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Neverland por Jahee

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XXII


Inevitable


 


La vida era realmente buena cuando había fiestas y el alcohol no era problema. Era dulce, cuando había amigos por montones. La felicidad se encontraba por las noches, en momentos así: un lujoso casino de tres plantas, secuestrado por jóvenes embriagados; riendo, bailando, drogándose. La noche parecía eterna y ellos divinos. Caras sonrientes, caras deformadas en la oscuridad. Las luces de neón en el tercer piso se desintegraban en el aire, se volvían puntos de colores que algún intoxicado intentaba atrapar. Y al lado, detrás de hermosos vitrales de la época, una piscina gigantesca albergaba a decenas de personas; flotaban entre vasos coloridos, sobre colchonetas de cisnes y unicornios, se retorcían como en un ataque coordinado de epilepsia.  


El bar de la piscina no ofrecía bebidas, sólo música a cargo de un dj occidental que motivaba a fumar y aspirar mientras algún valiente intentaba el speedball. Irremediablemente a Vladimir le asaltó el pensamiento de una juventud perdida pero no se obsesionó con la idea, ¿qué podía decir él si en aquella edad ya había pisado una correccional?


Buscó entre la marea de personas una cabellera pelirroja pero las que encontró no enmarcaban la mirada oscura, cínica y demoledora que atravesaba su alma cada vez que lo contemplaba a placer. Pensó en volver con Katrina, era el cumpleaños de ella. Una cena, le dijo. Te esperaré con una cena. Y sin embargo allí estaba, lejos de casa, en una fiesta de adolescentes en la que claramente no encajaba, sin poder marcharse, pues aquel era el día y su palabra estaba de por medio.


Se acercó a la barra de bebidas donde los bármanes no se daban abasto, sintió pena por ellos, demandados por una horda de mocosos obnubilados. Se asomó a la barra y vio barriles metálicos producto de las ideas pueriles de Andrei: mezcla de alcoholes y bebidas energéticas. El líquido que se deslizaba destellaba de color azul, vibrante y sospechoso, no se le antojó. Optó por una simple cerveza que él mismo destapó. Bebió un par de tragos porque no estaba muy fría y luego apagó el celular en medio de una llamada entrante de Katrina.   


Hoy no, mañana quizá. Los reclamos de su esposa tendrían que esperar.


Andrei era cruel porque había escogido precisamente aquel día para su fiesta de despedida; era perverso porque le había hecho prometer que asistiría mientras lo cabalgaba y le encajaba las uñas en las heridas del pecho. ¿Cómo negarle nada? En momentos así, Vladimir era muy accesible y Andrei había aprendido a sacarle provecho. Sabía que su propósito era mezquino e incluso dudaba que de verdad le agradara la idea de verle por allí, vigilándole los talones. No obstante el hecho de arruinarle el día a su hermana le valía el sacrificio de su propia diversión.


Decidió caminar fuera del sofocante calor, atraído por el ambiente desbocado de la alberca. Él desentonaba allí, con su traje elegante y la expresión antipática parecía buscar a un familiar descarriado. Ciertamente era de esa manera. Casi daba por finalizada su búsqueda cuando logró verle saliendo de la piscina con unos diminutos shorts: las piernas trabajadas por el ballet, la cintura estrecha y los brazos largos y elegantes. Su anatomía húmeda resplandecía como luz de estrellas mientras la mano pálida sujetaba otra más viril. Vladimir siguió a la pareja con la mirada hasta que la oscuridad los engulló.


No era la primera vez y tampoco sería la última. Andrei era muy fácil de conquistar; unos cuántos halagos y sus piernas se abrían más rápido que las puertas de un supermercado. Los puños de Vladimir habían intentado modificar su comportamiento pero Andrei olvidaba las lecciones cuando los moretones desaparecían. Esa noche sin embargo sería diferente. Vladimir no iría detrás de ellos; no molería a golpes al fulano ni se llevaría arrastrando a Andrei. Había demasiada gente lugareña y él tenía una reputación que cuidar. Con el tiempo, el pelirrojo le había enseñado a ser calculador.


Extrajo un cigarro y lo encendió, y así, fumando tranquilamente abandonó la fiesta.


Apenas pasaba de media noche cuando Vladimir hizo un par de llamadas afuera del casino. Dio la última calada a su segundo cigarrillo y antes de lanzarlo hacia el asfalto patrullas de policías arribaron con urgencia; los uniformados se adentraron al lugar y se tomaron buen tiempo en registrarlo por completo. Encontraron drogas, legales e ilegales, y menores de edad. La fiesta se terminó en su pleno apogeo.   


Andrei salió indignado, sin playera y con el pantalón a medio abrochar. Rebatía con uno de los policías pero apenas vio el coche oscuro esperándole en la puerta con el motor en marcha supo que nada tenía sentido, pues el contacto que presumía había sido el causante de su fiesta fallida. Se metió al auto, azotando la puerta, se preparaba para reclamar airadamente pero el moreno lo calló con un bofetón que hizo rebotar su cabeza en el cristal de la ventana. Andrei comenzó a llorar, sobándose el pómulo colorado.


