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Lächeln für meinen dämon por Nuriko_lover

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Notas del capitulo: Aquí estoy de vuelta haciendo el imbécil (como siempre xD).

Agradecer todos los maravillosos (y sorprendentemente abundantes O___o) reviews que me habéis dejado. ¡Sois un amor!

P.D. Tengo problemas para subir el fic en el formato que yo quiero y una parte que es un flashback (una gran parte xD) pero no lo puedo poner en cursiva TTT___TTT Supongo que se deduce lo que es flashback al ir leyendo, pero es que no soy muy partidaria de poner el cartelito de "FLASHBACK" xDDD

Bueno, pues disfrutad con la lectura ^^
Murata llegó a las puertas del templo cuando la oscuridad ya se había cernido sobre el mundo. Tiró de las riendas y el caballo se detuvo con un largo y agotado relincho. Tiritando de frío y con los ojos resecos tras las gafas, el muchacho elevó la mirada hacia la majestuosa construcción.

Nada parecía indicar que la guerra se había desarrollado alrededor de aquel lugar. Todo seguía exactamente igual a como lo recordaba, con los gigantescos torreones elevándose hacia el firmamento como si intentaran arañarlo. El moho seguía creciendo en los resquicios de los enormes bloques y, en general, la calma y el silencio seguían siendo dignos de un lugar sagrado. Mientras ascendía los breves escalones, Ken llegó incluso a creer que nada había cambiado en aquel santuario en el que siempre se había sentido seguro.

Quizás Ulrike seguía en pie de guerra, después de todo.

Tuvo que admitir que ver el patio desierto no le infundió demasiadas esperanzas. Habitualmente las guerreras patrullaban la zona, ahuyentando eficientemente a los intrusos, y las sacerdotisas paseaban y salmodiaban de vez en cuando. Pero allí sólo reinaba un frío invernal que había congelado la fuente y cubierto de escarcha las cabezas de las gárgolas. Se tapó bien con la capa para disminuir la sensación de frío y se dirigió hacia el nivel inferior, donde se elevaba la gigantesca puerta que daba paso al corazón del templo.

Experimentó una sensación tan curiosa que no se sorprendería de saber que era el único humano capaz de sentirla. En cada sombra que se movía en el amplio corredor, negra como la brea, veía el recuerdo de una vida anterior, acompañándole a las entrañas del lugar más sagrado de Shin Makoku. Se veía a sí mismo en diversas formas, edades y sexos vagando entre los vivos con su memoria milenaria, visitando el templo de Shinou y escuchando sus susurros y promesas de tiempos mejores. Aquellos recuerdos se remontaban a antes de la aparición de Ulrike y Ondine, incluso cuando el alma de Shinou flotaba en aquel frío templo sin ningún mediador que pudiera escucharla.

Llegó frente a los inmensos portones, gruesos como troncos de árbol y anchos como ríos, y se detuvo al discernir una figura blanca arrodillada en la entrada, como un silencioso custodio.

Allí estaba Ulrike la incombustible, un ser casi milenario prisionero de la apariencia de una niña eterna. Sus ojos, sabios y llenos de ciega devoción, se posaron en él con una sonrisa esperanzada.

– Esperaba pacientemente su regreso, Alteza -afirmó ella con aquella voz que más parecía el tañido de una campana-. Supe que regresaríais. Igual que su Majestad el Maoh...

Naturalmente, Ulrike ya sabía que Yuuri había cruzado las fronteras de aquel mundo. La esfera mágica de la sacerdotisa rara vez se equivocaba.

– Le advertí a Shibuya que esto podría pasar -repuso Murata a modo de disculpa-, pero ni siquiera yo era capaz de prever algo de esta magnitud.

– Nadie os culpa, Alteza -se apresuró a aclarar Ulrike-. Vos siempre obráis sabiamente siguiendo las directrices de su Majestad Shinou.

– ¿Dónde están las chicas? -quiso saber Murata-. No me creo que hayan descuidado sus deberes.

Los ojos de Ulrike se ensombrecieron, atenazados por una pena que su rostro de porcelana trataba a duras penas de ocultar.

– Algunas yacen en silencio en sus tumbas de mármol, escuchando las palabras del Rey Original para toda la eternidad -repuso ella con sumo dolor-. La mayoría huyeron porque yo se lo ordené. No vale la pena desperdiciar vidas en vano. Sea como sea, todas han cumplido con su deber: el templo de su Majestad no ha sido profanado por los bárbaros venidos del mar.

Murata suspiró con resignación ante la noticia. Le apenaba saber de la muerte de algunas de aquellas muchachas que con tanta naturalidad le habían tratado en su estancia en el templo, pero aún así se alegraba de que aquel lugar siguiera siendo un refugio para todos aquellos que creían en Shinou. Aún así estaba seguro de que Ulrike había tenido que utilizar sus habilidades mágicas más ofensivas, poderes que nunca antes había usado, para que así fuera.

De repente Ulrike alzó la mirada, como si hubiera oído algo, y giró la cabeza hacia su espalda. Escuchaba. Al cabo de unos segundos se volvió hacia él y le miró a los ojos, transmitiendo con ellos toda la fuerza de su misión.

– Su Majestad Shinou desea verle, Alteza -anunció-. Lo reclama con cierta urgencia.

Murata esbozó una sonrisa maliciosa mientras se acercaba a los portones y apoyaba las manos en la vetusta madera para abrirlos.

– Nunca ha sido especialmente paciente -reconoció.

Tuvo que hacer más fuerza de la que había creído para abrir las puertas lo suficiente como para poder deslizarse por el espacio entre ambas. En el interior la oscuridad era casi absoluta, pues la noche era ya profunda y a través de la impresionante cristalera que remataba la cúpula sólo se apreciaban unos diminutos retazos de cielo estrellado. El mismo frío mortal que reinaba en el exterior había conseguido introducirse en aquella anciana sala, cuyas paredes de roca amplificaban el sonido de sus pasos y se lo devolvían como un eco muerto. Se detuvo a los pies del altar donde, tal y como había esperado, había una figura sentada sobre unas de las tres cajas vacías que antaño encerraran un mal sin precedentes.

Nadie que no supiera la verdad dudaría de que el joven fuera corpóreo. Sin embargo la imagen de Shinou, el Maoh Original, que había hecho acto de presencia en la sala no era más que un diáfano fantasma.

– Bienvenido, mi amigo y estratega -saludó con aquella sonrisa socarrona y a la par agradable-. Empezaba a temer no volver a verte hasta tu próxima reencarnación.

– A veces preferiría que así fuera -admitió Murata con un tono sorprendentemente frío. Se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz-. ¿No hay nada que debas decirme? ¿No tienes nada que decir sobre la destrucción que ha barrido Shin Makoku?

Shinou arqueó las cejas rubias, pronunciando su inquebrantable sonrisa. Sólo el gran afecto que el Gran Sabio sentía por él le impedía sentirse exasperado ante semejante expresión.

– Sólo tú, de entre todos los vivos, puedes recordar el origen de esta guerra -susurró Shinou-. Quién iba a decirnos que aquella simple decisión incubaría un odio tan profundo...

– Lo recuerdo -afirmó Murata sin inmutarse-. Y lamento tener que recordarte que en aquella ocasión, para variar, tampoco escuchaste mi consejo. Te advertí de que esto podría llegar a suceder, pero preferiste imponer tu criterio. De todos los errores que cometiste, posiblemente este haya terminado siendo el peor.

Shinou le miró unos instantes en silencio, sus ojos de un azul impoluto titilando en las tinieblas. Sus dedos fingían tamborilear sobre la madera del Suelo Helado del Infierno.

– Mi querido Gran Estratega... Si fueras tú el que te vieras obligado a elegir, ¿seguirías opinando igual que entonces? -le retó con una sonrisa maliciosa.

Murata agachó la cabeza, sintiéndose atrapado en aquel punto. Shinou estaba jugando con él, retando su intelecto y haciendo reflotar desde el fondo de su memoria los recuerdos exactos en los que ambos habían disentido.

– Shibuya me ha hecho replantearme muchas cosas. Siendo su amigo y confidente he aprendido cosas que jamás podría haber descubierto a tu lado -admitió con evidente dificultad-. No, seguramente ahora yo cometería el mismo error que tú.

– Eso es debilidad -afirmó Shinou, aunque sonaba a pregunta.

– No lo es -protestó Murata con pasión-. …l no necesita perpetrar asesinatos para imponer su autoridad. La gente le respeta y confía en él. Es capaz de sentir empatía por el enemigo, algo de lo que tú, por mucho que te duela admitirlo, siempre careciste -sus ojos refulgieron tras los cristales de las gafas-. Yo confío en Shibuya. El sol aún no se ha alzado sobre Shin Makoku.

Shinou permaneció impertérrito, captando a la primera el doble sentido de la última frase. Sabía que Murata era fiel a sus principios, que desafiaría al mismísimo Shoushu para mantener la paz en Shin Makoku. Pero para su sorpresa su lealtad parecía decantarse cada vez más hacia el nuevo Maoh, relegándole a él a una sombra del pasado que sólo conllevaba errores que debían ser subsanados.

