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Átame por Morganic Jacques

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Un extraño cacareo inundó la habitación, como si un gallo afónico se hubiese decidido a cantar a primera hora de la mañana. Ron gruñó, hundiendo la cabeza en la almohada, y se dio la vuelta con una mezcla de molestia y aceptación. ¿Eran ya las siete y media? ¿De verdad había pasado tan rápido el tiempo? Sacó el brazo de entre las sábanas y, a tiendas, consiguió coger su varita. Un hechizo bastante mal pronunciado hizo que el despertador muggle se estrellase contra la pared en lugar de abandonar esos sonidos artificiales. Siempre le salían mal las cosas, desde las transformaciones accidentadas en clase de McGonagall hasta su nueva habilidad para destrozar mobiliarios. Gruñó. 

Decir que la cabeza le dolía era una manera suave de explicar lo que sentía en esos momentos. Le parecía que alguien hubiese metido un montón de pequeños insectos saltones entre las paredes de su cráneo; no tenía fuerzas ni para levantarse a confirmar la hora que era. Derrotado. No había manera mejor de escribir su estado que esa palabra tan terminante.

Maldijo las bebidas muggles. Sí, era posible que se hubiese pasado con el alcohol, pero no estaba siquiera seguro de lo que había bebido. Se llevó la mano a la cabeza y se restregó los ojos con dificultad, mirando a un lado y a otro. Estaba acostado en una cama de sábanas blancas, como de hospital. ¿San Mungo? No podía ser. Dos parpadeos más le confirmaron que no se encontraba en un sanatorio. Sí, ahora lo sabía. Era la habitación del hostal de segunda conseguida trabajosamente.

Lo grave del asunto era que no tenía muy claro cómo había llegado hasta allí. La cabeza parecía a punto de estallarle y él no deseaba pensar. Se dio la vuelta para tratar de dormirse de nuevo, pero fue prácticamente incapaz. Cayó en una suerte de duermevela donde, por momentos, intentaba recordar aunque fuese un atisbo fugaz de lo ocurrido. No obtuvo ningún resultado. Con un resoplido, consiguió dormirse otra vez cerca de las diez de la mañana.

Esta vez no le despertó el sonido hortera de un despertador. Lo primero que escuchó fue una melodía irritante, procedente de alguno de esos aparatejos que los muggles parecían juzgar imprescindibles. Le dieron ganas de silenciar con un maleficio aquel maldito ruido que se amplificaba en su cabeza y bajar luego hasta recepción, para castigar al responsable de aquello. Quizá aquel hechizo mal realizado que le había tenido a él escupiendo babosas durante horas en su segundo año.

Sí, estaba decidido. Buscó de nuevo la varita desesperadamente, pero ésta se había caído al suelo y el propio Ron rodó fuera de la cama, enredado en las sábanas y las mantas. El molesto aparato dejó de sonar y Ron levantó un poco las cejas, decidido a enviarle un hechizo destructor aún así. No llegó a pronunciar una sola palabra, pues una voz masculina reemplazó el desagradable timbre.

–Ron… ¿Ron? Anoche me dijo que no le importaba si le llamaba por su nombre –el tono varonil y el marcado acento búlgaro hicieron que el Weasley parpadease, lleno de confusión–. ¿Qué tal está? Lamento usar estos aparatos de los muggles, pero mi lechuza está ocupada y no puedo arriesgarme a plena luz del día. Esta noche tendrá noticias mías sobre la cita que acordamos, ¿le parece bien? Cuídese y llámeme en cuanto pueda.

Ron estuvo a punto de sufrir un paro cardíaco. Le había quedado claro con la segunda palabra que era Viktor Krum quien se hallaba detrás de ese mensaje, pero tardó casi tres minutos en entender que ese cacharro llamado teléfono por los muggles había sido capaz de sobresaltarle de semejante forma. El intenso dolor de cabeza pasó a un discreto segundo plano, reemplazado por la sorpresa.

