonzado-. Si me ayudáis a caminar...

– Claro -se apresuró a decir Yuuri, ayudándole a ponerse en pie-. Gracias por el consejo, eh... esto...

– Hernan -se presentó el aludido. Echó un rápido escrutinio a los recién llegados, al parecer percibiendo las espadas que les asomaban bajo las capas-. Por vuestras armas diría que sois soldados. Quizás conocíais a mi hermana... Servía en el Palacio Pacto de Sangre antes de que lo destruyeran...

Yuuri hizo memoria y, observándole bien, encontró algo familiar en los cabellos cobrizos y los ojos verde oscuro.

– ¡Ah! ¿Tu hermana no será... Lazania? -probó, acordándose de la sonrisa gentil de la muchacha.

– Sí -murmuró Hernan, y su rostro se iluminó notablemente-, aunque no sé nada de ella desde hace tres años...

– La última vez que la vi, hace cosa de dos meses, seguía con vida y en perfecta forma -anunció Conrart con una fugaz sonrisa que murió rápidamente.

– ¿De verdad? -sugirió Yuuri. Ya no recordaba exactamente sobre cuantas personas había preguntado a Conrart desde que empezara aquel incierto viaje.

– Sí. Está al cargo de mi madre junto a Sangria -se le ensombreció el semblante-. La pobre Doria no tuvo la misma suerte... Murió en el primer ataque al Pacto de Sangre.

Yuuri no exteriorizó más que una mueca de abatimiento, pero en el fondo la noticia le había dejado un frío más profundo que el de la lluvia penetrándole hasta la piel. No sólo por la muerte de Doria, cosa que también lamentaba, sino porque aún había muchas personas cuyo destino desconocía, y cada vez temía más preguntar a Conrart por ellas y recibir una mirada triste o un gesto atormentado por parte del capitán.

Por otro lado, advirtió mientras enfilaban un sendero que cruzaba un bosquecillo de tamariscos, la culpabilidad había vuelto a oprimirle en su abrazo, aunque por causas distintas a la última vez. Recientemente su empresa de hallar a Wolfram parecía absorberle todos los pensamientos, y cualquier intento de encaminar sus esfuerzos hacia una ruta distinta chocaba contra un sólido muro de recuerdos y emociones confusas. Ya no había hueco para preocuparse por el país, por sus gentes, por una posible y venidera paz.

Sabía que encontrar a Wolfram no supondría una diferencia en la terrible situación de Shin Makoku, y aún así todas las demás prioridades parecían haberse jerarquizado a aquella. De nuevo demostraba que su capacidad de liderazgo, así como su escala de valores, eran mediocres y fácilmente influenciadas por los sentimientos.

El lugar en el que Hernan les hizo detenerse era todo menos acogedor, pero suponía una buena opción frente a la ciudad o la intemperie. Se trataba de una gruta excavada de forma natural en una pared de roca: la entrada cubierta de zarzas ofrecía una convincente promesa de clandestinidad. El techo era bajo (tanto que Yozak tuvo que inclinarse para entrar), pero al menos estaba seco y les permitiría encender un fuego. De hecho, tanteando en un rincón, hallaron un montoncito de leña cuidadosamente apilada y, lo que era más importante, seca. Tras una fugaz manipulación de dos ramitas por parte de Conrart, una débil y danzante llama se prendió y arrojó sombras rojas contra las irregulares paredes de piedra. …ste miró a Yuuri brevemente y le dedicó la primera sonrisa sincera de todo el día mientras Yozak alimentaba la hoguera.

– Quítate la ropa. Será mejor que te seques junto al fuego -le recomendó.

Yuuri asintió, aún sumido en su cavilaciones, y se quitó la capa y la camisa por la cabeza de un mismo tirón. Casi al mismo tiempo le llegó una exhalación de sorpresa por parte de Hernan, que le observaba con los ojos como platos.

– Cabellos negros... -balbuceó éste, patidifuso-. Entonces, ¿tú eres...?

Yuuri estaba acostumbrado a despertar aquella reacción en la gente, pero en aquella ocasión no le produjo el más mínimo placer.

– Majestad... -murmuró el muchacho con respeto, inclinando la cabeza. Hizo un ademán de arrodillarse.

– No, por favor -rogó Yuuri levantando las manos ante él-. No te arrodilles. No merezco que se inclinen ante mí... -añadió, apartando la mirada y acuclillándose junto al fuego.

