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Del odio al amor hay un buen trecho por KisaTheJoker

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Notas del capitulo:

 

Y al fin, ¡aquí llega el capítulo dos!

¡Por favor! ¡¿Por qué demonios he tardado tanto?! De verdad que no quería, pero hubieron problemas… que explicaré abajo. No continúo, porque en el fondo a nadie le importa qué escribo aquí, ¿verdad? A por el capítulo:

•Capítulo 2
•¡Pizza~!


–Twilight Town, 2013–


Un agotado Roxas miró con orgullo a su alrededor. Con esta, era ya la última caja que les quedaba por subir, por lo que, ahora sí, podía dar por inaugurado el apartamento nuevo.

Sentándose en el suelo, suspiró aliviado. Definitivamente, el tener que subir tropecientas cajas por las escaleras hasta la quinta planta sin la ayuda de un ascensor estropeado ni del vago de su primo, era para estar orgulloso.
Como consecuencia, ahora sentía sus huesos adoloridos.

Hacía ya dos semanas que ellos habían decidido irse de casa, y por extraño que parezca, no les llevó más de tres horas, buscando en internet, hasta encontrar un apartamento a buen precio cercano a la universidad.
Ese mismo día quedaron en preparar todas sus cosas para la mudanza. Los dos siguientes los utilizaron para intentar convencer a Cloud a que les prestase su coche para llevarlo todo, y finalmente, cuando su casera les libró las llaves, fue cuando se pusieron en marcha.
Tras descargarlo todo, Sora se autoproclamó voluntario para devolverle el coche a su primo. Y fue a Roxas al que le toco hacer el trabajo pesado…

—¡Ya he vuelto! ¡Wow, ¿ya has acabado?! —Al oírlo, el rubio se giró y lo miró molesto.

—¿Y de qué te extrañas? No creas que no lo sé. Lo has hecho a propósito. —le reprochó, frunciendo el ceño y levantándose para plantarle cara.

—¡Tranquilo, tranquilo! Además, mira qué traigo —lo cortó, levantando un par de bolsas y plantándoselas en la cara—. ¿Ves? He hecho la compra.
Roxas lo miró incrédulo.

—¿La compra? ¿Tú? Ya… ¿Y qué has comprado, si puede saberse?

El castaño sonrió con suficiencia. Sin decir nada, sorteó a su primo y las vació en el mármol de la cocina.
Al instante, éste estaba lleno de bolsas de patatas, latas de cerveza, coca cola, y comida basura en general.
Roxas respiró hondo en un intento por contenerse.

—Comida… —murmuró, cerrando los ojos, intentando comprender en funcionamiento del cerebro de su primo. Desde el primer momento en el que escuchó la propuesta –salida de los labios de su madre– de vivir juntos, supo que, si aceptaba, terminaría arrepentido. Fue entonces cuando Sora utilizó su expresión más lastimosa, la cual hizo a Roxas preguntarse cuántos días sobreviviría el castaño si lo dejaban a su suerte ante el mundo exterior.

—No te confundas —soltó, colocando ambas manos delante de él, intentando quitar hierro al asunto—. Esta no es como la compra del mes. Solo son los preparativos para mañana.
Al oír esto, volvió a abrir los ojos.

—¿Para mañana? ¿Pero no es…?

—¡Sí! ¡Mi cumpleaños! Ahora solo me falta la tarta y las velas. Y no solo eso. También pediré pizza. Genial, ¿verdad?

A medida que él hablaba, Roxas negaba con la cabeza.

—No. No. No —suspiró bruscamente—. ¿Pero no se suponía que íbamos a celebrarlo fuera? —Ingenuo de él…

—Sí, íbamos. ¡Hay que estrenar el apartamento! Además, ya he avisado a todos. —concluyó, cogiendo todas las latas y metiéndolas en la nevera. El rubio lo atravesó con la mirada. Otra cosa de la que preocuparse.

—Sora.

—¿Si? —No se atrevió a girarse. Por su voz, sabía que volvía a estar enfadado.

—Has dicho todos. —expresó éste, aparentemente tranquilo.

—Sí.

—¿Cuántos? —preguntó finalmente.