En el suelo, sobándose el brazo que se había lastimado debido a la tonta caída de la cama, el pelirrojo se preguntó qué había ocurrido esa noche. ¿Por qué le llamaba Krum? ¿Cómo tenía el teléfono del hostal? ¿Qué era esa confianza de dirigirse a él por su nombre? Y, lo más importante: ¿Por qué hablaba de una cita? Ron tenía un muy mal presentimiento al respecto que, curiosamente, le parecía emisario de una terrible buena suerte. Suspiró.

Si Harry hubiese estado allí, seguramente habría recordado alguna clase de poción del libro del príncipe mestizo para el dolor de cabeza. ¿Qué tonterías estaba pensando? Se hallaba en el París muggle, en un hostal de segunda clase. Debía vérselas con su malestar y, lo que era peor, con las consecuencias de lo que había hecho. Ni siquiera sabía lo que había hecho… ¿y ya reflexionaba acerca de las consecuencias?

Le llevó casi media hora reunir la fuerza de voluntad y el arroje para ducharse en esas extrañas bañeras muggles con botoncitos que no entendía, prepararse algo de desayunar a punta de varita y tumbarse en la cama a beber el café recaliente. Esos eran los momentos en que echaba de menos a su madre, Molly. Se maldecía por haberse marchado de casa. De todos modos, ya había pasado los treinta: era natural que se hubiese ido. Y, con todo, seguía sintiéndose demasiado cercano al crío incapaz y al adolescente extraño que había sido, siempre a la sombra de Harry.

Eso no le preocupaba ahora. Las palabras de Krum resonaban en su mente con intensidad mayor que el dolor y el ligero mareo. Le habían despertado. Y de esa forma, sentado con la espalda apoyada contra la cama y el cuerpo desmadejado en la alfombra, consiguió recomponer un retrato acelerado de la noche anterior. Se acordaba de Lucius Malfoy y de sus comentarios. Tenía un pequeño lapsus cubierto por la imagen de un Viktor maravilloso entrando en la sala con su aire de príncipe. Bueno, era posible que su imaginación le hubiese añadido la capa de piel, los guantes de cuero para jugar al Quidditch en zonas frías y los pantalones ajustados, también de cuero. Sin saber por qué, enrojeció ante esa nítida visión. Se permitió no seguir pensando por unos segundos.

Recordaba el momento de aceptar la copa de licor porque Krum se había acercado entonces y sus manos se habían rozado por unos segundos. De acuerdo, nada de guantes de cuero, pero… ¡qué firmes, grandes y masculinas eran sus manos! Ron tuvo que detener la avalancha de ideas fantasiosas que se abatió sobre él. Siguió buscando respuestas. Después de eso, habían empezado a hablar. Un montón de datos sin importancia, una conversación larguísima sobre Quidditch y una inmersión en temas más personales, con ese encantador barniz de frivolidad que lleva consigo el acabar de conocerse. Ron creía haber descubierto que Viktor tenía una especie de lado agradable e, incluso, simpático. Nada de simpatías al uso; no era un gracioso para amenizar comidas estúpidas, pero sí la clase de hombre con un raro carisma capaz de influir sobre los demás y su ánimo en clave positiva.

Sí, de eso se acordaba muy bien. Algo en la manera de conducirse de Krum había sido exactamente igual que en su imaginación: aunque llevaba un par de copas encima, se controlaba muy bien y manejaba en cierta manera la conversación. Ron se había sentido pequeño en un principio, sobresaltado después y, finalmente, confiado. Quizá el alcohol hubiese tenido su papel en ello, pero había sido una percepción fuerte, como una promesa de sensaciones futuras. 

Educado. Sí, eso también le había llamado la atención. Había sido exquisito al ofrecerle el tercer trago -¿licor de crema o de guindas?- y al invitarle a su casa en Normandía, que… ¡Un momento! Ahí estaba. Ésa era la famosa invitación. La imagen se apareció muy clara frente a él. Ron, ya un poco borracho, había hablado de su gran afición al equipo de Krum y de lo mucho que le había adorado siendo adolescente. Se habían reído los dos y Viktor, bajando la voz para adquirir ese tono confidencial que arrancaba estremecimientos al pelirrojo, le había propuesto verse la semana siguiente, para poder echar un vistazo a su antiguo equipamiento y, si lo quería, a la escoba que había utilizado en sus tiempos de buscador.