Intentó ignorar el hecho de que los demás le miraban fijamente, preguntándose el por qué de su comportamiento. No esperaba que lo entendieran y tampoco se sentía con ánimos para explicarlo, así que un silencio incómodo se instauró sobre el creciente crepitar del fuego hasta que Yozak, oportunamente, lo rompió.

– Este sitio parece bastante concurrido -observó, quizás en un intento de desviar la atención hacia algo más trivial-. Han guardado leña y mantas, y... oh, incluso algo de diversión -comentó con una sonrisa, levantando una botella medio vacía de lo que sin duda era licor.

– No soy el único que viene por aquí -explicó Hernan, secándose la sangre de la nariz con la punta de la camisa-. Hay otros que, como yo, quieren evadirse un rato de la miserable vida que llevamos... Aunque con este tiempo es normal que hoy no haya nadie...

Yuuri, que había estado frotándose los brazos para entrar en calor, salió de su ensimismamiento a toda velocidad y se volvió hacia él.

– ¿Sois más? ¿Por qué no os defendéis entonces? -preguntó inocentemente-. Estoy seguro de que al menos os daría tiempo de huir... Sé que aún hay zonas de resistencia en dominios de los von Bielefeld y von Spitzberg. Allí os darían protección...

– Lo hemos intentado, pero o bien nos atrapan o bien caemos extenuados -afirmó Hernan con amargura-. Los esclavos apenas tenemos ya fuerzas para empuñar un arma...

– ¿Por qué? -quiso saber Conrart. Después de todo, Shin Makoku siempre había sido un pueblo belicista. La mayoría de jóvenes, e incluso las mujeres, tenían conocimientos básicos en el uso de armas ligeras.

– Porque llevamos esto -anunció Hernan, desabrochándose la parte superior de la raída camisa.

Los tres entendieron con horror a qué se refería. Alrededor del cuello del muchacho se cerraba un grueso anillo de algún metal azul que relucía pálidamente. Parecía pesado y frío, y la piel adyacente estaba enrojecida como en carne viva.

– Me lo pusieron el día que me capturaron, a mí y a todos los esclavos. Deja los brazos y las piernas débiles y entumecidos por muy poco maryoku que poseas -afirmó-. Y quema siempre...

Una serie de imágenes circularon antes los ojos de Yuuri, raudas y grises como una anciana película. Vio a Wolfram herido, la sangre oscura salpicando la almohada vacía de plumas. Le vio ser levantado, inerte y desmadejado, por unos brazos más anchos que todo su cuerpo. Le vio arrodillado ante una figura imponente, con las muñecas ensangrentadas de forjecear contra los grilletes y el pálido cuello enrojecido por el contacto del acero. Vio llorar sus ojos eternamente verdes, con el valor y la determinación extinguidos tras una mirada ahora turbia y oscura.

Un violento escalofrío le recorrió el cuerpo, y un grito que no llegó a formarse le presionó la garganta. Conrart notó la fugaz lividez que se había apoderado de su rostro y le rozó el hombro con una mano para intentar reconfortarle.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– No es nada... -se apresuró a afirmar Yuuri, carraspeando. Prefirió guardarse para sí el detalle de que tenía los dedos de pies y manos totalmente congelados.

Inmediatamente después llegó a la conclusión de que no valía la pena mentirle a Conrart. Le miró fijamente, a aquellos ojos cálidos y viejos que no iban en consonancia con el aspecto de alguien que no parecía alcanzar los treinta años. Pensó efímeramente que debía estar tan angustiado como él, que la persona a la que buscaban no era otro que su amado hermano menor. Conrart había sido el primero en cogerle en brazos al nacer, el primer rostro que Wolfram había visto al abrir los ojos al mundo.

Era egoísta por su parte pretender ser el único que se preocupaba por Wolfram. Apartó la mirada y dibujó una expresión amarga en los labios.

– Oír todo esto... Me da miedo pensar que Wolfram puede estar soportando algo así -confesó en tono sombrío-. …l no se lo merece. No es justo que le haya pasado esto...

– Es fuerte, como mi madre -afirmó Conrart, dedicándole una media sonrisa-. A pesar de su aspecto es un soldado entrenado para resistir las más crueles inclemencias. No hay trabajo, por duro que sea, que él no pueda llevar a cabo.

