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Maimakterion por Nekane Lawliet

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Los personajes y la trama original de Saint Seiya son propiedad del sensei Masami Kurumada. Los personajes y trama originales de Saint Seiya~The Lost Canvas, son propiedad de Shiori Teshirogi y quienes pagaron sus respectivas licencias.

Aviso: Universo Alterno: época de la Grecia micénica.

Para la creación de ésta historia se hicieron las necesarias modificaciones a las edades originales de los personajes, así como sus nacionalidades; éstas pueden consultarlas en la enciclopedia Taizen.

Si el lector llegara a encontrar un error en los datos, se le agradecerá encarecidamente que nos lo haga llegar.

Esta historia se crea en conjunto con רקון (Mapache para los amigos xD). Disfrútenla.

Maimakterin9;n

Por Nekane Lawliet y רקון

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Primer canto

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Durante años afirmé con orgullo que los dioses me habían bendecido con una memoria excepcional, permitiéndome recordar ínfimos detalles de cosas que había visto sólo por un instante. Cuando yo decía esto, mi hermano solía reírse de mí a carcajadas que jamás se molestó en contener, para luego mirarme con compasión. No porque no me creyera – porque lo hacía – sino porque creía que, más que una fortuna, era una terrible maldición.

Entonces, nunca estuve de acuerdo. Hoy en día, coincido con él; pues aquel don del que tanto me ufanaba, se convirtió en un pesar cuando envejecí, ¿o acaso, ustedes desearían recordar todo, inclusive lo cruel, durante toda su vida?

Los últimos nueve o diez años de mi vida, no me molesté en ningún momento por narrar a alguien esta historia; sobre todo porque la versión popular que embellece esos recuerdos me resulta mucho más hermosa que la que permanece en mi memoria. Sin embargo, andando por los concurridos pasajes de Atenas, a mis oídos llegó la noticia de que Odiseo, rey de Ítaca, había vuelto a casa, realizando heroicas hazañas y contando historias increíbles sobre Troya y su viaje.

Me sentí gustoso de saber que Odiseo estaba vivo; hasta hacía poco se le había dado por muerto e incluso yo mismo lo creí así. Pero mi alegría inicial fue sustituida por el abatimiento de los recuerdos y una retorcida ironía se adueña de mí: maravillosas son las historias que el rey de Ítaca llegó contando; igual de maravillosas que todas aquellas que contó Menelao, las que contó Agamenón; con las que la vox populi se encargó de adornar y embellecer la guerra de Troya o las que intentan narrar sobre los campeones que lucharon e inmortalizaron sus nombres en esa tierra.

Desde que crucé el Egeo de regreso a Grecia – a un hogar que ya no existía, sin ganas de continuar una vida que ya no tenía sentido para mí – y puse un pie en tierra, las historias que los aedos se encargaron de divulgar por el mundo no eran precisamente las que yo recordaba. Son miles las que engrandecen al príncipe Héctor, domador de caballos; otras miles las que magnifican al poderoso Aquiles, de pies ligeros. Pero hoy, permítanme contarles la historia de nosotros: los guerreros olvidados; de nosotros, la carne de matadero; de nosotros, los mortales. Déjenme contarles la historia de mi rey, un hombre hijo de hombres que no tenía ni ascendentes divinos ni gozaba de ningún favor de dioses y sobre todo, no deseaba ayuda alguna de ellos.

La historia de mi rey, quien luchó junto a Aquiles, peleó contra Héctor, caminó al lado de Áyax y cuyo nombre fue opacado por la grandeza de los héroes que gozaron de volverse inmortales.

La historia del rey de Askella: Aioros, El Centauro, hijo de Sisyphus. Hermano de El León, Aioria. Discípulo de Dohko, El Tigre. Comandante de un ejército de bestias, en el más glorioso y honorable sentido de la palabra.

Hoy, por favor, escuchen la historia de un héroe olvidado.