No le gustaba, pero por otro lado no podía culparle.

– Tu instinto respecto al nuevo Maoh ha sido acertado hasta ahora, pero al parecer ése muchacho aún no se ha enfrentado a la prueba definitiva -habló, observando el cielo a través de la cúpula-. Siempre ha evitado la guerra en base a alianzas y promesas de paz, ¿pero qué hará ahora que la batalla llamará a sus puertas? Si quiere demostrar lo que vale como Maoh, éste es el momento -concluyó, poniéndose en pie y avanzando hacia él.

Murata observó que sus pasos producían eco, aunque quizás sólo fuera una ilusión o un detalle que sólo existía en su mente. Lo que tuvo claro es que el contacto de la mano sobre su hombro, cálido y difuso como un rayo de sol, sí era perfectamente real. Un roce que hizo reflotar recuerdos hirientes que desearía no poseer.

– Cuida de él -dijo Shinou únicamente. Ladeó la cabeza sobre un hombro con una sonrisa zorruna-. Sé que te decepcionarás si no cumple tus expectativas.

Mientras levantaba la cabeza y le miraba, Murata esbozó la primera sonrisa sincera desde que había pisado el templo.

– Las cumplirá -afirmó con vehemencia-. Es Yuuri al fin de cuentas. Ya ha demostrado con creces que es capaz de desafiar a la lógica y salir victorioso...



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Un viento gélido empezaba a barrer las ruinas del pueblo cuando Yuuri decidió que ya había fingido lo suficiente.

Se incorporó con todos los músculos del cuerpo agarrotados por el frío y la mejilla dolorida por el prolongado contacto con el suelo. Soltó un sonido vacío de sorpresa cuando una brisa gélida hizo ondear su capa y le atravesó la ropa, erizándole la piel. Se ciñó la capa alrededor del cuerpo, tiritando, y después caminó con evidente dificultad entre los escombros en los que se había tendido para intentar dormir.

Conrart seguía en el mismo sitio en el que le había visto antes de echarse. Firme e inmóvil, como un anciano árbol que ha contemplado el paso de miles de inviernos. La misma brisa que hacía estremecer a Yuuri removía su cabello castaño y le daba un aire salvaje. Los ojos del capitán, que habían contemplado el horizonte con adusta frialdad, se volvieron súbitamente cálidos al reparar en él.

– Aún falta más de una hora para el amanecer -anunció-. Puedes seguir durmiendo.

– No he pegado ojo en todo el rato... -confesó el chico, arrebujándose en la capa y dejándose caer a su lado.

Conrart suspiró con resignación y, con total naturalidad, le pasó un brazo protector por los hombros y le aproximó a su pecho. Yuuri podía oír el latido de su corazón, firme y tranquilizador, y le parecía que ninguna nana sería tan efectiva. El frío se desvaneció bajo un halo de calor humano, semejante a la caricia del sol.

Conrart tenía el poder de dar tranquilidad. Era un don que Gwendal rozaba con la punta de los dedos, pero su modo de calmar los ánimos era más amenazador, fiero en cierta manera. Conrart se bastaba y sobraba con su mera compañía para apagar los más profundos miedos y convertirlos en inquietudes vanas y fugaces. Era tan diferente a Wolfram...

Algo se estremeció en el pecho de Yuuri. Recordar a Wolfram le llenó de un dolor palpitante e insoportable. ¿Qué tormentos estaría soportando, privado de su libertad y orgullo? Lo más probable era que le utilizaran como divertimento de aquel macabro espectáculo típico de tierras humanas, donde los oponentes se enfrentaban en la arena por burlar a la muerte un día más. Conociéndole, se resistiría fieramente a cualquier tipo de imposición, lo cual desplegaba un abanico de opciones nefastas. Quizás uno de sus arrebatos de rebeldía le había costado ya la vida, y dormía en una fría tumba superficial bajo un campo de cenizas y silencio.

Se cubrió el rostro con las manos, deseando que Conrart no notara su intranquilidad. Por desgracia para él, éste seguía siendo tan empático como siempre.

– ¿Qué sucede? -sugirió.

– No puedo dejar de pensar en Wolfram -confesó Yuuri, estremeciéndose de impotencia-. Me apena mucho todo lo que está pasando, pero siento como si eso fuera especialmente por mi culpa.

– Es importante para ti, ¿no? -sugirió Conrart con una media sonrisa.

Yuuri tardó un poco en notar que la afirmación de Conrart ocultaba segundas intenciones. La sangre se le agolpó en las mejillas ante la mera expectativa de aquella confusión, y buscó a toda prisa la manera más clara de explicarse.

– Bueno... -farfulló, avergonzado-. Wolfram siempre ha estado a mi lado, incluso cuando no me lo merecía. Lo justo es que yo haga lo mismo por él.

– Ya -comentó Conrart, esbozando una sonrisa misteriosa.

Contemplaron en silencio las ruinas que la oscuridad asemejaba a tumbas desperdigadas por la ladera que llevaba al castillo. El viento ululaba y recordaba a los lamentos de fantasmas que aún vagaran por sus antiguos hogares. A Yuuri le costaba creer que sólo cuatro días atrás había paseado por aquel pueblo rebosante de jolgorio y vida.

– ¿Qué debo hacer ahora, Conrad? -preguntó al cabo de unos largos minutos-. Nunca me he sentido tan perdido...

Conrart notó el tono descorazonado de su voz y deseó con todas sus fuerzas que aún fuera aquel bebé que gorjeaba feliz en su cochecito, aquella tarde de agosto tantos años atrás.

– Mi consejo sería que regresaras a tu mundo, pero estoy seguro de que no harás tal cosa ni aunque te obligara -explicó.

Yuuri se esperaba algún tipo de respuesta semejante por parte de Conrart. …l le aconsejaba, mostraba su descontento con sus decisiones más desacertadas, pero nunca le negaba su ayuda para cualquier empresa que decidiera llevar a cabo. En aquel sentido era más fácil de convencer que Wolfram.

Pensó en el muestrario de posibilidades, que era desafortunadamente escaso. Podía darle la espalda a todo, volver a su casa a jugar al béisbol mientras dejaba las ruinas del país en manos de Gwendal y los demás...

...o podía empuñar a Morgif como había hecho anteriormente, y afrontar cualquier peligro y ser el estandarte bajo el que volvieran a unirse humanos y mazoku.

– No me marcharé -determinó con absoluta firmeza-. Quiero intentar arreglar las cosas -juró-. Prometo que haré lo que sea, pero antes...

Clavó en su protector una mirada tan negra como el ónice, resplandeciente de determinación y emociones retenidas.

– ...voy a ir a buscar a Wolfram -anunció. Su decisión parecía inamovible.

Conrart le estudió largamente por unos segundos, como si valorara si su resolución era un arrojo de valentía o un despropósito, pero al final se puso en pie con súbita decisión. Sin mediar ni una sola palabra, se aseguró la espada en el cinto y cerró una mano entorno a la muñeca del chico, tirando de él hacia el cielo que empezaba a clarear tenuemente por el este. En el exterior, el soldado inspeccionó cada una de las ruinas antes de considerar la opción de salir.

– ¿A dónde vamos? -exigió Yuuri, no muy convencido.

– A buscar a Yozak -respondió Conrart, ajustándole la capa al cuello-. Está colaborando en una aldea a dos días de aquí, en el límite de las tierras de los von Spitzberg. Allí no correrás peligro: mientras más al oeste y al sur, mejor.

Yuuri se quedó literalmente boquiabierto. ¿Iba Conrart a ignorar su decisión así como así? ¿Acaso no comprendía que mientras ellos estaban allí, escondiéndose de cualquier ser viviente, Wolfram podía estar sufriendo lo indecible? Eso si seguía vivo, claro...

– ¡No quiero estar a salvo! -protestó con vehemencia, apretando los puños-. Voy a buscar a Wolfram, y no dejaré que me lo impidas.

Conrart le miró fijamente, sosteniéndole la mirada con aquellos ojos de cálidos tonos pardos. El cielo que empezaba a teñirse de rosa con vetas doradas se reflejaba en sus iris y les daba un aspecto curioso.

– ¿De qué te servirá ir tú solo? -preguntó con aire de obviedad-. Estamos hablando de un gran señor belicista. Debe haber cinco guardias apostados en cada metro cuadrado de su castillo -esbozó una sonrisa un tanto preocupada-. Si hay alguien que pueda ayudarnos a pasar desapercibidos allí dentro, ése es Yozak. Aunque resulta inexplicable, sus métodos de espionaje siempre dan resultado...

La confianza que Conrart tenía en Yozak era comprensible pero un tanto injustificable. Eso sí, Yuuri recordaba bien todas las veces en las que aquel soldado se había valido de su habilidad para el disfraz para rescatarle de sus captores. Conrart estaba en lo cierto: Yozak le echaría una mano.