Ron había aceptado. Claro que había aceptado. Ahora, víctima de la resaca y de la confusión, no sabía si echarse a llorar o dar saltitos por la habitación en un acceso de alegría histérica. No hizo nada de eso. Se dejó resbalar hasta quedarse tumbado en la afombra, mirando el techo un poco sucio del hostal de segunda. Viktor Krum le había invitado a su casa en Normandía. A lo largo de esos años, había tenido demasiadas fantasías con algo parecio. Pero… ¡no! No podía ser. Aquello estaba muerto y enterrado. Un Avada Kedraba directo a sus sentimientos más profundos… ¿le acusarían de suicidio por eso? En tal caso, estaría haciendo un favor al mundo. Esos impulsos no debían salir a la luz. Y ver a Krum era la perfecta manera de caer en el error. Era la perfecta manera de equivocarse. Era la perfecta manera de condenarse.

Se pasó la tarde en el hostal, olvidando los consejos de Ginny, que le había recomendado unos cuantos sitios en París para visitar. Se maravilló al descubrir el contestador automático y comprendió que podría escuchar el mensaje de Krum cuantas veces quisiera. Y lo hizo. De manera casi obsesiva, dejó que las palabras se repitiesen hasta perder la forma. ¿Por qué demonios te importa tanto?, se preguntó, cuando el crepúsculo lamía ya las ventanas, Juega bien al Quidditch, eso es todo. Es famoso, aunque no como Potter. Tienes suerte de haberle conocido.

Sí, eso era todo. Tenía que serlo, aunque para él la fama nunca hubiese sido lo más importante. ¿Y su fascinación? Podía explicarla, ¿verdad? No era como si le gustase Krum. O, lo que era peor, no era como si el Krum de sus sueños se hubiese materializado ante él la noche anterior. No. Había sido cosa del alcohol y del aburrimiento. Cualquiera podía enloquecer en una fiesta de Malfoy hijo, tras soportar dolorosamente a Malfoy padre. Era comprensible. Comprensible, entendible y aceptable. Nadie, ni siquiera él mismo, podría reprochárselo.

Entonces, ¿cómo explicaba los años de sueños húmedos, la ansiedad adolescente materializada en búsquedas sin esperanza, el sobresalto que le había recorrido todo el cuerpo al verle la noche anterior? Olvídalo, se dijo, Lo suyo debe ser magia oscura. Durmstrang siempre me ha dado mala espina. Y Hermione… qué mal gusto tenía. Eso último no se lo creía ni él, pero la idea le tranquilizó un poco. Bebió otro sorbo de café, arrugando todo el gesto al notarlo tan frío. Frío como lo era el mundo en los meses de invierno. Hacía mucho tiempo que no sentía el calor de los viejos tiempos. Y, sorprendentemente, había bastado ver a Krum para que algo dentro de él se iluminase. Vació la taza de un trago. No quería pensar.

 

*    *    *

 

Con un último vistazo atrás, Viktor Krum se echó la capa por encima de los hombros y tomó el encantador camino hacia una de las playas de Normandía. El hecho de que fuese invierno le salvaba de las avalanchas de turistas muggles; tenía que reconocer que aquel aliento frío y escarchado del viento le gustaba más de lo esperado. Sólo un loco pasearía por las playas de Normandía en pleno diciembre si no era para observar con una mezcla de fascinación y terror el lugar del mayor desembarco de la historia. Cerró los ojos. No sabía demasiado de historia muggle, pero había suficientes carteles y folletos turísticos como para comprender. ¿Cuántas personas habrían muerto allí? La guerra contra el famoso Voldemort se había quedado corta, quizá. O no. No lo sabía. Pero era un buen sitio para reflexionar acerca de la estupidez de según qué afanes humanos.

No iba a hacerlo. Tenía más cosas en las que pensar y, por más que su rostro se mantuviese inalterable, estaba preocupado. Lleno de anticipación, quizá. Echó un vistazo a su reloj mágico y constató que, como ya sabía, estaba llegando unos minutos tarde al lugar de la cita. Era un caballero, pero podía incumplir sus máximas por una vez. Quería dar a Weasley la oportunidad de arrepentirse, aunque esa idea le irritase. 