—¿Interrumpí tu celebración, putito asqueroso? Espera que lleguemos al departamento…  


—¡Era mi despedida, no tenías derecho!


A Vladimir no le pareció una justificación; ni siquiera simulaba serlo. Un volcán hizo erupción en sus entrañas.


—¡¿Que no tenía derecho?! ¡Yo pagué por esa puta fiesta!


Andrei soltó un gemido desesperado, se retorció en el asiento y tronó los nudillos contra una de las rejillas del aire acondicionado.


—¡Me echas en cara todo lo que me das! ¡Cuento las horas para largarme a Moscú! No sabes… las ganas que tengo de irme de aquí, de alejarme de ti. Te detesto, hijo de puta. —Lloró con rabia; Vladimir se limitó a mirarle de soslayo fríamente. Andrei no quería sentirlo tan tranquilo, quería hacerlo enfurecer, empatarlo a su estado actual—, ¿y sabes qué haré antes de irme? Voy a cogerme a cualquiera que me pase por enfrente. Voy a cogerme a Stepán y a todo su jodido equipo de hockey, ¡me cogería hasta a tu padre si estuviera vivo, y a tu hermano muerto, también dejaría que me la metiera!


Jadeó ahogado, al instante sabiendo el límite invisible que había sobrepasado. Vladimir comprimió el volante y hundió el pie en el acelerador. Llegaron demasiado rápido al departamento. 120 kilómetros por hora en un serie 6 se sentía abrumador en la ciudad; no se atrevió a quejarse. El moreno salió enérgico, había rabia en sus movimientos, Andrei lo notó y se hizo pequeño en el asiento, su puerta se abrió y Vladimir lo sacó a la fuerza, zarandeándole en el recorrido.   


El tema de su hermano se trataba con pinzas. Vladimir nunca lo superaría, Andrei lo advertía cada vez que le abría una herida. No se sorprendió cuando descubrió la mirada dilatada, siniestra, como endemoniada, penetrando sus pensamientos. Lo arrojó en el saloncito donde innumerables veces compartieron sus días entre risas y gritos; peleas y sexo. Donde se hicieron promesas que muchas veces quebraron. El lugar era acogedor con una sala mullida siempre cálida por el fuego de una chimenea que esa noche Vladimir se encargó de avivar. Andrei lo observó desde el piso alfombrado, sorbiéndose la nariz.


—Ahorra tus lágrimas, las vas a necesitar.


El fuego crepitó y Andrei lo miró con terror. Había estado furioso. Lo había hecho porque estaba furioso, ¿acaso Vladimir no sospechaba? El segundo bebé nació días atrás y el moreno había desaparecido por noches enteras sabiendo el poco tiempo que le restaba en Kiev, que Bolshoi le esperaba pronto y que él lo necesitaba más que a nadie. En un momento crucial había preferido a Katrina y al nuevo bastardito. Ese pensamiento le torturaba el cerebro; lo ponía de pésimo humor.


Vladimir se aproximó. Había cogido un paquete cubierto de plástico. Flexionó las rodillas y acarició la mejilla pálida de Andrei.


—Moscú… —susurró lastimero; giró el cuello, observando el fuego crecer.


—Bolshoi…—agregó en forma de lamento. Andrei no comprendió cuando lanzó el paquete al fuego y luego volvió la mirada.


Ya no había nada siniestro en él.


Pensó besarlo y disculparse; confesarle el miedo que tenía de perderlo con la distancia. Katrina siempre tendría el lazo de sus hijos, ¿pero qué tenía él?


—Todo eso se acabó para ti, sólo que aún no lo sabes.


La voz ronca de Vladimir derrumbó sus intenciones de un zarpazo. El fuego chirrió derritiendo el plástico y a su vez exigiendo la atención de Andrei.


Siguió el susurro incitador y lo vio.


Un folder amarillo consumiéndose entre lenguas doradas, emitiendo humo negro y olor a papel chamuscado. Un folder que resultaba demasiado familiar. Andrei se rehusó a creer, Vladimir tenía límites, él mismo pensaba conocerlos. Le miró suplicante, esperando que su expresión revelara lo equivocado de sus figuraciones. Pero Vladimir proyectaba la misma experiencia de mirar un pozo de agua a la medianoche: silente. Misterioso. Casi tenebroso. Andrei no podía penetrar aquella careta.


No. No tenía límites.


No los conocía. Así que sin pensarlo mucho se precipitó hacia la chimenea; los brazos de Vladimir le sujetaron de la cintura a tiempo, impidiendo que hurgara dentro del fuego. Andrei guerreó, peleó sin tregua: arañando, tirando del cabello, gritando y retorciéndose como una babosa en un charco salado.


—¡¿No es lo que creo, verdad?! Yo lo dejé en el buzón hace tres días. ¡No puede ser cierto! ¡No puedes hacerme esto!


Andrei lo miró con odio, tirando patadas a la nada. El agarre no menguó ni un poco en fuerza. Bien, estaba provisto. Andrei iba a odiarle incluso más. Le soltó hasta que no hubo nada que recuperar. Hasta que el papel se volvió ceniza.


