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Color de rosa por Orsacchitto

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Notas del fanfic:

No andaba muerta, andaba de parranda... No, no es verdad. Sufrí algunos percances de salud, pero ya estoy mejor, así que hay que seguir escribiendo. Bueno, eso creo >.<

Los personajes de Gravitation pertenecen a Maki Murakami ^.^

Por cierto, si alguien sabe cómo quitar la "Series", ¡por favor díganme! Enloquezco con el internet...

Toda historia de amor debe iniciar con un “Me gustas” y terminar con un “Felices para siempre”. Al menos ese era el pensamiento que él había tenido a lo largo de sus diecisiete años de vida. Por ello, cuando le dijeron que iría al altar no pudo evitar pensar que era la persona más feliz del mundo. Sin embargo, los pensamientos son siempre pasajeros, el tiempo se encarga de triturarlos y remplazarlos por otros, buenos o malos. En su caso, malos.

Recordó su infantil creencia. “Cuando tengas al hombre de tu vida, serás profundamente feliz”. Sus padres le habían asegurado que la persona al que lo habían prometido era el hombre de su vida. Como buen niño esperó la felicidad, pero ésta sólo fingió tocar su puerta. Dos meses habían pasado. El primero había servido para desconcertarlo y deprimirlo, y el segundo… No, no estaba feliz, estaba furioso. Y la furia era un sentimiento que no había experimentado hasta hacía un mes, cuando ciertos rumores llegaron a sus oídos. ¡Apenas había pasado un par de meses desde su compromiso y la felicidad se había evaporado por completo! Su príncipe azul, el hombre con el que tendría su vida de cuentos de hadas, era el hombre más mentiroso e infiel.

¿Cómo había llegado a saber el tipo de persona que realmente era su prometido? Las respuestas las tenía un nuevo amigo suyo: Tatsuha, el cual, luego de mostrar pruebas irrefutables de las “calumnias”, le había aconsejado que corroborara la verdad con sus mismos ojos. No había querido hacerle caso en un principio, pero después comenzó a dudarlo y ahora, después de haber tomado un taxi y casi golpear al conductor del mismo para evitar que éste le perdiera la pista al lujoso auto deportivo de su “muy querido”, estaba en la entrada de un prestigioso hotel. Sintió como su sangre hervía. ¿Qué había hecho mal para qué le pasara eso? Recapituló por enésima vez: No era una belleza, pero tampoco se podía considerar feo. No era inteligente, pero podía decirse que poseía una respetable base cultural y tenía muy buena memoria. No era muy bueno hablando, pero siempre ponía atención a lo que le decían.  Pertenecía a una familia prestigiosa y nunca le pedía nada. ¿Falta de amor? Pero si desde el momento de su presentación le había prometido que lo amaría aún después de la muerte, ¡y él le había prometido lo mismo!

Cruzó el umbral y, cosa extraña, ignoró por completo al portero que le saludaba con una notable sonrisa. Atravesó furioso la recepción. Respiró hondo y se plantó en frente del joven hombre, que estaba parado detrás de un bonito escritorio de cristal.

-Necesito hablar con el joven rubio que acaba de entrar –exigió lo más calmado que pudo.

El recepcionista lo miró extrañado por la abrupta solicitud- Joven, lo siento mucho pero no puede hacer eso.

-¿Por qué? –apretó los puños.

-Porque el joven rubio, como usted lo llama, nos ha pedido que no le pasemos ningún tipo de recado y que no le molestemos de ninguna manera.

-Claro, quiere revolcarse con ese desgraciado sin interrupciones –murmuró más para sí que para el recepcionista, que lo miró incrédulo por lo que acababa de oír. Alzó la vista y miró fijamente al nervioso hombre.- Perfecto, entonces quiero una habitación –sonrió macabramente.

-No creo que la quiera para dormir, ¿verdad? –tentó el terreno con cautela.

-Eso a usted no le importa –contestó airado.

-Joven, usted lo único que quiere es entrar al hotel para poder armar un escándalo –explicó el recepcionista-. Lo siento, pero no puedo permitir que lo haga.

-¿A sí? Pues déjeme informarle que lo que usted está realmente haciendo es negarle el servicio a un cliente y creo que si esto saliera a la luz no sería muy buena fama para un reconocido hotel como éste, ¿verdad? –sonrió victorioso.

El recepcionista no podía negar que era cierto lo que decía. Apretó los dientes y comenzó a buscar en el computador una habitación disponible. Lo hacía lo más despacio que podía, tenía que pensar en una excusa lo suficientemente buena. Si alguien descubría que él había permitido que ése evidente busca-problemas entrara e hiciera de las suyas, el “joven rubio” definitivamente no sólo lo despediría, sino que también le arruinaría la vida. Por otro lado, si no lo atendía, estaría yendo en contra de las políticas del hotel y eso también le costaría el empleo y una nefasta carta de recomendación. Si sintió como una rata de laboratorio, que está condenada sin importar la salida del laberinto que escoja. ¿Qué iba a hacer? Miró de reojo al revoltoso y en ese momento se percató de algo: se veía demasiado joven. Disimuló una sonrisa y se dirigió al furibundo.

