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Neverland por Jahee

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XIV

 

Cicatrices

 

La estancia estaba en penumbras a excepción de la cálida luz que emergía tímida desde una lámpara de piso. Él estaba recostado en el diván, con medio rostro oculto en la negrura y de expresión ausente; de carne presente pero divagando en espíritu. Le inquietaba la luz y era requisito que las cortinas se cerraran para que sus labios pudieran abrirse. La oscuridad lo acogía entonces y él se sentía más cómodo hablando bajo su abrigo.

—Háblame acerca de tus pesadillas, Andrei.

Era la hora en que debía sincerarse frente a una desconocida que no le inspiraba confianza. Detrás de su silla empoderada y de su careta profesional sabía quién movía los hilos realmente.

—No tengo pesadillas, Olga.

—Vladimir me ha informado lo contrario: te despiertas abruptamente por las madrugadas, agitado y sudando frío, y te es imposible volver a conciliar el sueño.

Andrei suspiró con malestar.

—Vladimir no comparte a menudo mi alcoba para asegurar que las pesadillas se repiten con regularidad. Todos tenemos sueños perturbadores de vez en cuando, ¿no es así?

Hizo rechinar el cuero del asiento con su pulgar, rehuyendo de la mirada penetrante de su terapeuta.

—Ciertamente. Háblame del más reciente.  

Parpadeó con pesadez, pues no le hacía gracia abrirse a la lacaya y permitirle el libre acceso a su mente, pero al ver su reloj sin disimulo supo que su hora de terapia aún distaba mucho de terminar. Cerró los ojos e inclinó la cabeza atrás, buscando la hebra dorada de su última y porfiada pesadilla.

Vino como una débil centella, apenas iluminando las entrañas umbrías de su memoria; luego cogió ardor e ímpetu y le hinchó de lucidez. Relató con cuidado, preguntándose por un momento si acaso estaría dando un arma invisible al enemigo sin saberlo.

—Caminaba sobre un puente de concreto. Viejo, abandonado. Olía a nieve fresca y me quemaba las plantas de los pies porque no llevaba zapatos. Bajo el puente corre un río, creo es el Dniéper, puedo reconocer sus aguas. Me llaman. El río llora, ¿puedes imaginarte un río llorando? Es un lamento que me encoge el corazón y me llena de angustia a la vez.

Tomó un respiro y recordó, con el entrecejo fruncido le nació una mueca amarga.

Veo el río desde el filo de la valla de seguridad, se ha vuelto púrpura y denso, un cauce de sangre. Entonces… de un segundo a otro, me arrojo desde el puente deslizándome como una pluma al vacío. Mi descenso nunca es frenado por el impacto pero el llanto del Dniéper permanece. Así despierto.

Abrió los ojos y se sintió mareado. El vértigo se discernió tan vívido que sólo se le ocurría pensar que había sido auténtico.

—El sonido de este llanto… ¿Cómo es? ¿Es humano?

—Por supuesto que no es humano. Es un río. No es cómo se escuche, Doctora, es cómo lo percibe mi corazón. Sé que llora, no sé de dónde me nace esa certeza pues su sonido es más parecido a un montón de hielo rajándose.

—Hielo rajándose. Interesante. ¿Como una avalancha?

—No… no como una avalancha.

—¿Un glaciar, quizá? Un glaciar desplomándose sobre aguas pardas.

—No lo sé. Nunca he atestiguado algo semejante. Hielo rajándose y punto.

Fue tajante. Observó la ventana y vio los copos de nieve cayendo como él caía en sueños, con parsimonia.  

—Si te arrojas de este puente en ruinas, ¿era tu intención suicidarte?

Andrei rió bajito, socarrón.

—No soy de ese tipo, ni siquiera en sueños.

—Por supuesto, por ello tu caída es interminable: nunca te arrojaste de ese puente, Andrei.

Andrei la miró mal. No se molestó en ocultarlo, ella bien sabía que no estaba ahí por gusto o elección.

—¿Refutas mi propio sueño?

—No es un sueño, tampoco una pesadilla. —Hizo una breve nota sobre su insufrible placa acrílica y volvió a enfocarle con el asomo de una media sonrisa. —Es un recuerdo.