—Pueees… —Mentalmente, intentó contar la cantidad de amigos que iban a venir. Roxas lo observó sin decir nada, viendo cómo con sus dieciocho años, 364 días y pocas horas, seguía contando con los dedos—. Creo que son… nueve. No, diez. Doce, contándonos a nosotros. —finalizó, orgulloso por la cantidad de cálculos realizados en tan poco tiempo.

—Es decir… —Sora tragó saliva. Por lo visto Roxas no pensaba compartir el momento feliz—. Piensas meter a doce personas… en un apartamento en la que caven una y media.
El cerebro del castaño empezó a revolotear. ¿Y media? ¿Él solo contaba como media persona?
Su pronosticado déficit de atención le impedía centrarse en las cosas importantes.

La respuesta fue breve.

—No.

Pero esto era algo que Sora había previsto. Y sabía cómo contrarrestarlo.

—¡Pero Roxas! —gritó, soltando todo el aire de sus pulmones— ¡Ahora es diferente! ¡Esta también esta también es mi casa, tengo derechos! —le reclamó, alzando y agitando graciosamente los brazos.

Él sabía que el castaño tenía razón. Pero por nada del mundo permitiría que la liase en su segundo día. Solo faltaba que los vecinos se quejasen. Y si esto pasaba, su casera se enteraría. Terminaría de patitas en la calle en menos de una semana. ¿Realmente pensaba arriesgarse?

—No. —volvió a repetir, intentando destruir de una vez por todas las esperanzas de su primo. Pero al parecer, éstas eran inquebrantables.

—Lo celebraré aquí, no importa lo que me digas. —murmuró cruzándose de brazos, temeroso a la tanda de gritos que llegaría en los próximos cinco segundos.
Empezó a contar.

Cuatro…

Tres…

Dos…

Uno…

—Haz lo que quieras. —Y sin decir nada más, dio media vuelta y empezó a desempacar sus cosas de las cajas.
Sorprendido pero feliz, Sora se anotó una victoria.


Lo primero que hizo Sora al escuchar la alarma del reloj que daban las 6:00 AM fue levantarse de un salto de la cama e invadir la habitación de su primo para pedirle su regalo de cumpleaños.
Lo único que logró sacarle fue un puñado de insultos y una almohada dirigida hacia su persona.
Tras maldecir al egoísta, barra, desagradecido de su primo, decidió probar a reclamarle nada a una hora algo más decente.
Y volvió a las 7:00 AM.

Pero fue cuatro horas más tarde cuando el rubio se dignó a levantarse.

—¡Regalo! —Fue lo primero que gritó el castaño nada más verlo aparecer por la puerta de la cocina.

—Sí, buenos días. —respondió Roxas de forma neutral, ignorándolo por completo.

—Regalo. —volvió a repetir, tal como si esta fuese la única palabra en su vocabulario.
El rubio ni se inmutó. Y con total tranquilidad, pasó por su lado y se dirigió a la nevera en busca de algo que le pudiese servir como desayuno.

—¡Regalo, regalo, regalo! —insistió Sora de forma infantil, golpeando la mesa con los puños y haciendo pucheros—. ¡Exijo que me des mi regalo de cumpleaños!

Roxas alzó una ceja. No le gustó mucho eso de «exijo». Aun así, continuó haciendo oídos sordos al demonio insolente que lo despertó a las tantas de la madrugada.
Por su lado, Sora estaba más irritado por momentos.
Su cumpleaños era la mejor fecha que existía para él. Una en la que era inevitablemente el centro de atención, donde todo el mundo le sonreía, daba montones de regalos y hacía lo que él quería.
¡Y su primo lo trataba como si fuese un mueble más de la cocina!

De pronto, el rubio se sentó a su lado y empezó a desayunar. A Sora no se le ocurrió nada mejor que empezar a darle codazos. Aprovecharía cualquier reacción para volver a reclamarle.
No pasaron más de cinco segundos hasta que Roxas habló.

—Sora —No podía asegurarlo, pero le pareció notar una nota de enfado en la voz de su primo. O quizás simplemente fuese que todavía seguía medio dormido—. ¿De verdad crees que conseguirás nada de mí de esta manera? —El castaño se detuvo. ¿Acaso había otra forma de conseguirlo? Roxas le leyó el pensamiento—. Compórtate, limpia la casa y dúchate, apestas. Y después, si quieres hablamos sobre tu cumpleaños. —Dicho esto, terminó de desayunar, dejó todo en el lavamanos y se salió de la cocina, dejando a Sora con la palabra en la boca.


