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ANTIFONÍA DE UN COMPLETO DESINTERESADO por CannibalCupcakeTwo

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Notas del fanfic:

Frase: "Intenté suicidarme y casi me mato."

"Humor!Fic" para el grupo de facebook "LETRAS: Hijos de Canaán"

Cuando la sombra de Luis se asomó justo frente al calendario, entrecerró los ojos tratando de comprender qué significaba lo anotado en letra chica para el 21 de Mayo. Con una serie de anotaciones en los días anteriores, las letras rojas y remarcadas para esa fecha, le carcomía en curiosidad.  

— Aldo, ¿Por qué has escrito “Cero” para el día de hoy? la puerta del refrigerador se cerró de golpe. No se molestó en contestar, simplemente se encogió de hombros y dio por terminado el asunto. —Cabrón…

Explicaciones le sobraban, lo que le sellaba los labios era el evitar el drama que su actual pareja le montaría justo en la fecha planeada. Ya con anterioridad había rondado en su cabeza el declararle las causas de su prematura muerte, la cual en realidad, no le veía mucha importancia; pero lo prefería de esa manera, silenciosamente, sin muchos rodeos ni algún posible inconveniente.

—Será mejor que me vaya antes de que se suelte la lluvia, —se asomó con resentimiento notando nubarrones grises fuera de las ventanas. —tengo que pasar todavía por el libro que… ¿me estas escuchando siquiera? ¡Maldita sea!

—No, lo siento. —contestó antes de volver a morder su emparedado.

—Aún no entiendo porqué tolero tu desprecio con tanto afán.negó con la cabeza antes de aventarle una servilleta estrujada en una bola amorfa hacia su rostro.

—Ni siquiera yo lo sé, — pensó en voz alta con una sonrisa.

—Basta, Aldo. No funcionará, estoy yéndome. Adiós. —se volvió sonrojado hacia la puerta.

—Tienes razón, creo que está dicho todo. — terminó el último bocado en silencio, mientras Luis procuraba reprimir su actual ira. —No me digas que estas molesto conmigo sólo porque deseas mi completa atención a cada minuto del día.

—Desde luego que no. Me conoces lo suficiente, Aldo. — murmuró en sarcasmo —Lo único que pido es, que cuando te hablo, me escuches. Para ser ignorado será mejor que me vaya a mi casa.

—Lo tendré en cuenta. — afirmó quitándose las migajas de pan con su muñeca.

—Eres un idiota—gruñó acomodándose con un movimiento la mochila sobre su hombro —En serio, Aldo, eres un idiota.

—Muy bien, muy en serio: soy un idiota. —volvió a sonreír tras el azote de la puerta de la entrada. —Un completo idiota.

Él sabía lo que pretendía perder. Sabía lo que estaba en juego. Aun así, volvió a quedarse absorto mirando el reloj, contando mentalmente cuantas veces en los últimos minutos había repetido sin cesar su nombre Luis. Aldo, Aldo, Aldo, Aldo. En los dos años que venían saliendo formalmente sabía que utilizaba su nombre con la expresa condición de pedirle perdón, y aunque lo había estado llamando insistentemente aquella tarde, jamás pronunció las palabras “lo siento” ni “perdóname”.

Habían transcurrido cuatro meses desde que sin preámbulo ni explicación aparente, había despertado con la decisión de terminar con su vida. Si se inclinaba un poco por la peculiaridad de esa inesperada determinación, era nada más que por aburrimiento. Para él la vida se había transformado en un espiral que si bien ya no ascendía ni descendía, rápidamente se distorsionaba en un círculo estable y, ¿Por qué no repetirlo? Aburrido. Muy aburrido.

Suspiró cansado y dejó el plato sucio sobre la mesa.

Tantas maneras habían de terminar muerto que le parecía molesto. Era casi hilarante lo débil que se percataba que era, que de alguna manera le sorprendía que continuara vivo. Pero al final había sorteado dos opciones, así que solo quedaba hacer un bolado. Metió su mano al bolsillo de su pantalón y saco la moneda arbitraria, la sostuvo unos segundos en su palma y de una buena vez la lanzó al aire.

—Debes de ser Aldo Zelayarán, — declaró una voz tranquila desde la pequeña sala de estar —no me sorprende venir antes de lo esperado. — sobresaltado por el hecho de que la moneda que seguía girando frente a sus ojos no caía al suelo, tornó su rostro al individuo que apareció de la nada.

— ¿Venir? — arrugó el ceño —¿Quién eres? — el anciano que soportaba parte de su peso sobre un bastón gris, se encontraba cómodamente sentado en el sillón individual frente a él.

— ¡Vulgar como sólo la juventud de ahora! Que la muerte me libre si no sirvo de escarmiento para cabrones como tú. — contestó alterado, señalándole con una de sus manos  temblorosas.

— ¿¡Cabrones como…!? ¿¡Quién rayos se cree que es!? — aulló desconcertado, apuntando la puerta con mirada insistente. — ¡Fuera!

—Cabrones como tú, escuincle. Yo, soy Don Rafael Zelayarán Miramontes. — dijo entonces antes de sacar un pañuelo y toser un par de veces.

— ¿Don…?