 

De alguna manera Andrei lo sabía. Lo supo desde siempre. ¿Era pertinente arrojar luz donde su cerebro había considerado sabio ensombrecer? No estaba seguro, pero era peligroso. Un río lamentándose y teñido de sangre no presagiaba nada bueno. Sin embargo, desde que Londres se volvió su morada la pesadilla no lo atormentó más y ese era un claro mensaje de salud mental.

Contempló el amanecer desde la azotea de su edificio. El frío matutino escociéndole las mejillas, y la impávida metrópoli, indiferente a sus infortunios, cogiendo bullicio conforme los minutos transcurrían. Era triste pensar que aquella ciudad lo había cambiado tanto y, en cambio, si él la dejaba, Londres permanecería igual.

El plazo de Vladimir no se alargaría más de aquel día. La moneda había sido lanzada y giraba en el aire.

 

Vuelve antes de las siete, cocinaré algo especial.

Anunció más tarde, Grozny torció el cuello con la mano en la manija de la puerta, a punto de abandonar el departamento. Andrei observó sus ojos detenidamente, pues le darían la respuesta antes que su boca. Así supo leer que rechazaría su invitación.

Es… mi cumpleaños.

Veintidós años. memoró el moreno. Su voz emergiendo tibia, como derrotada. ¿Tinto o blanco?

La sonrisa de Andrei fue espléndida.

Pensé que a estas alturas ya lo sabrías: cerveza, por favor.

El fuego se encendió. La parrilla lista, con los tomates frescos, en su punto, reventándose bajo el calor. Sumergió almejas en un cazo de agua ardiente que abriéndose como capullos cambiaron de tonalidad y textura; cocinó camarones gigantes con ajo y pimientos, bañados en jugo de naranja. 

Cerca de él, su celular vibraba con insistencia.

—Espera un poco más, monedita. Gira. Gira.

La noche lo alcanzó cuando terminó de preparar la cena. Un baño rápido para lavar los olores impregnados de la cocina y una vestimenta sencilla. Peinó sus cabellos de manera discreta, oscureciéndolo con el fijador, y roció su perfume favorito sobre su cuerpo. Volvió al comedor en silencio y puso dos platos en la mesa. La cena estaba servida cuando llamaron a la puerta.

Andrei observó la hora en el reloj de pared y se dirigió a la entrada. Abrió justo cuando los golpes se hicieron más demandantes.  El rostro del otro lado era el que esperaba; se regocijó al ver los ojos rabiosos de Vladimir profundizados por ojeras púrpuras. Su mirada peligrosa, inyectada en sangre, refulgiendo bajo el umbral de la puerta.

—Sabía que no tenías límites; veo que tampoco sentido común. Buenas noches, Vladimir.

Entró sin invitación y oteó alrededor, al parecer en busca de un tercero.

—Estoy solo. Estamos solos. —Aclaró, cerrando la puerta. Rodeó al intruso y se encaminó hacia el comedor. Los pasos de Vladimir taconearon pesados tras de sí. —¿Quieres relajarte? No iré a ninguna parte sin una última cena. He cocinado toda la tarde un platillo especial, ¿vas a negarme ese gusto?

Pero Vladimir no respondió. Encontró la mesa elegante y percibió el peculiar aroma que flotaba en el ambiente. Así supo reconocer la cena sin antes verla, por el olor.

Suavizó su postura y buscó el contacto físico.

—¿Cocinaste para mí?

Andrei sintió la caricia sobre su hombro, ascendiendo por el cuello hasta posarse en su tibia mejilla. Se recargó contra la mano y cerró sus ojos con un dejo de zozobra.

—Es tu favorita, ¿no es así? Es un platillo romano y según leí, fue la última cena de Julio Cesar.

El roce se tensó. Andrei descubrió la mirada turbada, examinándole ansioso.

—No es coincidencia, supongo. —Reviró. Y la voz le nació genuinamente divertida. —¿Tanto te horrorizo? —Inspiró con fuerza, cerca del oído, notas de mandarina y pomelo. —Y sin embargo, soy lo único que te hace sentir vivo. Lo sabemos. Para mí es de la misma manera, Andrei. Naciste para mí y será así hasta el final. 

Andrei se separó dos pasos. Limpió el sudor de su frente con el dorso tembloroso.     