Para sorpresa de Roxas, el castaño hizo exactamente lo que le ordenó.
Realmente se le veía con ganas de celebrar el dichoso cumpleaños, y quitando el hecho de oírlo escupir maldiciones a cada paso que daba, se podía decir que se estaba comportando.

—¡Acabé! —gritó finalmente, tirando la escoba y el recogedor en algún punto de la habitación. Desde el sofá, Roxas suspiró y lo miró molesto—. ¡Y ahora, yo! —Tras esto, se llevó una mano al bolsillo y sacó una larga lista de metro y medio—. Los preparativos para la fiesta. Yo he hecho todo lo que tú has querido. Ahora tú harás todo lo que yo quiera. —concluyó sonriente.

El rubio se encogió de hombros. No es como si le diese miedo la faceta malvada de su primo. Además, sabía cómo lidiar con ella.
Tranquilamente, alargó la mano, cogió el auricular del teléfono y marcó.

A los quince minutos aproximadamente, llegaron Kairi y Naminé. Ellas dos se encargarían personalmente de preparar una fiesta en condiciones. Y Roxas podría continuar viendo la TV sin que nadie le molestase.
Pese a ser una desilusión el no poder tener pleno poder sobre su primo, Sora sabía que de esta manera su fiesta sería todo un éxito.

Al instante, las chicas dejaron sus respectivos regalos debajo de la cama del castaño y –no sin antes amenazarle con cortarle las manos si se atrevía a tocarlos– se pusieron manos a la obra.
Minutos después, llegaron Hayner, Pince y Olette. Estos dos últimos se metieron a ayudar en la cocina. Por su lado, el rubio se unió a Roxas con la entretenida tarea de ignorar al resto y ver la TV.

Cargado con un gran ramo de flores, Marluxia llegó solo. Felicitó al cumpleañero y se dispuso a decorar la casa junto con Kairi de la manera más cursi que le fuese posible.
Por el momento, todo iba a la perfección. Unos preparando la comida, otros con la decoración... De pronto, a Sora se le ocurrió una brillante idea para completar el cuadro de felicidad.

—¡Roxas! —lo llamó, siempre gritando—. ¡Tengo una tarea para ti! ¡Levanta el trasero del sofá y acércate!
Con un gruñido, el aludido dejó la comodidad del sofá atrás para dirigirse al plasta de su primo con una mueca de molestia en la cara.

—¿Y ahora qué? —le reclamó, cruzándose de brazos y mirándolo con el ceño fruncido. Pensó que con tanta gente alrededor y todo el trabajo para preparar la fiesta estaría entretenido, pero nooo… Tenía que encontrar un hueco para darle la lata.

—Quiero que vayas a comprar pizza. Una fiesta sin pizza no es una fiesta —Sin darle tiempo a replicar, sacó su cartera y se la tendió—. Elige de lo que te dé la gana. Tú solo tráeme, digamos… Veinte.

—Veinte… —Si algo bueno había aprendido tras convivir con el castaño prácticamente desde su nacimiento, era a saber mantener la calma cuando a éste se le cruzaban los cables. Dígase siempre—. ¿Y por qué tantas, si puede saberse? —se limitó a preguntar.

—¡Roxas, piensa! Somos muchos. ¡Necesitaremos mucha comida!

—¿Y no te basta con lo que compraste ayer? Además, ¿por qué no llamas y haces que te traigan todo a domicilio? —interrogó, irritado.

—Porque de esta manera harás algo de provecho hoy, en vez de quedarte tirado en el sofá sin hacer nada. —No se molestó en reclamarle más, no había vuelta.

—¿Y cómo voy a llevar veinte cajas de pizza yo solo, si puede saberse? —preguntó finalmente, resignado, guardando la cartera en uno de sus bolsillos y mirando a su primo fijamente.

—¿Ah? ¿Y yo qué sé? Llévate a Hayner, él tampoco está haciendo nada. —Fue oír su nombre y el aludido apareció al instante a su lado. Parecía ilusionado el tener la oportunidad de salir. Algo raro… ¿Qué persona normal prefiere cargar con una tonelada de pizza a quedarse en un cómodo sofá haciendo el vago?

