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Cáscara Vacía por Princesa-Nocturna

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Notas del fanfic:

Todos los personajes públicamente reconocibles son propiedad de sus respectivos dueños. Los personajes originales y la trama son propiedad del autor.

Notas del capitulo:

Decidí subirlo aquí.

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Tom atrapó con ligereza los exquisitos y sedosos labios que yacían inmóviles, dibujados en una fina línea recta. No le gustaba la cara de Bill cuando estaba tan serio, le ponía la piel de gallina el ver su delicado rostro fruncido; era como si estuviera esperando, seleccionando las palabras justas para decirle una horrible noticia que no quería oír.

Cerró los ojos cuando el pelinegro entreabrió su boca y dejo que la lengua de Tom accediera a su cavidad bucal, logrando estremecerlo por las cosquillas producidas en su paladar. No era un beso fogoso, mantenía un ritmo lento, pausado  y bastante marcado.

Bill elevó sus brazos y los enredó en el cuello del trenzado cuando sintió el peso de su cuerpo sobre él. Separó las delgadas piernas desnudas haciendo un hueco en el que Tom se situó con rapidez sin cortar el contacto, abriendo y cerrando la boca casi de forma perezosa.

Jadeó. Una risita se escapó de los labios del contrario y dio por finalizado el beso con una amplia sonrisa, esas que lo hacían desfallecer.

– ¿Tommy? – llamó Bill. El nombrado por su encantador diminutivo levantó la vista hacia sus ojos y procuró no cortar el contacto. Dirigió su mano hasta las delicadas puntas negras del cabello de Bill  y empezó a enrollarlas en su dedo mientras se acomodaba mejor en su posición.

Un brazo le rodeo y sonrió satisfecho.

– Dime.

– Hay algo que debo decirte  – continuó vacilante, masajeo levemente la zona del omóplato en la que descansaba su mano sobre el cuerpo de Tom. Él siguió ondulando las puntas con su dedo, disfrutando la caricia.

– Mmm…

– Si tú mueres… – dijo susurrante. – Si tú mueres un día, yo no voy a llorar.

El trenzado se reincorporó veloz, la sangre en sus venas empezó a fluir en una carrera alocada para llegar hasta su corazón que, de forma peligrosa, empezó a bombear y causarle un pequeño mareo.

¿Por qué estaba diciendo esas cosas tan raras?

– ¿Bill? – bisbiseo, con miedo.

– Escúchame – pidió con ojos amables. Sus voces eran un murmullo parecido al zumbido de una abeja. Tom continuó a la espera, nervioso  – Tú tampoco debes.

El mayor  agarró unas de las manos de Bill entre las suyas y enlazo sus dedos bajo las sábanas cerrando los ojos, queriendo regularizar su respiración, los latidos desbocados en su pecho.

– Llorar – continuó. – Si yo no estoy aquí, no quiero que llores.

Tragó saliva y, reuniendo un valor desconocido preguntó con voz tierna: – ¿Pasó algo?

Una mano delgada se posicionó en su mejilla y acaricio con el pulgar bajo el pómulo. Tom cerró los ojos intentando disfrutar de la calidez que emanaba del pelinegro, tratando de convencerse a sí mismo que cuando abriera los ojos no lloraría.

– ¿Me lo prometes? – murmuró en su oído. Tom asintió y sin abrir los párpados le abrazó con fuerza. Aquellas  frases formuladas no parecían ser del pelinegro. No podían serlo.

Tal vez, si lo analizaba fríamente… Puede que Bill sabía lo que pasaría. Sabía que se había acabado y la pequeña conversación establecida era como un adiós. Pero Tom no lo deseaba, se negaba rotundamente a la idea de separarse de él. No lo aceptaba, ni siquiera podía pensarlo.

Solamente eran marionetas en el cruel juego del destino y, como todo lo inevitable, sucedió.

Aquella había sido su última noche juntos.

 

 

 

 

Sintió una pequeña sensación en el estómago cuando lo vio acercarse al edificio. Estaba nervioso, se le notaba a leguas. Sus pasos eran largos, las rodillas apenas si se doblegaban para dar otra pisada y su cabeza se mantenía en alto con un semblante valiente. No, realmente se encontraba al borde de mojar los pantalones.

Rió sin ganas.

Eran tan iguales…

– Señor Kaulitz, ya está aquí – musitó Andreas entrando en la habitación. Tom asintió y dio un giro en sus talones, alejándose del cristal con lentitud al mirarlo.

– Hazlo pasar – ordenó. El muchacho asintió y abandono el despacho tan amplio y carente de luz a pesar de tener la ventanilla completamente abierta.