—Yo… traté de olvidar, de verdad lo intenté, pero no fui capaz. ¿Por qué, Vladimir? Dame una respuesta, te lo suplico.

El moreno expuso un gesto paternal que lució como una máscara. Tan ajeno que lejos de consolar, se discernió aterrador.       

—Quieres creer que hay una poderosa razón para haberte hecho lo que te hice. Necesitas creerlo porque aún me amas y eso te llena de rabia. Tal vez la haya… o tal vez no. Tal vez mi egoísmo sea el único motivo.

—Eso creía. Es la respuesta fácil, pero tú… no eres un hombre sencillo, así que debe haber más. ¿Vas a decírmelo o te irás en silencio?

Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se dedicó a observarlo con el tipo de superioridad que hermana la lástima.

—¿Cómo lo planeaste, eh? ¿Tienes una pistola guardada entre tus ropas? Sería realmente irónico. Justicia poética. ¿Quizá el mismo modelo de revolver que usé contra ti? ¿O tal vez has envenenado la cena?, la ponzoña es el arma de mujeres y maricones. Dime ya o la curiosidad me matará primero. ¿Cómo piensas hacerlo, Andrei?

Fue claro: extrajo la pequeña daga engarzada con rubíes, blandiéndola no amenazante sino timorato, como si la exhibiera por primera vez ante ojos juiciosos.

—Oh, ya veo. —Vladimir sonrió ampliamente. —Al menos no le será extraña a mi carne. —Bromeó con la templanza de ser un cazador. Porque el cazador es depredador y él fabricaba las trampas, no caía en ellas.

—Ríete lo que quieras, esta vez no tienes el control. Yo planee esto. Has sido muy predecible, Vladimir. Tanto como esperaba que lo fueras. Has venido hasta acá, a la guarida del lobo. ¿No esperarás salir justo como has entrado, cierto? No, no busques, no hay nada que encontrar. Te dije que estamos solos y no mentí. Grozny vendrá, no tarda en hacerlo, de hecho. Piensa que es mi cumpleaños… pero para mi cumpleaños aún falta un par de meses, ¿verdad? Le dije que prepararía una cena para que fuera puntual. Y en serio que es un hombre puntual.

Acarició el filo sin ejercer presión; sintió arder su pulgar y una gota de sangre, bermeja como las gemas en la base, discurrió por su palma.

—Para cuando llegue, sabrá lo siguiente: entraste sin registro, probablemente alertando al hombre de seguridad con tus desplantes hacia las reglas; allanaste y trataste de llevarme a la fuerza, puse resistencia y todo se torció.

—Me mataste.

—Tentador, lo admito.

Andrei bajó la barbilla, observando sus propias ropas impecables; el filo acerado de la daga avanzó con tersura sobre la camisa blanca, bordeando los botones y deteniéndose en el centro del abdomen. Vladimir lo contempló embelesado, y lo que pudo ser el preámbulo de un embrujo erótico, se derrumbó pronto cuando descubrió el propósito de Andrei.

—El blanco siempre fue mi favorito. El blanco honra el color de la sangre.

Vladimir se aproximó con precaución, extendiendo el brazo en un movimiento aletargado. Andrei no pudo ver sus vellos erizados, ni pudo sentir cómo contenía la respiración. Pero su mirada fue la misma de antaño, cuando haló el gatillo de su arma: había legítimo sufrimiento. No era la mirada de un verdugo, o desquiciado.

—¿Dolerá? Tú no te quejabas cuando yo te cortaba.

—Dame la daga, Andrei.

—No me veas así. Como si fuera un animal moribundo y estuvieras por hacerme un favor al rematarme. Así me observaste aquella vez; ¿cómo pudiste disparar tan firmemente mientras tus ojos se nublaban de compasión?

—No me enorgullece lo que hice; tampoco lo apruebo, pero si me preguntas si en algún momento me he arrepentido, temo decirte que no. Ahora, Andrei, dame la daga. No lo repetiré.

—¿Por qué? Tengo el arma y yo decido. Decido… deshacerme de ti.

Andrei giró el cuchillo y lo empuñó contra sí mismo; el miedo impregnado en sus facciones contrastó con la mano firme, sin sombra de duda, al desaparecer el cuchillo en su carne con desparpajo, como cera blanda cediendo ante la presión de un filo chillante hizo su camino entre sangre y músculos destrozados.

