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Déjà vu por metallikita666

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Notas del capitulo:

Hoy es viernes, día de actualización.

Les recomiendo que miren el video de la canción del epígrafe (http://www.youtube.com/watch?v=c1_jn8KBeGE), porque además de que es una pieza increíble que posee en gran medida el ambiente aciago que imagino para esta escena, pueden aprovechar para avistarle el babeable torso al papá de los tomates; la cosa rica esa conocida como Morrie. Y si creen que yo mojo las bragas por él, déjenme decirles que tienen razón, pero que Haido, Kiyoharu, Atsushi Sakurai y Ryuichi (al menos), me aventajan por mucho XD

¿Qué más? Ah, sí: el guitarrista, You Adachi, es DIOS; el rubio del bajo, Joe, está demasiado buena, y es el antecesor directo de los famosos ligueros que han llevado tanto Sugizo como Uruha, como es posible notar en el video.

Fin de la historia. Que disfruten el avance. 

“La canción de un lunático

La canción de un hombre loco”

Song of a lunatic, Dead End

 

       Kawamura cerró la puerta del departamento que compartía con sus dos favoritos una vez que estuvo dentro. Sus aguzadas pupilas, enmarcadas por iris marrones cuyo embrujo ya era legendario, inspeccionaron todo el aposento. Se detuvieron en la delgada figura del chico pelirrojo, quien permanecía sentado en un sillón. En su rostro resaltaban ojeras contumaces.

-¿Dónde está Inoran?- preguntó el mayor con tono de orden. Tenía dos días de no ver a sus mantenidos, pues había estado llegando a casa sumamente tarde, y no bien lo hacía, era para irse a la cama sin preámbulo alguno.

-Salió a comprarme pastillas para dormir- respondió secamente el chico de los rojizos cabellos, sin inmutarse. –Las últimas dos noches las pasé en vela absoluta.-

       El posible significado del postrero de sus sueños atormentaba de terrible manera al prostituto, pues estaba convencido de que al haber tenido lugar justo antes del interrogatorio que le tocara presenciar secretamente, todo en la visión obedecía a un motivo. Le era imposible ya para entonces olvidarse del presagio de muerte que anunciaban las túnicas blancas; de la maldita cama y de la soledad del tétrico paraje que le dibujara su mente, pero se torturaba tratando de hallarle sentido a las palabras de su odiado captor, así como a la paralización de su voluntad. ¿Qué era lo que debía decirle Ryuichi? ¿Se relacionaría acaso con el hecho de haber atestiguado una conversación que no le correspondía escuchar? La duda, aunada a la incapacidad de comunicarle sus miedos a su amante pelirrosa ni a nadie más, lo estaba volviendo loco.

       El yakuza de enmarañada cabellera se acercó a Sugihara. Lo tomó por la muñeca izquierda y lo hizo levantarse. La estupefacta mirada del menor no se hizo esperar, pero su dueño únicamente se limitó a rodearle la cintura con el brazo contrario, a acercarlo a su cuerpo y a hundir el rostro en la todavía lastimada curvatura del cuello de su efebo. Lo estrechó con fuerza.

-Ryuichi, ¿qué demonios crees que haces? ¡Suéltame!- exclamó el chico, intentando alejar al mafioso, quien se empecinaba en continuar abrazándolo. La terquedad del más joven azuzó sus nervios, por lo cual, todavía aferrado a él, declaró con voz trémula

-Yasuhiro… ¡te necesito!-

       Sugizo abrió los ojos como platos al escuchar el nombre que más prefería ser pronunciado por su captor. No obstante, eso no lo hizo dejar de forcejear, hasta que por fin empujó a Kawamura y se lo quitó de encima.

-¡Púdrete! ¡No pensaste en que me necesitabas cuando estuviste a punto de matarme aquí, con tus propias manos! ¡Te odio!-

       El ánimo atribulado del oyabun –quien ya de por sí era conocido por sus allegados debido a los diametrales cambios de humor de los que era protagonista, los cuales le habían granjeado el apelativo de “lunático”- recibió una fatal estocada al escuchar aquella última frase de labios de su protegido. Como le dejara con la faz en dirección del suelo al separarse de él, Ryuichi alzó la mirada, en donde sus orbes desencajados lucían el desasosiego de la demencia. Los problemas a los que tuviera que enfrentarse en los últimos días habían constituido la verdadera primera crisis de todo su principado, el cual abarcaba ya diez años. Nunca antes el sueño de las plácidas noches en brazos de su hermoso amante de cabello negro –escogidísima criatura- se había visto imposibilitado por conflictos que tuvieran que ver con la seguridad de su imperio. No. Jamás antes osaron siquiera tambalear los cimientos de su fastuoso reino.