—¡T-te acompaño! —E incluso el chico parecía emocionado y todo. Le brillaban los ojos.

—¡Agh! Muy bien. Vamos. —gruñó Roxas, queriendo acabar rápido con todo esto. Decidido, dio media vuelta y salió de casa con su amigo tras él.

—¡Y no tardes! —añadió Sora, segundos antes de que la puerta estrellase contra el marco de forma estruendosa.

Le pareció oír un «que te den».
Nah… Imaginaciones suyas.

 


En el fondo –muy, muy en el fondo–, a Roxas no le molestaba el tener que haber salido de casa expresamente para a comprar esa para nada excesiva cantidad de calorías con tomate. Al fin y al cabo, el cumpleaños del demonio era solo una vez cada 365 días. Algo fácilmente soportable. Además, cuando estaba contento daba menos el coñazo.
Por otro lado, él fue el que lo había arrancado de las malvadas y adictivas garras de la televisión para enviarlo de paseo. La salud ante todo. ¡Tenía que darle las gracias!
Basta de sarcasmo.
¿Por qué no lograba auto obligarse a mandarlo a la mierda e irse al cine en lo que quedaba de día?
No, si es que en el fondo era buena persona.

Solo quedaban algo así como dos calles más para llegar a la pizzería. A su lado, Hayner parecía feliz de la vida. Tenía una sonrisa idiota, como a quien le ha tocado la lotería y no quiere decírselo a nadie. Optó por no preguntarle. Sinceramente, no le interesaba saber el porqué estaba tan contento.

Finalmente, llegaron al lugar. Éste estaba lleno a rebosar de gente. Por lo visto también estaban celebrando un cumpleaños. Y eso, era un problema.

Con el ceño fruncido, Roxas se acercó al mostrador.

—Disculpe —lo llamó—. Me preguntaba si tendrían tiempo –e ingredientes– para tener listas veinte pizzas en media hora. —Oh, venga. Incluso a él le parecía estúpido. Y así es exactamente como se sentía.

La chica que lo atendía lo miró irónica.
—Esto… ¿Veinte pizzas en treinta minutos más los pedidos de otros clientes? Claro, no hay problema.
Ambos rubios alzaron una ceja.

—¿En serio? —preguntó esta vez Hayner, asombrado al no notar ningún tono sarcástico en la voz de la chica.

—En serio, son las dos y media, justo ahora acaba de terminar mi turno. No es mi problema —aclaró, quitándose la gorra y el delantal con la marca del lugar, tirándolos a un rincón tras el mostrador y dando media vuelta—. Ahora mismo llegará mi reemplazo. Dadle unos segundos. ¡Adiós! —Y alegremente, saludando con la mano, desapareció por la puerta trasera.

—Que chica tan simpática… —murmuró Hayner, aun intentando entender si esa fue una buena o mala reacción.

Roxas estuvo a punto de contradecirle, cuando un grito agudo, molesto y extremadamente doloroso para sus oídos, retumbó por toda la pizzería.

—¡¡ROXY~!! —Y ese era ni más ni menos que Demyx, la segunda persona más ruidosa, molesta y chiflada que conocía, siendo su primo el primero de la lista, claro.
Sin más, el mayor se abalanzó sobre él.

—Esto… Hola, Demyx —saludó débilmente, notando cómo sus tímpanos seguían quejándose—. ¿Qué haces aquí? —preguntó, intentando quitárselo de encima. Con una mueca, Hayner se encargó personalmente de ello.

—¡Trabajo aquí! —exclamó éste con una gran sonrisa, pasando tras el mostrador y colocándose una gorra igual que la que llevaba la otra chica—. Y mi turno empieza… ¡ya! ¿Y bien? ¿Qué queréis?

Demyx el dependiente. Menuda suerte la suya.
Roxas decidió que lo mejor sería ir al grano.

—Veinte pizzas. ¿Podría tenerlas en algo así como media hora? —Por raro que parezca, la sonrisa del rubio no desapareció. Al contrario. Incluso parecía contento por ese… ¿reto?

—¡Pues claro que sí! No pongas en duda la genialidad de nuestro chef, Rox. Él puede hacerlo en veinte minutos. —añadió emocionado.

