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Noah por Aome1565

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Notas del capitulo:

Ay~ no saben lo feliz que soy (:

Como en el resumen, les digo que el relato a continuación pertenece a la Recopilación de Relatos Homoeróticos 2010.

Es la segunda vez que participo de una de las convocatorias de la Colección Homoerótica, y esta es un poquito más grande que la anterior, por lo que la presión, las ansias, la espera y todo lo que conllevó escribir, enviar el relato, esperar la confirmación y verlo publicado fue más grande, mucho más grande, y pueden pedir testimonio de mi estado en ese lapsus, ajajaja~

Si es de su interés, acá tienen la Recopilación en descarga gratuita, o pueden adquirirla en su versión impresa.

No voy a dar muchas más vueltas, los dejo leer (:

 

 

 

Noah

 

La farmacia cerraba ceremonialmente a las nueve, sin un minuto más, ni uno menos. El dueño, bajito, inflado de cerveza y papas fritas, con un bigote que olía a años de fermento, le ponía candado a cada una de las aberturas y obligaba a Destiny a permanecer en la vereda hasta que le dijera que eso había sido todo por hoy, que muchas gracias, que lo vería mañana de nuevo, que adiós, y sin apretón de manos no se iba y no dejaba ir. Más de una vez, el chico, con su santa paciencia colgando de sus pesados párpados, había visto correr por la esquina el bus que lo llevaría a casa y por el que tendría que esperar otros crudos veinte minutos, pero no podía hacer nada. Ese hombre le había sacudido hasta el hombro con el apretón de manos que le dio luego de diez minutos de charla y un contrato improvisado; él apenas había retirado su matrícula, era un pobre farmaceuta recién salido del horno, y sin tiempo de enfriarse ya lo habían servido en bandeja de plata. Lo bueno era que mal no le venía.

Agotado de haberse aburrido, cansado de temblar de frío, Destiny, Des para los chicos, Dessie para las amigas, caminó hasta la parada del bus y esperó. La mochila le pesaba, le colgaba de un hombro, y la cabeza le daba vueltas de vez en cuando. Con una moneda sucia se pagó el boleto de ida a un placentero sueño, y desplomado en el último asiento se dedicó a recorrer con melancolía enajenada el correr de las casas más allá del acelerado vaivén que el bus tenía por entre los autos que vagaban por la ciudad ese viernes congelado.

Por un momento, Destiny se distrajo pensando, dejando de mirar, y cuando el vehículo se detuvo de golpe ante una mano que paró su recorrido con correteada urgencia, saltó de su inconsciente ausencia pensando en que quizás había llegado al lugar en donde tenía que bajarse. Viendo a su alrededor, el alrededor de allá afuera, donde hacía más frío pero el aire estaba más limpio, se dijo que no conocía ese lugar; pensó que quizás el recorrido había tomado una ruta un par de cuadras más allá de las habituales, y que igualmente faltaba un buen trecho para llegar.

Se revolvió en su asiento, se arrebujó contra el vidrio helado, y se fijó en la gente que se frotaba los brazos y exhalaba entre sus manos para sentir algo del calor que les faltaba. Esperando a que avanzara el coche que hacía mucho ruido y lanzaba bocanadas de humo que cegaba y ahogaba en polución a los conductores que hacían cola tras un semáforo, Destiny reparó en un jovencito que se abrazaba a sí mismo, se frotaba los brazos y escondía las manos en sus axilas; su vaho se volvía blanco después de su nariz colorada, y su piel blanquísima se agitaba en morados y azules. Pero más allá de su delgadez exquisita, de sus labios colorados y quebradizos, de sus dedos violáceos, de la poca ropa que llevaba encima y que no lo abrigaba de la helada que caía sobre los transeúntes, lo que más le llamó la atención fue su cabello, tan rojo como sangre caliente; sus rizos de algodón de azúcar se movían graciosos con la brisa gélida, y a Des se le ocurrió que si intentara colar una mano entre éstos, se desarmarían al mínimo toque.

Sintiéndose observado, el blanco de unos ojos cansados pero muy atentos, el muchachito de los rizos rojos levantó su carita de nene, su naricita respingona y colorada, sus mejillas pálidas, sus labios partidos y entreabiertos, sus perfectos, sabios de haberlo visto casi todo, húmedos, profundos y helados ojos azules envueltos en una cálida mirada de largas pestañas castañas que seducían a todo aquel que fuera víctima de su visión, y Destiny aguantó una mueca de sorpresa. ¡Ese muchachito no tenía más de quince años!

El bus empezó a moverse, Destiny quiso seguir viendo, deleitando y horrorizando su mirada a causa de ese niño muriendo de frío solo y desabrigado en la calle. Se acercó al vidrio de la ventanilla mientras se alejaba esa figurita recortada contra la gente arrebujada, pero su tibia respiración empañó su visión, borroneó su objetivo, y cuando las casas melancólicas y de luces apagadas, y las calles duras y oscuras volvieron a la claridad, la parada anterior ya no se veía, la multitud había desaparecido, el nene de los rizos de sangre y los ojos helados estaba ya muy lejos.

 

Un domingo mucho más glacial que el día anterior recibió a Destiny, que con las sábanas en el suelo y la ventana abierta se levantó maldiciendo, temblando. Con las manos rozando un color púrpura poco sano se preparó un café algo aguado y frío que con desprecio y una mueca de asco dejó sobre la mesa anaranjada de su cocina blanca. Subió los pies a la silla y apoyó el mentón en sus rodillas desnudas. Estaba aburrido, siempre estaba aburrido, y cuando reparaba en ello se daba cuenta de cuán vacía estaba su vida. Se fijó en el café que todavía no sabía preparar y le echó la culpa de la monotonía de sus días. Si supiera hacer un buen café, quizás sus días tendrían un toque más animoso, o tal vez apareciera algo que lo alegrara, pero...

—Bah... —susurró, deshaciéndose de aquel pensamiento tan gris como el cielo nublado. Se imaginó arrugando su masa encefálica, sus ideas ridículas, como quien arruga un boceto feo, incompleto, y lo lanza lejos, mas no se rió. Queriendo alejar la idea del café, empujó la taza para que se deslizara por la mesa, para que alargara la distancia, pero siguió de largo y cayó al suelo.

Maldiciendo por segunda vez en el día, Destiny manoteó el trapo que colgaba de la puerta del horno y se agachó a limpiar el líquido oscuro que corría por las baldosas blancas. Recogiendo los añicos más grandes de lo que fue su taza, se olvidó de los más pequeños, que como protesta mandaron a uno a incrustarse en el talón de uno de sus blancos pies. Con la boca apretada y su ceño demarcando un mohín de dolor, el chico buscó y encontró la piecita de porcelana y siguió con su faena. Cuando se incorporó, con la taza rota en las manos y el café sinsabor esparcido bajo sus pies, sintió el escozor de la herida que se desangraba y se mezclaba con el líquido ya derramado. Por las baldosas tan blancas y limpias como la farmacia, se esparcía y adquiría otro color su sangre aguada, roja y ya fría.

Entonces, al quedarse mirando absorto ese suelo teñido, ese color oscuro, ese rojizo tan vivo y muerto, Destiny se acordó de esos cabellos ensangrentados, de los rizos de algodón de azúcar, y tembló al imaginarse reflejado en el azul gélido de aquellos ojos profundos.

Se le ocurrió salir a buscarlo, encontrarlo en donde estuviese, y por eso, en diez minutos estuvo envuelto en una bufanda de lana y un abrigo pesado y con olor a naftalina. Casi corriendo, presa de la adrenalina que el frío de la brisa congelaba en sus entrañas, se enredó en calles que no conocía, en rutas que creía recordar, pero en las que no podía ubicarse. Con el cabello revuelto, los lentes torcidos, la nariz coloradísima y las manos sin guantes, se dio cuenta de que tenía hambre. Momentáneamente rendido, abandonando su escrutinio de calles vacías e irreconocibles, entró en un restaurant que no sabía que existía.

 

Lejos del frío de las calles, tras puertas de cristal grueso, se escondían los vapores de la cocina y el vaho de gente que se resguardaba de la hipotermia de un domingo con la excusa de almorzar en familia. Los padres discutían los precios, que el lugar era caro, que a la lasagna le faltaba sal, y golpeaban la mesa con el puño con el único logro de hacer saltar las migas de pan; al abuelo se le ponía roja la nariz y se le torcían los ojos mientras seguía empinando una botella de vino dentro de su copa sucia, y los nenes dejaban a medias los fideos para salir a dibujar moños, soles y caritas felices en los ventanales empañados.