-¡Mientes! ¡Mientes y lo sabes!- gritó el bello pero desalmado hombre, tensando los puños a los lados de su cuerpo. -¡Tú me amas con locura y eso es algo que jamás podrás cambiar, porque yo fui el primero y el único que te hizo vibrar mientras te hacía mío! ¡No creas que lo he olvidado!-

       Sugizo quedó estupefacto. Aquel recuerdo, al que el otro acababa de referirse con tanta vehemencia, constituía una de sus pocas memorias felices junto al yakuza. Empero, jamás se imaginó que en la mente del mayor pudiera haber asomo de reminiscencia de aquel fugaz momento que se perdía ya en el vértigo de los años. Y aunque el alma de su proxeneta –literalmente, y contra todo pronóstico- rogaba ardientemente por el cálido abrazo que su sempiterno distante preceptor le negara desde que tuviera entendimiento, el más joven, estático en su sitio, bajó el semblante y sus cabellos bermejos cubrieron la parte alta de su rostro, en el cual se apreciaron dos surcos de gruesas lágrimas.

-Si alguna vez eso fue así, hace mucho tiempo que dejé de sentirlo. Tú te encargaste de que lo olvidara.-

       El dolor le perforó el corazón. Segundos antes había tenido el valor de pronunciar esas espinosas palabras, llevando a su boca el eco que durante mucho tiempo retumbara en su pecho sin posibilidad de disiparse y ser liberado. Ahora, tanto sus oídos como los del hombre que motivara aquel tan prolongado sufrimiento habían captado su tajante decisión, en la cual reverberaba la lejana condena de un adolescente en labios de un monstruo de cabello blanco, así como una sentencia de muerte pronunciada no hacía tanto en el sótano de un ruin burdel.

       Justo en aquel momento, la puerta del apartamento se abrió. Shinobu Inoue observó extrañado la particular escena que ante sus ojos se disponía: Sugizo aún mantenía la cabeza agachada y lloraba en silencio, mientras que Kawamura no dejaba de mirarlo, pero se mantenía inmóvil. Para completar la rareza del cuadro, el pelinegro menor tomó la palabra.

-¿Qué sucede… aquí?-

       Ryuichi se volteó hacia el recién llegado y su respiración se escuchó agitada, a pesar de su estatismo.

-Ven conmigo a la habitación.-

       El dueño de los hermosos ónices asintió con la cabeza.

-Sólo permítame darle a Sugichan la medicina que salí a conseguirle.-

       Aquello bastó para que al magnate se le descompusiera de nueva cuenta el rostro. Un nuevo y destructivo vigor le embargó los miembros, y tras coger bruscamente al pelirrojo por un brazo, lo forzó a seguirle en su camino al cuarto pequeño, cuya puerta abrió de una patada. Sugizo no lo podía creer.

-¡Déjame, imbécil! ¡Aléjate de mí!- gritaba espantado el mayor de los cortesanos, poniendo toda su fuerza en negarse al tosco agarre. Inoran se pasmó ante el acto, pero presuroso, fue a colocarse al lado de su amante.

       El yakuza elevó su voz con rabia, empeñándose en meter al delgado jovencito en el temido aposento. -¡Maldito traidor! ¡Eso es lo que eres, una maldito y asqueroso traidor!- Shinobu le rogaba que se detuviera, tras asirse de su tatuado brazo, el cual ya se descubría bajo su abrigo por causa del forcejeo.

-¡Por favor, Ryuichi-san, no lo encierre ahí!-

       Pero sordo a sus súplicas, el de enmarañado cabello tiró de Sugihara con fuerza. Estaba a punto de lograr su cometido, cuando en eso su favorito se interpuso en el camino, extendiendo los brazos y mirándolo con convencimiento.

-¡Se lo suplico: no lo haga! ¡Permítale quedarse en su cuarto o en el mío, pero no lo encierre!-

-¡No lo quiero en mi casa!- repuso el oyabun, clavando sus terribles y perturbadas pupilas en Inoue, quien inmediatamente experimentó un terrible escalofrío. Aun así, no se retiró de donde estaba.