Sin embargo, había algo más que le había sorprendido.

– ¿Vendrás conmigo? -preguntó Yuuri.

– Siempre, Majestad -juró Conrart sin pensárselo un sólo segundo.

Debía confiar más a menudo en Conrart, se dijo, mientras éste tiraba de él en dirección a un camino que parecía llevar directamente hacia el amanecer.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Si bien a Yuuri le había sorprendido notar cómo la guerra había afectado a Conrart, no le fue ninguna sorpresa descubrir que con Yozak había pasado justo lo contrario.

Tras dos días de camino a pie, en el que tuvieran que esconderse con frecuencia de cualquier otra persona que les saliera al paso, Conrart y él se habían adentrado en un bosque de ancianos robles que en tiempos pertenecía al dominio de los von Gyllenhaal. Por desgracia las fronteras se habían vuelto difusas y maleables en los últimos tiempos y no quedaba muy claro dónde terminaban las tierras conquistadas y empezaban los territorios rebeldes. Aún así, Conrart tuvo el buen juicio de mantenerle alejado de los puntos conflictivos y no tuvieron ningún contratiempo.

Cuando el crepúsculo se cernía sobre la arboleda, llegaron a una aldea camuflada entre la foresta que se había asentado aprovechando un riachuelo perdido del Gran Río, que discurría impetuoso unos veinte kilómetros más al este. Por lo general los lugareños les hubieran apuntado con lanzas hasta estar seguros de sus intenciones, pero Conrart sólo tuvo que descubrir el rostro de Yuuri para que los guardias casi cayeran de rodillas al suelo, deshaciéndose en alabanzas hacia su rey.

– No te preocupes, son de fiar -le tranquilizó Conrart-. Nunca hablarán de tu presencia aquí: con ellos puedes mantener el elemento sorpresa.

La noticia de la llegada del Maoh corrió como la pólvora, reavivando esperanzas que se creían ya extintas. Los pocos niños que había en el pueblo salieron a su encuentro, vitoreando y sonriendo cuando él se inclinaba para acariciarles el pelo. Incluso se atrevieron a pedirle que desenvainara a Morgif, detalle que la espada agradeció con una horda de sonidos inentendibles. Los padres, un poco más intimidados por la presencia del Maoh, se limitaron a dedicarle sonrisas de devoción desde un segundo plano.

La velocidad a la que se propagó la nueva fue tal que sólo tres minutos después de haber llegado Yozak ya había salido a recibirlos, alto y entusiasta como siempre y, afortunadamente, vestido con ropa masculina.

– Dichosos sean los ojos -comentó con cierta ironía-. Al fin el hijo pródigo se digna aparecer.

– Yozak... -le reprendió Conrart con una mirada de advertencia.

– Era broma -repuso el otro con una sonrisa, mirando con renovada alegría a Yuuri-. ¿Todo bien, chico?

– Yozak, necesito tu ayuda -repuso Yuuri, yendo directamente al grano.

Los ojos azules de Yozak se volvieron súbitamente serios, como si algo en el tono del joven le hubiera dado un toque de advertencia.

– Vale, pero no aquí. Hablaremos mejor en otro sitio. Y además -añadió, haciéndoles un rápido escrutinio a ambos-, tenéis un aspecto horrible.

Yuuri tuvo que darle la razón. Dos días avanzando por montañas escarpadas, cenagales y barrizales habían sido suficientes para que su uniforme antes impolutamente negro adoptara un color semejante al lodo. Necesitaba un buen baño y, ¿por qué no?, una sustanciosa cena.

El baño tuvo que esperar, pero Yozak se encargó de que cenaran un buen plato de caldo de verduras. El anfitrión esperó pacientemente a que se saciaran y después les acribilló a preguntas.

– ¿Hay alguna razón en particular para que hayas tardado tres años en aparecer? -sugirió. No había malicia en aquella pregunta, simplemente Yozak solía expresarse así.

– No ha sido culpa suya -informó Conrart, saliendo en su defensa-. En su mundo sólo han pasado cuatro días. Los encontré a él y a su Alteza vagando por la aldea de Pacto de Sangre...

Yuuri, que había estado ensimismado en sus cosas, volvió de pronto a la realidad al darse cuenta de un detalle que había ignorado sin intención, concentrado en preocuparse por Wolfram.

– ¡Murata! -gritó, poniéndose en pie de un salto-. ¡Conrad, hemos dejado solo a Murata!

– No hay de qué preocuparse -aseguró Conrart con aquel habitual tono apaciguador-. Mientras se quede en el templo, nada malo puede pasarle.

– Pero él dijo que iba a ver si todo estaba bien... ¿Y si no es así? -protestó Yuuri, angustiado.

– Ese no era en absoluto su objetivo -argumentó Conrart, poniéndole una mano en el hombro y obligándole a sentarse-. No hay nadie en todo el reino que confíe más en Ulrike que el propio Gran Sabio. Estoy seguro de que lo que su Alteza pretendía era hablar con su Majestad Shinou. Sus razones sólo él las sabe.

El tono de la última frase le dio a entender a Yuuri que más valía no hacer preguntas al respecto. Aún así, todavía le inquietaba la idea de que Murata fuera por su cuenta y sin protección por aquel mundo destruido.

– Soukokus... -murmuró Yozak entre dientes, negando con la cabeza-. Quién los entiende...

Al girar la cabeza, Yuuri advirtió algo en el rostro de Yozak que no había notado hasta aquel momento.

– Yozak, ¿qué te ha pasado? -preguntó con preocupación.

El aludido se encogió de hombros y se señaló la mejilla. Una cicatriz larga y estrecha le desfiguraba el lado izquierdo del rostro. La herida en su momento se le había llevado un trozo de oreja, pero a él poco parecía importarle.

– Un regalito de un soldado enemigo -comentó con una sonrisa, como si fuera una anécdota de lo más graciosa-. Eso sí, se lo cobré muy caro.

Yuuri no sabía exactamente a qué se refería con lo de “cobrar caro”, pero siendo Yozak y conociendo sus habilidad con la espada prefirió no preguntar.

– Si no te conociera pensaría que te lo tomas todo a broma -confesó Conrart con dureza-. Deberías parecer más serio después de todo lo que ha pasado. Sigues siendo un soldado del Maoh.

– Con perdón del capitán diré que ya he pasado bastante tiempo poniendo caras largas -repuso Yozak, apoyando un codo en la mesa-. Además, la llegada del joven amo es lo único bueno que ha pasado últimamente. ¿Por qué no puedo estar contento? -la última frase casi sonó a un puchero.

– No puedo contigo... -admitió Conrart, emitiendo un largo suspiro de resignación.

En otras circunstancias aquel choque de opiniones entre antiguos compañeros hubiera hecho sonreír a Yuuri, pero el contexto era tan sombrío que no podía evitar pensar que bromeaban para rebajar la tensión del ambiente. Como si estuviera de acuerdo con sus pensamientos, Yozak se removió el cabello pelirrojo y dejó que sus ojos, los más expresivos que Yuuri había visto nunca, adoptaran un color tan oscuro como el agua profunda.

– Nada ha cambiado realmente desde que te marchaste -le dijo a Conrart-: la cosa sigue estando igual de mal. Somos pocos los capaces de empuñar un arma y la gente está asustada. Hace cuatro días encontramos los cuerpos de dos exploradores flotando en el río. Cada vez los enemigos se aventuran más a entrar en el bosque; sólo es cuestión de tiempo que lleguen hasta aquí y caigan sobre nosotros.

– Aquí sólo hay civiles: lo que hagan o dejen de hacer les trae sin cuidado -protestó el capitán en un intento de ser racional.

– Eso podría funcionar con Gran Shimaron. No seas tan ingenuo, capitán -le reprendió Yozak con absoluta seriedad-: no descansarán hasta matar a cada mazoku que pueda suponerles un mínimo peligro.

Yuuri se estremeció. Dichas por él aquellas palabras revestían mayor gravedad porque Yozak había visto mucha miseria en su vida. Desde el mismo instante de su nacimiento había sido un marginado, condenado a ser rechazado por una tiránica sociedad por el simple hecho de ser mestizo. Trabajando sin descanso en una tierra yerma e infructífera, el tiempo le había arrebatado incluso a su madre mientras él aún era un niño eterno, maldecido con la larga vida de los mazoku.

No fue hasta que Conrart entró en su vida, muchos años atrás, cuando se abrió ante él una inesperada esperanza. La primera mano amiga que había visto en toda su desdichada vida.

– Pero bueno, supongo que no habréis venido hasta aquí sólo para dar a conocer la llegada del chico, ¿no? -sugirió, arqueando una ceja-. No niego que eso es típico de él, pero me parece incluso demasiado imprudente...

– Quiero que me acompañes a buscar a Wolfram -le informó Yuuri con contundencia-. No sé cómo, ni siquiera sé si sigue con vida, pero no descansaré hasta que esté a salvo. Y quiero que me acompañes porque sé que no hay mejor espía que tú.

