Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Rojo fantasía por Aome1565

[Reviews - 3]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Voy a terminar mi año publicando el único relato que no terminé en su debido tiempo.

 

Este fue un año en que maduré muchísimo a nivel literario, participé de dos recopilaciones y crecí muchísimo con respecto a mis relatos. Me hubiera gustado escribir más, leer un poco más todavía, y participar de algún otro e-book, pero no puedo dejar de estar contenta con lo que logré en este año que se va (:

 

Lo único que espero es seguir creciendo y no decaer por fuerzas mayores, llámese universidad, que va a consumir mucho de mi tiempo. Ojalá siempre pueda encontrarme publicando más de mis humildes relatos :3

 

No entretengo más a quien se haya atrevido a leer :D

 

 

 

Rojo fantasía

 

1

Sentado en el balcón, bajo la cobija de las nubes negras que se fundían en un gris infinito con la luz blanca del sol, sumido entre los bocinazos y el chapotear de las zapatillas transeúntes en los charcos olvidados, con los ojos cerrados ante el parpadear de los semáforos, Jesse respiraba el frío del aire que le tapaba los oídos, exhalaba el calor que se llevaba el viento que despeinaba su cabellera de avellana, y sonreía con sus labios tan colorados como sus mejillas. Sentado en el balcón, entregado a los brazos del invierno que hacía tiritar sus días, anhelaba la primavera que sonrosaba su carita de nene y entibiaba el terciopelo de su piel; se acordaba de la primavera posterior al invierno pasado, donde la noche más caliente lo llevó a hundirse entre un montón de amigos, a dejarse llevar por las risas y los ojitos soñadores embotellados, a la dulzura del escozor del alcohol que lo dejaba apenas contento como para reírse de las vergüenzas que alguna vez lo hicieran llorar.

En un bar donde las cuatro de la madrugada hervían en chistes malos, música muy alta y carcajadas que borboteaban tragos y bebidas sin alcohol, las manos que relataban anécdotas con arabescos en el aire fueron secuestradas por dedos fríos que las sacaron a bailar.

Entre el humo y la oscuridad intermitente de la estrecha pista de baile, rodeado de cuerpos que se le pegaban inocentemente, sudando el calor que rodaba por su piel que ardía en los colores de las luces que bajaban desde el techo, Jesse se vio preso de un par de manos heladas que tanteaban el menear de sus caderas, el bambolear de sus hombros, el agitarse de su cabellera, el sonreír de sus labios tímidos. Apenas había logrado ver lo cautivante de un par de ojos que lo seducían cuando empezó a alejarse hacia la barra; moría de sed, buscaba la luz, le zumbaban los oídos. Pidió algo fuerte, y con una sonrisa temblequeando en su rostro supo que su compañero de baile lo había seguido, que lo había encontrado, que lo observaba de perfil, acariciándose la nariz con el vaso de cerveza que sostenía en un gesto divertido.

Preguntándole el nombre, la edad, qué hacía ahí, se le acercó, y pagando su bebida le robó un beso. Sonrojado, acalorado, con el poco alcohol que tan fuerte le pegaba bailando en sus pestañas, Jesse terminó enroscado entre unos brazos que rodeaban su cinturita, y pronto se encontró enredando todos sus dedos en la cabellera oscura que se enmarañaba bajo sus ojos.

Riendo y bebiendo a cuenta de no sabían quién, coincidieron en que, al final, ninguno de los dos podía mantenerse en pie. Jesse se olvidó de que había llegado con sus amigos, y Owen, aquel de los hipnóticos ojos que rozaban el color lila de las mañanas de esa primavera, dejó dentro de aquel bar las penurias que había ido a ahogar. A los trompicones por veredas derruidas, abandonaron cualquier razón que los mantuviese entre el humo y los tragos, así como de sus cabezas escapó cualquier luminiscencia de sano juicio. Después de bailar un rato más y de sudar los rastros de pudor que pudieran sonrojar sus mejillas, de la mano escaparon por calles que apenas empezaban a clarear.

En el portal de un edificio que ni a la luz del día la borrachera permitió a Jesse reconocer, quisieron despedirse, mas las ganas les pudieron y las escaleras callaron lo que pudieran haber visto subir. Aupado, ensortijado en las caderas de Owen, Jesse creyó haber subido a los cielos cuando, una planta más arriba que los durmientes mortales, lo recibió el candor de un departamento vacío, ordenado y con olor a vainilla. Quitándose la ropa, con la espalda descubierta y los cabellos desordenados, sintió la frescura de las sábanas limpias, el suave rebotar de su cuerpo contra el colchón y sonrió, pero el peso de sus párpados pudo con él y ya no sintió nada más.

Perezoso, se despertó viendo un techo que se le hacía conocido, el agitar de unas cortinas tan blancas como el techo con una delicada puntilla en el borde, la espalda desnuda que reposaba a su lado y en la que podían contarse todas y cada una de las vértebras de la columna que sostenía ese cuerpo esbelto y delgado. Jesse sonrió y quiso tocar esos huesitos sobresalientes, hasta que se dio cuenta de que estaba semidesnudo junto a otro hombre en una cama que no era la suya, y que tenía que regresar a casa.

Dejándole un beso en la frente, cargando un dolor de cabeza insoportable pero incapaz de despegar de su rostro adormilado la sonrisa, salió a la sala con la idea de que conocía ese lugar. Advirtiendo que ya casi era mediodía y que en su bolsillo tenía el móvil explotando a llamadas perdidas y sms que le preguntaban en dónde mierda estaba, abrió la puerta de salida con todo el sigilo que su torpeza le permitió, y al salir al pasillo cayó de bruces contra la realidad, se golpeó con la imagen que veía todos los días al subir hasta su departamento con las llaves en la mano. El mismo suelo, el mismo techo, las mismas escaleras y, unos metros más allá, una puerta similar a la que acababa de cerrar que, en lugar de tener atornillada una A, en ella brillaba una B.

Acababa de salirse de entre las sábanas de un vecino que no sabía que tenía.

Entre sorprendido y maravillado, confundido y poco orientado, arrastrando la camiseta que no se había vuelto a poner, descubriendo que a la puerta de su apartamento no le había echado llave, Jesse entró y se encontró con el frío y el vacío de estar solo.