—¿Crees que esto va a detenerme? Hablaré con el director, le explicaré personalmente. Esos documentos… Vladimir, no voy a perdonarte nunca.


El aludido rió desfachatado. Se irguió y desabotonó su saco.


—Lo sé. Pero aún puedes escoger. Hay tiempo, Andrei. Bolshoi… o yo.


Andrei se entristeció porque si lo ponía así, tan definitivo, seguía prefiriendo el ballet. Se acercó y su andar apesadumbrado contagió a Vladimir.


—Yo te amo tanto, pero si me pones a elegir la respuesta no te va a gustar.


Se distanció del pelirrojo sin parecer herido o derrotado. Encogió los hombros en una postura displicente.


—Quería darte la ilusión de que tenías libertad de elección.


Andrei abrió la boca mas no brotaron palabras que explicaran su turbación.


—He estado pensando… todo este tiempo, Andrei… tratando de encontrar la manera, la mejor manera… para evitar que me detestes por lo que pienso hacerte. Pero, ¿sabes qué?, no la hay. Si vas a odiarme entonces hagamos esto memorable. Tan memorable que no recordarás nada más que este momento.


Había algo turbio en aquella mirada color jade. Algo que le hizo sentir como si la Muerte respirara en su nuca, acariciando con la gélida falange el contorno de su mejilla.


Vladimir recogió el borde de su saco en un movimiento natural pero intencionado, revelando un arma enfundada; la culata negra y corta sobresalía de su costado y cuando la extrajo el fuego de la chimenea centelló sobre su superficie. Andrei la observó con detalle, el pulso acelerado latiendo en la yugular con potencia.


—¿Qué… qué significa esto?


Vladimir le apuntó y Andrei pensó que iba a matarle. No estaba siendo dramático, ¿quién puede serlo cuando un arma de fuego amenazaba con perforarte el rostro? Vladimir solía decir que las armas eran para ser usadas, no para amedrentar.


Si apuntas, dispara. Recordó Andrei. Nadie va a respetarte si no te atreves a jalar el gatillo. Le dijo una vez, cuando le enseñaba en un campo de tiro; el recuerdo le provocó una arcada. Estuvo a nada de devolver todo el alcohol ingerido.


De verdad él… ¿dispararía?


Pero Vladimir le ignoró, absorto en la lamentable acción de apuntarle a una persona querida. Sudaba demasiado, su traje azul índigo se había vuelto negro de las axilas y el pecho. Giró el arma como apuntan los gánsters y luego volvió a enderezarla. Andrei, paralizado, alternó la visión entre el cañón y la mirada determinada de su amante. Determinada pero culpable. Los ojos vidriosos dejaban claro lo poco disfrutable que resultaba aquella situación.  


—Fue un error haberte dado esa carta— A Andrei le costó unos segundos darse cuenta que hablaba de la carta de aceptación del Bolshoi. —O quizá no. Los meses que le siguieron fueron los mejores que he compartido a tu lado. Estabas tan estable y feliz. Tan dócil y apasionado. Pero yo sabía que esa felicidad tenía tiempo de caducidad.


No iba a matarle. Andrei lo intuyó cuando inclinó el brazo y la puntería cambió hacia sus piernas, pero si le hubiese dado a elegir, habría preferido que acabara con su vida.   


—Dime, ¿cómo se baila en Bolshoi con las piernas atravesadas por plomo y acero?


No pudo suplicar usando sus dotes de persuasión para evitar la tragedia. Los disparos certeros en cada extremidad le robaron esa oportunidad.  Andrei apretó los ojos, aturdido por los estallidos. No sintió nada. Por un momento dudó que las balas hubiesen sido reales. Abrió los ojos y agachó la cabeza: la mezclilla azul de su pantalón estaba agujereada y manchas carmesí comenzaban a expandirse como gotas de tinta al caer en agua.


Sus rodillas se doblaron cayendo de hinojos en la alfombra, incapaz de sostener la inaudita traición. Observó a Vladimir erguido con el arma todavía apuntándole, un leve temblor sacudía su mano. ¿Por qué? Quiso preguntarle, aunque sabía que ninguna explicación valía.


Los sueños resultaban crueles al mantenerte siempre expectante. Eran los ejes de una rueda que giraba sobre el camino despeñado de la vida. Una constante con dos posibilidades: el triunfo o el fracaso. Todo o nada. A veces se vislumbraban claros, tan cercanos que Andrei tenía la impresión de atraparlos si extendía el brazo. Pero la mayor parte del tiempo figuraban como imposibles, tan inaccesibles que rendirse parecía lo lógico. Ambos finales se turnaban en su cabeza, girando, girando. Iluminando y oscureciendo. Ahora, uno había ganado.


No lloró. No reclamó. La oscuridad vino y él se dejó arrastrar sin poner resistencia.


Murió un sueño. Su sueño. Y él nunca volvió a ser el mismo.