—Vaya, eso es genial…

—¡¿Verdad?! Vale, dime: ¿de qué las quieres? —preguntó, sacando la libreta de pedidos, preparado para tomar nota. Parecía concentrado.

—No me importa, una de cada supongo que bastará. —respondió, encogiéndose de hombros.

—¡Elección libre, genial! ¡Ahora mismo vuelvo! —Con esto, dio media vuelta rápidamente y empezó a canturrear todos y cada uno de los nombres de las pizzas de la carta a gritos.
El rubio se preguntó si realmente era posible el lograr hacer veinte pizzas en veinte minutos. ¿Una cada sesenta segundos? ¿O es que entraban cinco al horno mientras preparaba otras cinco? Eso le llevaba a preguntarse cuántas manos podía tener el mencionado chef.
Llámese indiscriminación, pero no quería que un ser mutante le toqueteara la comida.

Yendo al grano, veinte minutos después un orgulloso rubio apareció ante ellos con dos montones de diez cajas cada uno ante sus narices.

—¡Flipa! ¡¿Y están todas?! —exclamó Hayner, acercándose y abriendo la de arriba del todo, comprobando el que realmente no estuviese vacía.

—¡Pues claro! ¿Quién crees que se ha encargado del super-pedido? ¡El genial yo!—Roxas frunció el ceño al oír esa voz. Milésimas de segundo más tarde, un tipo pelirrojo apareció tras Demyx, luciendo exactamente la misma gorra y delantal que la chica de antes.
El rubio mayor se sobresaltó del susto.

—¡A-Axel idiota! ¡Te dije que te quedases dentro! ¡¿Por qué me ignoras siempre?! —lloriqueó el ojiazul de forma infantil, dándole codazos al pelirrojo en un intento de hacerlo retroceder de nuevo a la cocina.

—Oh, venga. Alguien preguntó quién fue la genial entidad que se encargó de su pedido, por lo que me he visto obligado a salir. —explicó el para nada arrogante, con una brillante sonrisa.

—¿Por qué inventas? Nadie ha preguntado por ti. —Una vez más, fue ignorado. Aun sin dejar de sonreír, Axel se apoyó el mostrador y dirigió esa mencionada brillante sonrisa al de los ojos marrones.

—¿Y tú qué opinas, Hayner? —preguntó, remarcando sin motivo alguno el nombre del chico.

—¿Eh? Ah, esto… —Estaba nervioso. ¿Y cómo no estarlo, siendo que tenía a su lado a un chaval del que salía una escalofriante y tenebrosa aura oscura que lo acojonaba?—. Sí, ha sido… asombroso. ¡Demyx! ¿Cuánto es?

—A ver, quince cada una, son… Quince más quince más quince más quince más… —Finalmente, al darse cuenta de que sus dedos solo le alcanzaban para contar hasta veinte, se decidió a echar mano a la calculadora integrada en la caja registradora. Y así, logró llegar a una única conclusión—. Trescientos dólares. ¿Con tarjeta o en efectivo?

Los padres de Sora no confiaban en él, por lo que nunca se atrevieron a darle la preciada tarjeta.

—En efectivo. —dijo Roxas secamente, rebuscando en sus bolsillos la cartera de su primo. ¿Realmente tendría el castaño trescientos dólares ahí metidos?
No. La pregunta era… ¿Realmente tendría dinero ahí metido?

Definitivamente ahora se arrepentía por no haberlo comprobado antes de salir… Ya se veía pagando las dichosas pizzas con SU dinero.
Y el de Hayner.

—¿Y bien?—Demyx se apoyó al mostrador, asomándose, intentando ver el interior de la cartera.
Roxas, alucinado, sacó trescientos papelitos con la cara de George Washington impresa en ellos. Había tantas preguntas sin respuesta… Pero la más importante:
¿Desde cuándo sabía Sora del significado de la palabra ahorrar? El que hubiese atracado un banco le parecía una opción más creíble…

—¡Gracias! —E inmediatamente, Demyx empezó a contar, amontonándolos uno a uno sobre la mesa. Tras asegurarse de tener el precio justo, abrió la caja registradora y los guardó felizmente dentro—. Son para el cumpleaños de Sora, ¿verdad? No te preocupes. Las podemos llevar nosotros después.

Roxas se sobresaltó.

—¿Quién…?