Nada más lejos del ajetreado salón familiar de Emelienne’s, un restaurant que de francés tenía sólo el nombre y al que le faltaban mozos. Había un señor gordo y de nariz peluda tras la barra de tragos, y el rústico amoblado era de madera. La calefacción y la cocina hacían el aire respirable, y el apiñamiento de las mesas daba la sensación de acogimiento que le faltaba a las casas, a los colectivos y a las farmacias.

Cohibido, Destiny se sentó en una mesa para uno y se giró hacia las mesas de cinco, buscando quizás algún mozo, tal vez al muchachito de los rizos de sangre, ni él lo sabía, pero tenía entendido que debía de acercarse alguien a darle la bienvenida, a preguntarle qué iba a ordenar, a traerle un vaso de agua y una panera. Sólo después de media hora, se vio siendo víctima de una atención rápida y descuidada que le trajo el menú escrito a mano y en una victoriana caligrafía cursiva. Después, tuvo que esperar un buen rato en que perdió la cuenta y el hilo de sus pensamientos hasta que su almuerzo apareció sobre el mantel color marfil y entre un par de cubiertos plateados. No se acordaba de que alguien se lo hubiese servido, pero ya no importaba.

Ensimismado, otra vez aburrido, Destiny picoteaba de su risotto bajo una lámpara pesada y sucia que distorsionaba los colores que giraban a su alrededor. De vez en cuando, su cabeza dejaba de pensar y a sus sentidos llegaba el barullo de los infantes inquietos, el calor de la cocina, el olor del dinero que salía de la caja registradora, los escalofríos que le provocaban los roces de los cubiertos contra los dientes de los comensales que lo rodeaban, que lo asfixiaban, que lo apabullaban con tanto cobijo. Sus ojos inquietos repararon en las telarañas de las esquinas del techo, en las pelusas de los tapados del perchero de la entrada, en los dibujitos en las ventanas empañadas, y terminaron cayendo con asqueada sorpresa en el cabello que se enredaba entre granos de arroz y verduritas salteadas con manteca; tragó con dificultad una bocanada de vacío y se atrevió a dirigirse a la cocina, con el plato en la mano y una arruga muy marcada en la frente, sobre el puente dorado de sus anteojos. El señor de la barra no lo detuvo, siquiera reparó en la intrusión en la caldeada habitación, y Destiny empujó las puertas de doble hoja sin pudor.

Lo recibió una bofetada de vapor con olor a comida y los lentes se le empañaron. La cocina a su alrededor se borroneó bajo sus pies y se movió fuera de sus pestañas cuando se quitó los anteojos para limpiarlos medio en vano, medio para ver más allá de su propia nariz.

—Hay un cabello en mi plato —se quejó con una voz gruesa y límpida, muy distinta a la que conversaba con él allá dentro de su cabeza, sólo a veces. Se oyó un sobresalto, un gemido, un trasto cayendo al suelo de baldosas negras y blancas que Destiny no veía.

—¿Quién es? —le preguntó alguien con una voz muy andrógina como para ser del cocinero grande y feo que él imaginaba, o de la mujer con una redecilla que no retenía su grasoso cabello y que aparece siempre en las cafeterías de las escuelas de las películas—. Ay, por favor, váyase —le suplicó, y un suspiro evaporado se adivinó a puchero—, no se supone que haya nadie acá.

Destiny iba a replicar, iba a reclamar que un cabello en la comida no deja en evidencia nada más que las insalubres condiciones en las que trabajan en las cocinas de restaurants como aquel, pero mientras respiraba pesadamente, mientras sopesaba las palabras que se agolpaban en su lengua rosada y adormecida, mientras se esforzaba por imaginar a través del vaho lo que se adivinaba de la cocina, sus ojos se despejaron, su visión llegó a todos los rincones de aquella habitación blanca y reluciente, y detrás de las hornallas se encontró con un muchachito menudo, pálido, sudoroso, con los ojos a punto de derramarse sobre sus mejillas sonrosadas y los labios quebrados en un doloroso y agrietado puchero. Sobre su mirada desesperada caían débiles rizos color escarlata, y Destiny quedó de piedra al reconocer aquellos ojos de hielo.

—Salga de la cocina, por favor —le dijo, compungido, apagando presto las hornallas y apurando el salteado de una sartén—. Le ofrezco mil disculpas por el cabello... —Sus cejas cayeron hacia los lados y sus ojos azules se volvieron lo más aterrado que Destiny hubiera visto nunca; una de sus manos de dedos largos y finitos acomodó los rizos rebeldes tras una de sus orejas perforadas. —Váyase, se lo ruego.

Destiny no pudo más que voltearse y salir de aquel lugar. Cuando atravesó las puertas de la cocina, notó que aún sostenía el plato de risotto frío, y con expresión ausente acertó al dejarlo sobre la barra de tragos. Nuevamente, el señor de la caja registradora no reparó en su presencia, y él aceleró sus pasos hacia la salida, saltando por encima de una nena que, con un vestido veteado de chocolate y las rodillas sucias, dibujaba una flor de cristal en la puerta. Confundido sin razón, fragante en su regocijo por haber encontrado lo que recordaba que había salido a buscar, se llevó consigo el olor de la cocina pulcra, el polvo de los pisos sucios, y la expresión desgarradora de aquel jovencito del cabello de sangre.

 

Si con sólo verlo se había auto-creado una especie de trauma, un estado de alienación que lo llevaba a mantener en lo más onírico de sus sueños esos ojos azules, ahora Destiny podía declararse totalmente obsesionado, deseoso de volver a verlo, y sus párpados cerrados ya no eran una opción. Sentado en el suelo de su cocina tan blanca como la del restaurant, solía pasarse horas intentando imaginar, sufriendo el abandono de una presencia que jamás existió para él más allá de entre los vapores de una cocina ajena o el frío de una lejana parada de bus.

 

—Quiero que vuelvas a casa, muchacho. No puedo tenerte por acá si seguís errándole a los medicamentos. Andate, nos vemos mañana.

Era martes y podía considerarse perdido, sin razón ni movilidad siquiera. Desde que volvió a saber del jovencito de su obsesión, no había podido conjugar un solo verbo, volver a hacer un solo café decente, aunque a eso jamás había llegado, en realidad. Estaba descarriado y sin pista en medio de una cocina sin fin, aturdido en el silencio de una boca que le pedía que se marchara, y un desgarrador grito muy dentro de su cabeza helada lo despertó esa mañana diciéndole que llegaba tarde. Todavía muy temprano como para que se considerase de mañana y sin un solo bus dando vueltas, llegó a la farmacia oscura y desvencijada con la nariz colorada chorreando mocos derretidos. Cerca de cuarenta minutos más tarde, el dueño de la farmacia, el señor Dokins, lo puso a trabajar entre una estufa y el rincón más frío del local. Temblando, Destiny había espantado a todo cliente que hubiera intentado comprar en su farmacia de confianza, y ahora el muchacho de los ojos tristes y aburridos caminaba sin rumbo hacia su casa, pero una idea lo iluminó, lo congeló en su lugar, lo obligó a ir hacia el otro lado, y terminó cayendo frente a la puerta de Emelienne’s, que ahora se alzaba tan aburrido y solitario como él. Ya había pasado el mediodía, la gente que había ensuciado mesas y llenado la caja registradora ya se había marchado a sus casas, prestos a echarse una siesta, y el restaurant había quedado vacío.

Indeciso, silenciosamente titubeante, Destiny resolvió su indiferente y despreocupada entrada en el lugar, se sentó en una mesa limpia, y pidió un café con un par de masitas dulces, las cuales ni tocó mientras se bebía el café de a sorbitos, con la mirada clavada en la desatendida puerta de la cocina. Cuando se le terminó el café y a su alrededor daban vueltas algunas escobas y un mozo hiperactivo, Destiny reparó en que nadie iba a salir por entre las puertas que sus ojos querían incinerar, por lo que se decidió a entrar, totalmente desapercibido.

La cocina no olía a nada más que a desinfectante de pisos, no se oía un solo trasto, no hervía ningún caldo, y el horno estaba frío desde hacía rato, pero Destiny se inmiscuyó igualmente, silencioso y atento, esperando a cualquier movimiento, mas, después de diez minutos de dar vueltas alrededor de las hornallas y apoyado en la encimera de la pileta de lavar, la puerta de salida de empleados se abrió y, con el sobresalto, la sorpresa y la confusión quemándose por sobre su cabeza, sus ojos se cruzaron con esos que había estado esperando ver desde su entrada en el restaurant. Pero el muchachito del cabello de algodón de azúcar, de los rizos escarlata, empezó a temblar frenéticamente, y de entre sus labios finos y apretados escapó un grito en el que se le fue la vida.