 

2

Ganas de comer no tenía, en el botiquín faltaba la píldora mágica para el día después, para el dolor de cabeza que entrecerraba sus ojos verdes de pestañas claras, y las luces apagadas estaban bien así. Después de una ducha fría que despejara de su piel blanca los restos de las luces de colores que quedaron pegados al sudor seco, bailó frente al espejo apuntándose con el secador de cabello, y olvidándose del celular salió al balcón a llenarse los pulmones de polen, humo y sol. De lo que se había olvidado en rededor de un par de horas, con lo que no había contado al pisar el aire bajo el que caminaba a diario un montón de gente, era con encontrarse al vecino que sin saber lo había llevado a casa, ese que le había regalado los mejores besos que un desconocido pudiera dejar sobre sus labios colorados, aquel de los ojos de un indefinible celeste lila.

A un paso, porque el balcón vecino no flotaba a más de medio metro del suyo, Owen delineaba con la mirada cargada de sorpresa la sonrisa que se dibujaba en el rostro del otro lado.

—Hola —le dijo Jesse, riendo, sonrojándose, apoyándose en el barandal de su balcón, suspendiendo su sonrisa en el aire que lo separaba del vecino que nunca supo que estaba ahí.

—Hola. —Con timidez, todavía observando el fantasma que había escapado de su cama, Owen se acercó al filo que lo llevaba a la boca de la que podría no cansarse jamás, pero mantuvo distancia. Lo vio a los ojos, y se dio cuenta de que todo el muchachito que se inclinaba, gracioso, hacia él, le sonreía como un nene. A sus espaldas veía el ondear de las cortinas, y su cabello color avellana destellaba bajo el sol que hacía cantar a los pajaritos.

El despecho que lo había dejado hecho un colador para taza quedó en el olvido de su cabeza deprimida, y el frío de sus manos solitarias se entibió al acunar ese rostro sonrojado que se dejó besar.

Desde ese día, desde los balcones, subieron y bajaron en la montaña rusa que era ese pseudo noviazgo en el que se sumergieron. A los besos y de la mano se dejaban arrastrar sin llegar a una segunda base que los encontrase desnudos entre sábanas arrugadas.

Frente a una relación apenas evaporada, entre el tira y afloje de un grupo de amigos, queriendo superar la expectativa que ambos tenían, no se animaban a formalizar, a ponerse nombres melosos, a referirse a un novio, a hablar de un novio, a creerse novios.

Deteniéndose ahí, Jesse se acordó de esa tarde de café con leche y bizcochitos en que Owen le contó sobre Jimmy, que era su ex, que hacía dos meses habían cortado por celos equívocos y poco fundamentados en ambos, que todavía soñaba con él, que, a pesar de eso, decía no extrañarlo y que se moría por algo nuevo.

En ese instante, le había acariciado el rostro con la suavidad de un amante entregado, con la voluntad de quien ama y se deja arrastrar por los suelos, y Jesse le creyó, le sonrió, y se pensó enamorado. Le dijo que sí entre sonrojos y labios que apenas alcanzaban a susurrar, y el beso le supo al azúcar que le faltaba a su café. Temblando, se atrevió a salir a pasear con él de la mano, y esa noche tuvieron el lujo de una primera cita, de la que volvieron acaramelados, como cuando recién se conocieron, y las sábanas limpias y frescas de esa cama mullida en la que Jesse se había dormido una sola vez los recibieron casi desnudos, en el éxtasis de estar uno en el otro.

Recortados contra la luz del cielo despejado, contra las cortinas blancas, contra la oscuridad de una habitación a la que no quisieron encenderle la luz, Jesse se veía reflejado en los ojos de Owen, que derramaba en él la vehemencia con la que era capaz de embriagarlo. No escuchaba lo que sus labios colorados le susurraban, pero sentía sobre su piel el correr de las manos que estaban arrastrándolo al infierno instalado entre las sábanas, bajo la cama y dentro del placard.

 

3

Casi con melancolía, con el frío de la tarde que oscurecía a su alrededor, Jesse salió del balcón que lo cobijaba y entró en la habitación en la que dormía hacía un tiempo, cuando decidió mudarse con Owen después de un par de meses de amarse tras las puertas de los departamentos que una pared separaba. De panza cayó en la cama que su novio había hecho antes de salir esa mañana muy temprano, y aspiró el aroma al suavizante nuevo, a su shampoo, a la colonia que Owen usaba después de bañarse, y sonrió, pero a la vez se dijo que extrañaba sentir el olorcito a sexo que se instalaba en la habitación todas las madrugadas y que seguía ahí hasta la mañana siguiente. Haciendo círculos sobre las arruguitas, restregando sus pestañas largas para evitar derramar lágrimas, sintió el frío de los abrazos que ya no recibía, y murmurando que era un tonto, se incorporó y empezó a alistarse. En un rato abrirían el Boulevard, y él tenía que estar ahí para servir café con sonrisas de publicidad, y medidas de whisky con un guiño de sus ojitos brillantes.

 

4

Boulevard era el café que se llevaba la admiración de quien se detuviese, a pesar del apuro, en la acera de enfrente a observarlo, sintiera el aroma del café y las medialunas recién hechas cuando pasara una mañana por la esquina después de una noche de parranda, o entrara a preguntar si el nene podía usar el baño, porque no daba más. Con un delantal negro y una camiseta roja, Jesse paseaba por el parquet oscuro repartiendo chocolatadas calientes a los grupos de adolescentes que se juntaban a desayunar para hacer pasar la resaca, café a los ejecutivos que se sentaban en grupo a trabajar cada uno en su notebook, y whisky a los hombres mayores que se acomodaban en los sillones de las esquinas oscuras. También entraban los escolares que salían por la tarde y se llevaban los bolsillos llenos de masitas dulces, y las muchachitas que buscaban agasajar con un chocolate. Quien entraba, encontraba los calores de la cocina perfumando la madera rústica de la decoración, las sonrisas y el encanto detrás de la barra y las bandejas, y el brillo de las tazas y las copas, y Jesse se sentía tan a gusto cuando estaba ahí.

Cerca de las diez de esa noche que se había vuelto helada sin que ninguno de los que estaban envueltos en la tibieza de la calefacción se diera cuenta, Jesse terminaba de guardar el dinero de la última venta de su turno cuando alguien carraspeó a sus espaldas y le pidió un par de chocolates con leche y coco. Sin negarse, tomó el dinero y entregó las golosinas empaquetadas que volvieron a él en forma de discreto coqueteo. Con las mejillas tan coloradas como la camiseta del uniforme, las orejas ardiéndole y los ojitos brillosos, sonrió, no dijo nada y desapareció en dirección a la cocina, donde colgó el delantal. Disparó hacia su casa, hacia el departamento que compartía con un Owen ausente y que ya para con él no tenía atenciones, y a mitad de camino se dio cuenta de que estaba temblando, sonriendo, de que no sentía el frío del viento que le revolvía el cabello que se escapaba del gorrito, y de que ya se había olvidado de cómo era ser víctima de esos flirteos. Se sentía en la secundaria de nuevo, y en ese estado atravesó la puerta del apartamento que encontró vacío.