Había sinceridad en sus palabras, y aún así la voz le había titubeado, como si no estuviera convencido de lo que decía. Yuuri advirtió que, por mucho que confiara en Wolfram, seguía atormentándole la idea de las posibles torturas a las que podía ser sometido.

Hernan pareció comprender que su viaje no era una mera visita de cortesía. Contuvo sus ganas de conocer más detalles, cómo por qué el Maoh no había aparecido hasta tres años después de la caída del Pacto de Sangre, y se dejó mover por la lealtad.

– ¿Buscáis a alguien, Majestad? -quiso saber-. Por desgracia llevo mucho tiempo en este lugar. Si hay algo que pueda hacer para ayudaros, no dudéis en preguntar...

Yuuri le miró, a aquellos ojos oscuros que le eran familiares, y pensó efímeramente en todos los desgraciados cuya libertad había sido arrancada tiempo atrás. Hernan sólo era la demostración de un colectivo, de miles de mazoku abandonados por su rey a una vida de miseria y esclavitud.

Debía hacer algo. Subsanar a como diera lugar el error, inconscientemente, cometido. Pero antes, para sentirse completo, debía hacer algo más.

– Buscamos a un soldado del Castillo Pacto de Sangre: lo secuestraron hace tres años, cuando protegía a mi hija. A ojo tiene más o menos mi edad y la misma altura -describió-. Tiene el pelo rubio y los ojos verdes, y es usuario de majutsu de fuego. Es mi... -se detuvo, pues había estado a punto de soltar “prometido” por pura inercia- ...amigo.

Hernan se sobó la barbilla, aparentemente sin notar que los dedos ensangrentados dejaban dedazos en su piel. Su rostro había recuperado un poco el color, pero las marcas de su cuerpo seguían mostrándole desmejorado.

– Me acuerdo de él -afirmó con pesadumbre-: cuando lo capturaron vestía las ropas azules de los von Bielefeld. Lo vendieron en la ciudad portuaria el mismo día que a mí... Lo compró el señor del castillo.

Daba la sensación de que quería decir algo más, pero se lo pensó en el último momento y dejó que el silencio se extendiera mientras los otros tres intercambiaban miradas oscuras.

– Entonces es cierto... -murmuró Conrart, llevándose una mano a los labios.

Yozak alargó una mano y rozó el hombro de su amigo, quizás intentando ofrecerle un silencioso consuelo. Yuuri le había visto hacer lo mismo muchas veces, pero aquella vez la angustia no se esfumó del rostro de Conrart.

Intentando que sus movimientos no le delataran, Yuuri cogió la camisa sustancialmente seca y se la pasó por la cabeza. El pelo mojado se le adhirió al cuero cabelludo y al cuello, y aún así el calor que emanaba la tela resultaba reconfortante.

– Quiero estar solo un rato -se disculpó, dándoles la espalda y encaminándose hacia el exterior.

Fuera la tormenta no había remitido, y el agua empezaba a acumularse en regueros que se abrían paso a la fuerza entre raíces y roca pura. Los truenos restallaban a escasos kilómetros, bañando el bosque sombrío en una luz de un azul fantasmagórico. El frío había aumentado, profundo y agudo como una daga de hielo invisible. El problema era que aquella sensación parecía ir más allá de lo meramente físico, introduciéndose en su mente atribulada y confundida, desgajando aquella parte de sí mismo que seguía rogando por despertar de una nefasta pesadilla.

Aplastado. No había otro término que definiera mejor su estado de ánimo. Posiblemente desesperanzado y abatido se acercaban, pero no resultaban tan contundentes como el primero. Y sólo su propia ingenuidad tenía la culpa de ello.

Quizás (y de forma inconsciente) había esperado que todo fuera una confusión y que Wolfram estuviera a salvo en algún sitio, siendo prudente por una vez en su vida y manteniéndose alejado de los problemas. Que preguntaría por él en aquel lugar y nadie recordaría haberle visto, que nadie podría señalar con el dedo el castillo conquistado y perjurarle que un von Bielefeld estaba sometido el yugo de su señor feudal.

Que alguien le confirmara en persona el destino de su amigo suponía un mazazo contundente y francamente doloroso. Adiós a sus quebradizas ilusiones. Adiós a los deseos de un golpe de suerte en aquella tierra llena de vacío y desnuda de libertad.