—¡Jhosei! —Susto, turbación, terror y frenetismo se derramaba de esos ojos deshechos en hielo seco y corrían por las mejillas que lograban confundirse con los bucles desordenados. —¿Qué... qué quiere? —preguntó, con la vista clavada en la puerta que daba al salón.

—Yo... —empezó, intentó explicar Destiny, pero cualquier cosa que hubiera querido decir se borró de entre sus dientes y se derritió en su lengua. Tomó aire y quiso retomar, mas su intención se vio interrumpida. El hombre detrás de la caja registradora empujó las dos puertas vaivén que daban al salón y se plantó en medio de la cocina, reprendiendo con la mirada al jovencito que osó gritar su nombre, a lo que éste pareció encogerse más de lo que ya estaba.

—¿Me llamabas? —siseó. Sus ojos chiquititos, como dos balitas negras y sucias, se volcaban con fiereza sobre el objeto de su visión, y sus cejas gruesas se acariciaban y se enredaban. Los rizos de sangre saltaron y rebotaron, colgados a morir, cuando la cabeza del muchachito asintió, y uno de sus dedos pálidos y largos señaló hacia Destiny, que atento y temeroso había dejado de respirar.

Cuando el hombre se volteó y se encontró con Destiny y su cabello rubio, Destiny y sus anteojos de montura dorada, Destiny y su bata blanca, se puso pálido, casi tan blanco como el adolescente a su lado, y entre titubeos le preguntó quién era y qué quería. Con la mirada perdida y seria, Destiny no supo qué responder.

—Él estuvo por acá el domingo, también —susurraron los labios pálidos del muchachito, y el hombre mayor, el de la caja registradora, el de los ojos negros, recuperó el color que había perdido y con vehemencia se volteó a preguntar, a gritar, a escupir.

—¿Cómo mierda no me avistaste?, ¿sos o te hacés? —La víctima de aquellas injurias agachó la cabeza y asintió levemente con las mejillas arreboladas. —¿Lo vio cocinar y por eso volvió, no? —le preguntó al de la bata blanca con urgencia, sobándose ambas manos, limpiándoselas por los jeans sucios. Confundido, algo perturbado, como si se hubiese dormido en medio de las cejas torcidas, los misiles de saliva y las culpas murmuradas, Destiny hizo un amago de asentir con la cabeza, y el hombre pareció alterarse aun más—. Yo le puedo explicar. Este niño tiene una madre enferma y le di el humilde trabajo de lavar los trastos para ayudarlo a comprarle los medicamentos, pero a veces se atreve a meter mano donde no corresponde. Por favor, le ruego que no nos reporte, nos está costando horrores recuperarnos de la última revisación. —Juntó sus manazas en un exagerado ruego para el que Destiny no conocía plegaria, y cuando el hombre empezó a acercársele con pasitos cortos, arrastrados y torpes, como los de un bebé, como los de un cavernícola, el chico con la bata de farmaceuta cayó en la cuenta de que lo confundieron con algún agente de salubridad, con cualquier inspector dispuesto a reclamar que tenían trabajando a un menor en esa pulcra cocina, y que por eso tenían merecido un escarmiento, una multa de la que no pudiesen sobreponerse.

Muy acertado en sus pensamientos, Destiny transformó su expresión de desconcierto a una de horror cuando le ofrecieron un pequeño regalito, un sobrecito que guardaría su silencio. El hombre, de corta longitud de piernas pero con un gran diámetro abdominal que asomaba por debajo de la camisa escocesa, enredó uno de sus brazos en los huesudos hombros del que creía podía llevarlo a la ruina, y éste tembló, se sacudió. Cuando tomó aire, a su nariz llegó el pestilente aroma de una ducha ausente hacía una semana, y en el intento de alejarse, vio a sus espaldas esos ojos azules agitarse bajo el barrido de unas pestañas largas que le hacían ojitos y unos labios que le sonreían con sugerencia, con elegante persuasión, seducción innegable.

Destiny suspiró, agitó la cabeza, intentó pensar en frío cómo salir de allí, qué hacer con las suposiciones que se enredaban en las otras cabezas que flotaban preocupadas en esa cocina tan blanca, cómo hacer para evitar dejarse llevar por el calentón de aquellas miradas provocativas.

—Tome mi visita como una advertencia, entonces. —Con fingida voz ceremonial y los ojos serios y serenos, palmeó la espalda del hombre que, incrédulo, suspiró y lo dejó ir.

—Muchas gracias —oyó que le decía a sus espaldas esa vocecita que un par de veces le había rogado que se fuera, y Destiny no pudo más que sonreír, a pesar de que, apenas un paso fuera de la cocina, pudo oír perfectamente cómo el dueño de la caja registradora, el hombre detrás de la barra de tragos, soltaba al aire saliva e improperios que bien pudieron haber estado en latín o en el francés que enmascaraba el nombre del restaurant.

Ni bien salió al frío de esa media tarde que se tragó a las personas, a la vida circundante de las calles, y a pesar de saberse victorioso, Destiny se sintió vacío; algo se había olvidado allá adentro, donde el aire y las miradas irradiaban el calor de las hornallas apagadas. Al instante se acordó de que, en un principio, había entrado a la cocina para deleitarse una vez más con la visión de esos perturbadores ojos azules, de aquellos enloquecedores rizos sangrantes, y que salió con el apuro de una mentira.

Por eso, porque ya no se contentaba con verlo a sus espaldas, con rememorar los agudos de su vocecita histérica, la seducción de sus pestañas largas, el falso agente de salubridad buscó el umbral de alguna puerta desvencijada y sellada para una corta eternidad, y allí se sentó sobre las baldosas heladas y polvorientas a esperar. La noche cayó sobre sus hombros temblorosos, la multitud y su ignorancia corretearon frente a él, bandadas de gente entró y salió del restaurant, y alrededor de la medianoche de aquel martes, las luces del local de enfrente se apagaron, las puertas se encadenaron, y el callejón del costado se iluminó por el haz de luz blanca que una puerta abierta dejó pasar. Destiny apenas se inmutó, bostezó con estruendoso silencio, pestañeó un par de veces para alejar la humedad de las lágrimas inconscientes, y cambió de posición, pero recién se sobresaltó cuando ante sus ojos se alejó a las corridas ese cuerpecito delgado con olor a cocina.

Los zapatos resbalando por el asfalto húmedo, las respiraciones agitadas, las sombras interrumpiendo la iluminación de pórticos aburridos, el vaho que más allá de sus narices se volvía blanco y quedaba olvidado. A lo largo de una cuadra y media, todo lo que sus pulmones dieron para aspirar a bocanadas el aire helado y resistir, jugaron al gato y al ratón. Destiny perseguía esa cabellera roja, y su dueño se apresuraba aun más al saberse víctima de una persecución.

—Ey, pará —alcanzó a jadear Destiny cuando una de sus manos de dedos largos se ensortijó alrededor de un delgado y pálido brazo.

—¡Soltame! —gritó el muchachito, sacudiéndose frenético, desesperado bajo el toque de aquella mano tibia que lo retenía en su lugar. Agitando la cabeza, sabiendo que lo que se movía eran sus ojos y no el mundo a su alrededor, arrastró la vista por la calle, por sus zapatillas, por los jeans que envolvían un par de piernas largas, y se atrevió a fijarse en la vista de su secuestrador. Se horrorizó, el calor de sus mejillas se esfumó y hasta sus labios se volvieron pálidos, cuando la luz del pórtico frente al que estaban hizo destellar el rostro del farmaceuta que para él seguía siendo el agente de salubridad.

Por su parte, Destiny se sintió víctima de una bofetada a la dignidad ajena cuando la misma lámpara que hizo destellar la montura de sus lentes, aclaró una mejilla amoratada y una nariz sangrante.

—¡Dejame! —Con un tirón intentó soltarse del agarre que Destiny había aflojado, y en una convulsión de desespero y agitación, sus pies se enredaron, sus manos resbalaron por la grava húmeda, y su frente dio de lleno contra el suelo.

Destiny se apresuró a acuclillarse junto al chico y, ofreciéndole una mano, le preguntó si estaba bien.

—¿Qué querés? —Esquivó la mano voluntaria e intentó incorporarse. —Ya te dijo Jhosei que yo lavo platos para pagarle los medicamentos a mí mamá.

Tenía el ceño fruncido, la ropa sucia, la nariz y la frente le sangraban, y en sus ojos dolía el escozor de una herida al contacto del frío y la mugre.

—Eso no me importa, yo no soy de salubridad ni nada parecido, pero...