Después de un rato, fingiendo ante él mismo seguir en el sopor de la alegría en la que llegó, preparó la cena, comió solo y se arrebujó en las sábanas sobre las que casi había llorado esa tarde. Intentó, pero no se durmió.

Habiendo entrado en una duermevela de la que no le gustaba salir, que adoraba que lo tragase, llevándolo a lo onírico de sus mejores sueños sin cerrar del todo los ojos, oyó lejos, como el sonido de los autos que correteaban por la avenida, las llaves que no pudieron abrir una puerta que no estaba realmente cerrada, los pasos de Owen preguntando por él, cómo pasó de largo la cena que le había dejado en la mesita de la cocina, y se volteó cuando de lleno a su rostro llegó la luz del baño.

Owen lo ignoró, se acostó de espadas a él y así se durmió, sin saber que Jesse miraba los dibujos de su pijama en la penumbra, pidiéndole con los ojos un abrazo, con la boca una sonrisa, y con el alma un poquito más de amor.

 

5

Cuando se conocieron y hasta que Jesse pasó a ocupar definitivamente su pedazo de placard y la almohada fría del otro lado de la cama, se dieron el lujo de sentirse en una película, de estarse llenando con el rosa inexistente de una relación ideal, pero todo terminó muy rápido cuando, una madrugada, Owen despertó con sollozos al bello durmiente arrebujado entre las frazadas, que lo encontró acurrucado entre la ropa y las toallas.

Extrañado, Jesse dejó pasear su cuerpecito blanco por la oscuridad de la habitación hasta dar con su novio acuclillado en el placard, llorando sobre la ropa recién planchada. Ante la estupefacción del hallazgo, no se dejó abrazar y, sabiéndose descubierto, la causa de su tristeza se fue a dormir con él al sillón. Jesse no intentó preguntarle, pero, a la mañana siguiente, la curiosidad pudo con él. Sentado sobre el suelo alfombrado, junto al ondear de las cortinas blancas, rebuscó en los cajones, desató todas las corbatas y estiró cuantas toallas había, hasta que, bajo el falso fondo, encontró un fajo de fotografías que amarilleaban, húmedas y ajadas. En todas las tomas, bajo el sol de un invierno ajetreado en las montañas nevadas, Owen sonreía junto a los ojos verdes, junto a las pecas, junto a los destellos de esa cabellera roja que lo abrazaba por la cintura, que le besaba en la mejilla, que posaba tímido para la cámara. No había que preguntar quién era, no hacía falta.

Las fotos podían clasificarse de viejas, de hacía por lo menos tres años, pero las de atrás iban acortando las distancias con el presente, y la estupefacción se fue clavando entre las cejas de Jesse cuando descubrió en la última un rostro que parecía el propio junto a la fecha de dos meses antes de que Owen lo conquistara en aquel bar. Casi un año hacía de eso, y mucho más desde ese último noviazgo, el cual Owen parecía no haber superado del todo, y la consecuencia era una obsesión de la que no tenía intención de salir.

Comparando fotos que fue encontrando entre la ropa y las propias que tenía en la PC, Jesse descubrió un auténtico parecido con el ex de quien apenas sabía el nombre, que tenían casi la misma estatura, y que en sus ojos de un verde inconfundible Owen veía los de otro. No pudo hacer más que largarse a llorar, pensando en que había un hueco enorme que a él le tocaba llenar y que, por lo visto, le quedaba grande, inmenso.

 

6

Cayó la noche sobre sus hipidos, entró por la ventana abierta, y el silencio que no hacían los autos corriendo por la calle que volvía a cobrar vida le dejó oír las llaves girando como bailarinas frustradas en la cerradura. Con las manos temblorosas y los ojos en compota, trataba de juntar las fotografías con una mano mientras con la manga que tironeaba con la otra se limpiaba las mejillas húmedas y las pestañas pegoteadas. Owen no se percató del orden que trataba de volver a su normalidad sino después de haberse sentado un buen rato en la cocina a mirar el brillar del grifo. Recién cuando notó que la ventanita de la cocina estaba abierta y que la puerta estaba sin llave, cayó en la cuenta de que no estaba solo, puesto que Jesse jamás dejaba abierto siquiera un cajón.

El susodicho fue sorprendido con las luces de la habitación encendiéndose de golpe sobre su cabecita agachada y la mirada de un Owen confundido.

—¿Qué hacías? —le preguntó al sobresalto pintado en sus facciones de nene, y Jesse se apresuró aún más en intentar amontonar las fotografías sobre las que había llorado, doblar las toallas limpias con las que secó sus lágrimas, y esconder de la vista del mayor su expresión desesperada.

—Yo quiero saber qué es lo que estás haciendo vos —reclamó con un puchero aflorando en sus labios húmedos. Escondió las fotos bajo sus rodillas, donde la alfombra había quedado marcada, y levantó la cabeza—. Hace mucho que no me mirás siquiera.

Y se acordó de esos ojos que ahora huían y de cómo lo habían visto aquella noche en que se conocieron. Entre tanta gente, hundidos en la oscuridad, sometidos bajo las luces que se pegaban a sus cuerpos, sordos ante los lamentos de la música para la que bailaban, los ojos de amanecer de primavera pusieron énfasis y todas las ganas en una sola mirada que aguara todo lo demás. Jesse se sintió arder, enloquecer al saberse víctima de tal escrutinio; todo su ser temblaba y a lo único que atinó fue a morderse el labio inferior en el ínterin en que supo que a él llegaba el beso por el que se moría.

Quería seguir imaginando, recordando la magia a la que solía escapar de vez en cuando, pero las manos de Owen limpiándole las lágrimas lo devolvieron a la realidad, cobijaron sus gimoteos, acallaron sus temblores, y con caricias sobre el castaño de sus cabellos trataron de calmarlo. Jesse se dedicó a maldecir a labios sellados todo lo que no se animaba a escupir, se dejó hacer, y terminó derretido entre los brazos de su novio, escuchando el silencio escurrir de su nariz y derramarse sobre su cabeza embotada.

—No se supone que andes revolviendo mis cosas —le dijo de repente con la tranquilidad enredada en la lengua y los dedos en los cabellos del muchachito que había dejado de llorar.