No obstante, y al mismo tiempo que se hundía progresivamente en la desesperanza, un consuelo insano y poco gratificante cobraba fuerza en su alma sedienta de justicia. Sabía que de no encontrar a Wolfram en el castillo von Khrennikov emprendería una nueva pista y seguiría buscándole, por muy difuso que fuera el rastro. Cruzaría el mar y la tierra y vuelta a empezar si hacía falta para dar con él.

Se sorprendió a sí mismo al caer en la cuenta de que estaba convirtiendo aquella búsqueda en una obsesión que rallaba lo enfermizo. Todo le recordaba a Wolfram, como si él fuera el pilar necesario para anclarle de nuevo a aquella desafortunada realidad. Pensaba en Gwendal y le veía mirando con un amor imperturbable y mal camuflado a su hermano menor. Recordaba a Chêri-sama y advertía lo extremadamente parecidos que eran sus rostros, con los rasgos dulces y etéreos de dioses griegos. Greta venía a su memoria, y sus rizos castaños descansaban junto a una cabeza dorada.

Al acordarse del Castillo Pacto de Sangre, el lugar que había aprendido a considerar su hogar, sólo le acudía a la mente aquel camisón de seda rosa que tantas veces había tildado de “extravagante” y “ridículo”.

Hundió la cara entre las manos frías, frotándose la piel en un intento de pensar con claridad. Quizás en parte era culpabilidad después de todo. Wolfram nunca había hecho esfuerzo alguno por ocultar su aprecio por él, siguiendo sus pasos como el más fiel vasallo y acompañándole a cualquier destino, por negro que fuera. Supuso que se habría sentido abandonado. Traicionado. Creyendo que el rey por el que se había desvivido simplemente le había considerado un sirviente reemplazable.

Negó con la cabeza. No, Wolfram podía tener muchos defectos, entre ellos la obstinación y la agresividad, pero jamás sería capaz de culparle por los largos años de ausencia.

Sólo esperaba no encontrarle muy cambiado, no notar que el tiempo y la esclavitud habían vuelto su carácter áspero y huraño. Se consideraría satisfecho si la primera palabra que surgiera de sus labios fuera un “enclenque”.

Suspiró. Sabía muy bien qué pensaría Conrart si le hablaba de aquellas largas reflexiones. Y no hablemos de Yozak, que no tardaría en lanzar un comentario comprometido que le haría ruborizarse.

No lo entendían. Wolfram era importante para él. Mucho. Un amigo insustituible. Por eso debía recuperarle. Por eso se estaba arriesgando a morir en aquella tierra de nadie.

Cuando el frío y la humedad volvieron a salvar la barrera de la camisa caliente, se puso en pie y volvió al interior caldeado. Hernan le contaba algo a Conrart en voz baja y tono grave en un rincón, pero antes de que pudiera acercarse a preguntar Yozak apareció a su lado con una sonrisa de ánimos y le instó a irse a dormir, dejando caer sobre su cabeza la capa seca y caliente por la cercanía del fuego. Contrariado, Yuuri se encogió en un rincón y cayó en un sopor intranquilo y poco reparador. Aún le molestaba la garganta.

Aquella noche soñó con cabellos rubios, fragantes como pétalos de lilas.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Llevaba tres días lloviendo sin parar. Wolfram lo sabía porque no se había permitido dormir ni un sólo instante; y había permanecido en vela y escuchando la lluvia impactar contra las ventanas y el viento y las olas del mar rugir al estrellarse al pie de los muros. Le dolía la cabeza. Mucho.

A aquellas alturas ya no había frío o cansancio alguno que pudieran afectarle. Simplemente se limitaba a estar allí, encogido bajo la ventana con la cabeza entre las rodillas, rezando en silencio para no oír los gritos de triunfo que anunciaran la captura del Maoh.

Aquel terrible presentimiento no había hecho más que incrementarse. Casi podía notar la presencia de Yuuri en aquel mundo, sus deseos de restaurar el daño hecho por la guerra. No cesaba de rogar para sus adentros que jamás descubriera su paradero. Que se alejara de él cuanto pudiera para que no le hicieran daño.

La única razón por la que aún seguía vivo era por el consuelo de pensar que Yuuri estaba a salvo. De no ser así, posiblemente se hubiera quitado la vida mucho tiempo atrás.