Pese a que hoy en día trabajo como herrero en Atenas, para que no vayan a suponer que soy un hijo de nadie a quien las musas inspiraron un delirio, déjenme decirles que mi padre fue Aspros de Askella, sumo sacerdote de Atenea y consejero real de Sisyphus.

Mi tío, Defteros, fue soldado y él, junto a otros dos miembros de mi familia, peleó por el entonces príncipe, hijo de una segunda esposa, cuando se disputó el trono entre sus medios hermanos a la muerte del antiguo rey, quien no había nombrado a un heredero antes de ser arrastrado por Hades. Y aunque la hueste no era numerosa, eran hombres dispuestos a entregar su vida y ofrecer su muerte porque Sisyphus tomara ese trono. Así que a la edad de veinte años, tomó el cayado y la corona real; consolidando su poder y nombrando, inmediatamente, a sus hombres de confianza en puestos de gran importancia.

Hacia la misma época, en otra parte del mundo, Príamo extendía el poder de su reino por Asia.

El padre del rey Sisyphus había cultivado un arraigado amor por la guerra y la muerte en nuestro pueblo, con un ejército lleno de hombres sedientos de sangre y violencia que lo mismo les daba encomendarse a Ares como a Atenea mientras uno de los dos, el que fuera, otorgara la victoria. No importaba como, pero ganar y ser cubiertos por la gloria era lo único importante. Eso fue en tiempos del viejo rey.

Al tomar el poder, Sisyphus se encargó de eliminar esa oscura tradición. Si bien, nunca consiguió que se erradicara la tradición de un pueblo guerrero, sí se encargó de formar verdaderos guerreros y no mercenarios. Cambiando el miedo por respeto; con hombres bien entrenados, bien armados y bien educados; convirtiendo a su ejército en uno de los más temidos. Bajo su guía, Askella se convirtió en un país en el que te enorgullecía nacer y por el que, gustoso, derramabas tu sangre. Un reino próspero y rico, aunque relativamente pequeño. Tierra de soldados donde la guerra se convirtió en un deporte. Una tierra donde su gente no temía a la muerte, pues éramos los únicos en toda Grecia que podíamos decir que Hades mismo nos favorecía.

Yo nací diez años después, en compañía de mi adorado Kanon, ambos bajo el designio de una mala estrella que nos perseguiría por toda nuestra vida. Desde antes de nacer ya nos estaba condenando, ya que Aspros, mi padre, había sido asesinado en alguna fecha entre la concepción y alumbramiento y, para el día en que mi hermano gemelo y yo respiramos por primera vez, nuestra madre murió a media labor de parto.

Fue nuestro tío Defteros quien nos acogió en su casa con tan sólo horas de nacidos. No había tomado una esposa y la única cortesana que poseía, llamada Pasifae, no era capaz de tener hijos, por lo que nos recibió con los brazos abiertos, criándonos como a sus propios hijos. Pero eso sí, nunca permitió que olvidáramos quien era nuestro padre, como tampoco permitió que dejáramos de llamarlo "tío".

Defteros era comandante de primera línea y su casa era, con mucha frecuencia, el punto de reunión de sus hombres más allegados: Dohko, a quien solían llamar El Tigre; hábil con prácticamente cualquier arma y mortal en batalla. Hasgard, un hombre enorme que más bien parecía un toro, con sus cicatrices de guerra que marcaban su rostro y le daban un aspecto tan fiero que sorprendía con su personalidad amable. Cid, invencible si tenía una espada en la mano y Regulus, que era el más joven y quien estaba siempre sonriente; sin embargo, aquella me parecía la retorcida sonrisa de alguien que no era para nada feliz, por lo que siempre me incomodaba su tosca felicidad y buen humor.

A mi hermano le fascinaba observar a aquellos apuestos hombres sobre sus fornidos caballos negros. Las espadas de bronce y oro con empuñaduras labradas y llenas de turquesas, esmeraldas y rubíes que destellaban bajo la luz como estrellas; años más tarde me confesaría que verlos le provocaba excitación y sensación de expectativa, no de temor, pues ninguno le resultaba particularmente más temible que nuestro propio tío, pero sí de desesperación al saber que no podría reunirse con ellos hasta muchos años más tarde, cuando creciera y se convirtiera en hombre.