Tom relamió sus labios resecos y se apoyó en el escritorio de caoba detrás de su cuerpo. Al final si había venido después de todo. Hace una semana había recibido una carta procedente de Leipzig solicitando una pequeña charla con un miembro de la familia Trümper. El remitente era Janick, el hermano menor de Bill.

Sonrió con amargura cuando recordó su nombre. Ya eran dos años de la desgracia que cambió su vida y aún así sentía que el accidente era tan reciente…

Alargó su mano tomando la única fotografía que se encontraba en su escritorio y la miró con detenimiento. La había tomado el día que le propuso unir sus vidas para siempre. Bill tenía un leve sonrojo en sus pronunciados pómulos y mejillas delgadas, sonreía de una manera angelical y contagiosa mientras miraba la cámara con vivaces ojos marrones. Joviales.

Nunca iba a olvidar su voz susurrante y atropellada cuando dijo “Sí” a su propuesta. Besó el cristal que protegía la foto en el marco color negro por unos segundos y sintió un par de lágrimas concentrarse en sus ojos, las seco con cuidado usando el dorso del suéter y suspiró, derrotado.

No podía recibir en ése estado tan deplorable a Janick. Ni pensarlo.

La manilla que tenía frente giró y la puerta se abrió paulatinamente. Tom dejó la fotografía en su lugar y, reemplazando el semblante triste, dibujó en su rostro una pequeña sonrisa.

– Soy yo… – habló una voz, notoriamente en plena fase de cambio. Janick se asomó poco a poco en la estancia mostrando su altura y delgadez.

Era igual a Bill salvo el cabello rubio. Aunque… no, no había comparación entre ellos. Jamás habría.

Tom sonrió.

– Bienvenido.

– Gracias – dijo cortés. – Yo…

El mayor levantó una mano impidiendo que prosiguiera. Janick miró estupefacto la curvatura en el rostro del hombre trenzado y esperó. Encontró sus ojos y distinguió un brillo extraño en ellos, como si…

¿Hubiera estado llorando?

– Vamos a afuera, hace un lindo día.

Le siguió sin rechistar por los pasillos de la casa hasta que salieron al patio trasero y una agradable brisa choco contra sus rostros. El olor a rosas impregno sus fosas nasales y miró a su alrededor el verdor del paisaje. Era hermoso en todos los aspectos.

– Señor Kaulitz – habló, trastabillando. Tom se giró y miro con ojos de desaprobación, Janick tembló ligeramente y al moreno se le escapó otra sonrisa.

Hacía lo mismo.

– No me llames “Señor Kaulitz”, sólo dime Tom – rectificó. El rubio asintió deliberadamente, estaba completamente cohibido.

– ¿Cómo me conoces?

– Ah – suspiró Tom. – Me han contado muchas cosas de ti. Además, son hermanos – sonrió nuevamente, con desgana.

– ¡No! Es que, es que Bill se parece más a mamá, ¡yo soy como papá! – habló de forma tan atropellada y nerviosa que las palabras apenas si eran comprensibles. El de trenzas mordió su labio reprimiendo una carcajada. Era casi como ver al Bill de unos años ahí parado, con su sonrojo casi permanente y palabras torpes.

– ¿Nervioso?

– Un poco – admitió.

– Dime, viniste aquí por una razón. ¿Qué te perturba? – Tom caminó hasta que sus pies chocaron con el pasto fresco y se sentó en el suelo con las piernas en forma de mariposa. Janick le imitó y abrazó sus extremidades hundiendo sus labios en las rodillas.

– Mmm… – musitó. – Le pregunté a Georg y Gustav muchísimas veces lo que había ocurrido – dijo, sin mirar otra cosa que no fueran sus delgadas manos enlazadas. Tom examinó su rostro sin ninguna emoción reflejada en la cara. – También le pregunté a David, pero…

– Déjame entender – habló Tom con voz calmada. – ¿No recuerdas el accidente?

Janick negó, y dijo: – Nada. Ni siquiera a Bill, bueno… quizás sólo un poco. Por eso vine a verte. Gustav me dijo que tú eras la persona que mejor lo conocía, y que podía preguntarte todo lo que no pudiera entender.

De cierto modo, Tom se sintió halagado.

– Quiero saber – murmuró Janick luego de una pausa. – Quiero saber de Bill solamente como tú lo conociste.

El corazón del moreno latió rápido. ¿Decirle lo que Bill había sido para él? Sería una tarea difícil y complicada. Bill nunca lo presentó a su familia por miedo al rechazo, ellos eran tan conservadores con todo al respecto…

– Quiero decir – prosiguió el chico. – No cambiará nada si lo escucho de tu boca pero perdí una gran parte de todos mis recuerdos luego del accidente.

