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¿Puedo tenerte? por Pamina Taminori

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Notas del capitulo:

Me atrevo a publicar esto que no sé si llamarlo historia. Espero que la narrativa al menos esté bien. Muchas gracias por leer y cualquier duda acerca del fic me preguntan.


Era una noche fría de octubre en el distrito más rico de Besthopaul. Abel había llegado al puente con ánimo de encontrarse con sus amigos. Como todas las noches de sábados. Como casi todas las noches de sábado.


Abel mide más de un metro setenta y cinco y estudia ornitología. Los “pio-pio”, como decía su madre, burlándose de él. Tiene el cabello muy negro, con un ligero tono azul. Viste a la moda, con los pantalones caídos pero tampoco le preocupa la moda especialmente. A Abel le preocupa su hermana Meka. Sí, Meka le preocupa porque está enferma y va a morirse. Y eso ella no lo puede saber porque tiene doce años.


El puente peatonal rodeado de faroles rojizos ofrece una vista impresionante. Aquella noche, Abel se había fijado en la figura de un muchacho muy delgado apoyado en la enorme barandilla. En poco menos que un suspiro el chico había saltado la baranda y se había quedado apoyado en el quicio del puente. Ya no mediaba la baranda entre él y el abismo.


Abel corrió hacia el chico.


—¿Vas a hacerlo? —preguntó Abel encaramándose en la baranda. Parecía un mono y sonreía. Y sus ojos brillaban como dos lagos azules insomnes.


—¿El qué? —preguntó el chico con gafas. Éste tenía el cabello de un rubio ceniza y ojos negros.


—¿Vas a suicidarte? —siguió Abel.


—Hoy no—. Encendió el cigarro.


—Está prohibido arrojar basura al vacío, ¿lo sabías? —. Miró al chico con gafas. Éste no se dignó a devolverle la mirada.


En aquel momento, unos muchachos llegaron al puente y el chico con gafas salió corriendo como alma que lleva al diablo.


—¿Quién era ése? —preguntó Pete, rodeando con un brazo los hombros de Abel— ¡Vamos Abel! ¡Cuéntamelo todo!


—¡Suéltame Pete! —chilló Abel, apartándose de su abrazo— tú y yo hemos acabado, ¿aún no te enteras?


El otro trastabilló. —Ya sé, ya sé, no tienes por qué estar a la defensiva, después de todo aún somos amigos, ¿no? — Y le tendió la mano, sonriendo al mismo tiempo.


Abel estrechó la mano ofrecida. —Lo siento, chico. Sí, somos amigos.


—Entonces, ¿ya podemos ir a divertirnos? —preguntó Pablo, que se acercaba con una bolsa en los brazos.


—Sí—.


Pero la mente de Abel estaba en otro lugar, en otra parte. Pensaba en su hermana Meka, la hermosa niña de ojos azules y pelo negro, apoyada en la baranda de aquel puente.



Rocky, el chico de las gafas, entró en la casa que compartía con su madre. Rocky es muy delgado, casi flaco y mide un metro noventa. Juega al baloncesto, a nivel nacional, se podría decir que es un buen jugador. También juega al ajedrez y no es malo, pero prefiere perder ya que se ha aburrido de enseñar a jugar a los aprendices. A veces deja a su madre sola y se siente un mal hijo, pero Rocky trata de ayudarla en lo que puede y sabe.


—Rocky, lávate las manos antes de comer, ¿por qué has llegado tan tarde? —dice una voz femenina, en cuánto él entra en la casa.


—Con unos amigos—. Chasqueó la lengua. A aquellos idiotas con los que se juntaba no podía llamarlos amigos; se pasaban la clase lanzándole bolitas de papel y burlándose de sus gafas; y para más inri, limpiaban sus grasientos zapatos en su mochila cuando tenían oportunidad.


Rocky no tenía amigos; ésa era la realidad. Tal vez tuvo algún día un amigo, uno solo pero Rocky no es capaz de recordarlo, no puede evocar su cara, aunque a veces le parece que oír su vos. A Rocky le es cada vez más difícil recordar las caras de la gente, sin embargo conserva un recuerdo vívido de todos los números de teléfono, claves y demás datos impersonales. Éstas son cosas que molestan a Rocky. Cuando saltó la baranda del puente, su intención no era tirarse al vacío, como había pensado aquel moreno idiota de ojos azules. Él quería tomar una foto de sí mismo, bajo el haz de aquellos faroles rojizos.


—Es un método —se repetía Rocky con malignidad— para no olvidar que mi rostro no cambia por la noche.


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