—Anoche te encontré acá, llorando entre las toallas, y si no me contás nada, ¿cómo pretendés que sepa qué te pasa? —Hizo una pausa, se revolvió, y terminó por alejarse, sentándose en el borde de la cama, mirando fijamente a Owen, que a su vez se fijaba en la alfombra despeinada, en las cortinas que ondeaban, y evitaba el dolor de los ojitos verdes de Jesse. —No hablás conmigo, no me tocás a la noche, no me besás cuando llegás a casa, y ya siquiera cenamos juntos... —decía, intentando aguantar las lágrimas que hacían temblar su voz—, y ahora me entero de que llorás por tu ex, que soñás con tu ex, que me comparás con tu ex, ¿y qué puedo hacer yo?

Se cubrió la carita colorada, las pecas, el puchero y las pestañas húmedas con ambas manos y retomó el llanto. Owen se quedó en blanco, el verse descubierto lo tomó por sorpresa y lo dejó sin palabras.

En ese silencio Jesse sintió que había perdido el juego.

Y esa noche, Jesse se escondió tras la nariz tapada de lágrimas para excusar con un resfriado su ausencia en el Boulevard, y con una mentira que pretendió sea piadosa, se instaló en la sala a dar vueltas, la puerta de la habitación cerrada, y se quedó dormido en el sofá, entre los almohadones, sumergido en una camiseta que Owen había olvidado y que el frío lo obligó a usar, llevándolo a soñar con su aroma, con sus brazos sofocándolo una noche de ese verano en que dormir separados era misión imposible.

 

7

Cuando Jesse despertó, la lluvia que inundaba, copiosa, las calles y las macetas, le susurró que hacía mucho que no llovía, que se había olvidado de cerrar las persianas de la cocina, y el viento helado que le despeinó hasta las pestañas le aclaró la cabecita adormecida. Pensó que, quizás, ese día podía ser distinto.

Pero qué equivocado estaba, y se dio cuenta de ello al caer en el déjà vu diario de ver a Owen lloriqueando entre las fotos, en la oscuridad, en el silencio, sumergido en el ondear de las cortinas húmedas, mas al verlo corrió a él y lo cobijó en sus brazos, le llenó la cabeza de besos y, queriendo resarcirse, escondió en el cuello del más bajo un te amo al que Jesse se aferró para no dejarse caer en el odio hacia ese que no sabía qué quería, y eso mismo le preguntó, con un nudo en la garganta y la piel de gallina.

—Te juro que no te entiendo, no entiendo nada más de vos. —Le rodeó el cuello con ambos brazos mientras las palabras morían en sus labios suplicantes. Se tragó las ganas de llorar, de pelear, de salir corriendo, de decir que no, y se entregó a la desnudez que corría junto al frío por sobre la palidez de su piel.

El colchón que por una noche extrañó lo recibió con un rebote de esas sábanas saladas que lo abrazaban cuando nadie más lo hacía, y con besos que le robaban el aliento vio nublarse su cabecita caliente de tanto pensar.

Con las manos ocupadas, el cabello revuelto y la boca perdida, sumergido en el éxtasis que no le dejaba ver los jadeos esfumarse en forma de vaho ni oír el repiquetear de la lluvia en el balcón, Jesse tragaba en seco los gemidos que le aceleraban la respiración; sus manitos se perdían en el azabache de la cabellera de Owen, que se enterraba en el cuerpecito que temblaba entre sus brazos con la sutileza con que una pareja de enamorados camina por veredas empapadas.

El vaivén lento de la cama chocaba contra la pared, el aire olía a la lluvia que mojaba las cortinas, a las lágrimas vencidas que se secaban en el placard, y al calor que emanaban los cuerpos que intentaban llenar vacíos a los que no alcanzaban. Y por esto era que respiraban desesperación y sudaban angustia, que se aferraban con ansias y uñas a la piel ajena, y que cada gemido les quemaba la garganta y les partía los labios. Hasta los besos dolían, pero qué importaba, si engañarse es más fácil, si dejarse llevar por la carne y sus pasiones no lastima tanto.

Cuando empezaron los truenos y los que caminaban bajo un mismo paraguas y los perros mojados se escondieron bajo los escaparates vacíos, cuando los relámpagos se quebraron en las retinas de los que veían llover tras las ventanas mojadas, cuando el vendaval lanzó a la calle un par de macetas suicidas, Owen se derramó en ese Jesse que gimoteó, que abrió la boca y, mudo, se perdió en un beso que nadie le dio, porque la boca de su novio se quebró en un nombre ausente.

—Jimmy —gimió al tiempo que las ventanas temblaron y el corazón de Jesse dio una sacudida que lo llevó a las lágrimas silenciosas que se había estado aguantando.

Aún temblando, con las piernitas doblegándose ante la voluntad que al muchachito le faltaba, llorando más de lo que había sudado, cerró con suavidad la puerta del baño y a uno de los rincones le dedicó sus penas y el quebranto de saber que tenía que verse reflejado en los ojos de la mejor primavera de su vida para salir de allí y rodar por las calles de ese invierno que no se terminaba más.

Abrumado ante el recuerdo de esa boca sucia con un nombre ajeno, llena de intenciones que ahora adivinaba y que a la vez había estado regalándole los mejores besos, sacudiéndose en la idea de querer salir corriendo, conteniendo la voz que pugnaba por gritar y la fuerza que le nacía para abofetear el primer rostro con el que se cruzase, Jesse se dio una ducha y, sin almorzar, se dirigió al Boulevard, aunque para su horario de entrada faltasen horas y horas.

Y mientras caminaba contra el viento frío y entre la poca gente que se animaba a salir a la calle, pensaba, se calentaba la cabeza y se torturaba con la idea de que quizá Owen no lo quería más, o que tal vez sí lo quería desde ese sentido posesivo de verse solo y sin pareja, rotando todas las noches de acompañante capaz de ocupar el otro lado de la cama hasta la mañana siguiente.

Estando en la cafetería, rodeado de gente que sonreía y daba vueltas a su alrededor, no quería hablar, no quería que nadie le dijera que debía dejar ese lugar, dejar a Owen, dejar de sufrir, porque antes estaba bien, antes se divertía, y un beso en pub no significaba nada. Y así le recordaban las salidas de los miércoles, a mitad de la semana y sin compromisos, y así llegaban a esa noche en que se enamoró y se dejó llevar por la promesa de un par de brazos en los que descansar cuando el sexo se hubiera llevado las ganas.

Pero igualmente se sentó en una esquina en la cocina, sobre un taburete bajo y entre un par de sus compañeros de trabajo, que golpeándole la espalda lo veían llorar sin saber qué hacer.

—Ey... —susurró el más próximo a un Jesse con la cabeza gacha y las mangas de la camiseta húmedas. El muchachito era ese que tenía un lunar a un costadito de la boca y que siempre se llevaba todas las miradas cuando salía con bandeja en mano a repartir pedidos—. Podés venirte a casa y pasar unos días ahí, a mamá no va a molestarle.