—Pero qué, ¿eh? ¿Para qué me estás siguiendo si no vas a denunciarme? Cualquiera pensaría que estás queriendo violarme. —Entre calumnias que se le atoraban en la legua y los hilitos de sangre que desaparecían tras sus labios y se confundían con su cabello desordenado, se puso de pie, se sacudió las rodillas, y empezó a caminar, casi a trotar para alejarse de la cara de confusión, de los ojos turbados, de la expresión intranquila.

—¡Ey! —gritó Destiny, precipitándose en levantarse del suelo para volver a correr tras esos rizos que se deshacían con la brisa que los zarandeaba.

—¡No me jodas! —fue la respuesta que rebotó contra las puertas cerradas y los oídos durmientes, y terminó por quebrarse en la garganta inflamada que la dejó salir.

—Pará. —Cuando lo alcanzó, Destiny se aferró a los puntiagudos hombros que asomaban por el cuello estirado del sweater y clavó su mirada en los ojos azules que se hundían cada vez más en la profundidad de esa noche gélida que estaba calando en los huesos de ambos. Con el farol de la esquina cayendo sobre la piel pálida y la confusión que teñía la mirada en la que se reflejaba, se encontró con la sorpresa, con el horror de saber, de ver que la nariz y la herida de la frente aún sangraban, cuando se suponía que hacía muchos minutos la hemorragia tuvo que haberse detenido. —Él... ¿te pega? —le preguntó, retirando las manos, metiéndolas en los bolsillos, sacándolas al aire, sonándose los dedos.

El jovencito de los rizos escarlata como la sangre que corría por entre sus pestañas, de los ojos azules como el océano que se movía frío y furioso por la costa, agachó la cabeza y el peso de su cabello ocultó la mirada que pudo haberlo dicho todo. Destiny quiso suponer que quizás no siempre era así, que quizás fue por esta vez, por haber metido la pata, y por alguna que otra situación parecida, y que posiblemente se le haya ido la mano, que se pasó de rosca, de revoluciones.

Una gotita de sangre se deslizó por uno de los cabellos despeinados y se estrelló contra el asfalto. Extrañado, alarmado, Destiny insistió en levantar ese rostro marchito para cerciorarse de que la naricita respingona seguía sangrando, y que ya no daba para subestimaciones.

—No se supone que la hemorragia continúe. ¿Estás bien? —El amago de querer limpiar la sangre que seguía corriendo se quedó en el aire cuando el jovencito, de un cabezazo, se deshizo del agarre en su mentón, pero la brusquedad que intentó aparentar se quebró cuando bajo sus pies se movió el mundo y tembló la visión del joven que todavía llevaba la bata blanca. Descompuesto, mareado, pálido y sudando frío, se sintió caer hacia atrás; los brazos de ya no sabía quién lo rodearon, y con una gran bocanada de aire limpio y fresco recuperó la consciencia que llegó a oscurecerse durante un tiempo que creyó eternamente corto.

—Me llamo Noah, dejame —susurró con la voz ahogada, enfocando la vista en los ojos tras el cristal de unos lentes de montura dorada. Todavía algo arisco, esquivó las manos que intentaban que mirase hacia la luz.

—Yo soy Destiny, y no te voy a dejar solo en este estado.

Noah rió, una carcajada límpida le aclaró la garganta, y con la boca abierta, la cabeza hacia atrás y los rizos colgando, meciéndose sobre sus hombros, fue arrastrado hacia el asfalto sobre el que estaba sentado por un nuevo mareo.

 

De la mano y a los empujones, Destiny acarreó a Noah por calles en penumbra y veredas húmedas por un rocío precipitado. Lo dejó sentado en la mesa de su cocina, porque tenía que inclinarse mucho para atenderlo sentado en una de las sillas, y con paciencia y un atisbo de obnubilación se dedicó a intentar apaciguar el sangrado de esa nariz respingona que casi parecía un caramelo. A pesar de las quejas y los manoteos, cumplió con la faena de desinfectar la herida de la frente, y con una caricia casi imperceptible dejó sobre la mejilla morada un paño con hielo.

Creyéndose hundido, perdido en lo más onírico de sus mejores sueños, la adoración que tenía por ese rostro de nene, por esos labios partidos, por esa nariz colorada, por esas greñas onduladas, por esos ojos más profundos que un cielo sin luna, más perdidos que un viajero sin estrellas, más solitarios que un juego de cartas para uno, en sus facciones aburridas se pintaba el fulgor de una idolatría, la adoración que se hacía obvia, y tan pasional se volvió su mirada, que Noah se despeinó las cejas y se aplastó las pestañas cuando con una mano pálida se cubrió el rostro.

—No me mires así —le dijo entre arisco y avergonzado.

—¿«Así» cómo? —Una de sus manos de uñas que ya debería haber cortado intentó retirar esa mano que no le dejaba ver. Tomándola de la muñeca, tiró apenas, logrando únicamente deslizar la manga de la camiseta morada que llevaba puesta. Con un escalofrío, Noah sacudió la mesa sobre la que estaba sentado.

—No me mires y punto —espetó con un puchero, bajándose de la mesa lentamente, rechinando los dientes, volviendo a cubrirse el brazo con la manga. Con una vuelta rápida, su mirada se arrastró por toda la cocina y terminó en el reloj, que con un tic-tac ensordecedor marcaba casi las dos de la madrugada.

Destiny siguió el recorrido de los ojos que lo perdían, y se fijó en lo tarde que era. No se acordó de que al día siguiente debía ir a la farmacia, no se preocupó por las horas que no dormiría, siquiera le importó. Toda su atención estaba clavada en Noah y sus manos pálidas despeinando los rizos colorados que rozaban sus hombros y le hacían cosquillas en los labios.

—Noah, ¿cuántos años tenés? —preguntó de repente, haciendo saltar el silencio que había empezado a dar vueltas por la cocina, justo detrás del curioso muchachito, que con manos ágiles abría las puertas de la bajo-mesada.

—¿Qué te importa? —fue su escueta respuesta, casi un murmuro desinteresado que rebotó en los hombros que encogió—. Dieciséis —dijo al instante, descolocando a Destiny, que con el ceño fruncido soltó una carcajada inaudible.

—¿Tu mamá no estará preguntándose en dónde estás? —Se levantó, rodeó la mesa, y fue hasta el baño.

—No —oyó que Noah le decía acuclillado en el suelo de la cocina, mientras revolvía entre latas de condimento y comida envasada—. Creo que ya ni se acuerda de que tiene un hijo.

—¿Tan mal está? ¿Qué clase de medicamentos está tomando?

—¿Mal? No creo que en la cárcel esté tan mal. ¿Y a mí qué me importa si está enferma o no? —rebatió, contrariado. Sus cejas castañas se tocaron, en su frente apareció una marcada arruga, y sus labios quebrados formaron un puchero angustiado—. ¿Por qué estás preguntando tantas estupideces? —De pie, con el frasco de café en la mano, miraba serio a los ojos confundidos de Destiny, que con la boca abierta se quedó pensando en qué iba a decir.

—¿Tu mamá no está enferma?, ¿acaso vos no estás trabajando para pagarle los remedios?

Entonces Noah se quedó en blanco, tragó en seco el silencio que quedó atascado en su garganta, exhaló el calor que estaban perdiendo sus manos heladas, y sintió que sus ojos, tan abiertos como su boca en una O inconsciente, se secaban. Se frotó la cara, se relamió los labios, apretó la mandíbula para evitar temblar con el escalofrío que le provocaba la mirada reprobadora que exigía una respuesta, que lo reprendía.

—Esa es la excusa que Jhosei le da los inspectores cada vez que me ven en la cocina. Soy un pobre mamarracho que tiene una madre enferma y nada para comer; entonces él, como buena persona que es, me da un mugroso trabajo como lavaplatos. —Mientras hablaba, gesticulaba con sus manos nerviosas, buscaba una cuchara en todos los cajones que tenía a la altura de su cintura estrecha. —Pero resulta que no es tan buena persona, que yo cocino todo lo que ustedes, malditos comensales, se tragan en el almuerzo, y mi paga va directo a la deuda que mi mamá, la muy perra, tiene con el imbécil para el que trabajo. Como no tenés nada que ver con los de salubridad, supongo que no hay problema en que lo sepas. —Se calló, respiró hondo, distendió los músculos de su rostro agitado, y acercó la taza que hacía días estaba escurriéndose junto al plato limpio. —¿En qué calentás el agua? —preguntó de repente, girándose hacia Destiny, que, apoyado en la pared del pasillo que daba a su habitación y con los brazos cruzados, observaba embelesado la figurita de Noah moviéndose ligero por una cocina ajena, metiendo mano en todo cajón a su alcance, trasladando su cabellera roja por entre los azulejos y las baldosas blancas.