 


El fuego ardía, pero no era aquel fuego de sus memorias. Vladimir estaba solo, sujetando la vieja mochila de Andrei, recordando la noche donde se volvió un ladrón de sueños. Podrías ser un excelente maestro, le dijo luego del ataque en tono conciliador. Andrei todavía estaba encamado, recuperándose de las lesiones. Yo mismo me encargaré de construirte la mejor escuela de Kiev. Como respuesta obtuvo un escupitajo en pleno rostro. Su presencia no le hacía bien y los médicos sugirieron que interrumpiera las visitas. Vladimir había accedido y sólo se acercaba por las madrugadas, cuando Andrei dormía con la ayuda de medicamentos. Sostenía su mano y lloraba, pero no eran lágrimas de arrepentimiento.


Andrei nunca lo supo y así estaba bien.


La mochila roja entre sus manos era lo único que había recuperado de él, la misma que había dejado atrás, en el departamento de Boris. Sus papeles, incluyendo su pasaporte estaban allí. Lo abrió: el rostro adolescente le devolvió una mirada pícara. Lo anheló. Quería verlo, abrazarlo, volver a besarlo. Sabía dónde vivía y quién vivía con él. El ruso cara rajada no sería impedimento.


Volverían a Kiev y poco a poco las cosas irían bien. Tenía que pensar que todo mejoraría o perdería la cabeza. Cogió su celular y escribió un mensaje de texto.


 


Tú ganas, Katrina. Regresemos a casa.


 


2


 


—¿Cómo conociste a papá?


Nina observó a su hija a través del espejo. Mismos ojos, grises como el mercurio, pero diferente en el mirar, más semejante a Roman. Sonrió de lado, terminando de aplicar el rubor en los pómulos.


—Ya conoces la historia. ¿Cuántas veces te la he contado, mi amor? Creo que ya perdí la cuenta.


—Lo sé, pero en cada vez hay algo nuevo. Quiero saber cada detalle, mami. ¡Anda, cuéntala otra vez!


Evitó la mirada ilusionada de su pequeña fingiendo que buscaba algo en el interior de  la cosmetiquera. No sabía si podría ser capaz de memorar aquellos tiempos sin que la voz se le quebrara. Sus ojos ya se habían nublado para su mayor bochorno. ¿Desde cuándo estaba tan sensible a esos temas? Apartó el neceser y se giró, dotada de un sentimiento de fortaleza embebido en rabia hacia sí misma, por permitirse ser tan débil. No era la actitud correcta para enfrentar lo que se avecinaba.


—Te diré algo que no sabes, Lena. —Susurró, dominando el temblor en su mandíbula —Cuando conocí a tu padre, él estaba muriendo. Había sido herido en la pierna, una herida sin mucha complicación. Sin embargo tu padre no tuvo los cuidados necesarios y se infectó. Lo llevaron al hospital donde yo hacía mi servicio social.  Ardía en fiebre, hablaba incoherencias y temblaba como si hubiese sido rescatado desnudo de Siberia. Estaba tan enfermo y aun así cogió mi mano y me miró, sufriendo al tratar de enfocarme. Me llamó ángel. Me dijo: eres tan bonita, ángel. Me casaría contigo ahora mismo. ¿Tú te casarías conmigo? Luego, se desvaneció.


Lena quiso sonreír pero el semblante entristecido de su madre no se lo permitió.  


—Desde entonces curé sus heridas. A veces aparecía en el hospital con simples rasguños, esperando horas para ser atendido por mí. Sabía mi nombre pero continuaba llamándome ángel. Y yo… me enamoré de él la tercera vez que me dijo así.         


Había sido en la cama, mientras hacían el amor por primera vez. Aunque Lena no tenía por qué saberlo.


—Hace tanto tiempo… que no lo he escuchado más. Y mi nombre suena tan frío cuando brota de sus labios. 


Se acercó a Lena, que lucía confundida y un tanto afligida.  


—Te prometo, mi niña, que volveremos a ser una familia unida. Este será el último trabajo de papá fuera de casa. El último. Él me lo ha prometido… no, lo ha jurado. ¿Y qué te ha dicho papá acerca de los juramentos?


—Que son inquebrantables porque lo más valioso que tenemos es nuestra palabra.


—Así es. Tu padre es especial, ¿lo sabes, verdad? Ya no abundan hombres como él. También hizo un juramento conmigo, hace más de diez años en la catedral de un Dios del que renegó. Prometió amarme y respetarme. Aún me aferro a esos votos, Lena.


—Papi te ama, me lo ha dicho cientos de veces.


—Lo sé, mi amor. No dudo de él. ¿Te quedarás aquí hasta que yo vuelva?


—Lo haré.


Nina besó su frente helada, otra característica que compartía con su padre. Roman siempre estaba frío, solía hacer chistes sobre ello; somos hijos del invierno, decía con orgullo, una vez Orel le escuchó: ¿sabes lo que una meada le hace a la nieve? Ellos nunca se llevaron bien pero habían aprendido a tolerarse por un bien mayor.


—No tardaré, preciosa.