Yo, por otra parte, observaba todo con cierto rechazo. No era la guerra lo que me llamaba la atención, a mí me atraía más seguir el camino de mi padre y dedicar mi vida a los dioses. Más de una vez, los amigos de mi tío ofrecían sacrificios de animales a los dioses, ritos a los que acudía el sacerdote que ocupó el lugar de mi padre: Shion, un vigoroso hombre que caminaba kilómetros buscando sus hierbas y trepaba las rocas de los acantilados como un cabrío. Me encantaba el olor del incienso y las llamas que se elevaban brillantes, danzando al compás del viento conforme se elevaban oraciones al dios que se deseara adular, frecuentemente a Hades, para el día a día, o Atenea, para la guerra.

Era en compañía de esos hombres que Defteros solía comer y beber hasta el amanecer, hablando de amor al rey, honor, dioses y batallas. Y fue en medio de adoración al rey, honor, religión y guerra que se nos educó.

Kanon encontró en Defteros su meta a conseguir, incluso a superar. Deseaba imponer con su presencia como lo hacía Hasgard, quería ser tan buen estratega como lo era nuestro tío, tan buen jinete como Regulus y tan mortal en batalla como Dohko y Cid. Hablaba de gloria eterna y mientras mi hermano soñaba con la inmortalidad de la guerra, yo únicamente aspiraba a ser sacerdote, uno del que todos hablaran como lo hacían de mi padre. Sin embargo, mi rey nunca me lo permitiría.

Finalizaba el mes de Zeus y se preparaban la fiestas en honor a Dionisio, cuando mi rey nació.

—¡Ha entrado en labor de parto! ¡La reina dará a luz, Defteros! — anunció un día Regulus, entrando a la casa sin anunciarse y prácticamente arrollando a la servidumbre.

Fue el mismo año en que cumplimos los cinco de edad que Regulus informó a su comandante aquella noticia, con una enorme sonrisa en el rostro y emocionado como si fuera su propio hijo el que estuviera a punto de nacer. Los ojos de mi tío brillaron de alegría, llamando entonces a sus esclavas y mandándolas a bañarnos y perfumarnos, ordenando que se sacaran las mejores ropas para vestirnos a los tres, pues acudiríamos a presencia del rey Sisyphus.

Las esclavas trabajaron a toda velocidad para cumplir la orden y en menos de media hora, vestidos con finas túnicas de algodón con cenefa bordada en plata, adornados con brazaletes de oro, piedras preciosas y el cabello perfumado; llegamos al encuentro del rey en brazos de nuestro tío. Nerviosos e impacientes.

Durante los poco más de cinco años bajo la custodia de Defteros, habían sido numerosas las ocasiones que había escuchado a la compañía de soldados nombrar al rey con epítetos gloriosos, narrando sus hazañas y alabar su infinita bondad y buen juicio; mas nunca lo había visto. Sin embargo, en cuanto el heraldo nos anunció y los guardias permitieron nuestro paso, verlo por primera vez fue algo que sencillamente no puedo describirles con palabras; fue un día y un rostro inolvidables para mí.

Debo decir que mi escudriño y estudio sobre ese hombre fue más minucioso de lo que es medianamente normal para un niño de esa edad, pero la figura de ese maravilloso hombre me había fascinado; era como si todo lo bueno de un ser humano lo tuviera el rey Sisyphus en su persona, como si los dioses lo hubiesen esculpido con sus propias manos y verlo desde mi posición en el suelo fue como ver a un titán.

Recuerdo bien que vestía una túnica azul, sujeta a los hombros por broches de oro, mientras una larga capa caía como una cascada de tela hasta el suelo. Llevaba un cinturón del que pendía la espada y una diadema de oro y brillantes piedras preciosas reposaba entre sus cabellos castaños. En su mano llevaba firmemente sujeto el cayado real, bañado en oro con incrustaciones de turquesa, que brillaba exquisitamente por la luz del sol que se filtraba por las ventanas.