-Deje que al menos se vaya a Luna Sea. Por favor…-

       El tono del chico menguó conforme pronunció aquello, evidenciando la tristeza que comenzaba a hacerse presente en su blanco pecho. No sólo era absolutamente patente para él el serio desbarajuste emocional y psíquico de su amante y protector, el cual lo impelía a aborrecer de la nada a su indefenso compañero, cuando ya muchos días ni siquiera se percataba de su existencia. Además de eso, podía sentir claramente que las cosas sólo podrían ponerse peores. Había algo en el aura de Ryuichi que denunciaba una ingente angustia e intranquilidad, la cual podía advertir aunque el mayor no le confiara la razón de semejante caos.

       Shinobu mantuvo su mirada en la de su amante, y a pesar de que no dijo nada más, los segundos que transcurrieron en silencio lograron convencer al mafioso. Éste soltó a Sugizo lentamente hasta dejar caer su brazo, y aunque no se volteó hacia él, le habló con ánimo más sosegado.

-Lárgate y no vuelvas hasta mañana, cuando yo ya no esté.-

       Sin decir una palabra más y sin dirigirse a su cuarto para buscar la mínima cosa, el menor obedeció. En la soledad de aquella noche sus sollozos volverían a acompañarlo, privando de un nuevo descanso a su mente atribulada.

       Inoran tomó a su protector de la mano y lo condujo a la recámara, cerrando la puerta una vez que ambos estuvieron dentro. Ryuichi se mantuvo de pie frente al enorme lecho, y entonces su largo abrigo fue cuidadosamente desabotonado por las suaves manos del dueño de los bellos ónices. Tras tomar la prenda y colocarla en la banqueta al pie de la cama, el callado chico hizo lo propio con la camisa blanca del magnate. Una vez que sólo conservaba el pantalón, el mayor se sentó en el borde del mullido mueble e inmediatamente comenzó a sentir en su largo cabello las delicadas caricias que le proporcionaba el cepillo al deslizarse, el cual acababa temporalmente con la apariencia enmarañada de aquella sedosa melena, pues estiraba de manera lenta sus rizos.

       Todas las noches y todas las mañanas que se recostaba y se levantaba junto a él, antes de dormirse y previo a que saliera de casa, Shinobu llevaba a cabo aquel ritual, ya que a absolutamente nadie más en el mundo le permitía el mafioso poner las manos sobre su negra y espesa cabellera. El menor ejecutaba su exclusiva faena con absoluta delicadeza y en acertado silencio, lo cual siempre contribuía a que su amante hallara en ella uno de los momentos más placenteros de su día; relajante y tranquilizador. Muchas veces, a pesar de haber tenido una jornada extenuante o alguna clase de dificultad en el transcurso de ésta, la sensación de reposo que entonces lo invadía lograba que dejara todo aquello atrás.

       Kawamura alzó la mano para tomar la delgada muñeca de su favorito, indicándole con ello que diera por terminado su trabajo. El más joven cesó de recorrer con sus dedos la melena ajena y pronto fue envuelto en un abrazo al cual correspondió, colocando sus extremidades superiores alrededor del cuello del mayor. Ryuichi acercó sus labios para besarlo, primero de manera lenta y superficial, pero conforme el contacto se hizo más profundo, con ánimo apasionado y demandante. Sus manos anilladas recorrían el cuerpo del hermoso chico, cuya piel aún estaba cautiva bajo la tela de su vestido.

       Dentro de sus bocas, ambas lenguas se enredaban incesantemente una en la otra, provocando gran placer con ello a sus dueños, y aunado a éste, una necesidad de tener al otro cada vez más cerca. El ojicastaño manoseaba ardorosamente el firme trasero de su pequeño, y éste –ya ruborizado- crispaba los dedos en torno de la piel del mayor. Quien se mantenía sentado en la cama exploraba con imponencia cada rincón de la cavidad ajena, eternamente silente para el resto de los mortales, pero que para él se deshacía ya en deliciosos gemidos ahogados.

       El oyabun asió las caderas de Inoue con determinación, ejerciendo luego una ligera fuerza hacia abajo cuyo significado el menor comprendió inmediatamente. Se colocó de rodillas en medio de las piernas de su amo, y mientras éste le despojaba de la parte superior de su ropa, él hacía lo propio por liberar la endurecida virilidad de su amante. El hombre mayor se solazó ante la vista y el efecto de las acciones del otro, quien –ya para entonces con el torso desnudo y adornado solamente con la belleza de sus mechones azabache- lo felaba con brío.