—¡Muchas gracias!—interfirió Hayner, tomando al rubio por los hombros y empezando a retroceder hacia la puerta de salida—. ¡Se lo diremos a Sora! ¡Nos vemos luego!

—¡Adiós, chicos!

—¡Sí! ¡Adiós, Hayner! ¡Adiós, enano!

Roxas se detuvo al instante. Es como si hubiese esperado ese momento.
—¡Maldito capullo! ¡Tú, bastardo…!
Y Hayner sintió cómo un escalofrío recorría todo su cuerpo. Intentó continuar empujándolo, tal como si nadie hubiese comentando nada acerca de su estatura. Imposible. Era como si se hubiese clavado al suelo con cemento.
De pronto, su cara estuvo a milímetros de ser golpeada por un puño descontrolado.
Valle, el rubio podía ser muy tranquilo, pero cuando se ponía en ello, podía dar más miedo incluso que Sora en una tienda de golosinas con un 50% de descuento –cosa que, por cierto, había vivido–.

—¡Roxas! Tu primo nos espera… ¡Vámonos! —ordenó con voz temblorosa. Y de esa manera, intentando ahora que el chico no pasase por el umbral de la puerta, hizo acopio de todas sus fuerzas y se lo llevó literalmente a rastras de la pizzería, escuchando por un lado la risa malvada y satisfecha de cierto pelirrojo chiflado, y por otro, la tanda de insultos predilectos de su amigo.

Por su lado, Demyx ya se había encargado de soltar un supermegaultra-codazo extra fuerte al estómago del mayor. Éste, tras dejar escapar un extraño sonido agudo, retrocedió lentamente y volvió a la cocina.

 


Lo primero por lo que preguntó Sora cuando los chicos volvieron no fue el por qué su primo tenía semejante cara de mala hostia, no. Demonios, era su cumpleaños. ¿A quién debería importarle el estado de ánimo de alguien que no era él mismo?

Por lo que, cruzándose de brazos en un intento de pose de persona seria y responsable, fue directo al tema en cuestión.

—¿Se puede saber dónde están mis veinte pizzas?

—Las traerán después tus jodidos invitados, capullo. —le hizo saber su adorado primo de la manera más respetuosa posible, pasando por su lado y yendo directo al sofá.
Al contrario de lo esperado, Sora sonrió aliviado.

—Oh, claro. ¡Qué amables! Llamaré a Axel para darle las gracias. —anunció, sacando el móvil de su bolsillo y esquivando al mismo tiempo un jarrón volador proveniente de quién sabe dónde.

 



–Twilight Town, 2002–
Con huevos y leche


A lo largo de los primeros años de vida de un niño, a quedado demostrado que éste suele tener una dependencia excesiva con sus padres. Empiezan por querer estar siempre en sus brazos. Después en su regazo, y más tarde, a ir con ellos a absolutamente todas partes.
¿Que papá va a arreglar el coche? Yo le acompaño.
¿Que mamá quiere fregar los platos? ¡Yo le ayudo!
Pero llega un momento en el que los buenos de papá y mamá deciden sacar provecho de esa adoración que tienen sus hijos hacia su persona. Y ahí es cuando empiezan los favores.
¿Me ayudas a sacar la basura?
¿Me ayudas a limpiar el baño?
¿Me ayudas a tender la ropa?

Hasta que ese «me ayudas» desaparece, puesto que el niño, al tener el derecho de elección, prefiere ver la TV, jugar a la Play Station o hacer cualquier otra cosa de provecho.
Y el «cariño, ¿quieres venir conmigo a comprar?», pasa a ser un «¡tú, a comprar!».

Y eso es exactamente lo que pasó con Cloud.
—¡Te acompaño! —Y evidentemente, Roxas, puesto que seguía en la fase de niño obediente que dice sí a todo, se apuntó a la excursión al instante.

—¡No quiero! ¡Que vaya Roxas! —replicó el mayor, aun sin apartar la mirada de la adorada pantalla.

—¡Vale! —Y una vez más, el pequeño aceptó encantado.

En esta ocasión, el tono de la mujer sonó unas octavas más alto, haciéndole notar a su queridísimo hijo que se estaba acercando al lugar donde él se encontraba.
Cloud oía los pasos. Cada vez más cercanos a él.