—En la jarrita sobre las hornallas —respondió, acentuando su mirada en los ojos azules que ahora lo observaban curiosos y divertidos, pero al notar que algo en toda la atención que Destiny volcaba sobre él le hacía cosquillas, las mejillas de Noah se colorearon de un rosa tan suave como sus labios cuando se los humedecía apenas con la lengua, y en su garganta sintió su nuez subir y bajar con dificultad.

—Dejá de mirarme así —le dijo, incómodo, acechado. Sus manos se enredaban en el batido de un café instantáneo del que Destiny no se había enterado y que desordenaba las ideas que se enraizaban entre los cabellos escarlata. —Ahora es mi turno, ya que estamos jugando a preguntar y responder. —Destiny tembló ante la amenaza, ante la idea de exponerse sólo con una pregunta, pero igualmente le cedió la palabra.

Noah se aclaró la garganta, pensó, y mirando el agua que empezaba a hervir, preguntó:

—Si no sos de salubridad, si no te importaba que un menor esté trabajando y, para colmo, sin salario, ¿qué hacías metiéndote en la cocina?, ¿para qué esperaste toda la tarde hasta que yo saliera?, ¿por qué me perseguiste?

Sin escapatoria, Destiny abrió la boca y se quedó sin palabras para contestar. Ahora los torbellinos azules de Noah lo miraban fijos, a la espera de una respuesta que lo tenía intranquilo.

—Porque... —titubeó, y no supo si soltar la verdad a la que él mismo le tenía miedo—. Porque me gustás —admitió, y dando vueltas inseguras como la cuchara que giraba en la taza que Noah se afanaba en batir, llegó a su cuarto, trepó hasta el colchón abollado que lo cobijaba cada noche, y con las piernas colgando se quedó quieto, callado, oyendo los estruendos que se desprendían de la cocina sólo por un café.

Un ratito más tarde, con una mirada reluciente y una sonrisa estiradísima, las manos frías de Noah acarrearon por el pasillo vacío y hasta la habitación oscura de Destiny una taza de café caliente, espumoso, humeante. El aroma entibió el aire helado del diminuto departamento, y una carcajada rebotó entre las paredes que no tenían nunca nada que escuchar.

—¿Esa es tu cama? —preguntó, con la risa colgándole de los labios apretados. Frente a él y más allá del vapor que se levantaba de la taza de café, Destiny estaba sentado sobre una cama alta, altísima, una marinera que custodiaba bajo su colchón un escritorio y una cajonera—. ¿No estás un poquito grande?

—Cuando emigrás de la casa de tus padres, lo primero que te llevás es la cama. Éramos cuatro hermanos en una sola habitación, imposible poner cuatro camas normales, así que nos las arreglamos para usar todo el espacio disponible. Yo dormí en esta toda mi infancia, y no iba a quedarme con otra cosa. —Balanceando las piernas, arrebujando la frazada entre sus dedos, clavando su mirada en los divertidos ojos de un Noah que no podía aguantar la risa, lo invitó a sentarse a su lado. Haciendo equilibrio, el chico tentó a la gravedad sentándose en el borde del colchón, y librándose del café, se dedicó a observar el polvo del suelo y las luces de la ciudad morir a sus pies.

Del «me gustás» no volvieron a hablar, pero no hubo momento en que Noah cerró la boca, ninguno de los dos hizo silencio, la paz vacía del departamento que los rodeaba cayó por la ventana de ese piso 12 por esa noche. A eso de las cuatro de la madrugada, se quedaron dormidos, uno sobre el otro. En una semana, era la segunda taza de café que Destiny rompía, y sobre su nariz los anteojos se torcían considerablemente.

 

El sol no recibió a nadie la mañana de ese miércoles; haragán, tras las nubes se desperezaba, y sobre las azoteas y los techos se derramaba una pobre luz que blanqueaba el asfalto y escondía las sombras que con ellas se llevaban los secretos de una fría noche más. Eran casi las ocho cuando Destiny abrió los ojos y a su lado vio desparramados los rizos colorados de un Noah que dormía con las piernas colgando, las zapatillas desatadas, la camiseta levantada y la boca entreabierta. Apurado, desorientado, se acordó de que la farmacia abría a las ocho en punto, y que no podía llegar tarde por más infortunios le sucedieran en el camino al trabajo.

—Noah —le dijo, sacudiendo uno de sus hombros. El chico se revolvió, con una mano pesada despejó su rostro usurpado por los cabellos enredados, y después de mucho batallar, logró abrir apenas los ojos. Preguntando qué quería, se volteó y fingió seguir durmiendo. Destiny quiso reír, pero de un salto pisó tierra firme y ágil se mudó de ropa. Con el cepillo de dientes en la boca, se acercó nuevamente a Noah y, con la intención de hacerle cosquillas, acarició con las uñas la espalda descubierta que tenía a su merced—. Despertate.

—Así no pienso levantarme jamás... —murmuró, retirando aun más la camiseta con la intención de que Destiny siguiera con las cosquillas deliciosas que se arrastraban por su piel. El ronroneo y el placer adormecido de sus palabras levantaron las cejas del farmaceuta, que con una mirada impaciente por parte de esos pozos azules apagados sintió el sobrevenirse de una pasión que no comprendió, pero que a sus ojos y bajo su piel empezó a quemar.

Con una mano que hervía, repitió un movimiento tímido que sacudió cada hebra del cuerpo pálido, y entre sus miradas cruzadas explotó el éxtasis de un tacto tan sensual como inocente. Con las mejillas arreboladas, Destiny alejó su mano y se la frotó contra los pantalones; Noah preguntó qué hora era, y cuando supo que pasaban del cuarto de las ocho, cayó de la cama sobre sus pies y con acelere, y casi al borde del llanto se precipitó hacia la puerta.

—¡Ey, esperá! ¿Qué te pasa? —Destiny lo detuvo aferrándose a su nuca y buscó clavarse en esos ojos perturbados.

—A las siete en punto, todos los días, tengo que abrir el restaurant y limpiar, acomodar, poner a funcionar las cafeteras y el horno —dijo con el temor atascando la voz que pronunció un francés tan modulado como el arco de esos labios perfectos que temblaban ante un llanto inminente—. ¡Me va a matar! —sentenció, lanzándose con pudor a los brazos delgados de un muchacho que, con la preocupación pintada en su rostro de lienzo aguado, le acarició los cabellos y no fue capaz de decir algo.

Cuando se aburrió de llorar y el perfume de Destiny terminó por saturar su sentido del olfato, intentó despedirse con un escueto «chau» que se escurrió, asonante, de sus labios en puchero. La expresión de confusa preocupación que tironeaba de los ojos del mayor llevó a Noah a dejar sobre su boca muda un beso escueto y rápido que los dejara embelesados y ausentes. Sus piernas delgadas y ágiles corrieron escaleras abajo y su cabellera se perdió entre las calles frías, mientras Destiny, con una mano en la puerta y la otra en el aire, intentaba aferrarse al momento que había quedado flotando por sobre su cabeza, deslizándose sobre sus labios, que no terminaban de degustar el tacto fugaz del que había sido víctima y que lo mantendría prisionero, muy dentro del calabozo de su imaginación, por el resto del día.

La elocuencia de sus ansias trató de persuadirlo, y en sus redes cayó cuando el último candado de la farmacia hizo clic a las nueve y cinco minutos. Apretó la mano del señor Dokins con una sonrisa e iba a salir corriendo al restaurant cuando en la esquina de enfrente, inmediatamente después del asfalto húmedo y sobre los adoquines enjutos y desgastados, sus ojos vieron una sonrisa deshecha, un par de manos sucias, una cabellera enredada, y las lágrimas tibias que caían de los ojos más fríos que alguna vez Destiny haya conocido y que ahora se derretían sobre una mejilla amoratada. De pie en la vereda siguiente, solo en la oscuridad, Noah esperaba.

Un trote desesperado entre autos que no esperaban al semáforo llevó a Destiny a cruzar la calle. Acunando ese rostro pálido, desarmado, frío, entre sus manos tibias, no pudo hacer más que sentir temblar al muchachito que frente a él había dejado de lado la histeria que llevaba en la piel, lo arisco de sus maneras, para llorar con la boca abierta y las manos esparciendo por la blancura de su cara lo salado de sus lágrimas.

—¿Qué te pasó? —le preguntó Destiny, sintiendo sobre sus labios el respirar agitado de Noah, que negando con la cabeza y diciéndole con la mirada que le habían pegado, tragó en seco y se sacó de encima las manos que le acariciaban las mejillas, el cuello, con adolorida ternura.