Sus miradas se encontraron y Tom casi tembló por la veracidad de sus palabras. La mirada del rubio era tan profunda y sincera, realmente quería saber más, llegar más hondo. Fue ahí cuando entendió la estrecha relación que mantuvieron los hermanos Trümper y lo hizo sonreír al recordar cada conversación en la que Bill sacaba a colación a su queridísimo hermano menor.

– Bill era muy alegre – explicó. Miró por una fracción de segundo el cielo y luego buscó la mirada de su compañero. – Me aturdía.

Janick rió.

– Le gustaba cantar, y estar con los animales – recordó, un ligero rubor apareció en sus mejillas que fue desapercibido. – Era un cabeza hueca.

Miró con atención como el rostro de Janick parecía ausente, él mismo había olvidado la raíz de la conversación y de cómo había sacado el tema de Bill. Le encantaba, con cada palabra que decía era como regresar al pelinegro en vida.

– ¿Qué más?

Tom rió y el pequeño miró sin entender alzando una ceja. Entonces respondió: – No era conveniente molestarlo sobre su aspecto – negó con un movimiento breve y una sonrisa curvada.

– ¿Por qué?

– Obvio, le cabreaba mucho que siempre le estuvieran diciendo cosas innecesariamente desagradables.

– Ah…

– Vamos a intentarlo – dijo Tom de repente, con entusiasmo. Apretó los labios evitando sonreír con amargura. ¿Qué estaba haciendo…? Aunque lo llamara, le gritara e hiciera todo lo que estuviera a su alcance sabía que Bill no podía oírlo, que no podía regresar…

– ¡Afeminado! – vociferó al viento. Janick calló.

– ¡Marica!

– ¡Sodomita!

Silencio. Sus oídos captaron un pitido agudo que se instaló en sus tímpanos por un tiempo prolongado. Las manos sudaron y la barbilla tembló ligeramente.

Regresa, pensó. Regresa, por favor.

– Tom, ya tengo que irme.

Ambos se levantaron sin decir una palabra. Janick un poco confuso extendió la mano en señal de despedida y trató de sonreír. Tom la aceptó con lentitud, sintiendo cada roce en la palma contraria, tan igual y tan diferente a la vez.

– Nos vemos – susurró.

La imagen de Bill inundó su mente en esos momentos. No respondió a la despedida, quedó inmóvil como una estatua evaluando el agarre de sus manos. ¿Era él la razón de su buen humor siempre, su felicidad personal en el infierno que solía llamar hogar?

– ¿Tom?

– Perdóname – bisbiseo. Dando un paso adelante estiró sus brazos y rodeo la cintura de Janick que yacía inmóvil en su lugar. Apretó con pesar el cuerpo parecido, queriendo, deseando que fuera él. Puños más pequeños que los suyos pasaron bajo sus brazos y se agarraron al suéter.

– ¿Tom? – murmuró.

No respondió.

– Tú… – dijo con vacilación. – ¿Tú amabas a Bill?

El trenzado apretó los labios y cerró los ojos negando la salida de las mineralizadas gotas de los lagrimales.

– Más que a mi vida – confesó con voz ahogada. Lo había atrapado.

 

 

 

 

Cuando Janick se fue lo acompañó el ocaso rojizo en el cielo. La estancia que solía visitar tenía un adorable tinte escarlata que adornaba las pálidas paredes color nieve. Tom cerró la puerta detrás de su cuerpo y miro sus pies, sucios.

No era conveniente molestarlo sobre su aspecto.

– Marica... – masculló.

– Afeminado.

– Marica.

– ¡Homosexual! – vociferó. Hubo silencio y escondió su rostro en una mano.

– Bill… – murmuró. Sus ojos ardían en lágrimas desconsoladas. Le había prometido que no lloraría, pero hoy esa promesa se había roto.

Tom sentía que si lloraba ya jamás lo volvería a ver. Aun que Bill jamás había dicho “Si yo muriera”, en cambió sólo dijo “Si yo no estoy aquí”. En el fondo el compromiso seguía intacto.

Y cada noche se lo repetía hasta caer dormido. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo. Tenía la esperanza de encontrarlo en algún lugar, insoportablemente hermoso sólo como él podía ser, sonriente.

– Te amo – dijo en un susurro. Sus palabras zumbantes desaparecieron en la habitación y, como si de un eco se tratase resonó en sus oídos la voz más bajita y hermosa que pudo percibir en años.

– Para toda la eternidad.

Notas finales:

(:


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