Krum tenía sentido del honor, muy diferente al de otros antiguos alumnos de Durmstrang. Se consideraba un cazador nato, pero detestaba las trampas y los caminos fáciles. La noche de la fiesta de Malfoy -Lucius casi le había suplicado que acudiese, para darse una nota de distinción mágica-, Ron se había venido abajo. Él no había planeado que el alcohol le afectase de esa manera. No. Quizá que le predispusiese a rendir sus defensas o le ayudara a estar algo más comunicativo, pero las cosas se le habían ido de las manos. Y, en ese momento, Viktor había entendido que podría hacer lo que le diese la gana. Ron estaba tan borracho como para acceder a lo que él le pidiera. Tenía la seguridad de que lo deseaba, además. No era orgullo tonto, ¿verdad? Sí, podría haberse dejado llevar y haberle arrastrado consigo. Pero Viktor Krum tenía sentido del honor. Tenía principios. Y, por encima de todo, tenía un enorme orgullo de cazador. Así que le había guiado a su hostal de segunda, desoyendo los murmullos de los Malfoy y una parte de los invitados. Ron ni siquiera se había dado cuenta.

Krum tomó uno de los senderos de madera y después caminó hacia la orilla misma del mar, donde una sombra envuelta en una capa oscura le esperaba. Una sonrisa fría estiró sus labios. Estaba allí. Ron Weasley había hecho caso de su invitación y estaba allí. Sacudió un poco la cabeza. Ni él mismo deseaba entender por qué le importaba tanto. Al fin y al cabo, Viktor no necesitaba limosnas sentimentales de nadie. Tenía lo que quería y, aunque mantenía una imagen de cara a la prensa y la opinión pública, vivía con total naturalidad su manera de entender el sexo y los afectos. Dudaba mucho que Ron hiciese algo parecido, si era que no se equivocaba. ¿Equivocarse? El pelirrojo había dicho demasiadas cosas aquella noche como para dudar. Siguió caminando.

Ron Weasley estaba próximo al ataque de nervios, tal como le había ocurrido en algún antiguo partido de Quidditch. Se había aparecido en el lugar señalado por Krum, recordando vagamente que Hermione le había llevado años atrás. Las playas de Normandía. No las recordababa tan frías, ventosas y llenas de niebla. Suspiró, envolviéndose en la cálida capa de piel. Aunque eran las cuatro de la tarde, la luz del sol no traspasaba la enorme capa de nubes. ¿Debía murmurar un lumos? No le ayudaría entre la niebla.

Demasiado angustiado como para preocuparse por el tiempo, dio una patada de frustración a la arena. ¿Y si todo había sido una broma pesada de Krum? No entendía por qué demonios le había citado en aquel lugar alejado de todo. De acuerdo, era un sitio turístico y famoso, pero demasiado desapacible. No había nadie. Literalmente. Suspiró y se mordió los labios. No le había dicho a nadie, ni siquiera a Harry o a Hermione, que ese día había concertado una cita tan extraña. No existían motivos, ¿verdad? Él ya era un hombre adulto y sabía cuidarse. Ahora, perdido en aquella niebla, se golpeaba mentalmente. ¿Y si Viktor era un asesino? ¿Y si era verdad que había estado cerca de los mortífagos? ¿Y si…?

Las dudas se avivaron y se diluyeron al distinguir una sombra cerca de la orilla, justo a su lado. Se sobresaltó y ahogó un grito, que se transformó en un intento de saludo al reconocer a Krum. Estaba allí. ¡Por los Cuatro Fundadores, estaba allí! Sereno y firme como un dios del frío perdido en sus dominios. Ron se sintió intimidado. Otra vez. No entendía por qué le gustaba particularmente esa emoción, mezclada con un ansia que se le agarraba al pecho y no le dejaba ni respirar.

–Buenas tardes, Ron. Lamento el retraso –la voz de Krum parecía más intensa en el silencio de la playa–. ¿Ha estado alguna vez en esta zona?

–E-eso parece –Ron se odió por el tartamudeo suave y trató de tomar el control de sus emociones. Infructuoso. Frustrante–. En verano.