Se ajustó el cintillo de la  gabardina y salió del hotel con bolsa en mano. Afuera, el cielo borrascoso le incitó a darse prisa, cogió un taxi y se marchó hacia una dirección en particular. Se arregló el cabello en el camino, también el labial. Las manos le temblaban como en su primera cita con Roman y pensó, mientras observaba la lluvia caer en la ciudad que le estaba arrebatando a su esposo, si acaso estaba haciendo lo correcto.


No dudaba de Roman, pero sí de las circunstancias que lo rodeaban. Londres era una ciudad de tentaciones y su esposo se alejaba de ella con cada día transcurrido. Así llevaban más de dos años. Podía sentir su frialdad mientras lloraba por su indiferencia: lo perdería si volvía a Newcastle con las manos vacías.


¿Se enfadará? Se preguntó inevitablemente, cuando el complejo de departamentos cogió forma en la distancia. Días atrás se había arriesgado a seguirle hasta localizar su guarida. No fue nada complicado y eso le había traído zozobra, pues su vulnerabilidad nunca fue más clara.


O quizá la subestimaba, tenía razones para ello, Nina no solía darle la contraria. ¿Y cómo, la perfecta esposa abnegada se iba a rehusar a tomar el avión de vuelta a casa, tras haber recibido una orden directa de su esposo el policía? Cuando Roman creyó que su decisión había sido aceptada, Nina ya le seguía el rastro con el sigilo que de él bien había aprendido.


Arribó. Cerró los ojos, crispando el puño en la manija interior del taxi.


¿Qué es lo que haces en Londres, Roman? Dina está muerta. Tu hija no, yo no. ¿Por qué te aferras en buscar venganza para los muertos?


Salió del auto y caminó hasta el lobby del complejo. El guardia le miró alertado por el sonido de sus tacones altos. Extendió una sonrisa cordial.


—Buenas noches, señorita.


Nina no pasó por alto el fugaz escrutinio sobre su figura, especialmente en sus piernas desnudas. Le devolvió la sonrisa, más pronunciada de lo necesario.


—¿Qué tal, oficial? —Saludó, acentuando su ocupación con el mismo respeto que mereciere uno a cargo de hacer cumplir la ley. La postura del hombre cambió, como si una sencilla palabra le inyectara de ínfulas. —Busco al señor Denísov, pero he olvidado el número de apartamento.    


—¿Denísov? No me suena familiar, permítame un momento.


Tecleó el apellido en la computadora. Nina aprovechó para observar el lugar, encontrándolo elegante al momento.


—Debe haber un error, no hay nadie registrado con ese apellido, señorita.


Nina frunció el entrecejo. Su esposo era un agente de la FSB, debía haberse prevenido, era obvio que Roman usaba un nombre falso.


¿Quién eres aquí? ¿Qué eres? 


—Intente con Roman, por favor.


El hombre dudó pero Nina se acercó hasta apoyarse en el recibidor, lo miró directo a los ojos y su sonrisa espléndida lo dejó sin argumentos.


—Emm… sí, veamos.


Esta vez Nina no despegó la vista del hombre. Lo vio cabecear de lado a lado.


—Esto es muy extraño, —aparentó desconcierto, se frotó la barbilla apresurándose a pensar en una mejor excusa. —Quizá escuché mal su nombre. Pero él es un hombre peculiar, seguro lo ubica de vista: alto, blanco…no,  pálido, sí, pálido le sienta mejor, cabello muy corto, de complexión robusta.


El guardia enarcó una ceja. El encanto estaba terminando.


—Es una descripción muy vaga. Además, señorita, mi trabajo me prohíbe dar información de los arrendatarios. Lo siento.


Nina se mordió los labios, angustiada. ¿Así terminaría su plan, sin siquiera haber iniciado?


—Tiene una cicatriz que le atraviesa medio rostro. Es importante, por favor.


Lo conocía. La velocidad con que volvió a mirarla lo delató. Nina suspiró aliviada.


—¿Cuál es el motivo de su visita? —Inquirió en tono profesional. Nina se acomodó el cuello de su elegante gabardina para mantener las manos ocupadas y evitar evidenciar su nerviosismo.


—Me contrató.


—¿La contrató? —El mohín incrédulo deformó la curva gentil en sus labios. No lo culpaba, de verdad se escuchaba poco convincente.  


—Así es. —Corrigió su postura dubitativa: alzó la barbilla con firmeza, segura de sí, como si sus sospechas comenzaran a indignarle. Tan lejos de la verdad que latía en su corazón. —Esto es vergonzoso, ¿acaso necesito decirle que soy… trabajadora sexual?


El guardia se sonrojó; tartamudeó una disculpa a medias. Las cosas que decimos por amor, se consoló a sí misma Nina.


—¿Y bien? Voy retrasada, oficial. —Apuntó a la computadora con la mirada pero el centinela negó en un ademán efusivo.


—No es necesario, conozco bien al señor Grozny, del apartamento 81.