—¿Ya hablaron? —se atrevió a preguntar el más bajito de todos, arqueando las cejas y retorciéndose las manos. Sin experiencia, totalmente en blanco, necesitaba intentar decir algo.

—Capaz si cambiás la orientación de la cama... —sugirió la chica que solía estar en la caja durante la mañana. Fanática del Feng-shui y con el cabello atado a un costado, le pasaba a Jesse pañuelos de a dos y con las puntitas estiradas.

Pero Jesse negaba con la cabeza y se tragaba los mocos.

La cocina, vacía, se había ido llenando de a poco con un pequeño tumulto de gente arrinconada que sugería y lanzaba al aire palabreríos que no solucionaban nada y que Jesse no llegaba a escuchar del todo. Asintiendo apenas, moviendo el cabello al ritmo de un no, intentaba decir gracias por mera cortesía y se sonaba la nariz con delicadeza en un pañuelo.

—¿Y si intentás cambiarte...?

Pero la intención de quien hablaba y la atención que Jesse empezó a prestar se esfumaron cuando el jefe, con su voz de autoridad haciendo rebotar las ventanas y temblar las copas, preguntó qué pasaba ahí y los mandó a cada uno a trabajar. Dejó que Jesse se quedara hasta que tocara su turno, y le recalcó que, en ese momento, era un cliente más, por lo que debería pagar por cada consumición.

—Y no vale convidarle porque parezca un nene llorando —terminó y se retiró, llevándose con él sus zapatos brillantes, dejando en la cocina su aroma a colonia de hombre.

 

8

Después de terminado su turno, Jesse sintió que no quería irse, que no tenía ganas de regresar a casa. Entonces, se escondió tras la barra a saborear un chocolate con sabor a angustia que el mismo tipo de la vez anterior le había regalado con toda la dulzura de su mejor intención. Ni el abrazo de despedida de la muchachita de la caja, ni las cafeteras desenchufadas, ni el olor a desinfectante de pisos, ni las luces que se iban apagando lograban echarlo, y del brazo tuvieron que sacarlo a la vereda.

—¿Hay algo que pueda hacer por vos? —le preguntó, tímido, el mismo chico del discurso interrumpido horas antes, ese del cabello tan claro que casi era rubio, al que los rizos le cubrían las largas pestañas y que desde lejos sólo podían verse sus ojitos claros enmarcados en delineador negro y un puchero inconsciente y colorado.

Estaban ante las puertas cerradas, a la oscuridad encerrada, dándole la espalda al asfalto tan húmedo como los paraguas encogidos, y bajo los faroles que titilaban a destiempo. Jesse miró al chico a su lado y se acordó de que no sabía su nombre.

—Quizás quieras terminar de sugerir lo que empezaste hoy más temprano. Me dijeron tantas cosas que una más no me hace mal. —Quiso sonreír, y su boquita apenas tironeó hacia ambos lados. El jovencito a su lado sonrió más ampliamente y le frotó el brazo a modo de darle ánimos.

—Podés cambiarte el look, arreglarte algo para llamar su atención, aunque no creo que haga falta. —Su intento de cumplido sonrojó sus mejillas palidísimas, y el que Jesse no lo hubiera captado le arrancó un suspiro de alivio.

—Parece una buena idea, gracias —dijo, intentando sonreír de lado, sin siquiera pensar en implementarla realmente, hasta que algo afloró en su cabecita deprimida y despeinada—. Nos vemos mañana —se despidió, trazando en su imaginación un plan que eclipsó el hecho de que mañana sería domingo y nadie vería a ningún otro.

Se alejó caminando a paso rápido, casi alegre, meciendo el largo de su abrigo negro, agitándose sus cabellos con la brisa que le cortaba la respiración, distanciándose cada vez más de la realidad, cayendo en la fantasía de un cambio de look que conllevara a un cambio en la relación, y cómo lo quería.

Era tarde en la noche, apenas si los faroles, de pie en el borde de las aceras, resguardaban los pasos de algún que otro transeúnte, y el frío espantaba a todo aquel que se atreviese a poner un pie fuera de su casa. Sin embargo, Jesse caminaba decidido por calles que no conocía del todo, ignorando las persianas cerradas y el crujir del neón de los carteles. Un rato después, se vio de pie ante un inmenso anaquel blanco, bajo un par de fluorescentes que todo lo sacaban de su oscuro escondite, y envuelto en la indecisión que le provocaban las cajitas perfectamente alineadas, una junto a la otra en una muralla interminable de cabellos de colores.

Rubios ceniza, castaños de chocolate, negros como cielo sin estrellas, pero no era lo que él buscaba. Jesse quería ese rojo enloquecedor, abrasador, que se llevaba todas las miradas, y cuyo recuerdo no traía más que lagrimitas a las que él iba a darles otro rumbo. Paseando frente a la estantería, destruyéndola con los ojos brillantes de excitación, se derretía ante los pelirrojos, ante las largas cabelleras de photoshop que envolvían las cajitas, indeciso por cuál era casi igual a la de ese Jimmy al que Jesse iba a enterrar bajo la cama sobre la que él reinaba.

Dio un par de vueltas más, se sonrojó de emoción y se decidió por esa que quedaba sola, que otro ejemplar en la farmacia no tenía, y el precio no le importó. Con la bolsita de la compra en la mano caminó por el medio de la calle como una nena con su canastita de flores, y no se detuvo hasta llegar al departamento, donde Owen lo esperaba sentado en la encimera de la cocina, con el rostro pálido surcado de lágrimas secas y el entrecejo fruncido.

A través de las pequeñas puertas vaivén caladas y al mejor estilo western saloon, Jesse no vio sonrisa alguna, menos una de las muestras de cariño por las que le había estado reclamando.

—¿Dónde estabas? Desde hace horas te estoy esperando. —Abrió ambas puertas a la vez y, con consternación derramándose por entre sus labios mordisqueados, agregó: —Me echaste en cara que nunca cenamos juntos, pero cuando llego temprano para hacer la cena yo mismo, a vos siquiera te importa —escupió con exagerada angustia, reflejándose en sus ojos un Jesse que empezaba a llenarse de culpa, así como también iba entendiendo por dónde venía la mano.

Creyendo no equivocarse, levantó las cejas y puso ambas manos en la cintura. Las puertitas se cerraron con un chirrido, fueron y vinieron, y el aire se tensó a tal punto que daba la impresión de romperse en cualquier momento.