Yozak permaneció impasible unos instantes, observando aquel brillo de determinación en los ojos negros del muchacho que parecía intensificarse a cada segundo que pasaba.

– Podría negarme -objetó el soldado.

– No lo harás -afirmó Yuuri, consciente de que le estaba poniendo a prueba-. Has hecho cosas más peligrosas por mí y por Shin Makoku.

– ¿Me lo ordenas como Maoh? -sugirió Yozak.

– Te lo pido como tu rey y amigo -le corrigió Yuuri.

Tras un breve instante de reflexión en el que Yozak parecía más que capaz de darle una negativa, se puso en pie con parsimonia e hizo una leve inclinación de cabeza, más de complicidad que de respeto.

– Será un placer acompañaros en vuestra causa, Majestad.



--



El baño le había sentado insospechadamente bien a Yuuri. Toda la tensión que parecía haberse acumulado en sus hombros se había reducido hasta desaparecer, y los pies doloridos hallaron en el agua tibia un inesperado alivio.

Y sin embargo la presión en su pecho no huía, atormentándole, recordándole con voz insidiosa que mientras él disfrutaba de aquellos pequeños placeres Wolfram podría estar muerto.

Se dejó caer en el parco camastro, de sábanas raídas y humildes. Era un cama diminuta, seguramente los pies le asomarían por debajo de la cobijas. Al acariciar la tela áspera con los dedos se dio cuenta de lo diferente que era a su cama del Castillo Pacto de Sangre. Con el dosel azul pendiendo de los postes de ébano, las sábanas tan suaves y ligeras cuyo tacto se asemejaba a la caricia de un rayo de sol...

...y Wolfram empeñándose en dormir a su lado, enfundado en uno de aquellos ridículos camisones. Las almohadas siempre acababan oliendo a lavanda, como su cabello.

Agachó la cabeza y esbozó una sonrisa amarga. Nunca había reparado en lo que la falta de Wolfram podría suponerle porque siempre lo tenía adherido a los pies como una sombra especialmente sobre protectora. El saber que las posibilidades de verlo a salvo eran increíblemente reducidas le provocaba un dolor inexplicable. De algún modo se había acostumbrado a sus arranques de celos, a su presencia ardiente y fiera a donde quiera que fuera. Incluso añoraba despertarse en plena noche y oírle susurrar su nombre en sueños.

– Todo es por mi culpa... -murmuró, sintiendo deseos de llorar.

Aquella vez Conrart, hablando con Yozak en la sala de al lado, no estaba allí para consolarle.

Se asomó a la ventana, a la fría oscuridad que no parecía deparar nada bueno. Unos cuantos fuegos salpicaban los espacios entre las cabañas, como si quisieran ahuyentar a las bestias, pero aún así las estrellas adornaban con orgullo el cielo que podía ver a través de los huecos entre las ramas.

Aquella noche no durmió, porque sabía que al hacerlo soñaría con flores doradas que depositaba a los pies de la tumba de Wolfram. Igual que la noche anterior.



+º+º+º+º+º+º+º+º+º+



Al deslizarse entre las sábanas, el roce de un moretón de la pierna desnuda con la tela le erizó la piel.

Wolfram se encogió en posición fetal, quizás buscando una instintiva protección en el seno de la oscuridad. Las tinieblas eran absolutas en aquella habitación, y un sudor frío se le adhería al cuerpo como una segunda piel, haciéndole tiritar. El frío era una de las cosas a las que se había obligado a acostumbrarse: el calor parecía haber huido del hogar de los von Khrennikov, dejando un ambiente de gélido y perpetuo invierno.

En aquellos momentos añoraba el calor de Yuuri durmiendo a su lado, ajeno pero aún así capaz de borrar cualquiera de sus inquietudes.

Se dio la vuelta entre las cobijas para abrazar la almohada y no pudo evitar un leve jadeo. Le dolía todo el cuerpo como si le hubieran propinado una paliza, y de hecho lo hubiera preferido. Al menos no se le revolvería el estómago cada vez que cambiaba de posición. Cualquier otro cuerpo se hubiera acostumbrado ya a los constantes abusos, pero en su interior parecía haber algo que se empeñaba en rebelarse, como si una esperanza furiosa e incombustible siguiera gritándole al oído que no tendría que soportarlo para siempre.

Se sentó con cuidado sobre el colchón al darse cuenta de que no iba a conseguir dormir. Un ramalazo de dolor se le extendió desde la zona baja de la columna vertebral, pero ya le era tan natural como podía serlo una migraña. Apoyó los pies desnudos en el reluciente suelo gris y cogió un abrigo que tenía colgado al lado de la cama. Pensó con amargura que hubiera preferido vestir harapos a tener que soportar su estancia en aquel lugar.

Se deslizó fuera de la habitación sin molestarse en calzarse. Avanzó por los corredores como una sombra, haciendo uso del sigilo que Gwendal le había inculcado tantos años atrás como parte de su instrucción militar. Los guardias apostados en el pasillo, ataviados con relucientes armaduras de plata, le vieron pasar pero no hicieron nada para detenerle. Se limitaron a soltar sendas risotadas despectivas y a emitir una observación obscena.

– No vayas muy lejos, principito... -comentó el más alto con evidente malicia-. Ya sabes que el amo es insaciable.

Wolfram quiso darse la vuelta y reventarles la cara a golpes, pero en su estado seguramente terminaría partiéndose los dedos sin infringir daño alguno. Se dirigió con pasos altivos y firmes hacia el exterior, a la noche abierta cerca del mar.

No le impedían pasear por el castillo o los jardines, pero su libertad seguía siendo prácticamente nula. Las verjas estaban hechizadas con un poderoso houjutsu: se había quemado las manos hasta sangrar la primera vez que intentó saltarlas, pero al final había terminado cayendo de nuevo al interior. A lo largo de los corredores, e incluso en las habitaciones, había piedras alimentadas con houseki que le sumían en una exasperante debilidad. Dudaba de que pudiera sostener su espada aunque la tuviera a su alcance. Además, sin importar lo que hiciera o dejara de hacer, al final los esbirros de Eberhart terminaban arrastrándole a su habitación cuando le apetecía disponer de él.

La noche era tan clara como la anterior, sorprendentemente fría. En pocos segundos empezaron a castañearle los dientes y se le amorataron los labios. La hierba bajo sus pies era como agujas de hielo que le arañaran la piel. Se sentía sorprendentemente lúcido, como si su mente se hubiera despertado de un largo sueño. Sentía que su voluntad era más fuerte, que podía mirar a su captor a la cara y reírse de él y de sus vanos intentos de subyugarle.

Aún así Wolfram intentó no acostumbrarse a aquella sensación de poder e irreverencia. Sabía que así como había llegado se apagaría para dejar paso a una depresión aplastante, un estado en el que se sumiría en la autocompasión y dejaría aflorar sus más profundos miedos. Los ciclos por los que pasaba ya le resultaban exasperantemente predecibles.

Escogió para sentarse un banco de mármol que quedaba a la sombra de un viejísimo sauce llorón. Al acariciar la lisa superficie nacarada recordó sin querer la primera vez que había visitado la casa de los von Khrennikov. En aquella ocasión una Anissina de escasos cincuenta años había intentado meterle en un prototipo de un disparatado invento que, por su aspecto, bien podría haberle arrancado un brazo. Afortunadamente Gwendal acudió en su ayuda y se lo llevó en brazos, correteando por el jardín en un intento de huir de aquella niña del llamativo cabello rosa e ideas estrambóticas. Había terminado por darles alcance justo en aquel banco y Gwendal, muy valeroso por su parte, se ofreció como conejillo de indias del macabro experimento para salvar a su hermano menor de dicho destino.

Una sonrisa melancólica desdibujó sus labios. Quizás nunca volviera a verlos a ninguno de los dos. Quizás ni siquiera seguían con vida. Lamentó que las noticias del exterior fueran tan escasas y confusas.

Subió los pies al banco y se abrazó las rodillas, haciéndose lo más pequeño posible para que el frío le afectara menos. Aquellas reflexiones eran recurrentes, preguntas que borboteaban en su cabeza y a las que nunca hallaba respuesta. No sabía nada del mundo más allá de aquellos muros hechizados: bien podrían haber quemado la última piedra de Shin Makoku, o haber arrasado también Caloria o cualquier otro país que se interpusiera. Y él no lo sabría, concentrado en su propia desgracia, en su único y lamentable destino que se había iniciado, inexorable, tres años atrás.

Recordaba perfectamente aquel día. Cada sórdido detalle había permanecido en su cabeza como marcado a fuego en su memoria. Revivirlo era como que le arrancaran los miembros uno a uno. Como extirparle el corazón del pecho y sentir el vacío que le iba absorbiendo a cada instante.

Y sin embargo no cesaba de ver aquellas imágenes. Nunca, ni siquiera en sueños, conseguía que se desvanecieran.