—Dejame —susurró, agachando la cabeza y haciendo resbalar su mirada por el suelo húmedo, sucio, aburrido. Se dio media vuelta y los asustados ojos de Destiny se clavaron en su espalda chiquitita.

—No te dejo nada. —Terco como pocas veces era, seguro de lo que nunca había hecho, enredó sus dedos en una de las manos de Noah y, a rastras, se lo llevó al departamento. Cerró la puerta con un portazo disimulado, y Noah sorbió por la nariz sus mocos y el silencio que se sentó a la mesa de la cocina.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que sus ojos se cruzaron en el dolor de un manotazo, en la sangre que goteaba, en la desazón de una mirada perdida que pedía auxilio.

—Necesito que me digas si ese hombre te golpea —murmuró Destiny, acariciando la mejilla amoratada, las lágrimas secas, los cabellos enredados.

—No me jodas con eso otra vez. —Con un guantazo se deshizo de las caricias que no le servían para apaliar un dolor, y en el intento quedó su intención de marcharse. El mayor lo sentó en una silla frente a él y no dejó escapar su vista aguada, sus ojos derretidos, su puchero hirviente.

—En serio, quiero que me digas...

—Dejame.

Cuántas veces Destiny lo había oído rezar por aquella súplica, innumerables eran las peticiones que se amontonaban en los oídos de la paciencia del muchacho que, severo y en el filo de la angustia, sacudió los hombros que sostenían la cabeza de la que colgaban los rizos ensangrentados capaces de hipnotizarlo.

—¡Decime, Noah! —le gritó, haciendo a un lado la pena de verlo desarmarse entre sus dedos.

—¡Sí, me pega, ¿pero qué podés hacer vos?! —Las lágrimas se precipitaron sobre las mejillas arreboladas y se mezclaron con la sangre de la nariz. La descompostura de su carita colorada se escondió bajo una mata de rizos y desapareció con un tropezón en el pasillo. En la oscuridad de un par de paredes y una puerta cerrada, sobre el frío del suelo blanco, Noah se refugió de la lástima de Destiny, de sus súplicas, de su cara de querer llorar sólo porque él lloraba.

Aterrado, hundido en los recuerdos de esa desastrosa mañana fría en que llegó al restaurant envuelto en el calor de un beso tan espontáneo como premeditado, Noah se sumió en una duermevela que lo arrastró a los vapores de la cocina, a los olores de los mil y un platos que preparó durante toda una tarde, al placer de moverse por ese lugar que podía declarar totalmente suyo, hasta que un manotazo que hizo plap en su mejilla lo sacó de su ensoñación. Con un pequeño saltito en su lugar, se descubrió rodeando sus piernas plegadas, con la frente clavada sobre sus rodillas huesudas y el cuello adolorido. Al levantar la cabeza, se vio reflejado en los ojos tristes de Destiny observándolo desde el otro lado del angosto pasillo a oscuras.

—No me mires así —susurró, con la voz queda y los ojos apagados. Se frotó las manos y ocultó el rostro; ya no tenía ganas de llorar, mas el recuerdo de aquella bofetada, de los improperios contra su personita, de la mirada que caló hondo en él, lo llevaron al dolor de un sollozo, al temblor de un llanto débil que se apagó entre los brazos de Destiny, donde pudo sentirse a salvo, ahogado por la cantidad de colonia, al abrigo de su mente sucia.

—¿Querés quedarte a dormir? —preguntó Destiny después de un rato envueltos en el silencio que llevaba hasta ellos el correr de los autos doce pisos más abajo.

—Voy a ganarme otra paliza... —murmuró Noah, y escondió el rostro en el cuello del mayor, acomodándose a su antojo entre sus brazos debiluchos, envolviéndose en el calor de ese pecho.

—Entonces no vayas. —Con una mano distraída empezó a acariciar los rizos de sangre, el cabello de fantasía, y se rindió a los intentos de cualquier cosa cuando ese par de orbes azules rodeó su mirada y lo doblegó a su antojo.

—Estás loco, no puedo no ir. Cuando aparezca, Jhosei va a querer matarme. —Entre temblores susurrados y pestañeos que ocultaban la angustia de su mirada, su cabeza se ocultó en la oscuridad del pasillo y de sus rizos escarlata.

—No aparezcas, no vayas más —le dijo, acunando en sus manos la consternación de ese rostro pálido cuyos labios no pudieron replicar. Asustado, Destiny lo mandó a callar y le hizo notar que la nariz aún le sangraba, y las heridas en sus labios siquiera amagaban con cicatrizar.

A regañadientes, quejumbroso y tambaleante, Noah se dejó hacer por esas manos que suavemente acariciaban lo más profundo de sus rasgos casi con admiración. Con los párpados cerrados, no se animaba a ver a los ojos a ese Destiny que, embelesado, se derretía en esa silla abollada en la que no había día en que no se sentase. Cuando sus cuidados terminaron y sus manos se anclaron entre sus rodillas, Noah abrió los ojos y se fijó en esos que, detrás de un par de lentes, le sonreían bobamente. Sin corresponder a la sonrisa, pero con algo aflorando desde lo más tierno de su helado querer, Noah se inclinó hacia delante y dejó sobre los labios de Destiny un beso con sabor a yodo y olor a colonia.

En el pulcro silencio de esa cocina se desarmaba una sinfonía de ojos cerrados y una mesa que rechinaba. Incómodo, inquieto, Noah se bajó de la mesa y, sin invitación, se sentó en el regazo del mayor, que le rodeó la cintura y se pegó a su cuerpecito frío, se hundió en la suavidad de su boquita como flor de azahar, como duraznito maduro y sonrosado.

Largo y tendido, delicado y glorioso, el beso terminó en un «nos vemos después» y el clic de la puerta. Con las manos vacías, Destiny se acostó a dormir, sin atreverse a espiar por la ventana la ruta que marcaría esa cabellera roja por entre las calles húmedas de una ciudad durmiente, y mucho menos quiso pensar en lo que sería de él al día siguiente, o, para peor, cuándo volvería a verlo.

Pero de lo que sí estaba totalmente seguro era de que tenía que hacer ceder a ese muchachito de los fieros pozos azules, de los cabellos de sangre. Noah no podía seguir bajo las órdenes y la mano de aquel hombre que a bofetadas lo obligaba a trabajar, y que con amenazas y deudas que a él no le concernían, lo alentaba.

Perdido en pensamientos y delirios que siempre lo llevaban al mismo dónde, al mismo quién, Destiny cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta el mediodía del día siguiente. Descarado, apurado y sin los lentes, se presentó igual en la farmacia y de corrido se quedó hasta que esa noche cerraran.

 

Una semana de espiar sin atreverse a traspasar la puerta de cristal, varios días de sueños incompletos y pesadillas con aroma a comida, noches de imaginar, mañanas de degustar un café insulso al que sólo podían darle sabor un par de manos expertas. Solo en su departamento, aburrido en el bus, deprimido entre las sábanas, Destiny reparó en su vida vacía, en sus metas faltantes, en la ausencia de sentido que tenía su existencia si a la ecuación que lo despertaba todos los días le restaba a Noah, a sus rizos escarlata, a sus ojos azules, a su boquita a la francesa.

Después de un sábado en que se dio el lujo de faltar al trabajo y no avisar, luego de pasarse la noche despierto, pensando en Noah, susurrándole su nombre a la almohada y a las estrellas fugaces que las luces de la ciudad no le dejaban ver, se despertó un domingo con un dolor de cabeza colgando de sus cabellos cortos y un bostezo atorado entre sus labios resecos. Las ventanas cerradas tenían pegadas el vaho de la tibieza del departamento solitario, y las puertas temblaban con el frío. Cuando prendió la luz de la cocina, en la puerta sonaron los delgados nudillos de un madrugador. Al abrir la puerta, lo que Destiny jamás esperó encontrar fue ese par de ojos azules que le pedían asilo con un pestañeo cansado.

—¿Qué te pasó? —le preguntó, dejando pasar las ariscas maneras de un muchachito desvelado.

—Jhosei no me dejó entrar. —De mal modo, se sentó a la mesa y desparramó sobre lo anaranjado su cabello rojo. Amagando con cerrar los ojos, se fijó en Destiny, que mordiéndose un labio en un gesto que mezclaba la admiración de su enamoramiento de ensueño y la lástima acumulada, lo observaba fijo y condescendiente, casi triste.

—¿Por qué no golpeaste apenas llegaste? —indagó, curioso, preocupado. Se sentó junto a él y quiso acariciar uno de los rizos que descansaban sobre la mesa de su cocina, pero Noah movió la cabeza, se giró hacia el otro lado, y farfulló que, al llegar, no sabía si era muy temprano como para que aún no hubiese salido de la farmacia, o si ya era tan tarde como para que estuviese durmiendo.