—¿Así que ahora yo soy el malo? —Despreocupado, ocultando el temblor de rabia que empezaba a sofocarlo y las ganas de venganza que quería dejar salir, Jesse se quitó el abrigo con el que escondió la cajita de la tintura para el cabello y pasó de Owen susurrando—: Por favor...

Dios del acting, rey del drama, iba derecho a empujar una de las puertitas de la cocina mientras en su cabeza se enredaba una secuencia de imágenes en las que se sentaba a la mesa y a su novio le echaba en cara que estaba ahí para comer con él, que dejara de lloriquear. Pero la valentía se esfumó de entre sus pestañas cuando Owen lo tomó del brazo, le tironeó del suéter, lo plantó en su lugar y lo miró con fiereza, con sus preciosos ojos inyectados en sangre, con las ojeras colgando bajo su mirada de una furia indefinible, con su puchero acusador.

—¿Y quién más, si no?

—¿Entonces pensás dártelas de víctima, después de que me dejaste muy en claro que de mí no querés nada más que un culo por el que refregarte? —Se soltó del agarre con brusquedad, se tragó las lágrimas e hizo correr el nudo que empezaba a formársele en la garganta.

—Cerrá la boca, Jesse. No empieces... —amenazó, con la lengua pugnando por soltar cualquier cosa con la que hurgar en la cabecita castaña, con la que dar rienda suelta a las lágrimas que se venía aguantando con tal de verlo llorar y patalear como un nene para ser él su héroe.

—¿Qué no empiece con qué? —se escandalizó, abriendo la boca sin encontrar por dónde empezar, moviendo las manos como si se le fuera la vida en ello—. ¿Con un ataque de celos por las fotos a las que les das más atención que a mí?, ¿a histeriquear porque hace semanas que mis manos son mejores que vos en la cama?, ¿a llorar, a patalear?, ¡¿a gritar?! —La voz se le quebró a la vez que una de las grandes manos de Owen cortó el aire, y el golpe directo a la mejilla pecosa resonó por sobre el portazo que dieron el viento y la puerta de la entrada aún abierta. El ambiente entero quedó zumbando, y no se movió ninguno de los dos que en ese momento se miraban a los ojos, buscando ahí una reacción que tardaba en llegar. Jesse quería una respuesta para las miles de preguntas que no había hecho entre balbuceos y griterías, y Owen lo observaba vacío, lo veía ahí, frente a él, sacudiéndose con los sollozos que todavía no soltaba y por los que esperaba. Estaban mudos y se escuchaban respirar, así como también sentían girar el suelo que pisaban y el temblar de las ventanas, víctimas del vendaval que para nada era la calma antes de la tormenta.

Ofuscado, con la cara ardiendo por el golpe, el sonrojo de vergüenza y furia, y con la mirada saliéndose de sus cabales, de repente Jesse revoleó una mano y la plantó en el rostro del más alto con esa bronca que se venía aguantando, sacudiéndose todo su cuerpo ya tembloroso, lagrimeando sus ojitos compungidos.

Cuando voló el plap y Owen volvió el rostro por la inercia de la bofetada, el muchachito se pasó una mano por los ojos, sin contar con que la humedad que abandonaba su mirada inundara su boca.

Estupefacto, Jesse intentó respirar a la vez que abría los ojos y veía las pestañas de Owen cubrir sus ojos mientras lo besaba de improviso, aferrándose a su nuca, enredándose en su cintura, obligándolo a derretirse entre sus brazos como esa primera vez, como la segunda, como tantas hasta que las ganas fueron esfumándose de a poco.

Y así estaban ahora, forcejeando sin quererlo, intentando impedir un beso por el que habrían muerto.

De un momento a otro empezó a llover, a arreciar sobre los techos de esos que se acostaban a dormir mientras, en la sala de un departamento hundido en una semi-oscuridad, un par de extraños conocidos se debatían entre dejarse llevar por las ansias del contacto humano que andaban necesitando y esos conflictos que no los dejaban dormir por la noche, que no estaba hecha para eso.

—No, basta —se quejaba Jesse con susurros que temía llegaran hasta Owen, que no se cansaba de besar sin ser besado, abrazar sin que le correspondieran, y que por insistencia que él confundió con complacencia logró hacer que el muchachito entre sus brazos se dejara llevar.

Haciendo oídos sordos a las palabras de Owen, Jesse se decía que era mejor hacer el amor antes que la guerra, e intentaba ponerle empeño a lo que le faltaba corazón. Enredado en sábanas transpiradas, pensaba en que casi era el colmo, y que no iba a echarse atrás con su cabello.

 

9

Había despertado solo y decidido en la inmensidad de la cama desordenada, mas no sabía qué tan grande era el nivel de determinación ahora que, desparramados en el lavabo del baño, se encontraba frente a frente con todos los productos de la cajita de la que ya se había deshecho. Su reflejo le devolvía el terror en su mirada, y el silencio dentro del baño iba a enloquecerlo.

Cuando oyó que, después de mil vueltas dadas para evadir los buenos días, Owen salió del departamento sin despedirse, Jesse dejó de esperar y empezó por decolorarse el cabello con sumo cuidado y las manos temblorosas. Diciéndose que iba a extrañar su cabello como estaba, se echó una rápida mirada cuando ya lo tenía de un rubio platinado que rozaba el blanco de las canas de su abuela, y con la angustia transformada en ansiedad se dio a la tarea de sumergirse en el rojo fantasía de una cabellera que atrajera la atención de ese novio desatento.

Al espejo lo castigó bajo una toalla, evitó verse en el reflejo de los azulejos y de las baldosas, y de rodillas sumergió la cabeza en la bañera vacía para ver correr el río de sangre que inundó el lugar cuando se atrevió a enjuagarse la cabeza. Una vez con el cabello seco y peinado a tientas, no se atrevía a girarse hacia ese reflejo que estaba seguro le daría tanto terror como los monstruos que él seguía creyendo que vivían en el placard y bajo las alfombras. Y no se equivocó.

Apenas verse al girar le bastó para caer sentado sobre el inodoro, con el corazón acelerado y las manos temblorosas, pero la curiosidad pudo con él y volvió al espejo, olvidándose de a quién estaba viendo, porque lo primero que pensó fue que ya no sabía si seguía siendo él mismo. Si con el mismo cabello, los mismos ojos, la misma boca y un exterior que no era el suyo no llegaba a donde Owen y él estuvieron antes, entonces estaba perdido.

Entonces, y sólo entonces, cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo por un poquito de amor, o de consuelo, al menos. Intentaba dejar de ser él, meterse en la piel de otra persona para poder decir que entre él y su novio todavía había algo por lo que seguir intentando.

