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Alma por Nonchalant

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Notas del capitulo:

La vida es fácil con los ojos cerrados.

 

Despertó a la mitad de la noche, asustado y transpirando, sin haber salido por completo de una pesadilla confusa y a medio terminar. Aquello solía ocurrirle, por lo que pronto se calmó a sí mismo y se levantó. Quizás comer algo le ayudaría a reconciliarse con su almohada. Trataba de unir los fragmentos de su sueño, mientras bebía un té caliente, cuando de pronto tuvo un extraño presentimiento. Cogió el teléfono y marcó mecánicamente. No tenía idea del porqué, pero iba a llamar a su jefa y le iba a dar una gran excusa, una tan buena como para permitirle faltar al trabajo.De seguro su idea carecía de sentido, pero ya había llegado a ese desagradable punto en que emociones y pensamientos están embotados y mezclados en una sola y densa porción de cerebro, lo que, sumado al hecho de que estaba adormilado, terminaba dándole hasta argumento al asunto.

De niño, siempre había sido un chiquillo reservado; sin embargo, con el tiempo, había logrado confiar en los demás y mostrarse tal y como era: Un hombre leal, sensible y tímido—quizás demasiado —, quien sin embargo había pasado por tanto, que ya poco de él quedaba.

De seguro era algo bueno socialmente, pero, desde entonces, su vida no había hecho nada más que empeorar. Lentamente, y casi sin darse cuenta, se había quedado terriblemente solo. Los amigos del colegio que ya no enviaban correo; la carrera abandonada por falta de recursos, tiempo e interés… Para cuando aquel destructivo modo de vida lo había hecho tocar fondo, él ya se había cerrado, como un pequeño erizo de tierra. Pero en cierto modo era comprensible.

Ya no reía. Procuraba ser cortés y amable, pero sin profundizar; se aferraba a su tranquilo trabajo atendiendo una librería, sin aspiraciones que lo hicieran buscar un empleo mejor; evitaba odiar o querer a cualquiera, porque —según él— aquello sólo traía problemas. No había tratado, sin embargo, de atentar contra su vida; sabía que no era dueño de una decisión tan importante, y lo había aprendido de mala manera.  Más, por contraste, no se sentía aferrado a su vida en absoluto. Además, aunque lo deseara, él jamás se hería gravemente, mucho menos se moría. Pero desde hace unas semanas, su soledad lo estaba poniendo enfermo. Las pesadillas se volvían más frecuentes, proporcionales a las cosas que de recordaba de su infancia, a la nostalgia que iba en aumento. No soportaría mucho más.

Marcó el número de Juliet, dispuesto a pasarse el día en la cama. Lo miró varias veces en la pantalla, indeciso, pero acabó borrándolo. Era sólo un terror nocturno. No importaba que tan fuerte fuera ese presentimiento: A él nunca le pasaba nada tan malo.

 


 

 

Hacía frío afuera. Cogió la chaqueta, el maletín, y enfiló hacia la avenida. La postura siempre firme y correcta, aseverada por el largo abrigo negro, ablandada por la bufanda; el cabello ondulado y oscuro, revuelto o cortado de mala gana según pasase el tiempo; la voz grave y pausada, neutra, incluso bajo circunstancias extremas; el vocabulario complicado y los poéticos pensamientos; todo aquello coronado por un par de ojos amarillos, mansos y amenazantes a la vez, como suelen ser las cosas que están dominadas por ley propia.  Andaba siempre lento, con ese aspecto cansado que parecía traer desde siempre, con su timidez enfermante, su extraña energía, señal de su antigua fuerza. Definitivamente Adrian Matthews no era alguien normal.

—Buenos días, Juliet —señaló apenas entró en el café, mientras la besaba en la mejilla. — Chris, Susan. —Y sonrió mientras ejecutaba un gesto cordial. Los chicos respondieron de igual manera. Luego subió la escalera que separaba el café de la librería, dispuesto a empezar otro monótono día de labores.

Había llegado hacía cinco años al "Café y Librería Rye Field", entonces como un joven estudiante, alegre y tímido, que acababa de llegar a la ciudad acompañado de un amigo, y que necesitaba urgentemente ganar algo de dinero. Aquel carácter había cambiado hace mucho, pero el resto se mantenía tal y como al principio. Era casi como si viviera allí. Trabajaba de nueve de la mañana a nueve de la noche, atendiendo la librería, apoyado en el escritorio con una expresión perturbadoramente tranquila, casi nostálgica, mientras respondía las dudas de los escasos clientes del local. Era un empleo muy lento y solitario, uno que todos evitaban. Desde siempre esa había sido la tarea del dueño, el viejo Harry Norlan, pero él ya había jubilado hace años, y le había encargado a Adrian el trabajo.