Y no emitió ni un solo quejido. 

Antes de abalanzarse a sujetarlo entre sus brazos, Vladimir congeló aquella imagen en su mente: Andrei observando su obra, con las manos suspendidas en torno al pomo sobresaliente y la sangre extendiéndose sobre la tela inmaculada. Tenía tanta razón, el blanco honraba el color de la sangre. Un color casi negro, que brotaba como si tuviera consciencia y buscara huir de su cuerpo. Le pareció contemplar una pintura de muerte, una Ofelia húmeda, no de agua sino escarlata.

Se colocó tras su espalda y le ofreció soporte en su pecho, así se deslizaron hasta el regazo del piso alfombrado. Andrei intentó sacarse la daga pero Vladimir lo impidió de un manotazo.

—Si la extraes, te mueres, y estoy seguro que no es ese tu deseo; serás un carnicero, pero uno inteligente.  

—Tienes que irte. Él llegará en cualquier momento y sabes lo que pasará.

Vladimir se arrancó la corbata y la utilizó como compresa.

—¿Esto también es parte de tu plan? ¿Hacerme ver aún más culpable al darme a la fuga? Me importa poco lo que suceda. No te abandonaré en estas condiciones, mocoso estúpido.

Llamó a una ambulancia mientras Andrei chirriaba los dientes, revolcándose de dolor.

—Dicen que debo mantenerte despierto. Así que hablemos mientras sea posible.

—La hoja… se siente como un carámbano. El frío… el frío me es familiar.

¿Podía el aire helado colarse por la abertura sanguinolenta? ¿O era acaso el frío de su pesadilla el que venía a atormentarle en debilidad?

Vladimir cubrió el cuerpo tembloroso con su americana. Nada en él evidenciaba nerviosismo; mantenía una expresión concentrada, en alerta, sí, pero sensata.

—No hables, te resta energía. Sólo mantente despierto escuchándome.

—Estoy condenado a no comprenderte jamás. Vladimir… se supone que me abandonarías malherido.

—Los supuestos nos han traído hasta aquí, mutilados y agonizantes; será diferente a partir de ahora. Te haré un precioso regalo, su contenido no te gustará en principio pero al tiempo lo apreciarás, pues la luz de la verdad no proyecta sombras.

—Estoy rodeado de sombras, se acercan tentativamente. Un día despertaré y todo será negro. ¿Es esa tu empresa? ¿Hundirme en la fosa para tenderme una mano salvadora? Mi héroe y verdugo. ¿No tienes miedo que la negrura consuma mi mente y te arrastre a la locura del abismo?   

—Míranos, ya caímos en él.

Andrei apretó los ojos, amortiguando un alarido de dolor al morder sus labios. Dejó caer la cabeza y los dedos fríos de Vladimir le apartaron los mechones empegotados de la frente. El ángulo visual desde aquella posición le provocó delirios; el techo del departamento fue tragado por un cielo negro y agitado; lo encontró encantador, había belleza en lo siniestro y ambas dualidades danzaban íntimamente vinculadas, como el ojo de un huracán, como la ola que crece titánica sobre las costas y lo domina todo. Como la sangre manando de una herida.

El frío lo inmovilizó, le congeló desde dentro, naciendo en sus entrañas y esparciéndose como brinicle: sutil pero letal. Entonces el rostro de Vladimir se asomó; un rostro más jovial. Sus lagrimales enrojecidos fluyeron y Andrei sintió tanta pena que también quiso llorar, elevó la mano ensangrentada y acarició el rostro, dejando un rastro carmesí.

—Te veo…

La nieve caía encima del cabello ébano con tanta delicadeza que a Andrei se le antojaba capturar los copos en el aire y comprobar qué tan reales podían sentirse.

—Estuviste ahí. Bajo la nieve, en el puente.

Quería seguir explorando; andar por el lodo, llegar al final de la ciénega tortuosa que representaba sus desvaríos, pero el recuerdo se fragmentó con el arrastre del seguro de un arma característica.  

—Levántate despacio con las manos en la cabeza, Fesenko.

Fue la voz vibrante de Grozny quien terminó por derrumbar el escenario proyectado desde su mente. Vladimir estiró las comisuras de la boca en un gesto que pudo malinterpretarse como sonrisa y… obedeció.