       El magnate de los ojos achinados y cobrizos llevó ambas manos al lecho y comenzó a estrujar la fina colcha azul entre sus dedos, presa como estaba siendo de las atenciones diligentes en su miembro. El bello jovencito a sus pies lamía toda la extensión de su órgano centrándose finalmente en la punta, sobre la que colocaba sus primorosos labios sonrosados, los cuales abría lentamente para permitirle a su húmeda lengua abrazarse a la piel ajena al tiempo que ya toda la profundidad de su boca le recibía. Ejerciendo creciente presión en aquel acto es que lograba emular con gran maestría la estrechez de su tibia intimidad, consiguiendo con ello que su excitado dueño colocara una mano sobre su cabeza y le tomara del cabello, impeliéndolo a que se acercara cada vez más a su pelvis.

       Cuando Ryuichi sintió que en sus entrañas ardía el torrente de la impetuosa pasión que le provocaba su amante, se levantó e hizo al menor ejecutar otro tanto. Tras un movimiento su pantalón cayó al suelo, y deseando ya hacer lo mismo con el largo vestido de Inoran, lo acorraló contra el lecho hasta que el más pequeño se tendió sobre éste. Entonces pudo despojarlo de tan molesto impedimento para recorrer con el tacto y la vista su piel de porcelana.

       Sus peligrosos dedos –los cuales tantas y tan fatídicas veces sostuvieran un arma o tiraran de un gatillo- recorrieron ansiosamente los muslos blancos y suaves del menor, para luego ser combinados con sus labios y el húmedo órgano al interior de éstos, los cuales besaban y lamían aquella alabastrina carne, arrancándole al chico tenues suspiros. Kawamura sonrió de lado al reconocer para sus adentros cuánto le gustaba la acostumbrada actitud silenciosa de su encantador cautivo, pues a diferencia de otros amantes sobradamente expresivos que sin duda lo eran para quedar bien en su presencia, todos y cada uno de los sonidos que de aquellos labios salieran podían considerarse legítimos.

       Ya estando sobre él, el temible hombre reanudó los ardientes besos que momentos atrás prodigara a la boca ajena, mas repartiéndolos ahora entre ésta, el cuello divino y las delicadas mejillas de quien se retorcía para entonces sobre el carísimo cubrecamas. El yakuza llevó la diestra a la pequeña prenda interior de su favorito –la cual era a juego con su cabello y ojos- y acarició por encima de la tela la presa excitación que ésta contenía. Después apartó parte de la braga y tomó la hombría ajena con firmeza, comenzando a friccionarla.

-¡Ahhh… Ryuichi-san!… Mmm…-

       Nerviosamente, Inoran clavó sus uñas en los costados del torso de su proxeneta, provocándole unos exquisitos escalofríos que –aunados a la mención de su nombre en aquel tono tan tremendamente seductor y a la visión de las suaves mejillas del menor furiosamente sonrojadas- dieron un poco al traste con la relativa paciencia que de poseerlo exhibía el de ojos cobrizos. Completamente convencido entonces de la forma tan absurda en que había perdido el tiempo buscando el calor que necesitaba en el cuerpo de su otro mantenido, Kawamura se reprochó internamente la reacción tan intensa que aquel asunto le provocara, la cual llegó hasta a hacerlo decir cosas que no debía. Al fin y al cabo, Sugizo era sólo un objeto de cambio y de lujo, pues nunca se pudo esperar más de su terco proceder. El pelirrojo jamás se equipararía siquiera con la figura de sincera entrega y fidelidad de quien tenía delante, y eso lo había sabido desde el día en que se apoderó de él. Si había logrado tenerlo de su grado muy escasas veces, fue por el arte puesto en dicho empeño, pero no porque el menor le reconociera el indudable poder que sobre él tenía, como su amo y señor que era. De ahí que nunca les concediera a ambos los mismos derechos.

       Ryuichi se acomodó entre las delgadas piernas del chico pelinegro una vez que apartó de su provocativa anatomía todo resto de ropa. Tras ensalivar abundantemente dos de sus dedos, rozó con las yemas la tierna entrada del menor, haciendo que éste –sin que pudiera dejar de jadear aún por las atenciones previas- levantara las temblorosas caderas ante el contacto. Una vez en la altura apropiada, el magnate colocó la punta de su miembro en dirección de la cavidad que, segundos después, penetraba con el mayor de los placeres, exhalando un delicioso y profundo suspiro. Su mano derecha tomó la virilidad de su amante y comenzó a dedicarle las atenciones que requería, al tiempo que la siniestra se paseaba con lascivia por la larga pierna derecha del hermoso cortesano.