-La habitación 508 está disponible –informó amable.

-Muy bien, ¿se da cuenta que no era tan difícil? –preguntó irónico.

-No, no lo era. Ahora sólo necesito una tarjeta de crédito y su identificación oficial, por favor –estiró la mano derecha.

-Claro –había sido precavido y había tomado lo necesario consigo antes de salir a su cacería de traidores. Metió su mano en el bolsillo derecho y entregó al recepcionista una tarjeta de crédito y un pasaporte.

-Oh –fingió impresión el recepcionista, devolviendo el pasaporte-. Lo siento, necesito otro tipo de identificación oficial, para ser más preciso su tarjeta de elector (1).

-¿Cómo? –preguntó por primera vez contrariado.

-Sí. Las políticas del hotel exigen que quien solicite una habitación tiene que ser mayor de edad –soltó triunfante.

-¿Mayor de… edad?

-Así es, de lo contrario me temo que no podré ayudarle –deslizó sobre el cristal la tarjeta y el pasaporte, que fueron rápidamente recogidos.

Un sonrojo se apoderó de sus mejillas. ¿Qué iba a hacer? No era mayor de edad y ese maldito recepcionista no iba a dejarlo pasar así se le hincara. Pensó en lo que alguna vez había visto en una película. ¿Y si lo sobornaba? Imposible, él no era capaz de hacerlo. ¿Y si le proponía algún tipo de “intercambio”? No tenía el valor suficiente. Toda la furia había desaparecido para mostrar lo que realmente era: un adolescente de diecisiete años con el corazón roto y sin una pizca de experiencia en la vida. Alzó la vista avergonzado y se inclinó con torpeza.

-Lamento las molestias –murmuró.

-No se preocupe –sonrió el inteligente recepcionista lleno de felicidad al ver que había salvado su pellejo.- Qué pase una buena noche.

Asintió con la cabeza y dio media vuelta cuando un joven no más alto que él pasaba a su lado.

-Buenas noches. Soy Fujisaki Suguru y tengo una cita en la suite presidencial con el señor Seguchi –habló fuerte y claro.

-Buenas noches, señor Fujisaki, el señor Seguchi ya está esperándolo –dijo en un susurro nervioso el recepcionista. La noche acababa de empezar.

-Gracias –dio la vuelta y se paró en seco cuando se percató de que un par de ojos confundidos lo miraban. Observó a la dueña de tales ojos y pensó que si no tuviera ya una cita, lo invitaría a tomar una copa. Le dirigió una leve sonrisa y siguió su camino.

Todo pasó demasiado rápido. Sin embargo, había escuchado perfectamente, había dicho “señor Seguchi”. Abrió los labios sin que de su garganta emitiera algún sonido. ¿Cuántas personas tenían ese apellido? Sus manos sólo podían contar a una. Apretó los labios. Sólo podían estar hablando de “él”. Ese era el maldito infeliz que se divertía con su prometido y ¡hasta se había tomado el atrevimiento de burlarse en su cara con esa estúpida sonrisa! Enrojeció de la ira. Giró sobre sus talones y observó indignado como el otro se perdía de vista. ¿¡Qué demonios le había pasado!? Había perdido la oportunidad perfecta para asesinarlo. Una vez más había demostrado su inexperiencia. Tal vez, debió de haber hecho caso a Tatsuha y permitirle que lo acompañara. Pero no. Él y su tonto orgullo habían decidido que si alguien iba a solucionar ese problema sería él y nadie más. Apretó los puños y dirigió una mirada llena de resentimiento al recepcionista que fingía poner algunos documentos en orden.

-No me dejará pasar, ¿verdad? –casi gritó.

-Lo siento mucho, joven, las órdenes del señor Seguchi fueron bastante claras –respondió sin atreverse a mirar ese para de amatistas encolerizadas.

-Me imagino –bufó molesto, bajando la vista y dirigiéndose a un asiento del hall. Sus piernas habían comenzado a temblar y su mente no estaba trabajando lo suficientemente rápido. Necesitaba un plan. Pero en cada tentativa aparecía el rostro de Touma Seguchi, su hipócrita sonrisa y sus palabras: “Prometo amarte”.