 

1

 

El tiempo pasó hasta que perdió la noción. En la celda, observaba la punta de sus zapatos sin agujetas en absoluto silencio. Un policía hacía el recorrido de vez en vez, le echaba una ojeada y volvía a desaparecer. Vladimir había perdido la paciencia pero lo disimulaba bien; lo ignoraban y él les devolvía el gesto, conocía el proceder de la policía para debilitarlo mentalmente, aunque le sorprendió que no intentaran amedrentarlo a golpes.

Cuando el cansancio hizo mella, Vladimir calculó que había pasado día y medio o quizá dos. El corredor era iluminado por luz artificial que le dificultaba el sueño, así que aprovechaba el insomnio para pensar en Andrei. Sabía que estaba bien, no por preguntarlo sino porque la herida autoinfligida no había sido en una zona letal aunque sí sumamente dolorosa, y si algo conocía Vladimir era de puñaladas.

Tras las rejas y con todo el tiempo del mundo para pensar, se preguntó si Katrina seguía esperándole en el pent-house; ambos habían acordado regresar a Kiev para el alumbramiento y Vladimir pensó que Andrei también volvería con ellos. Qué equivocado. Andrei había trazado su propio plan.

Extrañaba a sus otros hijos. Mats e Ivan eran aún niños que resentían su ausencia como nadie más y le dolía… dolía no sentir la necesidad de verlos con la misma urgencia que le quemaba en el pecho cuando se trataba de Andrei. Incluso allí, encerrado e incomunicado, su primer pensamiento era él. Siempre él.

El guardia en turno hizo su enésima aparición, se quedó frente a su celda evaluando el terrible aspecto que debía tener. Vladimir no necesitaba de suponerlo, sus ropas eran pruebas dignas de delito: impresiones de sangre repartidas sobre la camisa y sus propias manos, que habían taponeado los relieves de carne donde se escapó la sangre, estaban negras y resecas. Todo su ser gritaba culpabilidad, pero no le era ajeno o insultante pues Andrei lo había acostumbrado a ser un villano.

Salió escoltado por el guardia y fue guiado hasta la sala de interrogatorio. Entró a la cámara de Gesell y le dejaron ahí por mucho tiempo. Vladimir sentado con las esposas por delante esperó observando su reflejo en las paredes de cristal. Aburrido, se dedicó a balancearse sobre la silla y después a rasparse la sangre impregnada en la cutícula. Ellos también, los observadores, resguardados tras los espejos, debieron hartarse tras no obtener reacciones e hicieron aparición más pronto de lo que Vladimir hubiese apostado.

Un hombre entró a la sala; Vladimir escuchó los pasos a su espalda pero esperó hasta tenerlo enfrente para suspender su tarea y afrontarlo. El policía dejó una camisa blanca y limpia, perfectamente doblada a su costado. Mentiría si dijera que aquel gesto no le sorprendió. Entonces elevó la cabeza para verle, no su rostro familiar sino su cicatriz. Sólo su cicatriz.

—Grozny. Te esperaba. ¿Cómo está Andrei?

La burla estaba implícita. Grozny se acercó hasta coger con más fuerza de la necesaria las muñecas de Vladimir; las esposas se encajaron y Grozny gozó verle apretar la mandíbula, tragándose el dolor.  

—Lo apuñalaste, ¿cómo crees que está?

Le liberó de los grilletes y se apartó, analizando su semblante.

—Oh. ¿Eso dijo? Supongo que si rindió declaración es porque se encuentra estable.

—Las acusaciones que enfrentas son graves, Fesenko. No te recomendaría que lo tomases con tanta ligereza. Una fianza está lejos de tu realidad.

—¿Fianza? ¿He sido ya declarado culpable? Ruso, no puedes ser juez y parte. Tengo un buen abogado. Y no diré ni una palabra hasta que tenga a mi abogado. Así que puedes ir desapareciendo.

—Tendrás tu llamada. Pero te advierto: es sólo cuestión de tiempo. Allanar mi propiedad fue una tontería. No sólo soy un oficial, Fesenko. Soy un agente especial del FSB en operación y pusiste en riesgo todo un trabajo de inteligencia; y más importante: atacaste mortalmente a mi subordinado. Esto no es algo de lo que puedas salir impune como acostumbras. Londres no es Kiev.