—Deja de mirarme con cara de idiota, y acércate para que pueda verte mejor. — ordenó con voz áspera. Si alguna vez en su infancia había escuchado ese nombre, había sido de la abuela. Su padre, Don Rafael Zelayarán Miramontes, sirvió por generaciones como ejemplo a los hombres de la familia. — ¡No tengo todo el tiempo, vamos, siéntate!

—Si en verdad usted es mi tatarabuelo, ¿qué está haciendo aquí? — se dejo caer sobre el asiento, boquiabierto sin aún poder creer del todo que se le presentara esa oportunidad.

—Soy nada más lo que queda de un viejo, — volvió a toser sobre el pedazo de tela, manchándola de sangre a cada esfuerzo. —cabreado por lo que la imbecilidad puede generar en un alma joven. Me pregunto qué pasará por una cabeza tan hueca como la tuya, al desperdiciar algo tan bueno como la existencia misma. — el joven Aldo, último de su nombre, guardó silencio pensando cómo expresarle su desacuerdo sin volver a ofenderle.

—Me parece recordar, que la abuela decía que usted vivió hasta los 83 años. Nunca mencionó como falleció. — por primera vez, el anciano sonrió doblando el pañuelo sobre una de sus piernas.

— ¡Pero si serás fullero! — rió un par de carcajadas — Morí de viejo, y enfermo. Como verás,  trabajar en las minas por más de 45 años destrozó mis pulmones. — la moneda que giraba sin fin se detuvo.

—No quiero vivir enfermo. — concluyó encogiéndose de hombros. —Todos los días, sin excepción, mi enfermedad empeora. Una enfermedad sin síntomas físicos, pero que desgastan mi mente.

—Hablas necedades con una errante flojedad. ¿Qué sabes tú de enfermedades del alma? ¿Qué sabes tú de la vida si no la has vivido? — cuestionó con renovada seriedad.

—Con 20 años de lo mismo, me basta.

—Bastar. ¡Ah, mis años de juventud! Cuando tenía tu edad, nada me bastaba. Ni el aire que llenaba mis pulmones, ni el agua que saciaba mi sed. Me preguntó qué habrá pasado en el mundo que la vida se ha devaluado. Ya nada vale, pero todo cuesta. Agradezco haber conocido absolutamente todos mis limites, haberme rozado tantas veces con la muerte que ahora, incluso ahora, hago su trabajo sucio. — recitó con anhelo y pasión. —Lamento, escuincle, no haberte podido apalear esa idea de tu tremenda cabezota.

— ¿Usted me llevará? — preguntó con un des de emoción, ignorando su última frase.

—No, yo sólo soy tu mensajero. Tu maldito, mensajero. — exasperado de ser menospreciado azotó un par de veces el bastón sobre el suelo.

— ¿Mensajero?

—Mensajero de lo que te espera cuando “la vida no sea suficiente”. — apretó sus labios para no gruñir otra maldición.

—No quiero saberlo. — repeló negando con la cabeza.

—La ignorancia, entonces, sí es una bendición. — advirtió apartando la mirada del joven a la moneda. —No será nada bueno, ni “emocionante” lo que te depara para cuando la moneda de una de sus caras y hagas algo irreparable, escuincle.

—Usted no lo sabe. — apeló sin perder la excitación de su tono de voz.

—Si lo sé, escuincle. Aunque preferiría no saberlo. — llevó una de sus manos a su saco y atajó su último recurso. — ¿Conoces la palabra ‘amor’? — Aldo se limitó a asentir. —No, al parecer no. De lo contrario, yo no estaría aquí. Alguien que conoce la dulzura de la mujer indicada sobre su lecho, sabe que haría hasta lo imposible por alargar ese momento.

—El amar, no es suficiente.

—Concuerdo contigo. No es suficiente, siempre se desea más. — suspiró mirando su reloj de bolsillo.

— ¿Le deshonraría más si le fuese completamente honesto con usted? — cuestionó con una sonrisa vaporosa.

—Adelante, escuincle. Habla ahora que podemos.

—Cuando me enamoré, no fue de una mujer. — el anciano alzó una ceja, sin atreverse a interrumpir su revelación. —Y aunque me tomó bastante aceptarlo, me dolió comprender que esos sentimientos no terminarían sino en desesperación y angustia.

—No hay final que no... — la moneda cayó con un tintinear suspendido. Y la oscuridad se volvió un hueco sobre las pupilas de Aldo. El tiempo y espacio se movían de manera irregular, y la terrible sensación de opresión sobre su pecho comenzaba a hacerse insoportable.

¡Cabrón de mierda! ¡Si te atrevieras!

Sonidos entrelazados, y un frío impecable. ¿Cuándo había llegado allí? Los golpes sobre su pecho retumbaban, y una luz cruda le cegaba. Ahora tenía que escupir la muerte, e inhalar la vida de nuevo.

— ¡ALDO! ¡ALDO! — escuchó en ecos cálidos. ¿Luis? — ¡Cabrón, te mataré!

Intento fallido. ¿Culpable? ¿Inocente? Cuestiones, cuestiones. Indagaciones, e incoherencias. Muchas incoherencias.

—Casi muero… casi me mato.


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