-Y yo te creí –sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Llevó sus manos al rostro. Cerró los parpados y los apretó con sus dedos. No iba a llorar. No por alguien que lo había traicionado y humillado. No por el que le había roto el corazón y le había enseñado que sus cuentos de príncipes son sólo eso, cuentos para niños tontos como él.- Soy un tonto –susurró, mientras retiraba lentamente los dedos de los parpados. Abrió los ojos y respiró hondo. Las lágrimas se habían ido, ahora tenía que pensar. Sus ideas, sin embargo, parecía que se habían ido junto con sus ganas de llorar.

Puso su cabeza entre sus manos. Estaba desesperado. Si había accedido a humillarse en la situación en la que se encontraba era precisamente porque terminaría con todo el teatro de una buena vez. Y si eso significaba matar todas sus creencias, entonces lo haría. Después de todo, su historia de amor no había empezado con un “Me gustas” y él estaba ahí para asegurarse de que no terminara con un “Felices para siempre”. Claro que para hacer eso, necesitaba encontrar in fraganti al hombre que lo había engañado.

-Maldito seas, cuando te tenga en frente –rabió apretando su cabeza-. Me prometiste amor eterno y te voy a obligar a cumplir tu palabra –sonrió sádicamente, mientras se imaginaba la escena más sangrienta que su mente pudiese generar. Pero eso sólo lo calmaba un poco, porque el verdadero problema era entrar a la suite principal y no sabía cómo. Al parecer no era tan listo como creía. Alzó la cabeza y vio a un elegante hombre acompañado que solicitaba una habitación. Ese hombre parecía mayor de edad, pero su pareja no. Sonrió nerviosamente. Sólo necesitaba entrar al hotel, no importaba cómo. Se levantó decidido. No sabía cuántos hombres entraban ahí solos, sin embargo, engatusaría al primero que se le pusiera en frente.

Dio una vuelta a lo largo de la recepción y se paró a observar un cuadro que estaba seguro era un original de Klimt. ¿Cómo podía haber cosas tan hermosas en lugares donde se hacían cosas indecentes y bajas como engañar a un prometido? Arrugó el entrecejo y cruzó los brazos sobre su pecho. Mataría a ese hombre así fuera lo último que hiciese en su vida.

Escuchó el saludo del portero y desvió curioso su vista hacia la puerta. Contuvo la respiración, rogando al cielo y a todo lo que estuviese ahí que el hombre que entrase estuviese sólo. Escuchó atentamente los pasos y acompasó involuntariamente su respiración al ritmo de estos. Sintió que una eternidad pasaba a su alrededor y entonces el tiempo se detuvo cuando lo vio: un hombre muy bien vestido, alto, delgado, con la piel blanca y el cabello imitando al oro había entrado. Sonrió maquiavélicamente. Sus pies se movieron solos, acercándose al otro como si se tratase de un imán. Pero, justo cuando iba a encontrarse con él, se detuvo. Un rubor incontrolable invadió su rostro. ¿Qué estaba a punto de hacer? ¿Cómo iba a hablarle a un desconocido, si apenas conversaba con sus padres y algunos amigos? Dio un paso atrás. Mordió su labio inferior y dejó caer su cabeza en señal de derrota.

Esa era su vida. ¿Qué había hecho mal para que le pasara eso? Se repitió la pregunta, para encontrar la temida respuesta: era impulsivo y siempre que sentía algo su cuerpo se movía solo y decía cosas que, en una situación normal, jamás habría dicho. Sí, era impulsivo, pero algo en él le ganaba a esa característica rebelde: la timidez. Su vida era color de rosa y nunca había sentido necesidad de afrontar la vida real, por eso, cada que salía de casa, un extraño pavor llenaba sus sentidos y la timidez, su verdadera personalidad, salía a relucir.

Otro paso atrás. Esta vez había llegado muy lejos. La rabia que había sentido al saberse traicionado en lo que él consideraba lo más sagrado, le había permitido cometer la locura de llegar hasta la recepción de un hotel. Suspiró resignado, dio media vuelta y antes de dar el primer paso lo escuchó.

-¿Vas a hablarme o vas a irte en medio de tus lamentos? –dijo una seria voz detrás de él.

Dio un respingo. Volteó el rostro lo más despacio que pudo y encontró un par de joyas doradas que lo miraban fijamente. ¿Acaso le estaba hablando a él? ¿Había notado sus intenciones? Giró completamente su cuerpo a la persona que le hablaba.

-¿Perdón? –atinó a preguntar.

Lo miró largamente.- Te pregunto que si vas a pedirme lo que quieres. Te acercaste a mí por algo, ¿no? –interrogó sin cambiar el tono serio, casi severo, de su voz.

-Yo…, en realidad… -sentía que se moría de la vergüenza.

Una parte de sí, le decía que lo engatusara para entrar al hotel, que siguiera su plan. Sin embargo, otra parte de él, tal vez la voz de la razón, le decía que se diera la vuelta y saliera corriendo. No por cobardía, sino porque su timidez, en caso de conseguir entrar a la habitación que quería, le impediría llevar a cabo lo que había pensado.