—¿Grozny? —Nina no reconoció su propia voz, se extravió en sus pensamientos como quien intenta con esmero recordar un sueño perturbador. En Grozni había nacido Roman, allí le habían arrebatado todo lo que le era querido. ¿Por qué había decidido tomar como alias el nombre de su ciudad? Era una pregunta fácil de responder: por Dina. Por una venganza que no tendría final. Porque el pasado aún lo gobernaba. Un pasado que Nina apenas conocía. —Sí, Grozny, creo que en una parte de nuestra conversación él lo mencionó.


Sonrió a prisa. Sonrió extenuada. La risa burlona del vigía le regresó a tierra forzosamente.


—Es curioso, disculpe. —Compuso el rostro, tratando de volver a la formalidad pero ya costándole. —El señor Grozny vive con un jovencito… yo pensaba, ¿sabe? Ya sabe… es lógico pensar eso cuando dos hombres viven juntos, más aún cuando hay una importante diferencia de edad.  


Nina se negó a comprender. La saliva le supo amarga.


—¿Pensar qué?


—Es obvio, ¿no? Que son pareja.


Soltó una carcajada seca. Le pareció un escenario ridículo.


—Está equivocado, él es…


Mi esposo, le habría gustado decirle pero estaba lejos de toda posibilidad.


—Él no… no es así.


—Sólo decía que esa era mi percepción. De cualquier modo el señor Grozny no se encuentra, salió hace un par de horas.


Nina observó la hora en su reloj de manecillas: pasaban de las once de la noche. Una metralla de preguntas se dispararon en su mente.  


—Gracias, aun así lo esperaré. —Se alejó a una sala sin aguardar por respuesta. El guardia ya no le resultó tan promedio y ordinario, se encontró mirándolo con expresión antipática, ¿cómo era posible que lanzara tales aseveraciones a la ligera? Si su esposo vivía con un jovencito se le ocurrían muchos motivos pero en ninguno de ellos se atrevería a pensar que pudiere engañarla con el chico. Era irrisorio, carecía de sentido común. Román nunca le dio razones para dudar de su sexualidad.


Debía tratarse de un compañero de trabajo, quizá otro agente encubierto. Aunque Roman nunca lo había mencionado. Bufó por debajo, ¿y acaso era algo extraño?, él jamás le compartía datos de su vida laboral. Era tan reservado en ese aspecto como en su pasado. A veces Nina tenía la impresión de haberse casado con un desconocido; tal vez ese ignoto era Grozny, el checheno de corazón doliente que solía tomar riesgos innecesarios para atraer a la muerte.


Cogió el celular. Lena le miraba con una preciosa sonrisa desde la pantalla. Besó el teléfono sin darse cuenta.


 


Lena… hay algo que omití en mi historia. Tal vez cuando seas mayor me atreva a compartírtela. Es verdad que cuando conocí a tu padre él estaba muriendo, sin embargo no era la infección lo que le consumía la vida sino el odio. Yo hice lo que pude para tratar de rescatarlo. Incluso le puse un ultimátum: la FSB… o yo. Él escogió, Lena. Me dejó. Íbamos a casarnos y decidió seguir sin mí. Yo le juré que nunca volvería a condicionarlo y con esta promesa él volvió. Tu tío nunca me lo perdonó, creo que esa fue la razón por la que no asistió a la boda. Nos casamos pero él seguía muriendo, Lena. Yo no era suficiente. Aceptaba las misiones más locas, volvía a casa con heridas temerarias. Un día apenas libró un atentado. Sabía que una noche tocarían a la puerta y me dirían que se había ido para siempre.


Así que me embaracé a propósito.


Llegaste tú y me sentí celosa, lo admito. El cambio fue radical. Sólo necesitó mirarte para renacer. Tú sí lograste lo que yo no, Lena. Lo salvaste. Ahora que te acercas a la edad de Dina se ha replanteado nuestro futuro, creo que es porque teme volver a perderlo todo, pero otra vez ha sido por ti. Este es su último servicio. Ha sellado un juramento bajo tu nombre. Así he sabido que lo estoy perdiendo. ¿O es que alguna vez lo tuve?


Lena… tengo miedo, creo que tu padre ya no me ama. Por eso estoy aquí, por eso hay una botella de su vino favorito en mi bolsa y bajo esta gabardina un atuendo que compré pensando en él. Suena patético, ni siquiera me atrevo a dar voz a mis planes de mujer desesperada, mi yo del pasado se sentiría profundamente decepcionada. ¿Pero qué puedo hacer? No me puedo rendir, no lo puedo perder.


Me aferraré, Lena. Mientras él me lo permita. Es tu padre, es mi esposo, y no estoy dispuesta a dejarlo ir.             


 


3


 


Andrei no entendía por qué Grozny lo había citado en aquel domicilio. Verificó la ubicación en su celular pero no había error. Las calles estaban desiertas y la brisa comenzaba a parecer lluvia. El silencio reinaba y también la oscuridad. Justo cuando pensaba llamarle por teléfono una puerta se abrió a escasos metros. Andrei se volvió para mirar a Grozny saliendo en un halo de luz que lo hacía ver más alto de lo que ya era. Andrei caminó hacia él sin darse cuenta. Lo abrazó y se fundieron en un beso corto y apasionado.


