Dio un fuerte suspiro con sus ojos cerrados.
Olio a profundidad aquel césped verde, recién cortado y regado, olio aquella tarta de fresas que descansaba en una ventana y se enfriaba con al movimiento y agitación de la suave brisa que les rodeaba y movía juguetonamente sus cabellos, olio la suave fragancia de lavanda que llevaba aquella chica joven, de cabello rizado y castaño que ante el sol parecía brillar, aquella chica de piel clara, ojos azules como el cielo, esos ojos que poseía parecía como si no pudiesen ver debido a la claridad de estos, sonrisa tímida pero amplia, de complexión delgada pero fuerte, aquella chica como el bambú.
Abrió sus ojos y vio aquel hermoso entorno. Aquella chica de rizos sentada en el pasto, con un vestido rosa pálido que se hondeaba ligeramente con el viento, con un libro entre las piernas y rodeada de chiquillos que eran varios años más jóvenes que ella. Como siempre, a lado de ella estaba aquel chico tímido, frágil, pequeño que no se alejaba mucho de la chica. Sentado a su lado, aferrando en su puño un pequeño trozo del vestido de la chica, sonriendo mientras escuchaba las palabras que salían de la boca de esta, luego sonriéndoles a los demás de forma tímida he inocente. Ese chico le hacía sonreír sin razón. Le contagiaba esa dulce sonrisa tímida.
Frente a él estaba aquella gran casa blanca, con una dulce anciana sentada en los escalones que estaban para bajar al césped, sonriendo y entre sus manos con un tejido de alguna bufanda… o algún gorro quizá. La casa era sencilla pero hermosa. Era de 2 pisos, completamente blanca, ventanales muy clásicos en estilo americano. Definitivamente acogedora.
La casa tenía un patio enorme. Donde había columpios, una gran amacha y una casilla sobre un árbol. La verdad era que esa casa, ese lugar, ese momento, ese instante era todo perfecto. Era su hogar y el de muchos otros pequeños y pequeñas que como él había sufrido cosas que niños de esas edades no deberían sufrir.
Era una casa hogar. No era otro orfanato. No. A eso si se le podía llamar hogar. Vivía con niños que rondaban de los 5 hasta los 11 años. Todos por desgracia habían perdido a sus padres en accidentes. O en el peor de los casos, nunca habían tenido padres, porque cuando una persona abandona a una criatura en las calles, olvidándose de ella, dejándola sola y sin esperanza de un mañana, no se le puede llamar padre o madre.
Pero en ese lugar se olvidaban de aquello. Eran cuidados por una dulce abuela. Porque esa señora era abuela de todos por igual y los quería como tal. Como sus nietos.
Y aquella hermosa chica de rizos, su nieta Juliette, joven, de escasos 19 años. Ella amaba con su cuerpo y alma aquel lugar, tanto o más que su abuela. Adoraba estar rodeada de pequeños. De inocentes. De personitas que a pesar de haber perdido todo aparentemente, tenían más. Tenían amigos, amor, y un camino por delante. De eso se encargaba ella. De buscar una buena familia que desease tener un hijo. Fuera de su sangre o no, gente que deseaba un hijo para llenarle de amor.
Sonrió y vio como Juliette y el pequeño a su lado le invitaban a acompañarles en su lectura o simplemente a sentarse cerca. Aquella chica rizada y el chico de 10 años a su lado eran todo para él.
Mientras el caminaba en dirección a donde se encontraban ellos todo se fue iluminando más y más. Luego volvió a abrir los ojos y cayó en cuenta de que de nuevo soñaba. Aquel sueño recurrente. Tan agradable y cálido.
Su hermanita menor estaba sobre él. Gritando y sacudiéndolo.
-¡Oppa! –Le agitaba un poco más enérgica -¡MinHo Oppa despierta!
El chico abrió los ojos ya habiéndose acostumbrado a la luz.
-¿Qué pasa Suu? –Se levanto un poco y vio con una sonrisa a la pequeña que saltaba de un lado a otro
-Es hora del desayuno –Sonrió ampliamente la chiquilla –Mama dice que te apresures –Sonrió juguetona –El desayuno no te esperara toda la mañana –Salió sin más dejando la puerta entreabierta.
MinHo sonrió por aquella forma enérgica y divertida de despertar. Se levanto de su cama y se estiro un poco.
Luego se quedo unos segundos recordando su sueño y lo poco que le quedaba de él. Hacia un tiempo él ya no recordaba de su infancia más que aquel sueño. No recordaba con claridad a la anciana, ni a Juliette, y tampoco recordaba al chico que le acompañaba.
Le frustraba de cierta forma no poder recordar aquellas memorias que le eran tan preciadas. Pero ya habían pasado 7 largos años y su vida había cambiado mucho desde entonces. No le queda más que aferrarse a los recuerdos que aún le quedaban.
Suspiro para dejar de pensar en aquello y bajo a desayunar con su desde hacía algunos años, familia.
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