—Cuando te escuché murmurar mi nombre, supe que estabas ya en tu quinto sueño, así que preferí esperar a que te despertaras. No sé si llegué a dormirme en el pasillo —confesó, apretando los labios y retorciendo los dedos de los pies. Conmovido, Destiny alargó una mano de dedos largos que se enredó en las hebras coloradas y tironeó de los bucles con suavidad; bajo el tacto de su mano sintió a Noah desarmarse en un escalofrío. Acariciando esa cabellera hipnotizante, su mano llegó a la nuca, al cuello, al ángulo de la mandíbula; Noah soltó un suspiro y sus ojos se cerraron en la decisión de dejarle hacer. Rendido, se desplomó en la mesa, y a manos de Destiny se quedó dormido.

Absorto, jurándose enamorado, el solitario chico de los lentes, el farmaceuta aburrido, detuvo todo a su alrededor una mañana para dedicarse a observar al cuerpo de sus sueños, al ser de sus deseos. Se encontró sonriendo en un momento, y hubo otro en que se acercó a acariciarle la nariz respingona, los labios resecos, las pestañas arqueadas.

Mientras lo observaba, pensaba en cómo pedirle que dejase de someterse a los abusos de un hombre al que no le debía nada.

 

Cerca del mediodía, Noah abrió los ojos y preguntó qué día era. Un par de horas más tarde, sin permiso se declaró dueño de la heladera, rey de la encimera y domador de las hornallas. Con la sugerencia a flor de piel y la inspiración colgándole de los rizos desordenados, puso manos a la obra en una creación culinaria que lo hacía bailar por toda la cocina, frente a los ojos de Destiny, que entre embelesado y divertido lo dejaba ser y hacer.

A veces, sus labios tarareaban; otras, sólo se movía al ritmo que rebotaba en su cabeza y entre las ollas y sartenes. Con su cinturita retorciéndose y las caderas bamboleándose, con los rizos saltando, con las manos libres y sucias trazando arabescos en el aire, sentía en su espalda el quemar de una mirada que le incendiaba las mejillas y sacaba lo peor de él, de la seducción que llevaba hasta en las pestañas.

Al cerrar la última llave de gas, al silenciar el barullo que llenaba la cocina, Noah se volteó y, apoyado en la encimera, limpiándose las manos, clavando sus ojos inquietos y traviesos en los de Destiny, le preguntó:

—¿Por qué me mirás tanto?

El muchacho desvió la mirada, intimidado. Tragó en seco, buscando una respuesta.

—Ya te dije que me gustás —le dijo, sin mirarlo a los ojos.

—¿Y por eso sólo vas a mirar? —Pestañeando con coquetería, sonriendo con insinuación, se acomodó mejor contra la encimera e invitó a Destiny a acercarse, a acariciarlo con la mirada, a rodearle la cintura; le permitió besarlo como más le gustase mientras él sólo se colgaba de su altura y dejaba balancear sus pies.

Invadiendo una boca que sabía a los vapores de una cocina milenaria, paladeando la suavidad de una lengua que le arrancaba de la piel las sensaciones, con una mano enredada en la cabellera de algodón de azúcar y la otra arañando con devoción la ropa que cubría la cinturita que se pegaba a su cuerpo, Destiny perdió la conciencia; se olvidó de la comida que se enfriaba, dejó que el reloj corriese, extravió la identidad que creía poseer, y teniendo a Noah colgando de su cintura, trepó hasta el colchón y las sábanas revueltas, que los vieron desnudarse en el frío de esa siesta en que todos dormían y ellos exploraban cuerpos ajenos que se derretían en sudor.

Las rendijas de luz espiaban a través de las persianas cerradas la blancura de una espalda esbelta por la que se derramaba el rojo de una cabellera rizada, y el nácar de esa piel en éxtasis se derramaba sobre una cama a un par de metros del suelo. De la boca de esa sirena colgaban los labios del marinero que cayó ante sus encantos, y por su cuerpo se deslizaban las manos que pretendían no dejarlo escapar.

Creyeron ver la gloria envuelta en perlas y se sintieron flotar sobre una hornalla cuando la carne les abrió paso, y, presos del placer carnal al que estaban sometidos, se encontraron gimiendo el nombre ajeno. Cabalgando sobre las caderas que se enterraban entre sus piernas, sobre la cama que se movía al ritmo que él imponía, jadeando una melodía que se enredaba con los rechinidos, Noah se revolcaba sobre el pecho plano de Destiny, que le tironeaba de los cabellos de algodón de azúcar, de los bucles de sangre. En los ojos de ambos brillaba el salvajismo con el que se atrevían a mezclarse, y con el hilo de sus pensamientos ahorcándolos, se dejaban llevar por sus más bajos instintos.

Con el vértigo que nunca sintió sobre esa cama deshecha, bajo ese techo renegrido de humedad, hundido en la semioscuridad de las ventanas cerradas a esas horas de una tarde que apenas se estrenaba, Destiny abrió los ojos cuando su nombre se escurrió de entre los labios franceses de ese ser que brillaba con el fulgor y la envidia de todas las perlas no nacidas, de todas las nereidas de los cuentos griegos. Postrado bajo sus piernas, de rodillas a sus pies, viendo desde los infiernos el ascender de una diosa ardiente, lo sentía latir, temblar, rodeándolo con sofoco, tragando en seco, buscando con desespero el aire que hervía contra su piel húmeda pero que no llegaba a su nariz agitada, a su boquita entreabierta. Un gemido que reventó en lo nublado de su cabeza y un último beso con el sabor del dulce del café y lo salado del sudor de ambos, llevaron a Destiny a escurrir su orgasmo en miles de escalofríos; se abrazó al exquisito cuerpo que jadeaba en su oído, y aferrándose de sus rizos volvió a besarlo con la pasión de dos amantes de época ocultos en las páginas amarillentas de algún libro impreso allá por el 1800.

El sosiego, la calma después de la tormenta cayó sobre sus brazos entrelazados un rato después de que el sudor se hubiera secado al contacto con el aire frío. Acariciando los cabellos húmedos, tibios y rojos, como con la mano enredada en sangre, Destiny tenía a su merced una criatura que ronroneaba y se dejaba hacer. El silencio le aburría, la tranquilidad lo espantaba, la quietud lo abrumaba, y a su lado Noah sonreía, conquistándolo con una mirada azul diluida entre las pestañas que barrían el aire y lo seducían; con una bajadita de ojos se sonrojó, y Destiny no resistió la tentación de saborear los labios que se le ofrecían, pero aun así no aguantó y le puso fin a su mudez.

—¿No pensaste en dejar de ir? —le preguntó, deslizando los dedos por lo trémulo de esa piel nacarada y deliciosamente transparente.

—¿A dónde? —respondió Noah con una pregunta, ajustando su ceño y haciendo memoria por entre las escuetas conversaciones que rebosaban de histeria y silencios prolongados.

—Quiero que dejes de trabajar para Jhosei. —Lo miró a los ojos, tratando de aseverar su mirada. Entre aterrado y confundido, Noah siguió balbuceando preguntas que soltaban al aire un qué y un por qué. —Él te pega, te hace mal... —intentó justificar, acariciando una de las mejillas frías que el chico al instante alejó, arisco.

—Si supieras, Des. —Negando con la cabeza, se incorporó en la cama y desde arriba lo miró. —Él no me hace mal, él me deja hacer a mi antojo lo que más me gusta en este asqueroso mundo al que me trajeron.

—Pero podrías intentar hacerlo en otro lado donde te pagaran y...

—Es que no entendés, Destiny —interrumpió Noah los ademanes que el susodicho hacía con las manos mientras se incorporaba y con susurros tímidos intentaba llegar a él—. Jhosei no me pagará un salario, no me respetará como persona, pero me sacó de la calle, y hace cinco años que me viste, me da de comer y me deja dormir en una cama. Gracias a él no tengo que andar vendiéndome por ahí, pero vos, egoísta que no tiene vida propia, no ve eso.

—Noah... —quiso susurrar, pero la voz se le quebró a la mitad.

—No, Des.

Con la mente en blanco y la boca abierta cual expresión de sorpresa fingida, Destiny se quedó sin palabras. Al borde del llanto, Noah se bajó de la cama de un salto y, recogiendo su ropa, atravesó el pasillo hacia la cocina. Junto a la puerta se vistió y, sin atreverse a mirar hacia atrás, se marchó. El clic de la puerta derrumbó a Destiny sobre la almohada transpirada, y con la cabeza llena de las palabras agolpadas y temblorosas de Noah, se dijo que debía buscarlo para pedirle disculpas.