       El de la cabellera enmarañada dio inicio a las embestidas que comenzaron siendo lentas, pero que al cabo de unos instantes ya eran sumamente vigorosas y obligaban al menor de ambos a gemir de manera sonora, pues la exquisita presión que contra sus entrañas provocaba el órgano ajeno lo estaba volviendo loco. El de orbes almendrados conocía a la perfección las poses y los ángulos que más intensos e irresistibles tornaban los encuentros carnales con su pequeño, por lo que, no bien empezaba a poseerle con creciente fuerza, los lúbricos sonidos que escapaban de labios del femenino jovencito podían hacer que olvidara cualquier problema o desazón como por arte de magia, y eso era precisamente lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos. Kawamura se perdía por completo en la sinfonía lujuriosa que exclusivamente a sus oídos le brindaban los jadeos, gritos y gemidos de su bello ángel, y en virtud de la cual estaba deseoso de experimentar el clímax.

       Tras tomar las dos piernas de Shinobu y subirlas sobre sus hombros adornados con el arte de la tinta, el yakuza se apoyó en el colchón para descender hasta el oído del chico, conteniendo con dominio las sabrosas sensaciones que la nueva postura le brindaba, pues sobre su hombría se triplicaba el enloquecedor vacío causado por el interior caliente del más bajo.

-Quiero que te vengas… para mí…-

       Inmediatamente, el líder de uno de los clanes más sanguinarios de Japón redobló el ímpetu con el que arremetía abriéndose paso en aquella intimidad estrecha, la cual le recibía constriñéndose insistentemente. La nueva disposición del cuerpo del pelinegro menor hizo que para su dueño fuese sumamente fácil golpear con su enhiesta hombría la pequeña próstata que instantes antes sus vísceras se empeñaban en esconder, pero que ahora quedaba expuesta por completo a las potentes estocadas de el de orbes castaños. Tras abrir los ojos al máximo para luego cerrarlos y apretar los párpados con fuerza, Inoran contrajo su interior con tal arrebato que, segundos después, tanto su vientre como el de su amante quedaron impregnados de su cálida semilla. Los abrasadores espasmos del culmen continuaron provocando que presionara su cavidad; hecho que desencadenó a su vez el orgasmo ajeno. Ryuichi detuvo el voluptuoso vaivén de su pelvis para, con un ronco gemido, empapar las tiernas paredes del recto ajeno con su espeso fluido viril.

       Luego de salir del chico, Kawamura besó su boca una vez más. Después tiró perezosamente de la colcha para cubrir a ambos, y al final se acurrucó abrazando el vientre ajeno, todavía sudoroso, para dejar que el sueño comenzara a invadirlo. El dueño de los bellos ónices colocó un par de almohadones tras su dorso hasta quedar ligeramente reclinado, llevando sus manos a la cabeza del mayor para acariciarle el cabello y la frente. El perfume de su piel, combinado con el exquisito aroma del agitado acto que acababan de protagonizar, embriagaba los sentidos del magnate.

-A partir de mañana serás sólo mío… Y jamás te volveré a compartir.-

       A pesar de que la iluminación del aposento se hizo más tenue por la acción de los silenciosos dedos del chico sobre la perilla que controlaba su intensidad, los ojos del menor, abiertos de par en par, no dejaron de resplandecer en la penumbra. Cuanto acababa de escuchar, si era cierto -y lo más seguro es que llegaría a serlo, pues sólo dependía de la voluntad del hombre que lo estrechaba- confirmaba aquellas palabras que le dijera Yoshiki. Pero, ¿qué podría significar eso, si a pesar de todo era casi imposible concebir la existencia de ambos mafiosos por separado? Habían pasado ya ocho años desde que el pelinegro conociera semejante sociedad, la cual sin embargo databa de tiempo antes. Todo aquel que estuviera enterado de la situación acerca del temido y respetado oyabun del clan Kawamura esperaba verle siempre en compañía del rubio banquero, pues en efecto eran menos los que conocían el ligamen con su otro socio. De él también era inseparable, pero por disposiciones suyas el mayor permanecía lejos del ojo público.

       No obstante, el motivo que se encontraba realmente detrás de su asombro luego de escuchar aquellas últimas palabras escapaba a toda consideración acerca de otro ser humano más: Ryuichi acababa de prometerle nunca volverlo a ceder a nadie. Su corazón dio un salto apenas interiorizó la situación, pues por fin llegaría el ansiado momento que verdaderamente no creyó ver. Al pensar en eso, siempre acallaba las voces en su interior, considerando que aquella actividad era la justa paga por años de cuidado. Pero finalmente serían sólo él y el yakuza; el hombre del que lentamente, con el paso del tiempo y día con día, se había enamorado.

