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¡Qué lata! ¡Estoy tan aburrido como una ostra! Llevo cuatro tediosas horas sentado en el sofá de la recepción de la editorial donde Yuki publica sus novelas. El pobre mueble ya adoptó la forma de mi trasero, mientras que la aburrida programación que exhibe la televisión del piso con sus programillas de variedades que poco enriquecen mi cerebro me hace compañía. Debería estar en casa terminando de escribir lo que K me «pidió» para mañana, pero estoy aquí, jodidamente aburrido y tan solo como un autista. ¿Quién me manda a acompañar a Yuki a entregar su manuscrito luego de encontrarnos «por casualidad» en las puertas de NG? Vale, admito que la tentación de recibir a cambio una suculenta cena después de pasar horas sin comer más que chicle y pockys de fresa es grande. Pero incluso las sobras de la semana pasada me contentarían con tal de evitar esta latosa espera.
Lo terrible de mi agónico aburrimiento es que «la razón» por la cual no puedo componer mi canción en casa yace atrapado en una reunión. ¡Ni siquiera se ha dignado a responder los ochenta mensajes de texto que le he enviado a su celular! ¡Infeliz! Se supone que deberíamos estar preparándonos para reestrenar la cama. Sí, nuevamente nos quedamos sin cama. Pero esta vez no fue por nuestra erótica y salvaje manera de aparearnos como perritos de la pradera: Yuki se quedó dormido con un cigarrillo encendido. Y todo lo que quedó de nuestro lecho de amor fue un montón de leña para la chimenea que no tenemos (admito que no fue buena idea intentar apagar el fuego con mi fijador de cabello).
Realmente no sé para qué tanta dedicación a historias cursis y rosas. Porque lo son. Don arrogante y creído, quien siempre se jacta de su talento por encima de mí y compara mi coeficiente intelectual con el de una polilla, escribe novelas rosa. A veces me pregunto qué dirían sus fieles seguidoras si supieran que Yuki tiene el tacto de un rinoceronte en celo y que su definición del amor se asemeja al de un dolor estomacal. Pero Yuki ha sabido ganarse el apoyo incondicional de sus lectoras, quienes —estoy seguro— creen que él es un romántico empedernido y que su mundo es poesía, pero, en la práctica, es grosero, idiota y sin un ápice de sentido común.
Sin embargo y, a pesar de su forma de ser, Yuki se esfuerza mucho por sobresalir. Trabaja duramente y siempre da todo de sí para cumplir con los plazos de entrega, aunque siempre fracasa en el intento. Y lo entiendo; yo soy igual de bruto para cumplir lo que K me impone. Siempre digo «¡Esta vez terminaré a tiempo!», pero siempre me gana la flojera; o porque pasó una mosca, o porque necesito ir al baño, o porque se me olvidó llamar a Yuki para recordarle que las cervezas y los cigarrillos no son un almuerzo. Y es que, además de lidiar con mis propios problemas, tengo que preocuparme de Yuki.
En la práctica las cosas no son sencillas, pero el tiempo que llevamos juntos he logrado adaptarme y amoldarme a mi destino: ser la niñera de Yuki.
—¡Por fin! —exclamo al verle cruzar el pasillo que conecta hacia la sala de reuniones—. ¿Cómo te fue? ¿Ya podemos ir a comer? Podríamos pasar al konbini que está cerca de la casa y comprar algunas golosinas y...
Él me taladra con la mirada y se sienta en el sofá, no sin antes empujarme como un bulto al suelo.
—¿Qué sucedió? —le pregunto, adivinando que le fue mal.
—La estúpida reunión no terminaba nunca y estuve atrapado entre abogados.
—¿Por qué? ¿Qué sucedió?
—Un idiota me está plagiando.
—¡¿QUÉ?!
—Un idiota que no tiene nada mejor que hacer comenzó hace algún tiempo a escribir novelas con un estilo similar al mío. Y llegó a tanto su descaro que tomó uno de mis primeros trabajos y lo adaptó para parecer como suyo. Estúpido; se dieron cuenta. Y él creyendo que porque ganó el premio Naomori y Kikukawa es la gran cosa. ¡Yo he ganado tres veces el premio Naoki y gané el premio Akutagawa cuando publiqué mi primera novela! ¡Qué se ha creído ese imbécil!
—¿Tanto así es su descaro?
—Sí, hasta ha copiado mi estilo narrativo. Se cree muy chulo en su deportivo rojo. ¡Yo tengo un Mercedes, maldita sea!
Empiezo a darme cuenta que no sólo es el plagio a su trabajo lo que le molesta a Yuki. Hay algo más...
—No creo que sea para tanto, ¿o sí?
—¿En qué parte tienes el coágulo? ¿Sabes lo que significa que alguien tome tu trabajo, lo modifique y se adjudique la originalidad?
—Claro que lo sé. El año pasado un mocoso se las dio de estrella del pop y sacó un tema muy similar a uno de mis últimos sencillos.
—No sé cómo alguien puede copiarte y más encima siendo de baja calidad.
—¡Oye! ¡Mi trabajo es bueno! ¡Y no entiendo qué tiene que ver que ese sujeto te plagie y molestarte porque tiene un deportivo rojo!
Yuki me vuelve a taladrar con su mirada. Cielos... ¿cómo puede ser tan malas pulgas?
—Ese imbécil ha tenido el descaro de copiarme en muchos otros aspectos; hasta en liarse con mocosos.
—¡¿Ah?!
Yuki se incorpora y camina al ascensor. Desde las puertas me grita:
—¡Date prisa, mono, que tengo hambre! Necesito una buena ración de chocolates para pasar este disgusto.
Le doy alcance y respondo:
—Siempre buscas excusas para comer chocolates.
Él me sonríe con malicia.
—Claro, esa es la gracia del asunto.
A veces Yuki puede comportarse como un verdadero niño consentido y creído, pero, en la práctica y en su trabajo, es un verdadero profesional. Es el mejor en su rubro. No hay manera de que alguien le llegue siquiera a los talones. Y yo puedo dar fe de eso.
—Yuki, no te preocupes; no hay nadie como tú. Nadie te puede igualar ni mucho menos superar.
—Lo sé. Lástima que no pueda decir lo mismo de ti.
—¡Bastardo infeliz! ¡Y yo que me molesto en subirte el ánimo!
Yuki termina silenciando mis alegatos con un beso. ¿Cómo no amarlo, si sólo él sabe expresar el verdadero significado de nuestro amor?