Eberhart apareció a media mañana, vestido de rojo de pies a cabeza y con el arma al cinto. Wolfram pensó que su aspecto era todopoderoso y terrible, y qué él mismo con sus décadas de experiencia se lo pensaría dos veces antes de cruzar la espada con él en un combate real. Le dirigió una mirada entre fiera y cautelosa desde su rincón bajo la ventana, encogiéndose instintivamente para adoptar una postura más protectora, un escudo casi físico. El dueño de la casa se detuvo a escasos metros de él, observó un instante el plato de comida sin tocar, y después posó los ojos en su persona.

– Me marcho -anunció-. Un grupo de rebeldes a la causa del Imperio ha instigado un levantamiento en el este. Estaré fuera un par de días.

Wolfram no hizo señal alguna de haber oído la razón de su marcha. Siguió fulminándole con la mirada, como si intentara crear el fuego de su maryoku a través de los ojos.

– Siendo como eres dado a husmear por ahí, supongo que habrás oído los rumores, ¿no? -preguntó Eberhart, paseándose de un lado a otro. Se paró un segundo y le miró-. Se dice que el Maoh ha regresado a Shin Makoku.

El muchacho intentó por todos los métodos que la angustia no se reflejara en su rostro, pero no estaba seguro de haberlo conseguido. Intentó fingir una mueca de indiferencia, como si ya hubiera perdido el interés en cualquier cosa que ocurriera tras aquellos fríos muros.

Desgraciadamente no engañó a Eberhart.

– Es por eso por lo que no comes, ¿verdad? -sugirió, señalando con la cabeza la aún apetecible comida-. Crees que tu Maoh vendrá hasta aquí, llamará a mis puertas, y exigirá que te libere -sonrió ampliamente-. Tienes miedo, porque sabes que si eso ocurre morirá antes de poder pronunciar tu nombre.

Caminó hacia el joven y, arrodillándose a su lado, le atrapó la barbilla con una mano. Wolfram no se movió, aún desafiante, pero todos sus músculos se tensaron como los de un felino dispuesto a saltar sobre su presa. Se obligó a seguir sosteniendo la mirada sangrienta de su captor, oscura por las sombras que se extendían en la habitación.

– ¿No crees que ya ha pasado mucho tiempo como para seguir esperándole? -canturreó Eberhart.

Le acarició el labio con el pulgar, en un gesto lascivo y más que posesivo. El muchacho sacudió la cabeza y le apartó la mirada, volviendo a su posición inicial con las rodillas juntas y los brazos sobre éstas. Ya podía matarle a latigazos o enterrarle vivo: jamás le obligaría a admitir que sus esperanzas eran cada vez endebles.

– Otro ya se hubiera cansado de esperar, pero no tú. Como un perro apaleado que sigue lloriqueando por su amo... -apuntó Eberhart, hiriente-. Eres de esos que no disciernen el límite entre la fidelidad y la estupidez, Wolfram von Bielefeld.

Aunque pensó mil respuestas posibles, cada una más grosera y agresiva que la anterior, Wolfram no respondió. …se día se sentía abatido y débil incluso para mostrarse irreverente. Y aquel maldito dolor de cabeza no le dejaba en paz...

Notó aquellas manos sobre sus brazos, presionando sobre antiguos moretones que gritaron en silencio de pura agonía. El aliento que impactaba en su nuca se había vuelto más ansioso y superficial.

– ¿Acaso no vas a darme una merecida despedida? -sugirió Eberhart.

Qué iluso... Como si fuera tan fácil como mantener el talante e intentar evadirse de aquella realidad, flotando en deseos de que Yuuri siguiera oculto. La mano de Eberhart, siempre fría, se deslizó por la obertura de su bata y le recorrió el pecho desnudo, haciéndole estremecer. Con el otro brazo le rodeó la cadera sin dificultad, y sus dedos buscaron el calor entre sus piernas.

– Me gusta oírte gritar... -susurró en su oído, apretando el agarre sobre su cintura.

Wolfram ni siquiera se inmutó mientras las hábiles manos le desnudaban: siguió manteniendo en su rostro aquella expresión apática que parecía cincelada en mármol, aunque su interior rugía de rabia y terror. Aquella perpetua debilidad parecía pesarle en los miembros más que nunca, y las emociones que estallaban en su corazón le dejaban desorientado, lento para asimilar los acontecimientos. Sintió un pellizco poco delicado sobre un pezón.