       Inoran entonces cerró sus orbes oscuros, pero aunque estaba seguro de haberlos velado con sus delicados párpados, le pareció que más bien los mantenía mirando en otra dirección. De pronto sintió como si el fatigado y querido cuerpo que reposaba sobre el suyo hubiera desaparecido, y la habitación que sabía llena de finos muebles se hubiera vaciado de ellos para ser ocupada solamente por grandes espejos y vidrios; frágiles elementos de los que a veces parecía estar constituida no solo la materialidad de su anatomía, sino todo su ser. Los cristales se encontraban dispuestos verticalmente por todo el aposento, de modo que al girar el rostro le era posible contemplarse en ellos. Se encontraba sentado en un sencillo escaño, portando el abrigo y el sombrero que solía llevar al cementerio.

       Sin levantarse de donde estaba y sin siquiera aplicar su vista a ello, comenzó a buscar rastros de alguien más solamente aguzando los sentidos. Pero aunque afinara de entre todos el más preciso que tenía –su oído- no pudo determinar la presencia de nadie. No obstante, el murmullo de una conocida voz le atrajo e hizo que dejara inmóvil la cabeza.

“-Sostenía el libro, deseaba olvidar. Comenzó a desmoronarse; ni siquiera había un lugar donde esconderse.-“

       Por supuesto que sabía de quién se trataba. Era el cálido tono del hombre de cabellera enmarañada, el cual había tomado el lugar del de Jun para susurrar en su oído –durante aquellas noches que hasta entre sus brazos le costaba conciliar el sueño- alguna canción o poema.

“-No quiero volver al mismo momento, aún si este instante es un punto inmutable en el tiempo. A la vez, en el mundo dentro del libro, ni siquiera conozco el dolor de viajar.-“

       A pesar de estarlo escuchando atentamente, no sentía la necesidad de buscarlo. Lo único que deseaba era mantenerse donde estaba, con las manos sobre el regazo y el rostro ligeramente ladeado. Bajo el ala ancha de su sombrero los mechones azabaches le cubrían parte del rostro taciturno, en el que sobresalía una reposada tristeza por hallarse ataviado de aquella manera. Confiando en que el suave canto podría disipar la nostalgia que lo había sobrecogido, centró su atención en escucharle, ignorando los reflejos que le brindaban los cristales.

“-Dentro de un cuarto de concreto, no puedes siquiera mirar hacia afuera. Estás dentro de un cuarto de concreto, y ni siquiera puedes mirar afuera.-“

       Pero esas no eran las palabras de una tranquila canción o de un hermoso poema, por lo que, asustado, no pudo evitar llevar la mirada al espejo más cercano que tenía. La pulida superficie le devolvió la hermosura fidedigna de su imagen, pero una vez que se reconoció en ella, el espejo se quebró repentinamente en mil pedazos. El cortesano volvió entonces a abrir los ojos, acabando así con su larga ensoñación[1]. Se supo con seguridad recostado en el enorme lecho de su dueño, dentro de la recámara de éste y con su silueta dormida a la vera. Arropándose sobre aquel amado pecho, reconoció que era incapaz de saber con antelación qué sucedería al día siguiente; pero del camino que de ahora en adelante siguiera, sí podía estar completamente seguro. Después de todo, no le cabía la menor duda de que el amor que sentía por su protector era, asimismo, la senda más próxima a la ansiada reunión con su querido hermano.

 


[1] Pasaje basado en el video de Claustrophobia, canción B-side del single Believe de Luna Sea, lanzado en 1993.  Lo que Inoran oye cantar a Ryuichi es parte de la lírica de la misma canción.

Notas finales:

El link del PV de Claustrophobia, para quienes no han tenido el privilegio de mirar la prueba de que la belleza de Inoran no es humana, o para aquellas que deseen presenciarla de nuevo http://www.youtube.com/watch?v=OPkLaW4G9GY

Espero que les haya gustado este postrero lemon de la pareja que -sin duda alguna- hacía falta presentar en dicha situación, dado el desarrollo de la trama, así como de todo el adelanto en general. Todo su contenido es sumamente importante para lo que resta; créanme.

Agradeciendo siempre su compañía, me despido. Cuídense, chicas =)


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