—¡Él es muy pequeño todavía! —Ahí estaba, asomada en el umbral de la puerta que daba a la cocina—. ¡Decidido, iréis los dos!

Cloud resopló molesto. Su tan habitual expresión neutro-enfadada estaba ahora adornada por un ceño fruncido bien marcado.

—Vale. —remarcó bien esta palabra, haciéndole notar a su madre las muchas ganas que tenía de hacerle ese favor. Alargó la mano, continuando con la vista clavada en la TV. Tras recibir por parte de la rubia la lista de la compra y el dinero necesario, se levantó de un salto y caminó con pesadez hacia la puerta de salida. Roxas lo siguió como perrito faldero.

 


Cloud leyó por primera vez tras salir de casa la lista que su madre le había librado. A simple vista podía contar unos quince ingredientes, en los que se incluían lentejas, huevos, leche , arroz, sardinas, coliflor y un puñado más de cosas que –Dios no lo quiera– si le daba por cocinar todas juntas, le causaría un dolor de estómago tremendo, más una visita al hospital.
Siendo ella, nunca se sabía.

Lo primero que hizo al cruzar las puertas automáticas del supermercado no fue coger la mano de su pequeño hermanito. No, pese a ser eso lo que un chaval responsable haría, él fue directo a coger una cesta con ruedas y, ahora sí, hacérsela cargar al pequeño. Algo tendría que hacer, ¿no?

—Sígueme. —Fue lo único que le dijo. Y obediente, el niño le siguió.

Los primeros diez minutos los pasaron recorriendo todas las estanterías en busca de las dichosas lentejas. Por lo visto, las muy cobardes se habían escondido, y al igual que un padre no quiere preguntar cuando se pierde en coche, Cloud no quería preguntar dónde encontrarlas. Él solito podía encargarse de una tarea tan simple como hallar esa porquería que tan poco le gustaba. No necesitaba la ayuda de nadie, y menos aún de un desconocido con aires de grandeza que le diría con una tonta sonrisa dónde narices encontrarlas.
Cloud podía tener muy mala leche cuando se irritaba.

El tiempo apremiaba. Ya habían pasado quince minutos y la cesta seguía vacía. El rubio tomó una decisión.

—Roxas, ve a por los otros pedidos. Yo me encargaré de las lentejas. —Ahora era algo personal.
Y olvidando el que su hermano solo tenía ocho años, le lanzó el papel de la compra y arrancó a correr.
No hay que confundirse. Roxas sabía leer. El problema aparecía cuando se trataba de leer la incomprensible letra de su madre.
Solo entender la primera palabra de la lista le llevó varios minutos. Y cuando logró descifrarla al fin, se llevó una gran decepción al comprobar que se trataban de las lentejas de su hermano.
Oh… Pero al contrario que cierta persona, él era inteligente.

—Disculpe —habló, dirigiéndose a una de las chicas con uniforme del lugar—, ¿podría decirme qué pone debajo de “lentejas”, por favor?

Con una radiante sonrisa, la muchacha se puso en cuclillas a la altura del menor y empezó a recitarle la lista entera.
Definitivamente, la letra escrita por un adulto, solo podía comprenderla otro adulto. O su hermano. Su hermano también podía. Era un chico raro.

Tras memorizar bien todo lo que la mujer le leyó, fue a buscar el segundo ingrediente. Los huevos.
Y demostrando una vez más lo inteligente que era, aprovechó para preguntarle en qué pasillo podía encontrarlos.
Con toda la información en su cabeza, comenzó a caminar en dirección al punto donde le indicó la chica.

Y allí los encontró. Una estantería entera a rebosar de paquetes de una docena de huevos cada uno. Decidido, cogió dos de los más cercanos a él –al suelo– y los metió en la recién estrenada cesta.
Siguiente. La leche.

No tuvo que pensarse demasiado dónde buscarla. Con un solo vistazo, la localizó dos pasillos más adelante.
A un paso más bien rápido, esquivó ágilmente al resto de compradores hasta llegar al lugar.
Al ver la mercancía, frunció el ceño. ¿Por qué había de tantos colores? Verde, azul, blanco, rojo… En la lista no decía nada de qué color escoger.
Acercándose más, se dio cuenta de algo. Cada uno de los envases llevaba algo escrito. Leyó tres tipos diferentes: entera, desnatada y semidesnatada. Si antes estaba perdido, ahora lo estaba más.
Aun así, su cerebro le ordenó coger uno de los envases «entera», siendo de suponer que éstos llevarían más cantidad en su interior.