No era del todo idiota. Después de tres años había aprendido que todo dolía más cuando se resistía. Los días en los que el abatimiento le ganaba se limitaba a desangrarse por dentro, fingiendo que aún le quedaban agallas para seguir alimentando su ya marchito honor.

Cerró los ojos. No quería que ninguna imagen de aquellos horribles minutos quedara gravada en sus retinas, mancillando su visión del mundo.

– Grita para mí...

“Soy un soldado... Un guerrero...”



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Llovía con fuerza cuando Yuuri se plantó a menos de cien metros de las verjas doradas que delimitaban los jardines del palacio de los von Khrennikov. Levantó la mirada y observó a través de los pliegues de la capa empapada el gris panorama que se extendía ante sus ojos.

Tal y como recordaba el castillo se erguía en una pequeña península, con acantilados en todos sus lados salvo en uno por el que discurría un empinado camino en zig-zag que llevaba hasta la misma entrada. Aquel era el camino que había recorrido... a pie, claro, y eso explicaba que el sudor le corriera por dentro de la ropa y que su respiración fuera jadeante y entrecortada. Sintió una mano fuerte y ancha darle unos golpecitos animosos en la espalda, y al levantar la cabeza vio sonreír los ojos claros de Yozak, como si intentaran reavivar sus esperanzas. Su presencia era sorprendentemente tranquilizadora, aunque de un modo distinto a como lo era Conrart: en su caso era como tener una gigantesca pared de ladrillos entre uno y el enemigo.

La certeza de que, por muchos golpes que recibiera, Yozak seguiría interponiéndose entre él y el peligro.

– Aquí estamos, chico -anunció éste. Echó una mirada a las puertas del palacio y se volvió hacia él con una ceja arqueada-. Tal y como esperaba, no pueden caber más soldados por palmo de suelo. ¿Aún quieres ir?

Yuuri tuvo que admitir que la visión de las lanzas apuntando hacia el cielo tormentoso era bastante descorazonadora. Aún así, no flaqueó.

– Por supuesto -afirmó sin pensárselo-: se lo debo a Wolfram. …l cruzó Shin Makoku y el mar, Caloria y Gran Shimaron, sólo para encontrarme...

– El plan no es ninguna maravilla -admitió Yozak, tirándose con despreocupación de unos mechones rojizos-: es muy probable que nos descubran... y entonces, aunque consigamos sobrevivir, el capitán me matará.

El muchacho permaneció callado unos segundos más, notando la fría bofetada del aire cargado de humedad y salitre contra la escasa porción de mejilla descubierta. Su cabello era ahora de un castaño pálido, mucho menos sofisticado que el que usara en tiempos para mantener el anonimato, y sus ojos presentaban un color verde desvaído, producto de unas lentes de contacto adquiridas a un vendedor ambulante de dudosa legalidad; aún así se sentía peligrosamente expuesto, como si todos los ojos del enemigo se posaran en su persona y pudieran descubrir sus intenciones al primer vistazo.

La compañía y las promesas de lealtad de Yozak eran alentadoras, pero aún así sentía que la mayor parte de aquella carga era suya y sólo suya. Se volvió hacia su protector, sosteniéndole la mirada.

– No te pediría esto si no fuera importante para mí, Yozak -aseguró con tristeza-. Ya has pasado bastante como para que te vaya metiendo en estos líos...

– No me malinterpretes, chico -le cortó Yozak con un guiño del ojo izquierdo-. No hay nada que pueda hacerme desistir en mi empeño de ayudarte. Sólo intento asegurarme de que comprendes los riesgos de lo que intentas hacer.

– Los comprendo y asumo -juró Yuuri, y sin más conversación se dirigió hacia la entrada del castillo.

Yozak le observó por unos instantes, pensativo, y después se encogió de hombros con una sonrisa resignada y le siguió a paso ligero. Por muy rey que fuera, por muchas cosas que hubiera aportado a aquel país, Yuuri seguía siendo un niño.

Uno de sentimientos inmaduros, de mente envenenada de falacias y enseñanzas del mundo cerrado e intolerante en el que había nacido. Le gustaría aportar su grano de arena para que por fin fuera capaz de demostrar abiertamente sus emociones más profundas, pero su misión por el momento se reducía a mantenerle con vida.