—¡Defteros, mi buen amigo! —exclamó el rey cuando mi tío nos depositó en el suelo y lo reverenció, dándole el enhorabuena con la felicidad tatuada al rostro.

Sisyphus se acercó, aceptando las palabras de felicitación con un movimiento de cabeza y una sonrisa. Entonces nos miró, a mi hermano y a mí, y en sus ojos brilló algo que reconocí como un inusual interés. Se agachó hacia nosotros con sus ojos azules fijos en los míos, quedando tan cerca que pude sentir su nariz rozar la mía. Me sonrió y la mano que tenía libre despeinó los cabellos de Kanon con aire afectuoso.

—Yo conocí bien a su padre, lo extraño. Nos dejó antes de tiempo—nos dijo, con un dejo de melancolía—. Cuando me hablaste de tus sobrinos, Defteros, no mencionaste que parecieran tus propios hijos—dijo, retomando su postura erguida y sonriéndose.

—Le recuerdo que Aspros era mi hermano gemelo, señor—fue la escueta respuesta y el rey no pareció necesitar más explicaciones, pues soltó una carcajada.

—Sus nombres—dijo, dirigiéndose a nosotros, mirándonos desde arriba, con la voz de quien está acostumbrado a ser obedecido.

—Kanon—respondió primero mi hermano, dando un paso al frente, levantando el mentón y apretando los puños para tratar de verse más seguro, aunque pude saber que se sentía igual o más intimidado que yo.

—Tu tío me ha dicho, pequeño Kanon, que te has mostrado muy interesado por las artes bélicas y que manejas bien la espada—dijo, dándole una inusitada seriedad a nuestra conversación.

Respiré aliviado cuando la atención del rey se vio acaparada por mi hermano y pude darme cuenta que, al hablarle como si se dirigiera a un adulto, Kanon se sintió importante y cobró su usual desvergüenza, en cuya voz sonaba el respeto, pero ni una pizca de miedo.

—Quiero ser un guerrero como mi tío—afirmó con las cejas contraídas y las manos en la cintura; gesto que imitó de Defteros cuando éste trataba de hacerse oír por su hueste.

—Ya veo. ¿Darás tu vida por mí y por Askella? —preguntó Sisyphus, entornando los ojos como si quisiera ver dentro de él. Kanon sólo asintió con total convicción.

El rey llamó entonces a un bellísimo hombre rubio, vestido con la túnica negra de los adivinos reales. Hasta ese momento, no me había percatado de la presencia de todas las personas que se encontraban en el salón. Reconocí inmediatamente a los que visitaban con frecuencia a mi tío, pero ahí también se encontraban algunas otras personas que nunca había visto, incluido ese hombre que se acercó a nosotros con movimientos gráciles, casi etéreos, como si flotara en el aire. Él había permanecido todo el tiempo en silencio, con los ojos cerrados y en un rincón del salón. Al escuchar la voz del rey, el adivino se acercó y con tan sólo un primer vistazo supe que ese hombre no era ni remotamente griego y que, cualquiera que fuera su país de origen, estaba muy lejos de Askella.

—Gemelo hijo de un gemelo, Asmita. ¿Cuál es tu opinión?—dijo, señalando a Kanon con su cayado y mirando al adivino como si su palabra fuese determinante.

Asmita abrió sus ojos entonces, mostrando el iris azul que, pese a su brillo y belleza, estaban opacos a la luz del mundo. A pesar de ser ciego, sus ojos se clavaron sobre Kanon como estudiándolo y durante todo el escudriño contuve la respiración, sintiendo en mi interior el nerviosismo de mi hermano ante esos ojos que parecían no verlo a él, pero si hurgar en su interior. Breves instantes más tarde, el rubio sonrió aprobatoriamente y asintió con la cabeza dirigiendo el rostro a donde se encontraba Sisyphus, como si pudiera verlo.