–Es mucho mejor ahora. Casi puede uno imaginarse los barcos, ¿verdad? –Viktor se quedó mirando por unos segundos el horizonte, allí donde debía estar Inglaterra–. Pero no es momento de visitas turísticas, hace un tiempo terrible. Espere un momento; buscaré el traslador.

¡¿Qué?! Ron tragó saliva y asintió, maldiciéndose otra vez por no ser capaz de decir algo coherente. Su cara debía ser un auténtico poema, demasiado legible para su gusto. Se sintió idiota. Krum mencionaba unos barcos de los que ni había oído hablar y, en apenas un minuto, hablaba de trasladores. El pelirrojo tuvo que recordarse el pequeño pergamino enviado por Krum dos días atrás. Irían a su casa en un valle de Normandía. El Quidditch, eso era. Verían la escoba. Los premios. ¿Jugarían? Ron se sonrojó al darse cuenta de que llevaba toda la semana pensando en cualquier cosa menos en el Quidditch.

–¿Lo ve? –Viktor le mostró un bonito anillo sobre el que pronunció un conjuro–. En poco tiempo estaremos en casa.

Ron fue remotamente consciente de que, en cuanto tocase aquel objeto, su destino estaría sellado. Si Krum se proponía hacerle algo malo, la oportunidad se le servía en bandeja. Nadie sabía que Ron estaba allí. El propio Weasley no tenía idea del lugar al que se dirigían. Era una temeridad. Una locura. Y, contrariamente a lo esperado, esa idea despertó un incómodo calorcito en su pecho.

Viktor asintió en cuanto vio a su acompañamente más decidido. Olía su nerviosismo. Olía su miedo. Sí, era un cazador. Y estaba luchando por llevarse el mejor premio consigo. Tocó el anillo; Ron hizo lo mismo. Después cerró los ojos. No le gustaba viajar con traslador, pero era mejor que aparecerse, particularmente cuando parecía un poco incómodo. El vertiginoso viaje duró unos pocos segundos y Krum tuvo el cuidado de sostener del brazo a Ron. Sí, quería demostrarle que podía aferrarse a él en más de un sentido. Sonrió para sí de nuevo.

Ron miró a un lado y a otro, tan sorprendido como fascinado. Estaban en una gran extensión verde, donde se distinguía un pueblecito a lo lejos y el terreno se ondulaba en valles y colinas suaves. El aire húmedo le inundó los pulmones, dejándole sin respiración. Bueno, lo que realmente le dejó sin respiración fue la visión de los portones que se erguían frente a él.

–Los muggles no pueden verla. Creen que son las ruinas de un establo viejo –Viktor le ofreció el brazo con educación–. Algo parecido a Hogwarts, ¿entiende? Agárrase, el terreno es bastante accidentado. Creo que le encantará.

–Sí… 

No sabía qué decir. Ron jamás se había sentido tan intimidado y expectante. Cuando se aferró al brazo de Viktor, un escalofrío le recorrió entero. No recordaba haberle tocado de esa forma y su cercanía era demasiado intensa. Le envolvía. Le avasallaba. Le hacía desear y eso, definitivamente, no podía ser nada bueno. Se concentró en la arquitectura de la mansión para ignorar su propio nerviosismo. Parecía hecha de lágrimas de cristal y columnas de alabastro. Se erguía en lo alto de unos enormes jardines, cubiertos de nieve y salpicados de fuentes. Había, incluso, un pequeño campo de Quidditch al aire libre. 

–Bulgaria se ha vuelto demasiado triste –confesó Krum, con una nota de intimidad que causó otro estremecimiento en Ron–. Últimamente puede encontrarme en Francia… Normandía es maravillosa.

Ésa tenía que ser la razón de que Krum estuviese en la fiesta de Malfoy. Sí, todo encajaba. Es mucho más sencillo de lo que pensaba, se dijo Ron. Realmente no tenía ánimos para fijarse en algo que no fuese la presencia de Viktor o la magnitud de esa casa. Se sentía como si ese dios del frío le hubiese raptado y arrastrado a su mansión, lejos del mundo, lejos incluso de sí mismo. Pero… ¿qué demonios estaba imaginando? Ron sabía que, si Krum pudiese leerle la mente, posiblemente le cruzaría la cara y le enviaría de vuelta a su hostal de segunda. Él mismo debía cortar esos pensamientos. No. No estaban bien. Eran indignos e impuros. Eran enfermizos. Bajó la mirada.