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Aquel día el aire olía a muerte y ceniza. Era un olor que ya le era tan natural como respirar, porque se expandía por sus pulmones e impregnaba su ropa. Y eso que sólo hacía dos semanas que aquella pesadilla había empezado.

Aferró los barrotes del carromato con ambas manos e intentó averiguar a dónde le llevaban. Había un jolgorio considerable en el exterior, y una brisa salobre le indicó que debían estar cerca del mar. ¿Pero dónde exactamente? Era incapaz de ubicar los edificios grises que pasaban lentamente ante sus ojos.

Ahogó un quejido y cerró los ojos con fuerza. La herida en su frente seguía escociendo, y a veces aún sangraba. Supuso que aquella había sido la causa de su desvanecimiento, porque lo último que recordaba era haber escondido a Greta en el armario... y al darse la vuelta algo había caído sobre él desde el cielo. Lo demás era negro y silencio, y se había despertado vestido con harapos y en compañía de otros tantos mazoku y humanos fieles que, como él, habían sido reducidos a prisioneros de guerra. Había gritado, insultado a sus captores, pataleado e intentado partir la puerta a golpes, pero al final se había resignado y optado por una actitud más digna e impasible.

Terminaría muerto, se dijo, lo cual no dejaba de ser un consuelo. El odio que los humanos profesaban a los mazoku sólo era igualado por el que los mazoku sentían por ellos. Lo más probable era que acabaran con él siguiendo la estela de aquel interminable rencor. Mucho mejor: prefería morir mil veces antes que verse obligado a servir (del modo que fuera) a uno de aquellos repulsivos humanos.

Todo lo que el nuevo Maoh se había empeñado en construir se estaba derrumbando por segundos.

No es que Wolfram sintiera ya odio hacia los humanos como raza propiamente dicha, pero aquellos extraños venidos del mar no actuaban como seres racionales: les había visto asesinar como si nada a hombres y mujeres, niños inocentes. No podía más que sentir aversión y asco hacia ellos, y por supuesto no esperaba que hicieran nada bueno por él por muy parte de la nobleza de Shin Makoku que fuera.

Se sentía exasperantemente débil. Había intentado diversas veces utilizar su maryoku, pero había algo que se lo impedía y que además le robaba las fuerzas empeñadas en el intento. Si era por culpa del houseki o por otra causa, él no lo sabía. Los grilletes le oprimían las muñecas, y aún así Wolfram sentía que aquella era la última de sus preocupaciones.

De pronto el carro se detuvo con una fuerte sacudida y una mujer que estaba a su lado cayó sobre él, casi aplastándole. Frotándose como pudo el hombro dolorido, Wolfram se incorporó y observó el exterior a través de los barrotes. El ánimo se le cayó al suelo: dos hombres gigantescos con cara de malas pulgas acababan de detenerse justo al lado del carro. Llevaban dos hachas colgadas del cinto, y eran armas que medían tanto como él en toda su envergadura.

– ¿Qué traes esta vez? -gruñó uno con una voz potente y cavernosa.

– Chusma del Castillo Pacto de Sangre -repuso el que conducía el carro, no exento de desdén-. Serán buenos y duraderos esclavos.

“Esclavos”. Iban a venderlo como esclavo.

Apretó los dientes, presa de la impotencia. La esclavitud no estaba tolerada en Shin Makoku: cualquier acto que reprimiera la libertad de alguien y su derecho a decidir era considerado despreciable. Ni siquiera sus prisioneros de guerra sufrían un destino tan terrible. Aún así Wolfram sabía que había otros países en los que aquella práctica era de lo más común.

La puerta se abrió tras un chirrido de bisagras oxidadas y la silueta de una de aquellas moles humanas se recortó contra el exterior. Una mujer chilló en un rincón y soltó un agudo sollozo, balbuceando algo sobre su hijo muerto. Wolfram había valorado repetidas veces en el corto periodo de consciencia movilizarlos con sus más que suficientes dotes militares y enfrentarse a sus captores. Pero después miraba alrededor y sólo veía a niños sin madre, a mujeres de ojos inyectados en sangre y a hombres sepultados por su propia derrota. No eran soldados, ni siquiera habían empuñado jamás una espada.

Por desgracia la suerte de todos ellos estaba echada.

Tiraron de las cadenas de los prisioneros y les condujeron a un exterior nebuloso que olía a sal. Wolfram tuvo tiempo de ver unos titánicos barcos de guerra anclados a un pequeño puerto antes de que le metieran a la fuerza en una casa que, indudablemente, había sido un hogar mazoku. …l lo supo por la ordenación metódica de los muebles, por las ancianas tablas y por el aura de poder en general. Los dispusieron en fila, como si fueran algún tipo de animal que llevaban a sacrificar. Casi inmediatamente hizo acto de presencia un hombrecillo de larga nariz y ojos pequeños, con cierto aspecto de roedor. Wolfram siempre había tenido un don para apreciar a simple ojo la jerarquía de las personas, y a pesar de su aspecto dedujo que aquel hombre era el dueño del “negocio”.

– Vaya, vaya... -canturreó éste. Tenía una voz sumamente desagradable, como si siseara-. Parece que ha habido buena captura. Nos pagarán bien.

– Y ahora quedaos todos quietos -vociferó uno de aquellos titanes, acariciando el filo de su hacha-. Un sólo movimiento y os cortaré las dos manos.

Y entonces el traficante se acercó a la muchacha del extremo de la fila y le levantó la falda. Wolfram sintió que aquella rabia incombustible se reavivaba cuando el chillido alarmado de la niña le perforó los oídos. Como intentara hacerle lo mismo a él, era capaz de arrancarle la mano de un mordisco. Forjeceó contra sus grilletes, pero sólo consiguió lacerarse las muñecas. Cómo desearía tener su espada...

Uno de los gigantes se dio cuenta de sus intentos de liberarse y le propinó un puñetazo en el estómago, cortándole la respiración. Wolfram se dobló sobre sí mismo, ahogando un jadeo entre los dientes apretados.

– Estate quieto, escoria -bramó el energúmeno.

Wolfram le fulminó con la mirada al tiempo que notaba cómo la cólera se inflamaba en su pecho. Iba a volverse loco. No podía soportar que le humillaran así.

Afortunadamente no se pasaron de la raya con él cuando le llegó el turno. Se limitaron a palparle los gemelos y los bíceps para cerciorarse de que era capaz de realizar tareas pesadas. Por aquel entonces Wolfram ya había asumido que terminaría cavando en una mina, o limpiando la inmundicia de la mansión de algún señor humano o quizás, si tenía mucha suerte, combatiendo a muerte en la arena. A decir verdad aquel último era el que más le seducía de todos.

El traficante meditó por unos segundos su elección.

– …sa, éste, aquella y el muchacho -señaló finalmente, dándose la vuelta de forma categórica. Se detuvo sólo un segundo-. Ah, y curadle la herida al chico. No nos conviene exponerlo con semejante aspecto.

Una muchacha de rizos rojizos rompió a llorar de puro desconsuelo y la otra mujer, un poco mayor, le dedicó unas palabras consoladoras que no camuflaban en absoluto su profundo pavor. Los oídos de Wolfram, en cambio, sólo estaban llenos de un zumbido molesto e irritante, como si una esfera de lava incandescente borboteara en su cabeza.

No fue una cura especialmente pulcra: se limitaron a asirle con fuerza mientras le rociaban la herida con licor y le frotaban la frente para limpiar la sangre. No lo hicieron demasiado bien y aún tenía el pelo apelmazado con sangre, pero al menos el escozor le ayudaba a mantenerse lúcido. El dolor físico había pasado a ser algo que le mantenía anclado al suelo, como un alambre que le atara a la cordura.

La humillación se volvió máxima cuando, de un sólo y certero empujón, uno de los gigantes le hizo caer de rodillas en una plaza rodeada por un corrillo de humanos. Intentó resistirse, desde luego, y escupió un par de insultos, pero nada impidió que le obligaran a mantenerse hincado de rodillas tirándole de los cabellos. Sintiéndose a morir de rabia, el muchacho inspeccionó a los presentes: todos eran humanos, o al menos eso aparentaban, y parecían ostentar una elevada posición económica a juzgar por sus ropas lujosas y las joyas que lucían. Aquellas miradas ufanas y estoicas se posaron en él como quién observa un diamante en un escaparate.

Arrodillado, vestido con harapos y con algunos mechones de cabello rubio ensangrentados y pegados a la frente no ofrecía precisamente su mejor aspecto. Pero aún así aquellos humanos parecieron ver algo más en él, la fuerza demoníaca y ardiente que palpitaba en su corazón de mazoku pura sangre.

Vio miedo en sus ojos, y también maravilla. Para ellos debía ser como sostener la mirada a un dragón surgido de las llamas de un volcán.

El traficante ya se estaba frotando la manos, porque avanzó con parsimonia y aferró las cadenas del muchacho con una mano.