Y por supuesto Conrart se había negado rotundamente a aquel plan que había tachado en el acto de “insensatez”.

– ¿Te has vuelto loco? -había gritado, empuñando su espada en son de amenaza-. No permitiré que vayáis vosotros solos: iré a como de lugar.

– Esta batalla no puede ganarse por la fuerza, capitán -fue la respuesta de Yozak, pasando por alto el arranque de indignación de su superior-. Se trata de sigilo y de pasar desapercibidos. Mientras menos vayamos, mucho mejor.

– Entonces Yuuri se quedará aquí, a salvo, e iremos tú y yo.

– El chico no lo permitiría: quiere traer el príncipe malcriado por su propia mano. Nada de lo que puedas decir le convencerá de lo contrario. Además, capitán, a ti será fácil que te reconozcan -había observado Yozak, sagaz-. Combatías en primera línea cuando cayó el Pacto de Sangre. Yo y el chico no tenemos esa desventaja.

Conrart había acabado cediendo, pero no sin antes procurarle casi veinte minutos de discusión. Yozak intuía que a Conrart le pesaba tanto la preocupación por Yuuri como el hecho de que su papel en el plan se reducía a cuidar de Morgif mientras ellos se infiltraban en una fortaleza enemiga.

– Le cuidaré por los dos, capitán. Lo juro por mi honor -había perjurado Yozak.

Sin embargo, a punto de encararse a los guardias y a sus lanzas, se recordó que Yuuri sólo conocía una parte de la verdad, la mitad de lo que él tenía encargado hacer en aquel hervidero de soldados armados. Y Yozak agradecía el buen juicio de Conrart al no revelarle al Maoh la nueva información que habían recabado sobre Wolfram.

No estaba seguro de la reacción de Yuuri al enterarse de que era la espada de su prometido la que había cortado la garganta de lord von Khrennikov.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Las violentas y cambiantes corrientes de aire desviaban su trayectoria de vuelo, erizaban sus plumas y doblaban sus alas; pero aún así y contra todo pronóstico, la paloma se posó, agotada, en el alféizar de la ventana del tercer piso. Inclinó la cabeza parda y golpeó tres veces el cristal con el pico.

Gwendal von Voltaire volvió hacia la ventana la mirada azul y meditabunda que había mantenido durante largos minutos en la desnuda pared del otro extremo de la estancia. Por su rostro adusto, en el que cada vez pesaban más los años, cruzó una efímera expresión de sorpresa al distinguir el ave de plumas pardas picoteando la ventana para llamar su atención.

El ave estaba congelada cuando, tras abrir él la ventana, se precipitó a saltos cortos y extenuados sobre su palma abierta. Gwendal, que siempre había sentido debilidad por los animales de pequeño tamaño, acarició con dedicación las plumas de su cabeza para ayudarla a entrar en calor. No dejó de notar un diminuto rollo de papel cuidadosamente enrollado alrededor de la pata oscura.

– Weller, ¿eh? -sugirió para sí mismo mientras se hacía con el mensaje.

Hacía semanas que nada sabía de su hermano, desde que éste abandonara las tierras de los von Spitzberg en los últimos días de octubre. Sabía que él y Yozak ayudaban a sobrevivir a los civiles atrincherados en los bosques occidentales, y también era consciente de la impotencia que eso provocaba en su persona.

…l, con su rango de von Voltaire, no podía poner en peligro su vida con la misma facilidad. Aquella idea le quitaba con frecuencia el sueño, y la espada en su cinto quemaba su mano en deseos de saltar al campo de batalla.

Sólo había algo que le impedía marcharse, que le mantenía anclado a aquel decadente castillo y a sus fríos muros de oro deslustrado.

Leyó el mensaje en la semipenumbra. Evidentemente aquella caligrafía estilizada pero llena de fuerza pertenecía a Weller y eso le animó, pues indicaba que al menos en el momento de enviar la paloma estaba vivo.

Su ánimo se fue ensombreciendo a medida que comprendía el mensaje. Su alma pasó de estar sumida en una alegría vibrante a un horror profundo, y finalmente a una frustrante incredulidad.

Estrujó la nota entre las manos reduciéndola a una masa informe de papel arrugado: debía ser un error, no había otra explicación. Habían tergiversado el mensaje, o Conrart se había expresado mal, o...

