Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Crónicas de Acero por Tabris

[Reviews - 5]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

 

-Esos mal nacidos de la Casa del Acero. – La voz de Seishiro Kurogami, Regente de las Islas Celestiales resonó por toda la sala de audiencias privadas del Palacio de Oro y Mármol. - ¡¿Cómo se atreven a desafiar el Mandato de los Dioses?! – Con un gesto de desprecio arrojó la carta de Ryu Akayama, líder de la Casa del Acero, sobre el escritorio de madera de cerezo. Con una caligrafía simple y directa, muy alejada de la que la Corte Celestial consideraba como adecuada para la nobleza, Ryu exigía, no solicitaba humildemente a su Excelencia el Sagrado Regente de las Islas Celestiales, ¡exigía! que el Palacio se preparara para recibirle dentro de tres días. - ¡¿Cómo se atreven?! – Volvió a repetir.

 

Toritaka, Guardián del Palacio y Protector del Regente observaba como su Señor se paseaba de un lado a otro de la sala de audiencias. Jugueteaba con una daga de plata en sus hábiles dedos mientras escuchaba los improperios que el Regente soltaba cada vez que releía la carta. Finalmente su Señor se sentó en la silla tapizada en seda blanca y hundió la cabeza entre las manos sumiéndose en el silencio. – Bueno…resulta comprensible. – Se aventuró el Guardián a romper el silencio.

 

-¿Comprensible? – Preguntó el Regente levantando la cabeza y mirando a su protector a los ojos.

- Así es. – Confirmó Toritaka. – La reciente escaramuza entre los de Acero y los  de los Bosques ha demostrado la superioridad de los primeros.

- Eso no es más que un rumor. Es imposible que derrotasen a dos mil guerreros de la Casa de los Bosques sin sufrir una sola baja por su parte. – Comentó incrédulo el Regente. – Por muy poderosas que sean esas armas suyas. – Apuntilló.

-Cañones. – Dijo secamente el Guardián. – Por lo que nuestros “observadores” vieron, uno solo de esos cañones puede matar a docenas de guerreros con un solo ataque. Con ese poder en sus manos, es comprensible que desafíen el Mandato de los Dioses.

-¡Es una blasfemia! – Gritó Seishiro golpeando con el puño el escritorio.

- La blasfemia es un delito sin victimas. – Respondió Toritaka con calma. – Además, te recuerdo que han pasado más de mil años desde que los Dioses se marcharon de las Islas Celestiales dejando a nuestra Casa la regencia de las mismas, y que desde ese día nadie ha vuelto a ver u oír a un Dios. Las Casas empiezan a susurrar si nuestro predominio sobre ellas ya no tiene base alguna. Los del Acero, simplemente, están alzando su voz por encima de los susurros. – Toritaka dejó de juguetear con la daga de plata. – Y ahora tienen los medios con los que reclamar la Regencia. – El Guardián terminó su exposición y Seishiro volvió a hundir la cabeza entre las manos por el peso de sus palabras.

 

-Déjalos hacer padre. – La voz de la tercera y hasta ahora silenciosa persona que estaba en la sala de audiencias aportó su opinión. – Puede que la Casa de Acero posea las mejores máquinas y armas de las Islas. Pueden saber como forjar el metal, tallar la piedra o crear armas poderosas. Pero para gobernar a las Islas, y por extensión a todas las Casas, se necesita mucho más que algunos objetos brillantes o un par de muros de ladrillo. – El Regente volvió a alzar la vista contemplando a su hijo.

 

El joven tenia el negro cabello largo y liso hasta la cintura. Su piel estaba tostada por la brillante luz del Sol. Sus facciones parecían cinceladas por un artista que le había otorgado de un pequeña nariz aguileña que le daba un aire aristocrático. Aún sentado se le adivinaba de gran altura. Un traje de seda blanca y dorada envolvía un cuerpo atlético forjado por entrenamientos diarios en el manejo de la espada y el arco. Su espléndida figura era rematada por unos ojos de rubí.

 

- Para gobernar sobre las Casas hay que saber conciliar los egos de cada una de ellas, y esa carta es un claro ejemplo de la incapacidad de la Casa del Acero para hacerlo. – El joven sostenía un libro en sus manos del cual no apartaba la vista. El Regente observó a su hijo con interés. – Déjales que vengan a la Capital. Déjales que se pavoneen con sus armas. Déjales que exhiban sus modales de campesino. – El joven apartó sus ojos carmesí del libro y los clavó en los de su padre. – Déjales que se ahorquen ellos solos delante de toda la Corte.

 

- Sora tiene razón. – El Guardián miraba al que había sido su alumno en el manejo de la espada durante los últimos doce años, desde que el joven de ojos rojos cumpliese apenas cinco años. – Ryu es un cabrón arrogante. Jamás obtendrá el apoyo de las demás Casas. – El muchacho devolvió su mirada al libro mientras su padre volvía a ponerse en pie.