–¿Le apetece una cerveza de mantequilla? 

Ron no le preguntó cómo sabía de sus gustos al respecto, sino que aceptó, bastante derrotado frente a su propia confusión. Viktor se dio cuenta. Sí, era bastante sensible a las emociones ajenas, aunque la mitad del mundo pensase que era un hombre frío y vacío, encerrado en sí mismo. Se mostró muy cordial al enseñarle el vestíbulo y llevarle al salón, donde una chimenea llenaba de calidez la estancia. Krum no era un maestro de la oratoria, pero había aprendido a manejar las emociones humanas. Le gustaba conocerlas, manipularlas, dominarlas. Y el dominio del otro comienza siempre por el dominio de uno mismo. Eso lo sabía bien.

Volvió con un par de cervezas de mantequilla y tendió una a su invitado. Bebieron en silencio, ya sin las capas y la ropa de abrigo. Krum se maravilló al redescubrir en Ron lo que tanto le había impresionado la noche de la fiesta. Aquella mezcla de timidez, arrojo y vergüenza. Aquel sentido del sarcasmo. Aquel intento de esconder lo que podría ponerle en evidencia, sin darse cuenta de que se hacía obvio con cada segundo. Aquella leve torpeza. Aquel sentido del error. Sí, él tenía la oportunidad de equivocarse. Krum llevaba años negándosela a sí mismo.

Al principio, Ron estaba tan nervioso como si su anfitrión fuese a convertirse de repente en una enorme araña dispuesta a devorarle. Le temblaban las manos, incluso, aunque se esforzaba por disimularlo. Krum le preguntó por sus días en París y por su hermana; llegó a tocar con envidiable suavidad el tema de Hermione. Ron no se sintió incómodo por eso. Viktor le fascinaba demasiado como para experimentar celos o plantearse algo que no fuese la misma conversación.

Fue una charla fluida. El sabor familia de la cerveza de mantequilla siempre ayudaba y Ron se sentía más tranquilo al notar que Viktor, definitivamente, no iba a saltar sobre él. Aunque le parecía misterioso, hasta un cierto punto inaccesible, era más amable de lo que se había imaginado. Cuantas más veces le miraba, más incapaz se sentía de resistirse a su tono modulado y firme.

–¿Le apetece otra cerveza? -Le preguntó casi media hora después, mientras pequeños dragones de cerámica se enroscaban, emitiendo un sonido seis veces reitado. Las seis de la tarde.

–Sí, estaría bien –accedió Ron rápidamente.

–Bien, creo que iré a echar un vistazo al equipamiento. Me dijo el otro día que te gustaría probar la escoba, ¿no? –Ante un asentimiento del pelirrojo, se puso de pie–. Vaya usted a por las cervezas, por favor. Al fondo a la derecha.

Aún sin el por favor le hubiese obedecido. Krum tenía algo de magnético en sus rasgos que le hizo ponerse de pie y salir por la puerta contraria. Le parecía increíble que Viktor le dejase andar solo por la casa aquella primera vez, pero se lo tomó más como una prueba que como un signo de confianza. Si algo le habían enseñado los años de guerra contra Voldemort, eso era que uno no debía fiarse de las apariencias. Suspiró.