Los demás empleados le conocían desde siempre. Susan y Chris Threadbare eran hermanos: La mayor de veinticinco años, cabello endemoniadamente rizado y gesto gracioso; el pequeño, dieciocho años y bajito, ínfimamente bajito ante cualquiera que se parase a su lado. Ellos atendían el café desde hacía dos años, en el piso de abajo; le daban alegría al lugar por unas horas y se iban luego. Cuando subían, siempre hallaban a Adrian ahí, caminando de un lado a otro mientras leía algún libro; a veces atendiendo a un cliente, escribiendo algo en una hoja de papel. A Susan, quien cada tarde le llevaba un bizcocho y una taza de té, rara vez le decía algo; se limitaba a darle cordialmente la mano y a sonreírle. Ella llevaba aquello como regalo; sin embargo, él siempre acababa pagándolo, a pesar de que a veces siquiera lo probaba. Para ellos, Adrian Matthews siempre había sido alguien extraño, adulto; le respetaban, incluso le temían un poco. La otra mujer que ahí trabajaba, Juliet Talbot, sabía más acerca de él: Habían tenido una lánguida relación de un par de años, la cual había terminado por sentirse demasiado la escasa diferencia de edad entre ambos. A ella le importaban esas cosas. Pero, a pesar de todo, Juliet también guardaba su distancia con él, al igual que los nuevos empleados. Es que jamás le veían reír, jamás le veían llorar tampoco; siempre era tan amable, tan tranquilo y silencioso, tan asquerosamente maduro y resuelto…

De hecho; les costaba creer que tuviera tan sólo veinticuatro años.

Esa tarde, Juliet subió antes de irse. Había oído una noticia demasiado importante; al menos lo suficiente como para decírselo a Adrian. Arregló su cabello nerviosamente mientras iba por la escalera. Él estaba leyendo, detrás del escritorio. Tenía ojeras, más marcadas de lo normal. Desde hace varios días parecía no andar bien --pero ése no era su asunto. 

— El principito— señaló ella al acercarse y leer el título del libro. — ¿No es una lectura para niños?

— No creo —respondió escasamente Adrian, mientras lo apartaba y se levantaba de la silla, ofreciéndosela a ella -. Pero sólo estaba revisando. 

Juliet no aceptó.

— Tengo algo que contarte, Adrian.

— Te escucho.

— Pues… ¿Te acuerdas de Andrew Hayes?

Adrian sintió que el corazón le daba un vuelco. No le gustaba tocar aquel tema. Los recuerdos buenos se guardaban; se guardaban y no debían ser sacados a flote, tal como un viejo juguete que no puede ser usado por el riesgo de arruinarlo. Su memoria era lo único que le quedaba, y la cuidaba con recelo. Había cosas de su relación con él que jamás le había dicho a nadie. Pero trató de que no se le notara, y siguió con el diálogo.

—Sí, si me acuerdo de él. Un poco. ¿Por qué lo dices?

—Hoy me encontré con Robert en el centro. Me contó que Andrew esta en la ciudad.

— ¿Qué?

— Ya se tituló. Parece que las cosas no van muy bien, y vino para hablar con Rob y buscar algún proyecto.

La ventana estaba abierta, y se oía cantar a los gorriones. Parecía casi como si estuvieran dentro de la sala. Adrian se había quedado en blanco, como tildado. No sabía porqué, pero sentía un ligero dolor en el pecho, como si el aire le oprimiera en vez de entrar y salir. Respiró profundo varias veces, mientras miraba a Juliet con algo de temor. Era igual que esa vez, en el cumpleaños de Susan, cuando Chris y otro chico lo habían empujado a la piscina y el casi se había ahogado porque la ropa pesaba mucho, los zapatos pesaban mucho, y porque con el susto y la sorpresa se le había olvidado cómo nadar.

— Porqué me dices esto, Juliet. —Preguntó después de un rato.

— Es sólo para que no te sorprendas mucho si te lo encuentras.

—Pues, gracias. —Y sonrió tristemente, mientras cogía su maletín y se disponía a irse. —Por cierto, July. — Inquirió justo antes de ponerse de pie, al tiempo que señalaba una rosa que descansaba en un vaso de agua, sobre el borde del escritorio. —El rosal que está frente a mi departamento tiene flores todavía. Es para ti. Sé que te gustan mucho.

Y bajó la escalera. Los hermanos ya se habían ido, por lo que no tuvo que despedirse de nadie más al salir.


 

Iba saliendo del edificio, como todas las mañanas, cuando divisó a un extraño que caminaba por la vereda de enfrente. Cruzó sin saber porqué. El tío tenía el cabello negro, y llevaba unos lentes del mismo color. Se veía serio, casi preocupado; con las manos en los bolsillos y la vista baja. Pasó a su lado. Iba a seguir caminando, cuando de pronto sintió algo extrañísimo; como si lo estuvieran mirando. En efecto, aquel tipo se había girado a verlo. Él hizo de igual manera. Había algo perturbador en todo eso. Adrian se detuvo. Iba a preguntarle el nombre, pero no fue necesario; podía reconocer aquellos ojos claros e insípidos en cualquier parte. Sabía que, tarde o temprano, eso pasaría.

-Andrew. -Susurró.

Y no fue capaz de decir nada además de eso.


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