 

Con ese motivo, Destiny se plantó en el portal del restaurant lunes, martes y miércoles sin respuesta, sin resultados. El cuarto día decidió no ir, enfuruñado y harto de no encontrarlo bajo las excusas que Jhosei, temblando y sobándose las manos, le daba. El viernes inmediatamente siguiente, despierto bajo una llovizna horrorosa y una brisa helada, se ausentó de la farmacia para corroborar que Noah entrase al local sin saber de su presencia, y con la excusa de desayunar se sentó en una mesa y pidió un café. Cuando lo terminó y el ajetreo de las nueve de la mañana distrajo las puertas de la cocina, Destiny se inmiscuyó entre el vapor que flotaba e inundaba el ambiente con el aroma dulce de la leche del desayuno y el picante de los almuerzos adelantados.

—Noah, yo... —empezó a decirle a la nada que movía ollas y tazas tras la deliciosa niebla que le impedía ver—. El otro día estuve muy mal y quería...

—Callate y desaparecé —espetó la voz fría de un Noah que no se dejó ver.

—Pero... —Tanteó sus pisadas e intentó acercarse al calor de las hornallas que derretía el azul de los ojos de ese muchachito que se llevaba su cordura.

—No quiero que nadie te vea acá, andate —dijo con firmeza, alejándose de los pasos que se acercaban. No terminó de hablar cuando las puertas de la cocina dejaron pasar a Jhosei. Estaba enojado, y golpeando la mesada con el puño gritaba que se estaba tardando demasiado, que dejara de jugar, que hiciera más rápido lo único para lo que servía. Buscando entre el vapor y las sartenes, murmurando improperios en una lengua incomprensible a los oídos del único espectador, se encontró con Noah huyendo aterrorizado de la mirada de confusión de Destiny.

—¿Así que estás jugando con el amiguito nuevo que te conseguiste? —Burlón, sarcástico, dio un par de pasos hacia los ojos que más miedo empezaron a destilar cuando una mano se alargó hacia sus rojos cabellos de algodón de azúcar, y de un tirón lo acercó a su nariz peluda. —¿Qué esperás para ponerte a trabajar? —Una nalgada resonó entre las sartenes, y, gimoteando las culpas que no eran suyas, Noah evitó reflejarse en el horror de los ojos de Destiny, que sin percatarse del aura de abandono que pesaba sobre el muchachito de su adoración, o la ojeada de desagrado que Jhosei le echó encima, salió de la cocina con un objetivo fijo.

 

Si Noah no entendía que un lavado de cabeza que le hacía agradecer que un salvaje le pusiese encima sus sucias manos no se acercaba a la comodidad, ni mucho menos a la gloria, entonces él iba a tomar cartas en el asunto, iba a hacerse cargo. Creyéndose con la autoridad suficiente sobre ese ser, sobre esa criaturita de la que se enamoró con sólo verlo a través de la ventanilla del bus, pensó que podía darse el lujo de defenderlo de los golpes y la esclavitud que nunca le harían bien.

Por eso, cuando a la semana siguiente Jhosei no pudo abrir las puertas de su restaurant porque éstas estaban selladas con una faja de seguridad, y se encontró a Noah llorando a manos de un hombre enfundado en una bata blanca, Destiny estuvo ahí, observando desde una esquina cómo un agente de salubridad y varios oficiales de policía usaban su autoridad para clausurar un restorán en el que tenían trabajando a un menor de edad. Después de una extensa y caliente discusión, Jhosei se negó a pagar cualquier clase de desembolso, y menos a presentarse a una citación por maltrato y abuso de menores, y vio partir a Noah hastiado de cuestionarios y manoseos a los que llamaban revisación médica.

Con las mejillas veteadas de lágrimas y vergüenza, Noah caminaba bajo la llovizna tironeándose de los rizos. Rechinando los dientes, se topó con un Destiny que le sonreía con miedo, llevando en los ojos la angustia ajena.

—¿Todavía no te cansaste de arruinarme la maldita vida? —le preguntó con la voz quebrada y los ojos ardiendo en el fuego de un par de hornallas de cocina.

—Yo quiero lo mejor para vos —murmuró el farmaceuta, empezando a arrepentirse, odiando con lo más profundo de su ser esa impulsividad muerta que, cuando quería, lo llevaba de cabeza a cometer estupideces.

—¿Lo mejor? —escupió Noah con la ironía pintada en la lengua. Negando con la cabeza, murmuró por lo bajo algo en ese francés precioso que salía de entre sus labios quebrados, y se limpió las lágrimas antes de levantar la mirada—. ¿Por qué te metés, eh? ¿No podés hacer tu vida y dejarme a mí hacer la mía? —Tragó en seco la rabia que no podía llorar, y antes de darse la vuelta y alejarse con la intención de que fuera para siempre, derrochó en Destiny lo último que le quedaba de esa saliva venenosa que supuraba la boca con la que le había regalado los mejores besos: —Llevaba toda mi perra vida haciendo esto porque me gusta, y una cachetada no iba a detenerme, ¿sabés? Que vos no tengas vida no me importa, pero no te metas en la mía, que bien la estaba llevando cuando apareciste.

No quería volver a verlo, deseaba que desapareciera de aquel mugroso lugar en que lo había conocido, caminaba intentando borrar las huellas que ese hombre se había gastado en dejar en él. Temblando de frío, conduciéndose solo por calles vacías y mojadas, su espaldita encogida y sus piernas delgadas se esfumaron del panorama gris y aburrido que se perdía más allá de la nariz de Destiny.

 

Volviendo a la monotonía de su aburrimiento, deprimiéndose a causa de su soledad, carente de un motivo por el que levantarse todas las mañanas, Destiny se encontró un día perdido en la inmensidad de un mundo que no sabía quién era él y qué hacía vivo todavía.

La angustia y la congoja de la culpa firmaron su despido de la farmacia, con la excusa de sus consecutivas ausencias y su constante falta de atención o motivación. Un puestito tras una computadora oxidada lo recibió con el hastío de encontrarse con un pobre empleado nuevo otra vez, y cuando quiso acordarse, se dio cuenta de que no recordaba su propia voz, esa con la que había gemido el nombre de Noah tantas veces en un solo día.

 

Semanas, quizás meses después de intentar y no poder olvidarse del muchachito de sus penurias, Destiny se vio paseando por un boulevard muy concurrido, rodeado de luces y gente que le sonreía. Vacío por dentro, caminaba frente a las vidrieras que le vendían cosas para las que no tenía ojos. Tropezando con multitudes enteras, confundió las luces de un semáforo en verde con las de un árbol de navidad, y un bocinazo lo detuvo en la mitad de la calle; alguien empujó su cuerpo casi inerte, ausente, hacia la otra acera, y con un insulto bien merecido lo dejó junto a una cabellera sangrante y un par de hipnotizantes y maquillados ojos azules que, queriendo huir despavoridos, no tenían escapatoria.

—Qué... ¿qué hacés acá? —le preguntó a ese Noah que se inclinaba sobre la ventanilla del conductor de un automóvil y recibía disimuladamente un beso y un fajo de billetes en una mano coqueta y enguantada. Con miedo, con vergüenza, el muchachito alzó la cabeza, miró a Destiny a los ojos, y soltó un suspiro desesperado. No se animó a hablar, pero, enredando un dedo en uno de los bucles que colgaba junto a su carita de nene, se atrevió a mentir.

—Junto limosna. —La voz le salió aguda y rasposa, y sus mejillas coloradas intentaban llorar todo lo que sus ojos no querían.

Revolviendo en su bolsillo, Destiny sacó la última moneda para el bus de regreso a casa y la dejó sobre esa palma blanca y suave con la que nunca más se encontraría. Acariciándole el rostro emperifollado en brillos y maquillaje, se alejó con la pena partiéndole el corazón que ya no sabía si tenía. Sin voltearse, sabía que a sus espaldas Noah estaba subiendo a un auto diferente.

Noah, que le había robado la cordura. Noah, que le había regalado el manjar de su cuerpo de sirenita. Noah, que con sus ojos de haberlo visto todo y sus manos expertas, lo había conducido al infinito placer de sus ariscas maneras. Noah, que con su cabellera de algodón de azúcar, sus rizos de sangre, lo tenía aun hipnotizado.

 

 

 

Notas finales:

Muchísimas gracias por leer, y si tienen algún comentario, más gracias todavía :D


Pero todos mis agradecimientos van para Blair, que estuvo ahí cuando casi me arranco los rulos. Vos ya sabés :3


Si a alguien le interesa leer algo más de mí, acá me tienen~ lopoquitoquequedademi.blogspot.com


Hasta la próxima (;


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