– Un mazoku, señoras y señores. Un demonio con aspecto humano -habló a la multitud-. Con una vida anormalmente larga, y tan manejable como un niño siempre que se le someta con houseki, como con éstos grilletes -señaló, haciendo tintinear las cadenas-. Un esclavo que una familia puede heredar de una generación a la otra. En definitiva, un eterno sirviente.

Wolfram vio gestos de desagrado en las caras humanas, manifestaciones de aquella ilógica y antigua aversión entre sus dos razas. Mejor, mucho mejor. Cuando aquel desgraciado se llevara el fiasco, él se reiría en su cara.

– Debo añadir que no es un mazoku cualquiera: es ni más ni menos el que fuera el prometido del Maoh, el rey demonio de Shin Makoku -anunció el hombre, dejando caer el detalle en el momento oportuno.

Wolfram se preguntó cómo podía aquel energúmeno saber aquello, pero aunque se enorgullecía de su compromiso no podía evitar pensar que le supondría algún que otro problema. Si había algo que aquellos humanos parecían odiar más que a los mazoku era a los mazoku nobles.

Por las expresiones airadas de los presentes dedujo que el detalle de que fuera el prometido del rey de los mazoku les había escandalizado. Seguramente los matrimonios del mismo género eran inexistentes o mal vistos entre aquellas gentes. Pobres y desdichados intolerantes.

Pero el traficante aún parecía tener algo que decir.

– Algunos dicen que aún está intacto... -murmuró lo suficientemente alto como para que le oyeran todos los presentes.

Wolfram no sabía qué pretendía aquel tipo describiéndole con tanta osadía, pero de repente vio de reojo una mano que se levantó entre el público.

– Tres mil monedas de oro -anunció un hombre alto y estirado.

– Diez mil monedas de oro -ofreció un hombre con evidente contrariedad, dado que la que parecía su hija no cesaba de tirarle de la manga con emoción e insistencia.

– Veinte mil -gritó de manera escueta una mujer de rasgos endurecidos.

Wolfram vio con absoluto horror como los presentes pujaban por él como si fuera un simple objeto bonito a la vista. ¿Acaso someter a un mazoku sería una muestra de estatus dentro de aquel nuevo imperio construido sobre sangre y muerte? ¿Sería él como la joya de la corona que lucía el invasor para demostrar su poder a cualquier desdichado que intentara oponerse?

– Sesenta mil monedas de oro -anunció de pronto una voz monótona y autoritaria.

La plaza entera enmudeció y la multitud se apartó presurosa para dejar paso a un hombre que, si bien de físico poco resaltable, parecía enrarecer el aire con algún tipo de poder que latiera en su interior. El hombre le miró, y Wolfram sintió una puñalada de frío intenso atravesarle el pecho. No dejó de notar que el uniforme militar, totalmente rojo salvo detalles en oro, era el que algunos de aquellos bárbaros lucían cuando arramblaron contra el Castillo Pacto de Sangre.

No quedó muy claro si era por la imposibilidad de superar aquella oferta o porque la simple presencia de aquel recién llegado impedía que nadie compitiera con él, pero el caso es que el silencio siguió hasta que el traficante anunció que era el ganador de la puja. Wolfram vio cómo le propinaban un nuevo empujón y la lanzaban contra el tipo vestido de rojo, que no perdió tiempo en coger las cadenas y arrastrarle a través del gentío como si fuera un perro. Ante el primer contacto, un dolor pulsante y eléctrico se le expandió por las manos desde los grilletes, y entonces el muchacho supo exactamente qué había de especial en él.

Houjutsu. Era un mago, uno muy poderoso. Su aura de poder era tremenda, haciendo sentir insignificante a su maryoku que parecía volverse más escaso por momentos. Aplastado por aquella sensación, apenas notó cómo el hombre le introducía en un carruaje tirado por dos caballos alazanes y subía él mismo antes de cerrar la puerta y ordenar al cochero que partían.

Durante unos minutos permaneció ensimismado, escuchando el traqueteo de las ruedas en el camino y observándose las muñecas laceradas como si una fuerza superior lo obligara a mantener la cabeza gacha. Hasta entonces no había notado cuanto le dolían los pies descalzos, y el contacto con el suave terciopelo del suelo del coche le producía cierto placer. Intentando reprimir las ganas de hacer algo impulsivo, observó discretamente a su comprador: todos los rasgos de su cara eran angulosos y serios, y tenía los ojos de un peculiar gris plateado. Su houryoku era tan potente que su mera presencia conseguía que se sintiera aún más débil.

Tragó saliva.

– ¿A dónde me lleváis? -preguntó con fiereza.

– Eso no te importa, demonio -repuso el otro con sumo desprecio. Su voz ni siquiera se alteró.

Abatido, Wolfram se dejó caer de nuevo sobre el banco de madera e intento tranquilizarse, acallar su rugiente espíritu para suavizar su impotencia. Echó una ojeada a las ventanas, pero sólo veía pedazos inconexos de bosque a través de un resquicio entre los cortinajes.

– Si por mí fuera, te hubiera matado allí mismo, frente al gentío -oyó decir al hombre-. Los diablos como vosotros deberíais ser exterminados.

Wolfram se volvió hacia él, mudo de sorpresa. Aquellos ojos argentados eran francamente turbadores, como si bucearan en su alma para buscar las cosas que más deseaba mantener en la privacidad.

– Entonces, ¿por qué no lo has hecho? -preguntó por inercia.

– Por desgracia la decisión no está en mis manos -repuso el otro sin ocultar su fastidio-. Sólo soy un mensajero de alguien con más poder. Eso sí: cuando le conozcas, desearás haber muerto en aquella plaza.

El chico no demostró ningún temor ante aquella contundente afirmación, pero lo cierto es que le inquietó la sinceridad que percibió en aquellas palabras. Grande debía ser la crueldad de un señor para que un vasallo tan cercano osara hablar así de él.

Estaban ascendiendo. Lo notó por el aire frío con olor a salitre que le hacía estremecer. En uno de aquellos vaivenes, una oportuna brisa hizo ondear unas de las cortinas y le ofreció una vista bastante clara del lugar al que se dirigían: un palacio de torreones redondeados coronados de púrpura. Conocía aquel castillo, y por fin pudo ubicarse espacialmente.

Era ni más ni menos que la casa de los von Khrennikov, la familia de Anissina. Su captor, pues, no podía ser otro que el amo de las tropas que habían invadido aquellos territorios.

Le obligaron a bajar a empujones y se encontró ante los familiares escalones de mármol veteado de rojo. Echó una ojeada inquieta a sus espaldas y vio el impresionante jardín que Densham solía cuidar, sólo que todas las flores que él conocía habían sido sustituidas por especies exóticas que no había visto nunca. Rememoró la carnicería que había tenido lugar en aquel sitio sólo dos semanas atrás, y se sorprendió de la rapidez con la que habían camuflado los desperfectos, como si aquella morada siempre hubiera tenido amos humanos.

Los guardias vestidos de rojo le dedicaron miradas que variaban entre la diversión y el desagrado; él se limitó a pasar ante ellos con la barbilla alta, como el hijo de noble cuna que era. Las paredes que antaño rebosaran de los escudos de la familia Khrennikov y de Shin Makoku estaban ahora desnudas, como piedra muerta y fría. Los corredores antes inundados de luz se habían vuelto rojos por la presencia de amplias colgaduras, ligeras como cortinas de sangre.

– Espera aquí -dijo finalmente el mago, y después se marchó y le dejó solo en una habitación iluminada por antorchas de fuego azul.

Wolfram reconocía vagamente aquella habitación, porque él mismo había dormido allí en una de sus múltiples visitas al hogar de los Khrennikov, más había tantos detalles nuevos que no se sintió mejor.

Las paredes antes pintadas de alegres colores aparecían llenas de escudos de armas que él no conocía. Eran desagradables: tardó un poco en reconocer una mano cercenada en el más cercano, así que desistió en intentar comprender los demás. Lo que al principio había tomado por antorchas resultaron ser gemas de houseki, cristales danzantes que podían resultar letales para los mazoku que, como él, no tuvieran sangre humana en las venas. Sobre una mesa de ébano descansaba una botella de vino y dos impolutas copas de cristal. Sólo la cama con dosel seguía siendo cómoda, como apreció al dejarse caer sobre el mullido colchón.

El silencio era horrible, y hubiera querido gritar de impotencia para disiparlo, pero su orgullo de noble se lo impedía. No debía ceder, jamás mostrarse débil. Analizaría cada detalle, reuniría información útil y trazaría un plan de huída: lo había hecho otras veces y aquella no sería distinta. Si al menos la abundancia de houseki no le hiciera sentirse tan mal...

Tardó un poco en darse cuenta de que no estaba solo, y únicamente lo advirtió por el ruido de la puerta al cerrarse. Se puso en pie como si se hubiera soltado un resorte y miró desafiante y directamente a la otra persona. Le reconoció: le había visto en la invasión, vistiendo de rojo y esgrimiendo la espada con la letalidad de alguien que sólo vive para matar.