Llegar a la cocina no fue difícil. Había sentido mucha curiosidad por saber cómo sería la casa de Krum, pero no se encontró nada tan espectacular como el salón. Las cervezas estaban sobre una encimera; refrigeradas gracias a un hechizo. No tuvo muchos problemas para coger un par de botellas y dar la vuelta. Se internó otra vez en el pasillo, cuyas amplias velas de distintos colores se encendían y apagaban a medida que él pasaba a su lado. Quizá fue por eso que acabó mirando a la izquierda y encontrándose con una pequeña repisa, la clase de mueble que cualquiera tiene en su casa. No le hubiese sorprendido. No. De no ser… de no ser por las fotografías en movimiento que captaron su atención. Krum con otro chico, rubio como la mujer escandinava que le había acompañado a la fiesta. Sentados en una famosa fuente de Roma, el brazo de Viktor sobre los hombros del otro hombre, sonreían a la cámara. Supo que no debía estar viendo eso, pero la curiosidad le pudo. En otra, aparecían en lo alto de un monte, posando para la clásica foto propia de un excursión. Y la tercera… la tercera le hizo enrojecer. El rubio solo, sentado en el borde de la cama. La foto en movimiento dejaba ver cómo se giraba y sonreía a quien estaba tras la cámara -¿Krum?-, para después bajar la mirada. Un detalle más: llevaba collar. Un collar de cuero, de esos que Ron había visto en revistas y alguna que otra película. Un collar de esos con los que vaga, muy vagamente, había fantaseado. Bastó para despertarle un cosquilleo incómodo. No quería ni pensar en lo que podía significar. O, mejor dicho, deseaba y temía pensarlo. Y, en ese momento, las velas situadas a esa altura del corredor se apagaron. Ron casi corrió de vuelta a la salita.

–¿Ha tenido problemas con las cervezas, Ron?

Aquella voz le causó un sobresalto.

–No, no… ¡Para nada! –Su rostro no conseguía mantenerse sereno–. Espero no haber tardado mucho.

–No se preocupe… He sacado las viejas escobas. Como ha dejado de llover, creo que podríamos mirarlas fuera, ¿qué le parece?

–Muy bien –.Ron apenas acertaba a responder. Casi ni podía mirarle a la cara de lo nervioso que se estaba poniendo, casi como si el mismo Snape amenazase con arrojarle una poción venenosa encima–. Tenga.

–Vamos, vamos… ¿por qué no me deja tutearle? -Viktor bromeó mientras cogía la cerveza-. ¿No confía lo suficiente en mí?

–Claro que sí –el pelirrojo estaba haciendo su mayor esfuerzo porque no le temblase la voz; nunca se le había dado bien esconder sus emociones–. No piense eso, por supuesto que no hay ningún problema.

–Entonces puedes hacer lo mismo.

Y, aunque el gesto de Krum no fue exactamente una sonrisa, a él le pareció más bonito que cualquier otra imagen. 

Viktor le franqueó el camino hacia el jardín con un gesto elegante de su brazo. Entrar en el cuarto donde guardaba lo que le unía al mundo del Quidditch había sido como sumergirse por unos segundos en el pasado. No era que se sintiese viejo, pero a menudo le parecía que su juventud quedaba demasiado lejos, tronzada y perdida en algún rincón. Casi como si alguien le hubiera lanzando un maleficio borra-memoria. O no. Por desgracia, no. 

La hierba estaba húmeda de lluvia bajo sus botas. Tomó la escoba, que había dejado apoyada en una de las paredes, y se volvió hacia Ron. Sonrió a medias al verle mirar con ilusión la maldita escoba. ¿Realmente había sido verdadera aquella noche en la fiesta de Malfoy? El pelirrojo parecía únicamente interesado en el Quidditch, pero algo en su nerviosismo y su mirada esquiva hacía saltar las alarmas.

–Si quieres, puedes probarla. No tengo problemas con eso.

Ver su rostro ilusionado le trajo un calorcito agradable. Sí, todo aquello era una perfecta locura, pero llevaba demasiado tiempo sin cometer una bien grande. Hilda, la bruja que le había acompañado amablemente a la reunión de Malfoy, se lo había explicado con suavidad. Había momentos para dejar el pasado atrás. Y ése era uno de ellos.

Ron no quería marcharse cuando finalmente se despidieron. Una ansiedad que no sabría describir pulsaba dentro de él. Había soñado ese momento y temido que Krum le pidiera quedarse. Ahora lo deseaba, pero Viktor no le sugirió siquiera esa posibilidad. Le acompañó hasta la orilla de la playa y le convidó a regresar. Fijaron la cita para una semana después, en ese mismo lugar, a la misma hora. Para jugar un pequeño partido de Quidditch; Krum prometió enseñarle las copas de los campeonatos ganados. Ron se desapareció con la certeza de que aquélla sería la semana más larga de su vida.

