—Hemos venido a un lugar extravagante, hm...
—El Haneuma me dijo que vendría aquí esta noche.
—¿Por qué...? ¿Por qué estás tan obsesionado con Dino?
—Esa persona es la primera que se quiere convertir en mi mentor.
—Pero una existencia como esa...
—No necesito nada así.
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Todo empezó con una pelea. De las inflamables, de las suyas. Las que de puro frecuentes han terminado adquiriendo un significado nuevo.
¡Maldita la hora en que bajó solo a la recepción de aquel hotel! De no ser por eso hubiera ganado, como siempre. O al menos no habría perdido de forma tan desastrosamente humillante: fustigado por su propio látigo, sujeto por múltiples esposas y acorralado contra la pared con una tonfa presionándole la tráquea (todo ello realizado de forma más o menos simultánea). Parece la escena de una mala película sadomaso.
Y tanta parafernalia por una miserable pregunta que bien podría haberle hecho en un momento de relax, tumbados panza arriba cual lagartos en la azotea de la escuela Namimori, y no en medio de una batalla campal para liberar de la maldición a uno de los Arcobaleno. Jodido crío con jodidos instintos homicidas.
Echa una ojeada al Arcobaleno por el que lucha, espectador silencioso y consternado de un conflicto que lleva demasiado tiempo fraguándose, y después le mira a Él. Es perfecto. ¡Qué más quisiera Dino que ser como Él!
Él, que encarna todo aquello que siempre deseó poseer. Él, que a nadie debe nada. Él, que no teme a nada. Él, que no está atado a nada. Él, a quien no detiene nada. Precisamente Él, ¿le está preguntando eso?
Qué ironía.
—Responde, Haneuma. ¿Por qué quieres ser mi maestro?
Sabe que Dino ha sacudido la cabeza porque sus cabellos atrapan más luz de la que les correspondería al moverse. Los hombros del Caballo Desbocado se estremecen, imperceptiblemente primero, agitados por una carcajada franca y sonora después. Su gesto condescendiente descoloca al prefecto. Dino sonríe casi con ternura, se acerca a su oreja y susurra algo.
Lo último que llega a ver son los grandes ojos del Arcobaleno de la Tormenta cerrándose antes de que Kyoya le deje inconsciente de un golpe en la sien.
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Hibari Kyouya toma a Fon entre sus brazos y le acomoda en lo alto de su cabeza. Aun sabiendo que no se caerá, no puede evitar moverse con cierto cuidado. Puede tratarse de uno de los siete bebés más fuertes de la mafia, pero para él no deja de ser un animal pequeño.
—Kyouya... ¿por qué no has roto su reloj?
Nada en el rostro del muchacho indica algo distinto a su consabida expresión neutra. Su voz es extrañamente suave cuando contesta.
—No había ninguna emoción en derrotarle en su condición, bebé.
Y Fon se calla, porque tiene mucho que decir y ningún derecho para expresarlo. E Hibari sigue andando.
A su espalda, el cuerpo inconsciente de Dino Cavallone. En sus oídos, su voz y el eco de su risa.
Confusión.
"No lo entiendes, ¿verdad, Kyouya? Aquí el maestro eres tú".