—Veo en él la inconfundible llama de la grandeza, señores—afirmó totalmente convencido y Defteros, orgulloso, posó una mano sobre la cabeza de Kanon, sonriendo de lado a lado.

—Aspros estaría feliz de escuchar eso, sobrino.

El rey estaba por decir algo, sin embargo, el sonido del llanto de un bebé produjo que un extraño silencio se adueñara de la habitación. Todos los presentes se mantuvieron estáticos en su sitio, sólo escuchando al recién nacido llorar por lo que parecieron horas, aunque sólo hayan sido pocos segundos.

Cuando una esclava salió de las habitaciones de la reina y le dijo al rey Sysiphus que su mujer, Sasha, le había dado un varón, su rostro permaneció inmutable, ocultando con su impasibilidad la profunda alegría que azoraba su alma. En ese entonces el rey tenía treinta años y Aioros no había sido su primer hijo. De entre las doce concubinas que le pertenecían, ya había sembrado y acogido a siete bellas niñas y cuatro saludables varones. Pero la reina Sasha no sólo era la única esposa que había tomado y cuyo hijo era el legítimo heredero; sino que, además, era la primera y única mujer a la que había amado de verdad.

Cuando el rey recobró el aplomó, sin decir una palabra, entró a los aposentos de su mujer, dejando atrás a sus hombres que no sabían si debían seguirlo o esperarlo en el salón. Regulus tomo la iniciativa y decidió seguirlo y detrás de él, el resto de sus allegados. Defteros me tomó de un brazo con tal fuerza que creí que lo perdería, mientras jalaba a Kanon de los cabellos y echaba a correr tras su rey. En su defensa diré que, probablemente, la emoción no lo dejó razonar que con su fuerza fácilmente podría arrancarnos brazo y cabeza, respectivamente; pero era el próximo rey quien estaba en esa cuna y no había nada que Defteros amara más que a su rey y Askella.

Llegando a la habitación, vi a la reina Sasha en su cama y su lado el rey ya sostenía a su hijo. Uno por uno se fueron acercando a conocerlo, llenándolo de bendiciones y aclamando a los dioses. Llegando el turno de mi tío, lo tomó en brazos y tras contemplarlo, se agachó para que pudiéramos verlo.

Como siempre, Kanon se me adelantó, bloqueándome la vista. Lo observó un momento y luego miró a Sisyphus con una sonrisa.

—Se parece a usted—le dijo y el rey se hinchó de orgullo ante las palabras de un niño de cinco años; que por algún motivo le engrandecieron más que las de sus hombres, como si el mismo Zeus las hubiera pronunciado.

—¿Lo crees así? —preguntó con falsa curiosidad.

—Claro, es igual a usted—señaló mi hermano tras observar al bebé como si deseara confirmar sus propias palabras.

—Entonces, así como Aspros y Defteros siempre me protegieron a mí, tú y tu hermano deberán protegerlo a él.

Aquello último yo no lo escuché, fue Kanon quien me lo diría más tarde, pues yo aproveché la distracción de mi hermano con el rey, para aproximarme a ver al príncipe, sin prestar atención a lo que se hacía y decía a mí alrededor. Me paré al lado de mi gemelo y miré a Aioros por primera vez; dándome cuenta que el ruido lo había despertado y tenía sus enormes ojos azules fijos en mí. Perdiéndome en el profundo cielo que era su mirada, me sonrió y le devolví el gesto, totalmente embelesado. Me atreví a acariciar su mejilla con la punta de mi dedo y emitió un balbuceo. Tenía cinco años y supe que jamás volvería a ver tanta belleza junta.

Pero yo tenía cinco años y no lo supe entonces: ese día mi rey Aioros me había atado a su destino. Desde el momento mismo en que respiró por primera vez, hasta el día en que dejó de hacerlo.

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Notas finales:

Nota mapachesca: Es un honor escribir para ustedes y espero sean benévolos con este principiante artista/mapache...xD

Nota de Nekane: ^^ Un nuevo hijo mío, esta vez procreado junto a este adorado amigo. Espero que les haya gustado, sus opiniones son bienvenidas.


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