Porque él quería más de esos paseos matutinos en los que caminaban sin rumbo y de la mano, más de esas noches en que intentaban sofocarse con besos y abrazos para burlarse juntos del frío, más de esas miradas a través del humo de algún café en la cocina, más de alguna que otra caricia cuando las luces apagadas dan cuenta de que el día se pasó volando y que la noche no está hecha para dormir.

Y Jesse empezó a llorar, a derramar y enjugar en su pijama lágrimas como una magdalena, a lamentarse entre las cuatro paredes de ese baño, a gimotear sin tener quien aplacase el sacudirse de su cuerpo, el chorrear de sus mocos, el temblar de su boquita, cobijándolo como a un nene chiquito, meciéndolo como la abuela en su silla que todo lo sana.

El inodoro frío, el trono del rey de ese baño, se dejó entibiar durante un par de horas más hasta que Jesse se aburrió y salió a dar vueltas por la casa. Después de un rato se abrigó, una bufanda, un tapado de tweed y un clip para mantener en su lugar el cabello, y salió a rodar por las calles que le tenían miedo a su mirada perdida y deprimida, a su puchero colorado, a su cabellera de fuego. La noche tropezó con ese muchachito que caminaba sin saber a dónde, y de repente lo vio correr entre empujones y disculpas echadas al viento porque llegaba tarde, porque el tiempo había pasado volando, porque despistado y con la cabecita hirviendo en rojos helados no se había dado cuenta.

Cuando las puertas del Boulevard se abrieron para él, toda la cafetería puso en su cabello toda la atención que no podía esconderse tras el barullo y los intentos desinteresados por ignorarlo.

De pie tras la barra, paseándose entre las mesas con la bandeja en la mano, sonriendo, cobrando y dando cambio, anotando pedidos y lustrando tazas, Jesse pasó las horas de su turno mientras sentía las miradas de quien entrara o saliera sobre sí y su cabello rojo fantasía como el de las hadas de los más lindos cuentos, como el de las peores vampiresas de las películas de terror, como el de las putas más caras del centro de la ciudad.

Y él seguía sonriendo, sonrojado, tímido, cohibido. Quería irse a casa, encerrarse a llorar y que ni Owen lo viera, porque él tampoco quería verlo más. Pero un par de cumplidos antes de salir y una sonrisa en la vereda lo dejaron caminando feliz hacia el departamento que lo esperaba a oscuras.

Llegó con el blanquísimo rostro frío, la bufanda negra enredada y el cabello de fuego desordenado. Se frotaba los brazos por sobre el tweed rojo y negro mientras se sacaba las zapatillas sin desatar los cordones. Empujó la puerta con un pie descalzo para ocupar sus manos en desembarazarse de la bufanda y no escuchó que la puerta se cerrase. Deslizando cuesta abajo el abrigo oyó a sus espaldas un gritito ahogado apenas que le tironeó del cabello.

—¡Ey! Soy yo —se apresuró a aclarar Jesse sin encender las luces, volteándose sobre sus medias aún limpias, sonriendo y posando con la cabeza brillando en la penumbra de las persianas entreabiertas de la cocina.

—¿Qué te hiciste? —preguntó Owen, reticente a encastrar en su cabeza la voz y el nombre del que le hablaba, y su imagen, en una sola persona. Cerró la puerta, temeroso, y clavó a de arriba abajo sus ojos en Jesse, que se balanceaba sobre sus talones y le sonreía con sugerencia.

—Un cambio de look que no puede no gustarte. —Se le acercó despacito, intentando olvidar las ganas de olvidarlo que había tenido durante todo el día, y enroscó ambos brazos en su nuca, rozó su nariz contra la de él, se paró de puntitas y dejó que la tibieza de sus cuerpos en total contacto hablara por sí sola. Owen no se resistió a la mirada que los ojos verdes hacían brillar en esa oscuridad, y el beso a continuación fue la perdición suya, de Jesse, de ambos.

Temblando, Jesse sintió el frío de ese par de manos que lo hacían hervir colarse bajo lo ajustado de su camiseta y acariciarle la espalda tersa, bordear el surco de su columna, perderse tras el elástico de la ropa interior y devolverlo al calor que extrañaba sentir cuando la oscuridad se apoderaba de las sábanas y sacaba a lucir las ganas. Su boquita impaciente soltó un jadeo que explotó en los oídos de ese que estaba casi sordo para él.

A partir de ese momento, todo alrededor empezó a girar, mas las agujas del reloj frenaron su recorrido. Afuera, el viento silbaba contra las cerraduras de las puertas y hacía golpetear las ventanas entreabiertas. Las sábanas limpias de la cama terminaron acariciando el suelo mientras las cortinas se agitaban al ritmo en que el colchón rozaba la pared. Del techo se despegaban las miradas de las noches insomnes e iban a parar a los ojos de esos que no podían dejar de verse, y las paredes dejaban rebotar sobre sí los jadeos desesperados y los gemidos que complacían a quienes estaban ahí para oírlos y hacerse oír.

Jesse, turbado y con la mente a oscuras, se sintió entre nubes cuando, sumergido en el revoltijo de sábanas y almohadas magulladas, vio el reflejo de su cabellera roja en la mirada extasiada de Owen, que lo veía con adoración, con la obnubilación del nene que encuentra junto a los zapatos el regalo de Reyes antes de que amanezca y sin que los padres se hayan terminado de dormir. Quiso, pero no pudo sonreír. Apartó la vista agitando con sus pestañas el aire a la vez que se mordía los labios y se movía al ritmo que sus ganas le pedían por más con que llenar ese vacío que estaba ahí y no se iba.

Extasiados, el clímax los encontró presas de un frenesí irrefrenable, envueltos en el sudor de las palabras que no se decían por tener las bocas ocupadas en dejarlas abiertas y resecas de jadeos, perdidos en la contemplación de eso de lo que no se percataban. Después de tantas noches vacías, Owen estaba dejando todo de sí en esa ilusión en la que Jesse había encarnado para buscar y no encontrar ese poquito de amor que estaba buscando.

Y así, después de esa tormenta que abandonó sobre esos dos cuerpos la catástrofe que se seca al sol después de toda una noche de lluvia, Jesse se vio mareado, lejos de la obnubilación que esperaba le llenara el alma estrujada, e intentando recoger con las pestañas húmedas la respiración que se le caía a pedazos, igual que su pobre vulnerabilidad, derretida entre las almohadas, de su lado de la cama y de cara a la pared, de espaldas a ese pecho que subía y bajaba, a esos ojos de amanecer de primavera que se clavaban en la madrugada de ese techo en penumbras.