Alargó el brazo hacia el envase verde, pero antes de llegar a tocarlo, una mano casi tan pequeña como la suya se lo quitó de en medio.

—Oye, tú. —Sonó maleducado, pero más maleducado aún era el que alguien le quitase su –porque desde el momento en el que la vio, era suya– leche.

Y qué sorpresa se llevó al ver que el nombrado maleducado roba-leches no era ni más ni menos que el malvado pelirrojo con el que tan mal se llevaba.

—Controla tu tono, enano. —soltó éste despectivamente, mirándolo de reojo y guardando la mercancía en su propia cesta.
Sin decir palabra, y antes de que el mayor se fuese, se acercó a la cesta en cuestión y recuperó su preciado envase verde «entera».

—Esto es mío. Si quieres uno, ahí tienes un montón. —le hizo saber, utilizando el mismo desprecio que él. Dio media vuelta para continuar con su lista, pero incluso él sabía que esto no había hecho más que empezar. A paso rápido, continuó caminando.

—¡Maldito enano! ¡Devuélveme eso! —exclamó Axel, soltando bruscamente el mango de la cesta y corriendo hacia el rubio. Al verlo venir, se detuvo. Por nada del mundo se rebajaría a huir de nadie. Y más aún si ese nadie era el niño chiflado.
Por lo que no se le ocurrió nada mejor que coger lo más cercano a él en ese momento para lanzárselo y detener su carrera.
¿Y qué más cercano a él que una docena de huevos?

—¡Jodido enano bastardo! ¡¿De qué coño vas?! —Semejante sucio lenguaje alarmó de sobremanera a todo aquél adulto cercano a ellos. Y buscando a algún padre o madre al que mirar mal por el comportamiento del maleducado de su hijo, lo único con lo que se encontraron fue con un chico pelirrojo con la cabeza llena de una substancia viscosa anaranjada.
Pues claro que sí. A Roxas le había dado tiempo a quitar el plástico. Solo quería que el chico probase bien a qué sabía la derrota mezclada con la humillación.

Pues nada, que ahora tendría que volver a por otra docena de huevos.
Con una sonrisa entre triunfante y arrogante, dio media vuelta y se dispuso a volver al pasillo donde encontrarlos.
No llegó muy lejos.
De pronto, algo lo detuvo.

Concretamente, ese algo era un extraño líquido templado empezando a correr por toda su cabeza y llegando hasta la parte superior de su camiseta.
Apestaba.


Cuando sus hijos llegaron de la compra, la rubia estuvo a poco de desmayarse.

Por un lado, el chico mayor cargaba con una bolsa llena hasta arriba de paquetes de lentejas. Parecía ido. Pero eso no era lo peor…

El pequeño se encontraba empapado totalmente de lo que supuso sería… ¿leche? Oh, sí. Ese olor era demasiado evidente. Por su lado, el chico sujetaba un par de bolsas a rebosar de cartones de leche abiertos, arrugados, y algunos de ellos incluso rotos.
¿Qué había pasado? No quería saberlo.
De lo que estaba segura era que a partir de ahora, ella, y solo ella, se encargaría de la compra.

Notas finales:

 

¿Qué decir? Para mí, el capítulo ha sido… ¿aburrido? Aburrido. ¡Si es que ha quedado muy soso! Tenía pensado alargarlo un pelín más. Exactamente hasta el final de la fiesta, pero por otro lado, empezaba a pesarme en la conciencia el no actualizar tan pronto como quería haber hecho, por lo que me dije: «Bueno, ¿y qué tal si añado otra escena extra?». La parte buena es que ya tengo totalmente pensado lo que será el capítulo tres (bueno, al menos el principio…).

 

Siguiente cuestión: ¿que por qué he tardado tanto? Oh, pues nada. Que a mi estúpido portátil le dio por no eliminar a los virus que se iban colando. Por lo que hasta que mi primo –bendito sea– no se encargó de él, mi genial ordenador se bloqueó exactamente todas las veces en las que intenté en vano utilizarlo.

Varias veces he estado tentada a estamparlo contra la pared…


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