-¿Entonces? –insistió sin una nota de desesperación.

Sus ojos no podían separarse de aquellos que lo escrutaban detenidamente. ¿Por qué lo estaba presionando? Miró el piso. La vergüenza lo estaba matando. ¿Lograría desatar su ira sobre su prometido? Tal vez, si el hombre que estaba enfrente suyo lo acompañara… Tal vez… Alzó la vista. Seguía mirándolo con una serenidad que no dejaba de ser agresiva para él.

-Yo…, necesito entrar al hotel –dijo sin saber por qué- Pero…, pero soy menor de edad -. ¿Por qué rayos le estaba diciendo eso?

El otro alzó una ceja y apenas sonrió. –Bien, quieres entrar conmigo, ¿es eso? –replicó con calma.

Esa mirada, sin palabras, sin hechos, lo estaba presionando. No se sentía impulsivo y, sin embargo, estaba actuando anormalmente. Apretó los labios y sin dejar de verlo asintió sutilmente con la cabeza.

-Muy bien –dijo ampliando, sólo un poco, la sonrisa-. ¿Cómo te llamas?

-Shucihi –respondió de inmediato-. Shindou Shuichi.

Abrió los ojos sorprendido por unos instantes y después regresó a su sonrisa indiferente. –Bueno, Shuichi, yo soy Yuki Eiri y te ayudaré a entrar en el hotel, sólo si tú me das algo después –estiró su mano derecha.

-¿Algo después? –preguntó nervioso.

-Sí, es un trato al final de cuentas. Yo te ayudo y tú, digámoslo amablemente, me ayudas. ¿De acuerdo? –por primera vez sonrió ampliamente. 

Se puso nervioso. Uno de sus padres era dueño de una empresa muy importante, claro que sabía que significaba la palabra trato, pero esa misma palabra lo ponía en alerta. Recordó con un escalofrío esa sonrisa cínica que su padre tenía cada vez que decía “Fue un buen trato”. Vio hacia abajo. La mano, que asemejaba a una puerta infernal, se le ofrecía con insistencia. ¿Podría hacer un buen trato? Pensó en su padre. “Las condiciones, Shuichi, esa es la clave de todo”.

-¿Qué es lo que tengo que darte? –preguntó casi en un susurro.

-Veamos, ¿qué podría darme un joven bonito? –sonrió con sarcasmo, bajando la atractiva mano.- ¿Qué crees que podrías darme? –lo miró intensamente.

Se ruborizó al notar esa mirada y entonces se percató de algo.- ¿Bonito?

-Sí. Shuichi eres muy bonito –le dijo tranquilamente.

Su mundo se detuvo. ¿Le había dicho bonito? Nadie nunca le había dicho eso antes. Su corazón latió con rapidez, sus pulmones comenzaron a asfixiarse con el poco aire que respiraba y su mente se estancó en un solo pensamiento: ¿Era Bonito? ¿Realmente lo era? Sonrió sin quererlo. Por primera vez, desde que había descubierto que su historia de amor estaba maldita, sonreía sincera y felizmente. Toda la pena y la ira que había sentido los meses anteriores se habían ido, como si una lluvia hubiese caído y se lo hubiese llevado todo. ¿Era bonito? Se preguntó y la respuesta le vino inmediatamente: “Es mentira, lo sé. Pero me hace feliz”.

-¿Por qué sonríes así? -lo miró desconcertado.

Olvidó todo lo que era. Ignoró las palabras de su padre, sus condiciones y sus buenos tratos. Se sentía feliz. Se sentía impulsivo. Sonreía sin poder evitarlo: -Puedes pedirme lo que quieras-. Estiró su mano derecha-. ¿Aceptas el trato?

Yuki lo miró incrédulo. No entendía por qué Shuichi sonreía. ¿Lo estaba engañando? Intentó adivinarlo con la mirada y sólo pudo sentir la felicidad de esa sonrisa. Sí. No había mentido. Shuichi era bonito. Estrechó con fuerza la mano que se le ofrecía y sonrió con simpleza.

-Yo te dejó entrar y tú me das lo que yo quiera –apretó la frágil y cálida mano de Shuichi-. Es un trato.

 

Notas finales:

(1) En México, a los 18 años de edad, se da una tarjeta con la cual puedes votar y entrar a lugares no aptos para "chiquitos". No conozco un término más general, pero si alguien lo sabe, háganmelo saber... ^^

Saludos y gracias por leer. Comentarios y quejas, ya saben que hacer.

 

Pd. Voy a tardar en actualizar "El pastel de la amargura", pero no se angustien, prometo que lo terminare... >.<

Besos, Orsacchitto.


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