– ¿Quién eres? -escupió.

El otro se acercó un par de pasos, entrecerrando los ojos de color borgoña. Sólo llevaba una bata que se ciñó al cuerpo fibroso con un hábil movimiento.

– Eberhart Seiffert, tu amo a partir de ahora -afirmó, sin variar en lo más mínimo el tono de su voz.

Le observó con descaro de arriba a abajo, desde el brillante cabello rubio a los pies sucios y desnudos. Dibujó una leve sonrisa lasciva.

– Vaya, es verdad que eres una preciosidad -comentó-. No me extraña, siendo el antiguo prometido del Maoh.

– Aún lo soy: ninguno de los dos ha roto el compromiso -protestó Wolfram con sumo orgullo.

Lejos de enfurecerse ante su respuesta, el tal Eberhart ensanchó su sonrisa: el resultado fue una expresión tan apacible que en aquel contexto resultaba siniestra.

– He oído hablar de ése carácter, de ése fuego indómito y voluble, Wolfram von Bielefeld -afirmó-. La gente de vuestro reino no se muestra precisamente reacia a hablar cuando hay un interés tras esa información...

– ¡Vosotros matasteis a las mujeres y los niños! -gritó Wolfram, temblando cólera-. ¡Sólo eran civiles, sin ningún tipo de instrucción militar! ¡Quemáistes sus casas y destruisteis su tierra, ¿y aún así te atreves a echarles en cara que hagan lo posible por salvar sus vidas?!

Su arranque de ira no pareció afectar en lo más mínimo a su interlocutor, que se limitó a servirse vino en una de las copas de cristal.

– ¿Quieres? -ofreció, extendiendo el recipiente hacia él.

– Soy lo suficientemente mayor como para matar a diez enemigos de un solo movimiento, pero aún no bebo -repuso Wolfram, intentando parecer amenazador.

– He oído que los mazoku son cinco veces más viejos de lo que aparentan... -comentó Eberhart, haciendo bailar la copa entre los dedos. Le miró fijamente, analizando su rostro-. Debes tener unos ochenta más o menos, ¿no? A esa edad muchos hombres se pudren ya en sus tumbas. Y sin embargo tú sigues siendo sólo un crío de cara bonita...

Algo en el modo de decir aquello último no le gustó a Wolfram, pues sintió un discreto escalofrío recorrerle la espalda de arriba a abajo. Eberhart apuró su copa antes de seguir hablando.

– Me trajiste algunos problemas al llevar el aviso de mi ataque a tu hermano von Voltaire, ¿sabes? Aunque claro, era tu deber y respeto eso -hizo una leve pausa y cambió de tema-. Desde que tuve conocimiento de que habías sido capturado en el Castillo Pacto de Sangre, he hecho lo imposible y movido los hilos necesarios para que acabaras aquí, bajo mi poder -admitió.

– ¿Por qué? -preguntó Wolfram con cautela.

La respuesta era tan obvia que casi se avergonzaba. Venganza. Quería hacerle pagar lo que en otras circunstancias podía haber sido un impedimento a la invasión. Ahora sí que estaba seguro de que le deparaba una muerte lenta y horrible.

Sin embargo la respuesta no fue la esperada.

– Un poderoso mazoku, un maestro del majutsu de fuego. El benjamín de una antigua Maoh, heredero de una de las más célebres Nobles Casas, y como guinda el prometido del rey demonio de Shin Makoku -enumeró Eberhart con una creciente sonrisa-. Puede ser una buena baza en la guerra, ¿no te parece? Lamento por ti que reúnas tantas y tan destacables cualidades. Y además...

Le acarició la mejilla con una mano sorprendentemente fría, y Wolfram retrocedió como si se hubiera quemado. Le sostuvo la mirada, los grandes ojos verdes desorbitados de espanto. Acababa de percibir un nuevo matiz en la mirada roja de su captor, en el modo en el que le había tocado.

Algo definitivamente escalofriante.

– ...las noches en este castillo de piedra son largas y muy frías -concluyó-. Un capitán como yo bien merece un trofeo de guerra que le caliente la cama...

Wolfram se quedó helado de terror, comprendiendo de pronto de qué iba todo aquel juego. El corazón le dio un vuelco y el pavor más absoluto se adueñó de él, y quizás por eso fue incapaz de prever el golpe que le mandó directo sobre la cama, golpeándose la espalda con el canto de madera. El tal Eberhart tenía una fuerza increíble, detalle bastante obvio si se consideraba que era un guerrero de casi dos metros. Noqueado por el choque, el muchacho apenas percibió cómo el hombre se inclinaba sobre él y le apresaba las muñecas sobre los grilletes.

– ¡No...! -gritó Wolfram, forjeceando y pataleando-. ¡Suéltame, maldito humano...!

Uno de sus pies, certero como de costumbre, impactó en el rostro de su captor y le partió la nariz, desviándole el tabique nasal. No se arrepintió de aquel ataque, pero el golpe le fue devuelto con tal contundencia que le partió el labio superior y le llenó el paladar de un desagradable sabor a cobre. Eberhart aprovechó el momento de vacilación del chico para elevarle las manos sobre la cabeza y afianzar las cadenas al cabezal de la cama, inmovilizándolo con la facilidad de quien había hecho aquello decenas de veces. Se limpió la sangre de la nariz con la manga de la bata, aparentemente indiferente ante la hemorragia.

– Puedes gritar cuanto quieras... Esta es mi casa y nadie moverá ni un dedo -afirmó, deslizando las manos por su costado.

Y de un sólo y violento tirón le desgarró la escasa ropa que llevaba. Wolfram se sintió entonces vergonzosamente expuesto: no dejaba que nadie, ni siquiera sus hermanos, le vieran completamente desnudo. Aquel era un privilegio que reservaba para Yuuri, para el momento oportuno. Forjeceó con más insistencia, aunque las muñecas le escocían tanto que estaba casi seguro de que las tenía en carne viva.

Eberhart le estudió sin ningún reparo, desde el cuello pálido hasta las piernas torneadas por la rutina de montar a caballo. Acarició el estómago plano, notando como se contraía con el roce.

– Una piel tan suave... -susurró. Casi parecía relamerse-. No es justo que sólo el Maoh disfrute de ella.

Wolfram fue consciente de que una mueca de amargura aparecía en su rostro. Eberhart también pareció notarlo.

– ¿O acaso aún no te ha tocado? -canturreó-. Vaya, eso sí es una sorpresa... Debe ser un absoluto estúpido. Aunque eso ya puede deducirse con lo rápido que ha abandonado a los suyos...

Le apartó el cabello rubio de la frente y le besó fieramente la herida, que volvía a sangrarle. En un acto reflejo, Wolfram le propinó un cabezazo y a continuación le escupió con desprecio en plena cara. Una mezcla de sangre y saliva se deslizó por la mejilla de Eberhart, cruzada por una anciana cicatriz de guerra.

– Puedes hacer lo que quieras conmigo, pero no te consiento que insultes a Yuuri -amenazó Wolfram. Sus ojos verdes estaban llenos de firmeza y determinación, como si fuera en su caballo con la espada al cinto.

– Le tienes una confianza que no merece -protestó Eberhart, sorprendido-. ¿Dónde estaba cuando su castillo cayó y sus siervos morían a decenas? ¿Dónde estaba cuando a ti te pusieron los grilletes y te vendieron como un pedazo de carne?

– Ha sido el mejor rey que Shin Makoku ha tenido nunca -afirmó Wolfram. Algo en sus propias palabras le daba valor, como si saber que Yuuri estaba a salvo en aquel otro mundo fuera suficiente-. Y vosotros habéis destruido todo lo que él construyó con sudor y lágrimas. Las maldiciones del Maoh original caerán sobre todos vosotros.

Lejos de dejarse impresionar, Eberhart soltó una risita entre dientes y le tocó la mejilla izquierda con los dedos.

– Haciéndote el duro resultas más interesante... -opinó.

Su mano se cerró con fuerza sobre unos mechones de cabello dorado para exponer el pálido cuello. Un leve quejido se escapó de los labios de Wolfram: la debilidad provocada por el houseki parecía sensibilizar su piel, aumentando la sensación de dolor.

– ¿Qué persigues haciendo esto...? -preguntó. Incluso la voz le salía con más dificultad.

– Por el simple placer de humillar a los malditos mazoku pura sangre -afirmó Eberhart sin inmutarse-. Siempre tan arrogantes, creyéndoos dioses sobre el mundo... ¿Seguirás siendo tan soberbio cuando seas un muñeco roto al que nadie quiera? ¿Cuando supliques de rodillas que te mate para acabar con tu sufrimiento y acallar los recuerdos...?

Dicho aquello empezó a recorrer su cuerpo con los labios, deslizando los dedos por la piel joven y blanca. Wolfram protestó, como parecía obvio, y siguió removiéndose y esgrimiendo insultos, pero ni siquiera pudo contenerse de emanar un grito constreñido cuando Eberhart le mordió con saña un pezón, dejándole la piel enrojecida.