Viktor le observó marcharse y se dio la vuelta para regresar a su hogar. No era que el frío le molestase. Ni siquiera la galerna conseguía arrancarle un gesto de molestia, pero no deseaba quedarse demasiado tiempo allí. Volver a su mansión fue una mala idea. Le pareció gélida e inhóspita. No se había sentido así desde los dos primeros meses tras la marcha de Jostein. Sacudió la cabeza. Sentir… Una lechuza picó varias veces en la ventana y Krum le permitió entrar, recibiendo un par de cartas. Un invitación de Jack, uno de los miembros de honor del Paradise, el club que llevaba años visitando. Organizarían una fiesta ese sábado… ¿quería ir? Dos semanas antes hubiera dicho que sí. Ahora tenía un nuevo enigma en sus manos, una criatura asustadiza que había conseguido sorprenderle lo suficiente. No, no iría al Paradise. Necesitaba un poco de paz, una de esas introspecciones que nadie comprendía. Bastaba con que él la entendiese. Jostein también lo habría entendido, ¿verdad?. Jostein siempre sabía cuándo debía callarse y hacerle sentir su muda presencia, sin necesidad de que él le diese una de sus órdenes. Jostein… ¿Por qué demonios la casa volvía a sentirse tan vacía y helada? Quizá fuese el contraste con las horas que Ron había pasado en ella.

El pelirrojo llegó a su habitación en un estado de profunda turbación; casi ni atinó a encender las luces muggles. Al hacerlo, descubrió una lechuza agazapada cerca del escritorio. Debía haber entrado por la ventana abierta, de eso estaba seguro. Cogió una galleta rancia del paquete que reposaba a los pies de la cama y se la tendió. La lechuza le picoteó los dedos con una especie de enojo. Se lo merecía.

Suspiró. Las cosas eran mucho más fáciles cuando tenía a sus dos amigos consigo en Hogwarts y Lavander le empotraba contra las paredes, buscando más y más besos. Nunca le había gustado de verdad. Hermione era la única mujer que había conseguido hacerle sentir algo y, aún así, Ron todavía no estaba seguro de qué había sido exactamente. De Hermione era una de las misivas; la dejó para el final. Las otras dos no eran muy interesantes. Ginny se preocupaba por su ausencia en esos días y le animaba a acompañarla a los Elíseos. Su madre le recordaba que la Navidad se acercaba y que le esperaban para la cena familiar. No te fallaré en eso, se dijo Ron, Se me da muy bien fallar, pero estaré ahí. Finalmente, leyó la de Hermione. Su amiga le invitaba a tomar el té dos días más tarde en su casa de Londres. Bonita excusa para interesarse por su vida, pero Ron no podía reprochárselo. Era la única persona en la que tenía ganas de confiar. La única que había entendido silenciosamente las razones de su separación. La única que, en todo ese tiempo, parecía tener un rato para sentarse con alguien tan diferente a ella y tratar de entenderle. Murmuró un hechizo y guió la pluma en el aire. Estaría allí, a las cinco. Ni un minuto más, ni un minuto menos. 

Se fue a la cama temprano, tras pedir en recepción que no le molestasen. No le costó dormirse, pero esa noche empezaron otra vez los sueños. La visita a Krum había sido una mala idea. O, quizá, el mayor golpe de suerte de su vida.

 

Notas finales:

¿Qué os ha parecido? Sigo con mi particular KrumxRon. He titulado el capi Normandía porque me imagino muy bien a Viktor en ese sitio, particularmente en un día ventoso de invierno. Y las playas, que vieron uno de los desembarcos más difíciles de la historia, como difícil es para Ron oponerse a sí mismo o mirarse de frente, y demás blablabla. No me enrollo más con esto.

¿Quién será el rubio del que Ron ha visto fotos? ¿Qué pretende Krum? ¿Con qué sueña Ron? Hay que seguir escribiendo^^

Muchas gracias a quienes habéis leído y, especialmente, a quienes habéis dejado vuestros reviews. 

Cualquier idea, opinión, comentario, crítica, sugerencia o tomatazo, será bienvenido en forma de review.

Un abrazo a tod@s <3


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