Abrí la puerta del departamento, entrando con Cristina de la mano.
Había sido una bonita tarde en familia. Mis padres nos habían invitado a celebrar navidad con un pequeño almuerzo en casa, lo que no me dijeron era que la mitad de mis parientes iba a asistir. A muchos no los veía hace tiempo, porque la verdad se me hacía difícil viajar seguido porque estaba demasiado ocupada con las cosas de la universidad y Cristina también.
Desde ese día que la volví a ver no nos separamos. Me pareció estar soñando en ese momento, pero todo era real. Ella había logrado convencer a sus padres de volver. Su padre renunció a su empleo y encontró otro con facilidad, así que estaba todo bien.
Cuando nos fuimos a la universidad arrendamos un apartamento que quedaba cerca de ésta. No puedo decir que era una vida fácil, pero si cargábamos el peso entre las dos resultaba algo mucho menos agotador.
- ¿A qué hora dijeron que iban a estar acá? -, me preguntó Cristina.
- A las nueve…
Me abrazó cariñosamente. Seguía oliendo a limón, después de dos años.
Leo e Isabel nos habían propuesto una cena navideña esa noche, así que íbamos a ir a un lugar a comer algo. Pero aún faltaban unas horas para eso. Yo pensé en ducharme y cambiarme de ropa, pero Cristina me detuvo.
- Tengo una idea. ¿Por qué no intercambiamos regalos ahora?
La miré sonriendo. Era buena idea hacerlo en ese momento, porque seguramente íbamos a llegar muy tarde de la cena y nos hacía falta descansar. Además mi regalo esperaba impaciente en su cajita, haciendo un poco de ruido de vez en cuando. Tuve que mentirle un par de veces a Cristina para que no se diera cuenta de nada. Por suerte funcionó.
Fuimos a buscar los regalos y nos encontramos en diminuto comedor para abrirlos.
- Feliz Navidad -, me dijo ella sonriendo y entregándome un paquete envuelto de forma muy linda.
Lo abrí. Me quedé muda con lo que había detrás del papel. Era una fotografía de Romeo y Julieta en donde salíamos actuando, muy cerca una de la otra. No sé quién habrá tomado esa foto, pero nos veíamos bien y con ella recordé viejos tiempos.
Le agradecí el regalo y le di el mío, que ya había pateado un par de veces la caja.
Cristina lo abrió. De la pequeña caja salió un gatito de color blanco, saltando y asustándola de paso. Sus ojos brillaron de emoción cuando me dio las gracias.
- Tienes que ponerle nombre… es macho -, le dije riendo.
Ella lo pensó un poco. Decidió ponerle Martín, en honor a mi hermano. Yo me reí, pero creí que era un buen nombre. Había sido todo un lío tenerlo ahí en la habitación, tenía que estar vigilándolo para que no destrozara nada y además había que tener cuidado de dónde hacía sus necesidades.
Después de eso comenzamos a prepararnos para cuando llegaran. Dejamos a Martín con una vecina a la que ya conocíamos bastante y al ver que estaba todo listo solo nos quedaba esperar. La verdad no fue muy larga la espera, porque en seguida Leo me llamó por teléfono diciendo que estaban afuera del edificio y que si no salíamos pronto nos íbamos a quedar sin comer.
Tomé mi chaqueta y puse mi mano sobre la perilla para abrirle la puerta a Cristina, pero ella me lo impidió, posando su mano sobre la mía. Se quedó quieta, sonriendo. Apunto hacía arriba y vi que había un muérdago colgando del marco de la puerta. No me di cuenta cómo había llegado ahí y tampoco le tomé importancia a eso. Solamente me acerqué sonriendo a Cristina, dispuesta a cumplir con la tradición del muérdago.