Cerró los ojos con fuerza, borrando su visión del mundo y repitiéndose en su mente que aquello no estaba sucediendo. Era una pesadilla, sólo eso. Como las que había tenido cuando Shinou empezó a poseerle.

Una pesadilla. Tenía que serlo. Y no obstante la cruel realidad se empeñaba en reclamar su atención.

– Sé lo que estás pensando... -susurró Eberhart en su oído, apoyando todo el peso sobre su cuerpo-. “Sólo es un humano, con una vida humanamente corta. Yo aún seré joven y fuerte cuando él ya esté bajo tierra”

“Sé que eres un maldito humano. Y yo sólo descansaré cuando dentro de sesenta años tú ya ardas en el infierno” se dijo Wolfram, temblando por el esfuerzo de mantenerse firme.

No esperaba el último y contundente golpe que se avecinaba.

– Siento decepcionarte, pero mi padre era un mazoku. Un virtuoso del majutsu de tierra... -reveló Eberhart.

El horror se extendió por el sudoroso rostro de Wolfram al comprender las repercusiones de aquella información. Empezaron a temblarle las piernas y un sudor frío comenzó a salpicarle la piel.

– No puede ser... -balbuceó, absolutamente descorazonado.

– Exacto, muchacho -sonrió Eberhart con regocijo-: gozo de la larga vida de los mazoku. ¿Qué me quedarán? ¿Doscientos? ¿Trescientos años, tal vez? Cuando te liberes de mí, si es que no mueres antes, tu belleza y juventud también se habrán marchitado. Y tu querido Maoh ya será un padre de familia con más nietos de los que puedas contar con los dedos -añadió.

Nada de todo lo que le había pasado hasta entonces podía haberle causado más dolor a Wolfram que aquella última y desgarradora frase. Casi sintió cómo su corazón se detenía un instante, largo como una hora, y que volvía a latir presuroso y asustado como un pájaro moribundo.

Aquella imagen tomó forma en su cabeza y empezó a desfilar ante sus ojos, una y otra vez. Un Yuuri adulto sentado en su trono, rodeado de niños que se le parecían mucho. Una mujer de deslumbrante belleza se sentaba a su lado, en la silla dorada que correspondía al consorte, con el rico vestido de seda ciñendo la figura de un creciente embarazo. Y él no estaba por ningún lado, rechazado por quien más amaba.

La tristeza y el miedo que le produjo aquella escena fueron tan grandes que los ojos se le llenaron de lágrimas.

– La verdad duele, ¿no es cierto? -sugirió Eberhart, complacido con el efecto logrado-. Es verdad que en Shin Makoku se aceptan los matrimonios del mismo sexo, ¿pero crees que a él le conviene? Digo más, ¿crees que a él le agrada esa idea?

No, por supuesto que no. Yuuri ya había demostrado varias veces cuales eran sus gustos. No había más que ver como había mirado a Flurin, a Elizabeth. Nunca le había dedicado una mirada semejante a él.

Eberhart notó cómo el muchacho dejaba de oponer resistencia y sus brazos y piernas se tornaban laxos. Complacido, se inclinó hacia adelante y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, gesto al que el chico ni siquiera intentó resistirse. Sus palabras le habían herido muy hondo, tanto que la marca quizás fuera incurable.

– Es un rey: necesita herederos que perpetúen su linaje aunque no gobiernen después de él... Y por mucho que le adores, tú jamás podrás dárselos -susurró en su oído-. Además, por lo que he oído, vuestro compromiso no era más que una broma...

Sí, Wolfram lo sabía. Le dolió darse cuenta de que era así desde hacía mucho.

Una broma, una casualidad, un accidente; lo mismo daba. Aquella lejana bofetada no tenía más trascendencia que la de una anécdota de la que reírse con el tiempo. No importaba lo fuertes que fueran sus sentimientos por Yuuri: nunca sería correspondido. Tenía todas las circunstancias en contra. ¿Por qué iba Yuuri a preferirle a él, un simple soldado, cuando cualquier hermosa noble estaría dispuesta a darle todos los hijos que quisiera?

…l jamás podría llenarle, en ningún sentido. No podía cambiar lo que era. Las lágrimas eran tan hirientes como hierro fundido corriendo por sus mejillas. Apenas fue consciente de que Eberhart cambiaba de posición, arrodillándose sobre las sábanas a escasos centímetros de él.

– Y ahora me pagarás mi hospitalidad, Wolfram von Bielefeld... -murmuró éste con mal camuflado deseo.

Las manos que hasta ahora se habían apoyado en sus rodillas descendieron por la cara interior de los muslos y le separaron las piernas con violencia. Su cuerpo reaccionó por instinto y pataleó con violencia, pero por desgracia poco podía hacer por resistirse a aquel hombre que casi parecía doblarle en altura.

Wolfram nunca recordaría exactamente lo que sucedió a continuación. …l se limitaba a estar allí, a dejar vagar la mente en la agonía en la que la indiferencia de Yuuri le había sumido.

No comprendía lo que estaba pasando. Su cabeza parecía haber bloqueado los pensamientos para ahorrarle sufrimiento. Todo se sucedía entre brumas y confusión, entre forjeceos que no encontraban blanco y su propia garganta gritando algo que su mente no entendía.

Vio los ojos de su captor mirándole, sus dientes blancos reflejando la luz en una nívea y cruel sonrisa. Las cortinas carmesíes del dosel velando las paredes, y luego la almohada manchada con la sangre de su frente cuando le dieron la vuelta. Y después llegó el dolor, candente e insoportable, profundo como una enfermedad corrosiva, y gritó aún sin conocer su origen. Le sacudían con violencia, una, dos, tres veces. Y vuelta a empezar.

Sólo el propio latido desesperado de su corazón le reverberaba en la cabeza como si intentara volverle loco.

El dolor no se iba, sino que crecía y se expandía por cada fibra de su ser. Formaba ya parte de él, entrelazado a su cuerpo como un castigo eterno. Sudaba a raudales, y tenía los músculos tan tensos como si fueran a astillársele. Apretó la mandíbula y hundió la cara en la almohada, impotente, deseando que aquel dolor que no entendía dejara de atormentarle.

Y si bien el vapuleo cesó, el dolor no lo hizo. Ni siquiera cuando Eberhart se incorporó con expresión complacida y le acarició la mejilla sudada. Ni tan solo cuando se marchó y cerró la puerta a sus espaldas, dejándole envuelto en silencio y vacío.

…l se quedó en el mismo sitio, inmóvil y jadeante, tendido de bruces y sintiendo que una angustia inmensurable se le despertaba en el pecho. El pelo empapado de sudor se le adhería a la frente, y aquel dolor en su cuerpo le hacía pensar que estaba roto por dentro. Tenía tanto frío...

Y de pronto Wolfram fue consciente de todo lo que había sucedido. Un temblor imparable sacudió su espalda y sus ojos se abrieron a sobremanera, presas del terror. Hasta entonces se había dejado arrastrar, zarandeado de un lado a otro, y una especie de velo había nublado su conciencia, haciéndole inmune al dolor.

Pero aquella coraza acababa de caer, y la verdad le golpeó como el filo de una espada.

Shin Makoku era un campo de sangre y cenizas. Los niños del pueblo habían sido brutalmente asesinados. Su madre y sus hermanos seguramente habían muerto.

Estaba mancillado, deshonrado. Sucio. Sería durante siglos el juguete de aquel señor de la guerra. Sus esperanzas de ser feliz al lado de Yuuri no habían sido más que un vano espejismo. Y los pedazos de aquellos sueños cada vez eran más pequeños y punzantes.

Estaba solo. Solo. Lo estaría para siempre.

Sus manos se cerraron compulsivamente sobre las sábanas, hundiendo las uñas en la seda blanca, y un grito de dolor, rabia y tristeza desgarró su garganta, largo y amargo como el llanto de un niño. Las lágrimas le escaldaron las mejillas y le ardieron en los ojos mientras sus alaridos se prolongaban indefinidamente, amplificándose contra los muros y sumiéndole más en su propia desesperación.

Aquella noche fue la primera de muchas. Su corazón roto ya no encontró más ningún consuelo.

Ni siquiera era capaz de recordar con claridad el rostro de Yuuri.



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Apretó las manos sobre el frío mármol, prometiéndose que no lloraría. …l era fuerte. Era un soldado, un guerrero. Estaba hecho para soportar aquel y peores tormentos.

Lo supo: había caído de nuevo en aquel bucle irrompible, en la perpetua agonía. Y la verdad era muy distinta: sólo era un mazoku sin patria ni hogar, zarandeado de un lado a otro como un vulgar objeto. Profundamente desalentado, con lágrimas silenciosas de resignación, apretó los dientes y elevó la mirada hacia el firmamento infinito.

Wolfram era incapaz de saber que, a poco más de cien kilómetros de allí, Yuuri observaba las mismas estrellas que él contemplaba.
Notas finales: *huyendo de nuevo* ~

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