—Adelante. —Interrumpió Grozny la caricia. Andrei entró y la puerta se cerró tras él.


—¿Qué es este lugar? —Preguntó observando el amplio pasillo. Grozny tomó la delantera.


—Ya verás.


Andrei lo siguió confiado. Le sorprendió percatarse que sus pasos hacían más eco que los de Grozny, siendo él de pies ligeros. Observó la espalda ancha cubierta en una camisa sencilla que delineaba los músculos al caminar; se perdió en la ondulación del cuerpo robusto hasta que aminoró la marcha y le invitó a ponerse a la par.  En el trayecto se percató que caminaban en dirección contraria a una salida de emergencia y que una persona los esperaba al final del corredor.


 


Alcanzaron al desconocido y éste entregó al moreno un mando a distancia, además de un manojo de llaves. Se despidió de ambos tocándose la sien con dos dedos en modo militar. El intercambio silencioso intrigó más a Andrei pero la expresión de Grozny vaticinaba que no cedería a sus cuestionamientos.


—Haz los honores, por favor.


Apuntó hacia las puertas pendulares. Atrás de ellas se encontraba la respuesta a tanto misterio. Andrei dudó, temeroso, pero la sonrisa cálida de Grozny lo reconfortó. No podía tratarse de algo malo si sonreía de aquella manera.


Se abrió paso.


Un cúmulo de sensaciones floreció desde la punta de sus pies hasta la coronilla. Pudo sentir cada vello de su piel erizándose junto a una ardiente necesidad de soltar el llanto. Grozny lo abrazó por detrás, le besó la oreja y el cuello.


—¿Te gusta mi sorpresa, Andrei?


Era un teatro precioso. Pequeño, de escenario rectangular y patio de butacas bien espaciado. Tenía decoración infantil, por lo que Andrei dedujo debía pertenecer a alguna escuela de la zona. ¿Hacía cuánto tiempo no pisaba un teatro de cualquier índole? Mucho. Muchísimo. Lo encontraba extraño, ajeno. Y no sabía si esto le hacía bien o mal, era… simplemente raro.  


—Anoche prometiste que bailarías para mí así que me apresuré a hacer mi parte. León volverá pronto y quizá no tengamos más tiempo. Vienen tiempos difíciles, Andrei.


Asintió cerrando los ojos. Recargó su nuca en el pecho de Grozny y se dejó vencer por el momento: ojalá pudiese detener el tiempo y quedarse justo así, rodeado por los brazos cálidos, embriagado con su aroma. Se sentía protegido, incluso querido. ¿Era así o sólo se trataban de figuraciones suyas?


Katsap… ¿por qué lo pones tan difícil?


—Tengo algo más para ti.


Se alejó de su lado, caminó hacia una butaca y cogió una caja que estaba encima. Andrei no necesitaba de abrirla para saber su contenido, pues conocía la marca de zapatillas que estaba impresa en la tapa: las mejores en su tipo; media punta, de cuero suave y resistente. Las había tenido por montones pero las más viejas siempre fueron sus favoritas.


Bajó los párpados y paralizando la mirada evitó que las lágrimas le rebasaran.


—No puedo hacerlo, lo siento. No puedo…


Grozny volvió a su lado dejando el obsequio a sus espaldas. Cogió el rostro entre sus manos y acarició las mejillas con sus pulgares. Andrei le miró con el semblante más triste: los ojos vidriosos y la boca apretada, apenas conteniendo su pena. ¿Cómo podía reflejarse aquella expresión desolada en una cara tan joven?


—¿Nunca bailaste ballet de nuevo?


Andrei negó con la cabeza.


—¿Ni siquiera en tus ratos libres?


Negó por segunda ocasión.


Entonces Grozny dimensionó por vez primera el daño psicológico que Vladimir había hecho en la hermosa cabeza pelirroja. La rabia encendió su torrente sanguíneo y lo recorrió con la celeridad de un relámpago en el firmamento. No sólo lo había despojado de su talento artístico, también le arrebató la seguridad en sí mismo. Lo volvió un ser temeroso para que siempre dependiera de él.


Vaya pedazo de porquería, ese hombre… un abusador. Vladimir Fesenko se ganó a pulso su profunda animadversión, digna de la que siempre le despertaba cualquier Vor. Unió invisiblemente las pecas en un roce delicado y le observó con el ceño arrugado, brillando en sus irises la más pura determinación.   


—No volverá a tocarte, Andrei. Te lo juro. Lo mataré antes de que lo intente siquiera.


Y aunque Andrei no confiaba en los juramentos de los hombres le resultó imposible no creer en él. No se juzgó a sí mismo insulso, nadie podía culparlo. ¿Cómo no caer bajo el encanto de su promesa? Tenía el coraje de un juez ofreciéndole justicia. Y Andrei… estaba sediento de equilibrar la balanza de la Dama vendada.


—Ahora te montarás en el escenario, te pondrás las zapatillas y bailarás, porque si no lo haces él estará ganando. Mói paren… quítale ese poder que tiene sobre ti.