No hubo palabras, mas el crujir de las sábanas no hizo silencio. En el frío que soplaba sobre las cortinas, Jesse sintió la tibieza de un par de brazos rodearlo y un beso ahí, detrás de la oreja, justo donde terminaba su realidad y empezaba la fantasía de su cabellera roja.

Pero por más añorado que ese sorpresivo abrazo haya sido, por más ganas que Jesse hubiera tenido de aferrarse a él y dejarse caer en el candor de un sueño de verano en pleno invierno, ahora se sentía desahuciado, vacío. Era una botella, un reloj de arena roto e irreparable. Por las sábanas se esparcían las arenas del tiempo que no iba a recuperar, y ocultos en la oscuridad, los añicos en que se había convertido su ser; ahora tenía miedo de pisarlos cuando despertara a mitad de la noche para ser él quien fuera a llorar al baño o entre las toallas de su lado del placard.

 

10

Despertar solo, ninguna novedad esa semana y desde hacía meses. Pero esa mañana no.

Jesse se encontró aún rodeado por un abrazo que lo alejaba del frío que perseguía las cortinas de la ventana abierta. El sol ya rascaba la pereza del cielo grisáceo y el cabello negro de Owen se esparcía por la almohada que casi caía de la cama. Tenía una mejilla pegada al latir del corazón del mayor y los cabellos ensortijados en los dedos que lo acariciaban desde hacía interminables cuartos de hora.

—Dormilón —lo acusó una voz que se le antojó falsamente infantil cuando se removió apenas. En su carita pálida de labios hinchados se dibujó una sonrisa mientras sobre sus párpados se instalaba la angustia que no lo había dejado dormir. Estaba tan contrariado, tan vacío buscando llenarse con lo primero que le ofrecieran. Por eso, se quedó callado cuando Owen le besó la frente diciéndole que lo adoraba. Por eso, y porque ya no sabía si él también.

Y no quiso, pero fue inevitable cruzárselo en la cocina. A pesar de que estaba llegando histéricamente tarde, estaba ahí, apoyado en la encimera, de espaldas a la ventana abierta que lo despeinaba y para nada le borraba la sonrisa con la que lo miraba fijo.

Jesse resplandeció en un sonrojo a causa de la vergüenza que sentía por él mismo y pronto se vio presa de un beso al que respondió con las ganas que hubiera querido tener mientras en su paladar se agolpaban palabras que todavía bostezaban con él. Recién cuando Owen abrió la puerta, se animó.

—¿Se me hace a mí, o de la noche a la mañana te pusiste un poquito más cariñoso? —gritó casi en un susurro. Owen no le contestó, siquiera se volteó a verlo a los ojos, como se atreviera cinco minutos atrás—. ¿Por qué, eh? ¿Por qué ahora que no soy yo, que en mí ves a otro, me querés más? Ay, es que hasta en la cama le ponés más garra... O quizás no es que me quieras más, sino que querés a esto que yo no soy, a lo que me parezco. —Al borde de las lágrimas, dio un paso al frente y retrajo su puchero. —¿Qué es, eh?

Owen se acercó a él con el sigilo de un alma arrepentida pero con la sonrisa de un gatito feliz de haber encontrado el portal de su casa. Le rodeó el rostro con esos ojos de amanecer de una primavera que se demoraba en llegar, lo tomó de la carita pálida y compungida, enjugó sus lágrimas, le corrió el cabello de la cara, y al silencio lo coronó con un siseo.

—Shh... —Con delicadeza besó la punta de la nariz de Jesse y se fue, lo dejó ahí.

Shh. Lo hizo callar. Él también calló. Y quien calla otorga, y para Jesse estaba todo dicho.

 

Después de un rato, Jesse reparó en lo fría que estaba esa mañana, en lo cerca que estaba esa primavera que extrañaba y en lo irónico que toda la situación resultaba.

Él y Owen se conocieron en el candor de los árboles floridos, se pasearon por los senderos del sol que quemaba entre las sábanas cada noche y supieron disfrutar de la tibieza de los abrazos que los alejaban del frío de las hojas caídas, pero de a poco empezaron a sentir el tiritar de los dientes, los temblores del otro en la cama, con las almohadas de por medio, y a pesar de que el sueño del que se habían despertado comenzaba a derretirse después de una larga caída, como copos de nieve, ellos pretendían amontonar los jirones, esos retazos de amor que todavía quedaban, y abrigarse, desnudos, con ellos.

Jesse estaba seguro de que lo suyo con Owen ya no iba para adelante. Y aunque hacia atrás jamás había ido, no quería saber si se podía. Daría lo que fuera para volver a ese punto de partida en que nada más que ellos importaba, pero no tenía más para dar; inclusive él ya no era él mismo.

 

Con esas cavilaciones enredadas en su cabellera de un rojo fantasioso e hipnótico, Jesse se echó en la cama, de cara al lado del que Owen jamás se despegaba para nunca abrazarlo, y ahí se quedó, viendo el cielo tras las ventanas cerradas, oyendo la vida desplazarse bajo el balcón al que no se animaba a salir.

Con los ojos apagados, las luces ciegas, y el cielo tiñéndose en rosas y anaranjados, se encontró pensando en que quizás aún podía huir, salir corriendo a buscar la primavera que tan lejana se derretía en los ojos de Owen. Ese día hacía frío, y sin las sábanas estaba temblando, pero de repente empezó a invadirlo ese calor que lo llevaba a tomar lo mejor de sus impulsos mientras en su cabecita se trazaba el plan, la ruta a tomar antes de echarse a armar una valija liviana que no le impidiera rodar calle abajo, dejándose arrastrar como una bufanda al viento. Pero todas sus ideas se diluyeron en ese abrazo que le apretó la nariz contra un pecho que olía a hombre. Las manos de Owen le rodearon la cintura, le acariciaron la espalda, lo acercaron al cuerpo tibio que le quitó el frescor a las sábanas.

Jesse se aferró a él tragando en seco las lágrimas que le humedecerían la camisa y reprimió un sollozo al deshacerse de la ilusión de jamás quedarse cuando un par de labios dejó un beso en esa cabecita coloreada de rojo fantasía.

Porque, a veces, la costumbre puede más que las ganas.

Notas finales:

Para evitar confusiones o lo que fuera, aclaro que este relato es una remake (?) de uno con el mismo nombre y de la misma autora, y es un regalo para Blair :3

 

Ahora sí, mil gracias por haber llegado hasta acá, a vos que estuviste leyendo (: y ya sabés a dónde tenés que ir si querés decir lo mucho que te gustó o no (;

Y a los interesados, los invito a mi blog, que nunca está demás~ lopoquitoquequedademi.blogspot.com :3

 

Feliz año nuevo! :D


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).