No podía dar crédito a aquella noticia. Y la cosa no acaba ahí. Si era cierto que Yozak había ido con Yuuri a rescatar a Wolfram, su objetivo tenía una doble cara, una segunda y más oscura intención que, como buen espía, no rebelaría hasta llegado el momento. Era su deber como servidor de Shin Makoku y no podía culparle, pero no podía evitar pensar que aquello le rompería el corazón a Yuuri.

Suspiró de nuevo para intentar calmarse, deseando estrellar su puño contra algo. Debía informar de aquella misiva a su madre y a Stoffel y... deliberar. Sin un rey en el trono, la opinión de los nobles primaba sobre cualquier otra.

Aún así, antes de dirigirse hacia una discusión que se amenazaba turbulenta, cierta parte de sí mismo le dictó que debía ir a un sitio. Y aquella orden sí era ineludible.

Cruzó los pasillos con ademanes de autómata, con el rostro frío e inexpresivo que siempre le había caracterizado. A los habitantes del castillo von Spitzberg, por desgracia cada vez en aumento y venidos de todos los puntos del antiguo Shin Makoku, les había costado aprender a ver la benevolencia tras aquellos ojos de hielo azul.

Gwendal no se había permitido sonreír ni una sola vez en tres años. Y la única noticia que podía haber cambiado aquel detalle le era aplastada sólo unos segundos después de conocerla.

Golpeó con los nudillos la puerta de una habitación del ala oeste, parcialmente sumergida en el bosque de olmos que rodeaba el castillo. No obtuvo respuesta, aunque tampoco la esperaba y entró de todos modos. La estancia estaba sumida en una penumbra gris, pues el cielo del otro lado de la ventana apenas permitía averiguar si estaba amaneciendo o si ya anochecía.

Estaba sentada en la misma silla de siempre, con la interminable melena roja derramada sobre la alfombra. La ropa oscura que lucía, tan en desacuerdo con los recuerdos de Gwendal, le daba el aspecto de una viuda.

– Anissina... -susurró.

Ella siguió observando el bosque sombrío, con los ojos de un azul turbio velados y carentes de brillo. Gwendal se sintió flaquear por unos segundos, sintiendo que habían tocado su punto débil. Era doloroso verla así. Anissina no debería ocultar las lágrimas tras una máscara indiferente. Ella estaba hecha para idear experimentos que llevaran de cabeza a todos los que la rodeaban, nacida para sonreír con autosuficiencia y pasar por encima de la opinión de los demás.

Naturalmente Anissina no había vuelto a maquinar ningún invento desde que dieran a su hermano por desaparecido y encontraran el cadáver degollado de su padre, caído en un fallido intento de retomar el castillo von Khrennikov. Se limitaba a estar allí, a sobrevivir. Pero no era la misma ni daba señales de querer volver a serlo algún día.

Gwendal se detuvo justo ante el respaldo de la silla y depositó las manos sobre sus hombros. No era la primera vez, pero advirtió que los brazos de Anissina parecían estrechos y frágiles en comparación a la anchura de sus palmas.

Inspiró profundamente, indeciso. ¿Cómo darle aquella noticia? ¿Cómo atreverse siquiera a insinuar que sabía el nombre del asesino de su padre, y que por si fuera poco era alguien a quien ambos amaban y protegían?

La antigua Anissina demostraría una reacción violenta y se apresuraría a buscar pruebas. En aquel entonces, no obstante, lo más probable era que siguiera sentada en su silla contemplando el bosque lluvioso del otro lado del cristal. Igual que el día anterior, y que el otro, y el otro... Gwendal apenas la había visto hacer otra cosa. No podía culparla, y a la vez se repetía que él también había perdido a alguien importante.

Tardó un poco en notar que ella había levantado una mano para dejarla sobre la suya, rozando sus dedos. Era curioso estar allí, de pie a sus espaldas y sintiendo su mano suave sobre la piel endurecida por los años y el uso de la espada.

– No tienes la conciencia tranquila, Gwendal -observó Anissina en un susurro apenas audible-. Hoy las puntadas te saldrían torcidas...

Gwendal suspiró por enésima vez en aquel rato, tragándose una gran bocanada de dolor. Tenía que marcharse, tenía que hablar con su tío.

Y aún así se quedó unos largos minutos más admirando el cabello rojo de Anissina, largo y ardiente como en sus recuerdos de infancia.

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