Grozny no lo sabía pero había dicho la frase mágica. Andrei se derretía cuando le hablaba en posesivo. Sintió como si un escudo protector lo rodeara, capaz de todo, incluso de vencer su terror. Accedió, besando a Grozny antes de coger la caja y lanzarse al escenario. Vio al moreno escoger la primera fila, sentándose en la butaca del centro.


Andrei destapó la caja y suspiró con pesadez. Las zapatillas negras y elegantes dominaron todo su cuadro de visión. El olor a cuero nuevo lo abrumó por un segundo pero ya resuelto se animó a sujetar una; el tacto fue familiar, largamente añorado, la dobló a la mitad, moldeándole como antaño. Hizo lo mismo con la otra, todo bajo la mirada intensa de Roman.


Sin pretenderlo recordó a Vladimir. Él lo había descubierto así: doblando las viejas zapatillas en el patio de su casa, sólo habían cruzado miradas porque Katrina apareció y lo apartó de su lado. En ese entonces estaba lejos de conocer el dolor de una traición, era un niño con sueños de grandeza acompañados de una determinación férrea.


El tiempo había pasado; ya no era Vladimir quien lo observaba desde la platea, en su lugar estaba Grozny.


Se calzó las zapatillas, el suelo frío echando raíces imaginarias entre sus piernas. Se quedó sentado allí, sin poder levantarse. Miró sus piernas largas enfundadas en mallas de entrenamiento; ¿podría ser capaz de bailar una rutina?


—Vamos, Andrei.


La voz de Grozny retumbó sonora, Andrei percibió su entusiasmo como una flecha atravesándole el pecho y, de punta hueca, le inyectó el coraje que le era necesario. Sí podría, desde luego. Era sólo un baile.


Se levantó. La sensación cálida de las zapatillas apretándole los pies le robó una sonrisa nerviosa. Descansó los párpados y caminó sobre la superficie abrillantada; la sintió deslizarse bajo las plantas de sus pies como una caricia. Estiró un poco los músculos y probó un par de posiciones que hacía años ni se le ocurrían. Brotó una risilla sincera cuando las dominó al segundo intento.


—Será un desastre, pero estoy listo.


Grozny ladeó una sonrisa.


La iluminación bajó gradual, concentrándose serena sobre el escenario, pálida y elegante como haz lunar bañó la silueta de Andrei. A la par, una melodía inundó el teatro. Andrei la sintió con la fuerza de un maremoto y quiso llorar por segunda vez. El piano de una canción muy familiar resbaló sobre sí, y tambaleante, observó a Grozny, su único público. Había cumplido su promesa. Y Andrei tenía que saldar la suya. Bailó bésame mucho con la sensibilidad que el checheno no conocía, como si se abriera pétalo a pétalo, mostrando colores y formas nunca antes atestiguadas.


Roman no era un hombre refinado, que tendiera al arte. Había crecido en los suburbios de un país en crisis, con la necesidad de trabajar en lo sombrío para tener comida en la mesa y sin tiempo de explorar más allá de lo que se le ofrecía. Y su patria sólo ofrecía muerte y violencia. ¿Qué lugar tenía el arte en donde imperaba la ley del más fuerte?


Descubrió en Andrei una experiencia en particular de sus años buenos, cuando sus ojos conocieron el mar y sus pies se hundieron en arena invernal. La gracia de las olas yendo y viniendo impresa en los movimientos de Andrei le recordó la playa gris de Grozni. Tristemente, Andrei era justo como lo que quedaba de ese mar. Un mar de ruinas y nieve. Bello en la tragedia.    


Aborreció  a Vladimir, pues si Andrei danzaba con la gracia de la naturaleza, y su pálido destello era suficiente para silenciar la mente de un hombre insensibilizado, no adivinaba cómo habría sido cuando brillaba como un sol.


Andrei terminó su baile. Grozny no aplaudió,  por el contrario, caminó hacia él atraído por una fuerza que no le interesaba aplacar.


—Estuve horrible. —Grozny le acarició los labios como si buscara hacer regresar esas palabras. Como si fuera un crimen escucharlas.  


—Lo único horrible es lo que acabas de decir. Fue muy emotivo— susurró, llenándose los pulmones de la esencia natural de Andrei.


—Se sintió… liberador.— Agitado, escondió la mirada con timidez impropia.


—No sólo bailaste para mí, también lo hiciste para ti.


Roman lo rodeó con sus brazos; hundió la nariz en la coronilla húmeda y aspiró ansioso. Andrei saboreó la paz entre ambos, el contacto reconfortante lo relajó hasta adormecerlo. Ningún recuerdo martirizaba a nadie. Su abrazo perduró pues el tiempo era suyo como suyo era aquel momento.   


 —¿Sabes qué es lo que sucede cuando un hombre se cansa de luchar contra lo inevitable?


Grozny se separó para observarlo; recorrió la línea de la mandíbula con su dorso. Andrei no supo qué decir, la mirada intensa engullía su raciocinio. 


—El hombre emerge.


  


 


     


 

Notas finales:

Gracias por la paciencia :) respondiendo comentarios... 


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