—Interesante. Muy interesante. En especial la parte en que mencionas a tu subordinado. Dime, agente especial… ¿el FSB está consciente que la relación con tu subordinado tiene tintes sexuales? ¿Saben ellos que Andrei es tu amante?   

La fría sonrisa de Grozny atirantó la atmósfera y la volvió de incordio. Más personal y peligrosa.

—Eres como una serpiente en el fondo de un pozo. Puedes lanzar mordidas y escupir tu veneno; puedes elevarte y tratar de trepar, pero eso no cambiará tu situación. Y ambos conocemos tu situación: estás realmente perdido, Fesenko.

Caminó un par de pasos, dispuesto a abandonar la sala. La voz de Vladimir le detuvo antes de hacerlo.

—Debe estar furioso contigo. —Dijo, observándole por el espejo frontal.

Grozny se volvió con expresión interrogante.

—No disparaste y debiste haber disparado. —Luego, más casual, cogió la prenda y la desplegó de un movimiento. —Gracias por la camisa. —Se despidió.

Grozny retornó a la sala de observación, ahí se encontró con la mirada suspicaz de Filip. Hombro a hombro, observaron a Vladimir en silencio.

—Es el hombre que una vez me pediste investigar.

Grozny asintió. Vladimir se había puesto de pie, deshaciéndose uno a uno de los botones de su camisa.

—Te estás distrayendo, Grozny, y eso no me gusta para nada.

—Estoy enfocado en mi trabajo. Este es un hecho aislado que no tiene por qué interferir.  

—¿Ves? Me preocupa más que no lo aceptes. Me importa un carajo que te estés cogiendo a un chiquillo. Pero ese mocoso trae al parecer, una larga cola con problemas arrastrando— apuntó con la cabeza a Vladimir. —Pondrás una sana distancia entre él y tú y volverás a lo tuyo, a menos, claro, que desees que reporte este… hecho aislado.

Grozny miró el perfil severo del hombre mayor; su amenaza le picó el orgullo.

—Tengo un compromiso con Andrei.

—Ah, Grozny. Toda un alma generosa. ¡Protegiendo a los débiles de los abusadores! Pasaré este asunto a manos competentes para tu mayor tranquilidad. El bully tendrá su merecido y tu… protegido tendrá una buena vida alejado de ti. ¿Necesito enviarlo lejos o bastará con tu palabra, Roman?

Grozny permaneció firme, mirando a Vladimir que también lo observaba sin saber. El último botón fue desprendido y su camisa se abrió.

—¿Cuándo has necesitado algo más que mi palabra?

Filip palmeó suavemente su hombro y se marchó. La sala quedó vacía y en penumbras con la única compañía de Vladimir Fesenko detrás del cristal. Terminó por quitarse la camisa y Grozny pudo verlo a media plenitud. La luz del otro lado era excepcional. El hombre tenía el pecho destrozado, lleno de verdugones y quemaduras, ninguna reciente, más bien cicatrices viejas, de todas formas y tamaños. Cuando giró para ir por la camisa, también pudo apreciarle la espalda, en peores condiciones, pues su piel estaba deformada por largas cicatrices que sólo eran producto de azotes repetitivos. Carne desfigurada a través de los años, contando una historia. Una tragedia.

Pensó en Andrei: cuando sus tibios dedos le acariciaban la grieta del rostro; cuando le atrapaba mirándole con curiosidad e interés. Y cuando hablaba de Vladimir, con la voz quebrada. Dudó de todo y se fue con una molestia en la boca del estómago. Quizá Filip tenía razón en decir que se estaba distrayendo. Quizá sí era lo mejor alejarse del pelirrojo.

Debía concentrarse y Andrei era una distracción sistemática. Una que ya le había costado el matrimonio. Tenía que dejarlo ir antes que su carrera fuera lo siguiente en desplomarse. La decisión estaba tomada e incluía esa desazón que navegaba dentro de su cuerpo, instalándose en el estómago de a ratos, en el pecho o en ese lugar donde se supone tenía el corazón.

 

 

 

Notas finales:

Gracias por sus bellos comentarios, me llenan de ánimo. Los responderé a la brevedad! 

Un beso y un cálido abrazo!!


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