-Muy bien. – Dijo el Regente con un tono de voz más alegre. – Dejémosles montar su numerito en la Capital. Que su arrogancia sea la soga que apriete su cuello.

 


 

Sora tenia que admitir algo: la Casa del Acero era impresionante. Desde el balcón de sus aposentos el joven de ojos rojos observaba como la comitiva de casi cien miembros del Acero atravesaba la gran avenida de la Capital que llevaba a la entrada del Palacio.

 

La gran mayoría de de los visitantes iba ataviado con una loriga forjada con finas bandas de acero lacadas de rojo, sobre la cual pendía una capa del más níveo de los blancos. Una espada corta y pesada colgaba en la cadera izquierda de cada uno de los escoltas del líder de la Casa. Sora se extrañó al ver como cada uno de los escoltas sostenía una especie de paraguas cerrado sobre el hombro derecho.

 

- ¿Por qué llevan esas sombrillas? – Manifestó sus pensamientos la dulce vocecilla de la chica que recogía su cuarto a sus espaldas y que había aparecido de manera sigilosa en el balcón. Sora contempló a la que había sido su sirvienta desde que tenía memoria.

 

Tenía el cabello negro característico de la Casa del Cielo recogido en dos coleteros de oro y perla. De baja estatura iba ataviada con un vestido negro demasiado escueto para ser considerado decente. Un mandil y unas medias blancas hasta la mitad del muslo acompañadas de unos zapatos negros de tacón bajo remarcaban el llamativo conjunto de la sirvienta. La joven tenía unos ojos del azul del mar.

 

- No tengo ni idea Shizuka. – Le respondió el chico de ojos rojos. – Será otra de sus extravagancias. – Sora volvió a mirar a la comitiva mientras la joven volvía a su tarea de recoger el cuarto del chico.

 

Todo el mundo en la Capital había salido a las calles para admirar a la comitiva de la Casa del Acero. La comitiva salió de la avenida y atravesó la puerta principal del Palacio. Aunque ataviada con sus brillantes armaduras toda la comitiva resultaba impresionante, dos figuras destacaban por encima de las demás. Ryu Akayama, líder de la Casa del Acero, encabezaba la marcha de su gente. Sonreía de manera altiva con su melena blanca al viento.

 

-¡Asesino!

 

El grito salió de entre los sirvientes de Palacio que estaban en la plaza de entra del Palacio para recibir a la comitiva. El mismísimo Regente Seishiro permanecía en el centro de los sirvientes. El Regente giró la cabeza buscando a quien había preferido el grito.

 

Un hombre de cortos cabellos marrones ataviado con una coraza de hierro ornamentada salió de entre los sirvientes con una mano en la empuñadura de la espada larga que colgaba de su cintura. Seishiro lo reconoció como un embajador de la Casa de los Bosques.

 

-¡Akayama! – Vociferó el embajador situándose en mitad de la plaza. - ¡Soy Renge Morikaze, hijo de Tori Morikaze, general de la Casa de los Bosques, al que tu Casa mató de manera cobarde en nuestra última batalla! – El embajador desenvainó su espada y apuntó al líder de la Casa de Acero. - ¡Exijo que seáis juzgado por vuestros crímenes y seáis ajusticiado por mi espa!… - Un trueno interrumpió la acusación del embajador, el cual soltó su espada y cayó al suelo bocabajo.

 

Estaba muerto mucho antes de tocar el suelo. Tanto Sora desde su posición privilegiada en el balcón como su padre en la plaza contemplaban con los ojos bien abiertos lo que ocurría. O, más bien, observaban a la segunda de las impresionantes figuras que destacaban del sequito de Acero.

 

El joven tenía el pelo níveo de su padre, pero lo llevaba muy corto. Su piel era oscura como la de toda su Casa. Sus facciones eran suaves y redondeadas, con unas finísimas cejas. Desde la distancia era fácil confundir al joven con una muchacha de cortos cabellos. Había extendido su brazo derecho, en el cual sostenía un artilugio metálico del cual salía un fino hilo de humo negro. El joven poseía unos ojos del color del oro fundido.

 

-¿Kane? – Preguntó el líder del Acero mirando a su hijo.

- No voy a permitir que nadie ponga en duda tu honor padre. – Respondió el joven con una voz musical. – Y mucho menos el de nuestra Casa. – El joven bajó el cañón de mano y lo guardó en la funda que tenia en la cadera derecha.

 

El joven contempló el revuelo que se había formado entre los sirvientes del Palacio con indiferencia. Paseando la mirada, sus ojos terminaron por cruzarse con los del muchacho que observaba desde las alturas.

 

Los destellos de oro de Kane y las chispas de fuego de Sora sostuvieron la mirada mutuamente durante unos segundos que parecieron siglos. Una misma idea atravesó la mente de ambos jóvenes.

 

A partir de ese momento, sus vidas girarían entorno a la del otro y más tarde o más temprano…uno mataría al otro.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).